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Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

Relatos y cuentos (78 page)

BOOK: Relatos y cuentos
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Al
Tío
se le iban y venían los ojos con tal variedad de colores. Aquella figura pesadota olía a amo, su voz era también la de él, pero había momentos en que el
Tío
se sentía atormentado por la duda, dispuesto a huir de aquel pintarrajeado hombre y a ladrar. El nuevo sitio, la luz en forma de abanico, los olores, la metamorfosis experimentada por el amo: todo ello le sumía en un estado de miedo indefinido. Tenía el presentimiento de que iba a tropezarse con algo horroroso, al estilo de la enorme cabeza con cola en lugar de nariz. Y para colmo de males, fuera tocaba la odiosa música y en ocasiones se oía un rugido incomprensible. Lo único que le tranquilizaba era la serenidad imperturbable de
Fiódor Timoféich
. Este dormía como si tal cosa debajo del taburete y ni siquiera llegaba a abrir los ojos cuando el taburete se movía.

Un hombre de frac y chaleco blanco asomó la cabeza por la puerta del cuartito y dijo:

—Ahora empieza miss Arabela. Luego le tocará a usted.

El amo no respondió nada. Sacó de debajo de la mesa una maleta de reducidas proporciones y se sentó a esperar. Los labios y las manos delataban su inquietud; el
Tío
oía cómo temblaba su respiración.

—Monsieur George, a escena —gritó alguien al otro lado de la puerta.

El amo se levantó, se persignó tres veces, sacó al gato de debajo del taburete y lo metió en la maleta.

—Ven aquí,
Tío
—dijo en voz baja.

El
Tío
, sin comprender nada, se acercó a sus manos; él le dio un beso en la cabeza y lo colocó junto a
Fiódor Timoféich
. Luego todo se hizo oscuro… El
Tío
pisaba al gato, arañaba las paredes de la maleta y, presa de terror, era incapaz de emitir el menor sonido; temblaba mientras la maleta oscilaba como arrastrada por las olas…

—¡Aquí estoy yo! —gritó con voz sonora el amo—. ¡Aquí estoy yo!

El
Tío
sintió que después de este grito la maleta chocaba con algo duro y dejaba de balancearse. Se oyó un rugido fuerte y largo: golpeaban a alguien, y ese alguien, probablemente la cabeza de la cola en vez de nariz, rugía y reía tan estrepitosamente, que vibraban los cierres de la maleta. En respuesta al rugido se oyó la risa del amo, una risa estridente y chillona como jamás la había escuchado en casa.

—¡Hola! —gritó, tratando de hacerse oír por encima del rugido—. Respetable público, acabo de llegar de la estación. Se ha muerto mi abuela y me ha dejado heredero. En la maleta hay algo muy pesado; debe de ser oro… ¡A-ah! ¡Puede que haya un millón! Voy a abrirla y veremos…

Sonó el cierre de la maleta. Una luz cegadora le hizo cerrar los ojos al
Tío
. Saltó fuera y, ensordecido por el rugido, corrió cuanto pudo alrededor de su amo, ladrando alegremente.

—¡Hola! —gritó el amo—. ¡Mi
Tío
Fiódor Timoféich
! ¡Mi otro
Tío
! ¡Que el diablo os lleve, queridos parientes!

Cayó con el vientre sobre la arena, agarró al gato y al
Tío
y los abrazó una vez y otra. El
Tío
, mientras él le apretaba entre sus brazos, pudo lanzar una ojeada al mundo a que le había llevado el destino y, asombrado de verse en un lugar tan grandioso, quedó por un momento inmóvil, dominado por el asombro y el entusiasmo. Luego se evadió de los abrazos del amo y, aturdido por tanta emoción, comenzó a dar vueltas como un lobezno. Ese mundo nuevo era grande y resplandeciente; a donde quiera que mirase, desde el suelo al techo, todo eran caras, caras y caras, y nada más.


Tío
, tenga la bondad de sentarse —dijo el amo.

Recordando lo que esto significaba, el
Tío
saltó a una silla y se sentó. Miró al amo. Los ojos de éste, como siempre, eran serios y cariñosos, pero la cara, en particular la boca y los dientes, se hallaban desfigurados por una sonrisa ancha y petrificada. El reía a carcajadas, saltaba, movía los hombros y en presencia de aquellos miles de persona hacía ver como si se sintiera muy alegre. El
Tío
creyó en esa alegría y de pronto sintió con todo su ser que aquellos miles de hombres y mujeres tenían los ojos puestos en él; levantó su hocico de raposa y aulló alegremente.

—Usted,
Tío
, quédese ahí —le dijo el amo—, mientras
Fiódor Timoféich
y yo bailamos la kamarinka.

Fiódor Timoféich
, en espera de que le obligasen a hacer estupideces, permanecía indiferente, mirando a los lados. Bailó con desgana, de mal humor, y por sus movimientos, por su cola y sus bigotes percibíase el profundo desprecio que le inspiraban la gente, la viva luz, el amo, él mismo… Bailó cuanto le correspondía, bostezó y se sentó.

—Venga,
Tío
—dijo el amo—. Primero cantaremos y luego bailaremos. ¿Qué le parece?

Sacó del bolsillo una flauta y empezó a tocar. El
Tío
, que no podía soportar la música, se removió inquieto en la silla y aulló una vez y otra. Esto produjo una tempestad de gritos y aplausos. El amo saludó y cuando todo se hubo acallado volvió a tocar… Estaba ejecutando una nota muy alta cuando alguien que se encontraba en las últimas filas del público lanzó una sonora exclamación de asombro.

—¡Padre! —gritó una voz infantil—. ¡Pero si es
Kashtanka
!

—¡Sí que es
Kashtanka
! —confirmó otra voz, ésta de borracho—. ¡
Kashtanka
! Fiédiushka, que Dios me castigue si no es
Kashtanka
.

Alguien silbó en las alturas y dos voces, una de niño y otra de adulto, llamaron a pleno pulmón:

—¡
Kashtanka
! ¡
Kashtanka
!

El
Tío
se estremeció y miró al lugar de donde procedían los gritos. Dos caras, una peluda, alcohólica y sonriente, la otra redonda de rojas mejillas y asustada, se le metieron por los ojos; antes se le había metido la viva luz… Recordó, cayó de la silla y empezó a aullar en la arena. Luego pegó un brinco y con alegres chillidos corrió hacia aquellas caras. Estalló un ensordecedor rugido, del que sobresalían los silbidos y un estridente grito infantil:

—¡
Kashtanka
! ¡
Kashtanka
!

El
Tío
saltó la barrera. Luego, por encima de los hombros de alguien, fue a parar a un palco. Para subir al piso siguiente era necesario saltar una alta pared. El
Tío
trató de hacerlo, pero no pudo y cayó abajo. Luego fue pasando de unos a otros, lamiendo manos y caras, cada vez más arriba, hasta que, por fin, se vio en el gallinero…

Media hora más tarde
Kashtanka
iba ya por la calle detrás de personas que olían a cola y barniz. Luká Alexándrich se tambaleaba e instintivamente, aleccionado por la experiencia, procuraba mantenerse lejos de las zanjas.

—En el abismo de mis entrañas anida el pecado… —balbuceaba—. Y a ti,
Kashtanka
, no hay quien te entienda. Comparado con el hombre, eres como un mal carpintero frente a un buen ebanista.

A su lado caminaba Fiédiushka, tocado con la gorra del padre.
Kashtanka
miraba las espaldas de ambos, le parecía que hacía ya mucho que iba detrás de ellos y se alegraba de que su vida no se hubiese interrumpido ni por un instante.

Recordaba el cuartito del empapelado sucio, el ganso y
Fiódor Timoféich
, las sabrosas comidas, las lecciones, el circo… pero todo eso no era ahora para él sino una pesadilla larga y confusa.

En el landó

Las hijas del consejero civil activo Brindin, Kitty y Zina, paseaban por la Nievskii en un landó
[37]
. Con ellas paseaba su prima Marfusha, una pequeña provinciana-hacendada de dieciséis años, que había venido en esos días a Peter, a visitar a la parentela ilustre y echar un vistazo a las «curiosidades». Junto a ella estaba sentado el barón Drunkel, un hombrecito recién aseado y visiblemente cepillado, con un paletó azul y un sombrero azul. Las hermanas paseaban y miraban de soslayo a su prima. La prima las divertía y las comprometía. La inocente muchachita, que desde su nacimiento nunca había ido en landó, ni oído el ruido capitalino, examinaba con curiosidad la tapicería del carruaje, el sombrero con galones del lacayo, gritaba a cada encuentro con el vagón ferroviario de caballos… Y sus preguntas eran aún más inocentes y ridículas…

—¿Cuánto recibe de salario vuestro Porfirii? —preguntó ella entre tanto, señalando con la cabeza al lacayo.

—Al parecer, cuarenta al mes…

—¡¿Es po-si-ble?! ¡Mi hermano Seriozha, el maestro, recibe sólo treinta! ¿Es posible que aquí en Petersburgo se valora tanto el trabajo?

—No haga, Marfusha, esas preguntas —dijo Zina—, y no mire a los lados. Eso es indecente. Y mire allá, mire de soslayo, si no es indecente, ¡qué oficial tan ridículo! ¡Ja-ja! ¡Como si hubiera tomado vinagre! Usted, barón, se pone así cuando corteja a Amfiladova.

—A ustedes,
mesdames
, le es ridículo y divertido, pero a mí me remuerde la conciencia —dijo el barón—. Hoy, nuestros empleados tienen una misa de réquiem a Turguéniev, y yo por vuestra gracia no fui. Es incómodo, saben… Una comedia, pero de todas formas convenía haber ido, mostrar mi simpatía… por las ideas… Mesdames, díganme con franqueza, con la mano puesta en el corazón, ¿a ustedes les gusta Turguéniev?

—¡Oh sí… se entiende! Turguéniev pues…

—Y vaya pues… A todo el que le pregunto le gusta, y a mí… ¡no entiendo! ¡O yo no tengo cerebro o soy un escéptico incorregible, pero todo ese galimatías que levantan por Turguéniev me parece no sólo exagerado, sino ridículo! Es un escritor, no me pondré a negarlo, bueno… Escribe llano, el estilo por momentos es incluso ágil, tiene humor, pero… nada particular… Escribe como todos los escritorzuelos rusos… Como Grigorevich, como Kraevskii… Ayer saqué a propósito de la biblioteca Las notas de un cazador, las leí de cabo a rabo, y no encontré resueltamente nada particular… Ni autoconciencia, ni de la libertad de prensa… ¡ninguna idea! Y de la caza así, y no hay nada del todo. ¡Está escrito, por lo demás, no mal!

—¡En nada mal! ¡Él es muy buen escritor! ¡Y cómo escribía del amor! —suspiró Kitty—. ¡Mejor que todos!

—Escribía bien del amor, pero los hay mejores. Jean Richepin, por ejemplo. ¡Qué clase de encanto! ¿Usted leyó su
Pegajoso
? ¡Otro asunto! ¡Usted lee, y siente cómo todo eso existe en la realidad! ¿Y Turguéniev… qué escribió? Todo ideas… ¿pero qué ideas hay en Rusia? ¡Todo de tierras extranjeras! ¡Nada original, nada autóctono!

—¡Y la naturaleza cómo la describía él!

—A mí no me gusta leer las descripciones de la naturaleza. Se extienden, se extienden… «El sol se puso… los pájaros cantaron… el bosque susurra…». Yo siempre me paso esos encantos. Turguéniev es un buen escritor, no lo niego, pero yo no le reconozco esa capacidad de crear maravillas, como dicen de él. Le dio, al parecer, un empujón a la autoconciencia, y cierta vergüenza política ahí en el pueblo ruso, la pellizcó por lo vivo… No veo todo eso… No entiendo…

—¿Y usted leyó su
Oblomov
? —preguntó Zina—. ¡Ahí él está en contra del régimen de servidumbre!

—Cierto… ¡Pero es que yo estoy en contra del régimen de servidumbre! ¿Y gritan así por mí?

—¡Ruéguenle que se calle! ¡Por Dios! —le susurró Marfusha a Zina.

Zina, con asombro, miró a la inocente, tímida muchachita. Los ojos de la provinciana recorrían inquietos el landó, de un rostro al otro, brillaban con un sentimiento no bueno y, al parecer, buscaban sobre quién derramar su odio y desprecio. Sus labios temblaban de ira.

—¡Es indecente, Marfusha! —susurró Zina—. ¡Usted tiene lágrimas!

—Dicen asimismo que él tuvo una gran influencia en el desarrollo de nuestra sociedad —continuó el barón—. ¿Dónde se ve eso? Yo no veo esa influencia, hombre pecador. En mí, por lo menos, él no tuvo ni la mínima influencia.

El landó se detuvo junto a la entrada de los Brindin.

Mala suerte

Ilia Sergeich Peplov y su mujer, Cleopatra Petrovna, escuchaban junto a la puerta con gran ansiedad. Al otro lado, en la pequeña sala, se desarrollaba, al parecer, una escena de declaración amorosa. Su hija Nataschenka se prometía en aquel momento con el profesor de la Escuela Provincial, Schupkin.

—Parece que pica —murmuraba Peplov, temblando de impaciencia y frotándose las manos—. Mira, Petrovna… Tan pronto como empiecen a hablar de sentimientos, descuelgas la imagen de la pared y entramos a bendecirlos… Quedarán cogidos. La bendición con la imagen es sagrada e irrevocable… Ni aunque acuda al juzgado podrá ya volverse atrás.

Al otro lado de la puerta estaba entablado el siguiente diálogo:

—¡Nada de su carácter!… —decía Schupkin, frotando una cerilla en sus pantalones a cuadros para encenderla—. Le aseguro que yo no fui quien escribió las cartas.

—¡Vamos no diga!… ¡Como si no conociera yo su letra! —reía la damisela lanzando grititos amanerados y mirándose al espejo a cada momento—. La reconocí en seguida. ¡Y qué cosa tan rara!… ¡Usted, profesor de caligrafía y haciendo esos garrapatos!… ¿Cómo va usted a enseñar a escribir a otros si escribe usted tan mal?…

—¡Hum!… Eso no significa nada, señorita. En el estudio de la caligrafía lo principal no es la clase de letra…, lo principal es mantener sujetos a los alumnos. A uno se le pega con la regla en la cabeza…, a otro se le pone de rodillas… ¡Pero la escritura! ¡Pchs!… ¡Eso es lo de menos!… Nekrasov era un escritor y daba vergüenza ver cómo escribía. En sus obras completas viene una muestra, ¡qué muestra!, de su caligrafía.

—Sí…, pero aquel era Nekrasov, y usted es usted… —un suspiro—. ¡A mí me hubiera encantado casarme con un escritor! ¡Se hubiera pasado el tiempo haciéndome versos!

—También yo puedo hacerle versos si lo desea.

—¿Y sobre qué sabe usted escribir?

—Sobre el amor…, sobre los sentimientos… ¡Sobre sus ojos!… Cuando los lea usted se quedará asombrada. ¡Le harán verter lágrimas! Dígame: ¿si yo le escribiera unos versos llenos de poesía me daría a besar su manecita?

—¡Vaya una tontería!… ¡Ahora mismo si quiere! Bésela.

Schupkin se levantó de un brinco y con ojos que parecían prontos a saltársele apretó sus labios sobre la mano gordezuela que olía a jabón de huevo.

—¡Descuelga la imagen! —dijo apresuradamente Peplov, dando un codazo a su mujer, palideciendo de emoción y abrochándose los botones de la chaqueta—. ¡Anda, vamos! —y sin perder un segundo abrió la puerta de par en par—. ¡Hijos! —balbució, alzando las manos y con lágrimas en los ojos—. ¡Que el Señor los bendiga! ¡Hijos míos!… ¡Vivan! ¡Sean fructíferos y multiplíquense!…

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