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Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

Relatos y cuentos (28 page)

BOOK: Relatos y cuentos
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—¿Adónde?

—A casa de la cuarta… Hay que darse prisa. Si no…, si no, me abrasaré de impaciencia. ¿Sabe usted quién es ella? ¡No lo adivinará usted! ¡La joven esposa de nuestro stanovoy, Evgyaf Kusmich, Olga Petrovna… ésa es! ¡Ella fue la que compró aquella cajita de cerillas!

—¡Usted… tú… usted…! ¿se ha vuelto loco?

—¡Muy sencillo! En primer lugar, ella fuma. En segundo lugar, estaba enamoradísima de Kliansov. Éste la cambió por Akulka. La venganza. Ahora recuerdo que los he encontrado a los dos, en una ocasión, escondidos en la cocina, detrás de la cortina. Ella le hacía mil promesas, y él fumaba su cigarrillo y le echaba el humo en la cara. Bueno, vámonos… Aprisa… porque ya está oscureciendo… Vámonos.

—Yo no me he vuelto loco todavía para ir a molestar por la noche y por tonterías de chiquillo a una señora noble y honrada.

—¡Noble, honrada…! Después de eso, es usted un trapo y no un juez de instrucción. ¡Nunca me había atrevido a injuriarlo, pero ahora es usted el que me obliga a ello! ¡Trapo! Es usted un trapo. Vamos, querido Nicolai Ermolech, se lo ruego.

El juez hizo un movimiento de desprecio con la mano y escupió.

—¡Se lo ruego a usted! ¡Se lo ruego a usted no por mí, sino por el interés de la Justicia! ¡Se lo suplico a usted, en fin! ¡Hágame usted ese favor por lo menos una vez en la vida!

Diukovsky se arrodilló.

—¡Nicola Ermolech! ¡Sea usted bueno: me llamará usted canalla y malvado si me equivoco acerca de esta mujer! ¡No olvide usted qué causa tenemos! ¡Es toda una causa! ¡Es una novela y no una causa! ¡Llegará a ser célebre en todos los rincones de Rusia! ¡Fíjese usted, viejo insensato!

El juez frunció el entrecejo e indecisamente alargó la mano para recoger el sombrero.

—¡Bueno, el diablo te lleve! —dijo—. Vámonos.

Había ya oscurecido cuando el coche del juez llegó a la casa del stanovoy.

—¡Qué cochinos somos! —dijo Chubikov, asiendo la cuerda de la campanilla. Estamos molestando a la gente.

—No importa, no importa… No tenga usted miedo… Diremos que se nos ha roto una ballesta del coche.

A Chubikov y a Diukovsky los recibió en el umbral una mujer alta, robusta, de unos veintitrés años, cejas negras como el azabache y rojos labios carnosos. Era la propia Olga Petrovna.

—¡Ah…, tanto gusto! —exclamó sonriendo francamente—. Han llegado ustedes precisamente a la hora de cenar… Mi Evgraf Kusmich no está en casa… Está en la del pope
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… Pero no importa, la pasaremos sin él… Siéntense ustedes… ¿Vienen ahora de hacer averiguaciones…?

—Sí… Es que se nos ha roto una ballesta del coche —comenzó a decir Chubikov, entrando en el salón y acomodándose en un sillón.

—¡Hágalo pronto… atúrdala usted! —dijo en voz baja Diukovsky—. ¡Sorpréndala usted!

—Una ballesta… Un…, sí… y entramos aquí…

—¡Sorpréndala, le digo! ¡Se dará cuenta si empieza usted a divagar!

—Bueno, haz lo que quieras y a mí déjame en paz —murmuró Chubikov, levantándose y acercándose a la ventana—. Yo no puedo; ¡tú has armado este embrollo y tú tendrás que ponerle término!

—Sí, una ballesta… —comenzó Diukovsky, aproximándose a la mujer del stanovoy y frunciendo su larga nariz—. Hemos venido no para… bueno… para cenar…, ni tampoco para ver a Evgraf Kusmich. ¡Hemos venido a preguntarle a usted, señora mía, dónde está Marko Ivanovich, a quien usted ha asesinado!

—¿Qué? ¿Qué Marko Ivanovich? —balbuceó la mujer del stanovoy, y su ancho rostro tiñóse en un instante de un color rojo subido—. Yo… no comprendo…

—¡Se lo pregunto a usted en nombre de la ley! ¿Dónde está Kiansov? ¡Nosotros estamos perfectamente enterados de todo!

—¿Quién los ha enterado? —preguntó suavemente la mujer del stanovoy, sin poder resistir la mirada de Diukovsky.

—Tenga la bondad de indicarnos el lugar en que se encuentra.

—¿Pero cómo lo han averiguado ustedes? ¿Quién se lo ha contado?

—¡Nosotros estamos enterados de todo! ¡Lo exijo en nombre de la ley!

El juez de instrucción, animado por la turbación de la mujer, se acercó a ella y le dijo:

—Díganos usted dónde está y nos marcharemos. De lo contrario, nosotros…

—¿Para qué lo quieren ustedes?

—¿A qué vienen esas preguntas, señora? ¡Nosotros le rogamos que nos diga usted en dónde se encuentra! ¡Está usted temblando y confusa…! ¡Sí, lo asesinaron, y si quiere usted saber más, le diré que lo ha asesinado usted! ¡Sus cómplices la han delatado!

La mujer del stanovoy palideció.

—Vengan ustedes —dijo suavemente, retorciéndose las manos—. Lo tengo escondido en una cabaña. ¡Pero por amor de Dios, no se lo digan a mi marido, se lo suplico! ¡No podría soportarlo!

La mujer del stanovoy descolgó de la pared una llave grande y condujo a sus huéspedes, atravesando la cocina y el vestíbulo, hasta el patio. Reinaba ya una gran oscuridad. Caía una lluvia menuda. La mujer del stanovoy iba delante. Chubikov y Diukovsky la seguían por la hierba crecida, aspirando el olor del cáñamo salvaje y de la basura que había esparcida por aquellos lugares. El patio era muy grande. Pronto pasaron por el vertedero y sintieron que sus pies pisaban tierra de labor. En la oscuridad se divisaban las siluetas de los árboles y, entre éstos, una casita con la chimenea encorvada.

—Esta es la cabaña —dijo la mujer del stanovoy—. Pero les suplico que no se lo digan a nadie. Al acercarse al lugar, Chubikov y Diukovsky vieron que de la puerta colgaba un enorme candado.

—¡Prepare la vela y las cerillas! —dijo en voz baja el juez de instrucción a su ayudante.

La mujer del stanovoy abrió el candado y dejó entrar a sus huéspedes. Diukovsky encendió una cerilla e iluminó la entrada de la pieza. En medio de ella había una mesa, sobre la cual estaban colocados un samovar, una sopera con restos de sopa y un plato con residuos de salsa.

—¡Adelante!

Entraron en la habitación contigua, en el baño. Allí también había una mesa. Encima de la mesa, una fuente muy grande, con pedazos de pan, una botella de vodka, platos, cuchillos y tenedores.

—Pero ¿dónde está él…? ¿Dónde está el asesinado? —preguntó el juez.

—¡Está arriba, en la litera! —murmuró la mujer, palideciendo y temblando cada vez más.

Diukovsky tomó la vela y subió hasta la litera, donde encontró un cuerpo humano, largo, que yacía inmóvil, sobre un colchón de plumas. El susodicho cuerpo emitía un ligero ronquido…

—¡Nos están engañando, el demonio los lleve! —gritó Diukovsky—. ¡No es él! Aquí está durmiendo alguien que está bien vivo. ¡Hey! ¿Quién es usted, con mil diablos?

El cuerpo suspiró fuertemente con un silbido y comenzó a moverse. Diukovsky le dio con el codo. El durmiente se incorporó y alargó las manos a la cabeza que estaba junto a él.

—¿Quién es? —preguntó por lo bajo—. ¿Qué quieres?

Diukovsky acercó la vela a la cara del desconocido y lanzó un grito. En la nariz roja, en los cabellos encrespados y despeinados, en los negros bigotes, uno de los cuales estaba muy retorcido y vuelto hacia arriba en una postura impertinente, reconoció al corneta Kliansov.

—¿Es usted… Marko… Ivanovich? ¡No puede ser!

El juez miró hacia arriba y se quedó medio muerto…

—Soy yo, sí… ¡Ah! ¿Es usted, Diukovsky? ¿Qué demonio lo trae por aquí? ¿Y quién es aquel que está allí? ¿Qué tipo es ese? ¡Señor, el juez! ¿Cómo han venido ustedes aquí?

Khansov descendió rápidamente y abrazó a Chubikov. Olga Petrovna se ocultó detrás de la puerta.

—Pero ¿cómo han venido ustedes? ¡Tomemos una copa de vodka, qué diablo! ¡Tra-ta-ti-to-tom…! ¡Bebamos! Sin embargo, ¿quién los ha traído a ustedes aquí? ¿Cómo se han enterado ustedes de que estoy aquí? ¡Bueno, qué más da! ¡Bebamos!

Kliansov encendió la lámpara y sirvió tres copas de vodka.

—Es que yo… ¡yo no te entiendo! —dijo el juez abriendo los brazos—. ¿Eres tú, o no lo eres?

—Vamos, déjame… ¿Vas a echarme un sermón de moral? ¡No te molestes! ¡Joven Diukovsky, bébete tu copa! ¡Be-ba-mos, a-mi-gos!… Pero ¿qué hacen ustedes ahí? ¡Vamos a beber, bebamos!

—Yo, sin embargo, no lo entiendo —dijo el juez apurando rápidamente su copa—. ¿Por qué estás aquí?

—¿Por qué no voy a estar si me encuentro bien aquí?

Kliansov apuró otra copa y comió después un pedazo de jamón.

—Vivo aquí, como ven, en esta casa de la mujer del stanovoy… Aislado, entre árboles, como un duende… ¡Bebe! ¡Es que me dio lástima de la pobre! Me compadecí de ella y… vivo aquí en la cabaña, como un ermitaño… Como, bebo… La semana próxima pienso marcharme de aquí… Ya estoy harto…

—¡Inconcebible! —dijo Diukovsky.

—¿Por qué inconcebible?

—¡Inconcebible! ¡Por amor de Dios, dígame cómo ha ido a parar su bota al jardín!

—¿Qué bota?

—Hemos encontrado una bota en el dormitorio y la otra en el jardín.

—¿Y para qué quiere saberlo? No es cosa suya. ¡Beban, el demonio los lleve! ¡Me han despertado! ¡Pues beban! La historia de la otra bota es muy interesante. Yo no quería venir aquí, no estaba de humor…, pero ella llegó a mi ventana y empezó a reñirme… ¡Ya sabes tú cómo son las mujeres, por lo general…! Yo, como estaba algo bebido, tomé la bota y se la tiré, a la cabeza… ¡Ja, ja! ¡Toma, por reñirme! Ella entró por la ventana, encendió la lámpara y empezó a darme guerra. Me hizo levantar, EDRW me trajo, aquí y aquí —me encerró—. Aquí me alimento… ¡Amor, vodka y fiambres! Pero ¿adónde van? Chubikov, ¿adónde van?

El juez escupió y salió de la cabaña: detrás de él, Diukovsky, cabizbajo. Ambos se sentaron en el coche y se marcharon. Nunca les pareció el camino tan largo y tan aburrido como aquella vez. Ambos callaban. Chubikov, durante todo el camino, iba temblando de rabia; Diukovsky escondía el rostro en el cuello del gabán, como si temiera que la oscuridad y la llovizna leyesen la vergüenza en su rostro.

Al llegar a su casa, el juez de instrucción encontró en su cuarto al médico Tintinyev. El doctor estaba sentado junto a la mesa y, suspirando fuertemente, hojeaba la revista
Niva
.

—¡Qué cosas pasan en este mundo! —dijo, recibiendo al juez con una sonrisa triste—. ¡Otra vez Austria ha…! Y Gladstone también… de una manera…

Chubikov tiró el sombrero debajo de la mesa y comenzó a temblar.

—¡Esqueleto del demonio! —gritó—. ¡Déjame en paz…! ¡Te he dicho mil veces que me dejes tranquilo con tu política! ¡No estoy ahora para política! Y a ti —añadió Chubikov dirigiéndose a Diukovsky y amenazándolo con el puño—, ¡a ti no te olvidaré por los siglos de los siglos!

—Pero… ¿no era la cerilla sueca? ¡Vaya usted a saber…!

—¡Que te ahorquen con tu cerilla! ¡Quítate de mi vista y no me irrites, porque no sé lo que voy a hacer contigo! ¡No vuelvas más a poner los pies aquí!

Diukovsky suspiró, tomó el sombrero y salió.

—¡Me voy a emborrachar! —decidió al salir de la casa, dirigiéndose tristemente a la taberna.

La mujer del stanovoy, al volver de la cabaña a su casa, encontró a su marido en el salón.

—¿A qué ha venido el juez aquí? —preguntó el marido.

—Ha venido a decir que han encontrado a Klimsov… Figúrate, lo han encontrado en casa de una mujer casada.

—¡Ay Marko Ivanovich, Marko Ivanovich! —exclamó suspirando el stanovoy y levantando los ojos al cielo—. ¡Ya te decía yo que la corrupción no trae buenos resultados! ¡Ya te lo decía yo! ¡No me has hecho caso!

¡Chist!

Iván Krasnukin, periodista de no mucha importancia, vuelve muy tarde a su hogar, con talante desapacible, desaliñado y totalmente absorto. Tiene el aspecto de alguien a quien se espera para hacer una pesquisa o que medita suicidarse. Da unos paseos por su despacho, se detiene, se despeina de un manotazo y dice con tono de Laertes disponiéndose a vengar a su hermana:

—¡Estás molido, moralmente agotado, te entregas a la melancolía, y, a pesar de todo, enciérrate en tu despacho y escribe! ¿Y a esto se llama vida? ¿Por qué no ha descrito nadie la disonancia dolorosa que se produce en el alma de un escritor que está triste y debe hacer reír a la gente o que está alegre y debe verter lágrimas de encargo? Yo debo ser festivo, matarlas callando, e ingenioso, pero imagínese que me entrego a la melancolía o, una suposición, ¡que estoy enfermo, que ha muerto mi niño, que mi mujer está de parto!…

Dice todo esto agitando los brazos y moviendo los ojos desesperadamente… Luego entra en el dormitorio y despierta a su mujer.

—Nadia —le dice—, voy a escribir… Te ruego que no me molesten, me es imposible escribir si los niños chillan, si las cocineras roncan… Procura que tenga té y… un bistec, ¿eh?… Ya lo sabes, no puedo escribir sin té… El té es lo que me sostiene cuando trabajo.

Aquí nada es resultado del azar, del hábito, sino que todo, hasta la cosa más insignificante, denota una madura reflexión y un programa estricto. Unos pequeños bustos y retratos de grandes escritores, una montaña de borradores, un volumen de Belinski con una página doblada, una página de periódico, plegada negligentemente, pero de manera que se ve un pasaje encuadrado en lápiz azul, y al margen, con grandes letras, la palabra: «¡Vil!». También hay una docena de lápices con la punta recién sacada y unos cortaplumas con plumas nuevas, para que causas externas y accidentes del género de una pluma que se rompe no puedan interrumpir, ni siquiera un segundo, el libre impulso creador… Krasnukin se recuesta contra el respaldo del sillón y, cerrando los ojos, se abisma en la meditación del tema. Oye a su mujer que anda arrastrando las zapatillas y parte unas astillas para calentar el samovar. Que no está aún despierta del todo se adivina por el ruido de la tapadera del samovar y del cuchillo que se le cae a cada instante de las manos. No se tarda en oír el ruido del agua hirviendo y el chirriar de la carne. La mujer no cesa de partir astillas y de hacer sonar las tapas redondas y las puertecillas de la estufa. De pronto, Krasnukin se estremece, abre unos ojos asustados y olfatea el aire.

—¡Dios mío, el óxido de carbono! —gime con una mueca de mártir—. ¡El óxido de carbono! ¡Esta mujer insoportable se empeña en envenenarme! ¡Dime, en el nombre de Dios, si puedo escribir en semejantes condiciones!

Corre a la cocina y se extiende en lamentaciones caseras. Cuando, unos instantes después, su mujer le lleva, caminando con precaución sobre la punta de los pies, una taza de té, él se halla, como antes, sentado en su sillón, con los ojos cerrados, abismado en su tema. Está inmóvil, tamborilea ligeramente en su frente con dos dedos y finge no advertir la presencia de su mujer… Su rostro tiene la expresión de inocencia ultrajada de hace un momento. Igual que una jovencita a quien se le ofrece un hermoso abanico, antes de escribir el título coquetea un buen rato ante sí mismo, se pavonea, hace carantoñas… Se aprieta las sienes o bien se crispa y mete los pies bajo el sillón, como si se sintiese mal o entrecierra los ojos con aire lánguido, como un gato tumbado sobre un sofá… Por último, y no sin vacilaciones, adelanta la mano hacia el tintero y, como quien firma una sentencia de muerte, escribe el título…

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