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Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

Relatos y cuentos (31 page)

BOOK: Relatos y cuentos
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—¡Bueno, máteme entonces, máteme! —gritó Olga Ivanova—. ¡Máteme!

Volvió a sollozar y se ocultó tras el biombo. El murmullo de la lluvia sobre el techo de paja de la
izba
se hizo más fuerte. Riabovsky se echó las manos a la cabeza y se puso a caminar por la habitación; luego, con expresión decidida, como si deseara demostrar a alguien una cosa, se puso la gorra, se colgó la escopeta al hombro y salió de la
izba
.

Durante largo rato Olga Ivanova permaneció tendida en la cama, llorando. Al principio pensó que no estaría mal envenenarse, para que Riabovsky, al regresar, la encontrase muerta, pero luego sus pensamientos volaron a su casa, al gabinete de su marido y ella se vio sentada, inmóvil, al lado de Dimov, gozando de una paz física y de limpieza, y por la noche, en el teatro, escuchando a Mazzini. Y la nostalgia por la civilización, por el ruido de la ciudad y por los personajes famosos le oprimió el corazón. Entró la campesina, dueña de la casa, y sin prisa comenzó a encender él horno para preparar la comida. El olor llenó la casa y el aire se torno azul por el humo. Vinieron los pintores con sus altas botas sucias y sus caras mojadas por la lluvia; estuvieron examinando los bocetos, diciendo consolarse, que aun con el tiempo malo el Volga posee sus encantos. Un barato reloj de pared repetía su tic-tac-tic… Las moscas, adormecidas por el frío, se agolpaban junto a los iconos, zumbando, mientras que bajo los bancos, en las gruesas carretas se afanaban las cucarachas.

Riabovsky volvió a la casa cuando el sol se ponía. Pálido, exhausto, con las botas sucias, arrojó la gorra sobre la mesa, se dejó caer sobre el banco y cerró los ojos.

—Estoy cansado… —dijo y movió las cejas en un esfuerzo para levantar los párpados.

Para demostrar que no estaba enojada con él, Olga Ivanova se le acercó, lo besó en silencio y pasó el peine por sus rubios cabellos. Sintió ganas de peinarlo.

—¿Qué pasa? —preguntó él, estremeciéndose, como si lo hubieran tocado con un objeto frío, y abrió los ojos—. ¿Qué pasa? ¡Déjeme en paz, por favor!

La apartó con las manos y retrocedió, y ella creyó ver en su rostro una expresión de fastidio y de repugnancia. En este momento entró la campesina que sostenía cuidadosamente con ambas manos un plato de sopa, y Olga Ivanova la vio mojar sus grandes dedos en el caldo. La sucia campesina, la sopa de repollo que Riabovsky comenzó a comer con avidez, la
izba
y toda aquella vida que al principio le gustaba por su sencillez y por su pintoresco desorden, le parecieron ahora horribles. Ella sintiose de golpe ofendida y dijo con frialdad:

—Tenemos que separarnos por un tiempo, porque si no llegaremos a reñir seriamente a causa del tedio. Esto me cansa ya. Hoy mismo me iré.

—¿De qué modo? ¿Montando un caballito de madera?

—Hoy es jueves, de modo que a las nueve y media llega el vapor.

—Ah, es cierto… bueno, vete… —dijo con voz suave Riabovsky, limpiándose la boca con la toalla a falta de servilleta—. No tienes nada que hacer aquí y te aburres… Hay que ser un gran egoísta para retenerte. En marcha, pues… Nos veremos después del veinte.

Olga Ivanova hacía los baúles con alegría y hasta las mejillas se le encendieron de satisfacción. «¿Será posible —se preguntaba— que pronto pinte en la sala, duerma en el dormitorio y almuerce con mantel?». Sintió alivio en el corazón y ya no estaba enojada con el pintor.

—Las pinturas y los pinceles te los dejo aquí, Riabusha —le dijo—. Lo que quede me lo traerá… Ten cuidado, no te hagas el haragán ni te pongas melancólico sin mí. Debes trabajar. ¡Eres muchacho bravo, Riabusha!

A las nueve, Riabovsky la besó, para —según ella pensó— no tener que besarla en el barco, en presencia de los pintores, y la acompañó hasta el muelle. Poco tiempo después llegó el vapor y ella partió.

Al cabo de dos días y medio llegó a su casa. Sin quitarse el sombrero ni el impermeable, jadeando de emoción, pasó a la sala y llegó al comedor. Dimov, sin levita y con el chaleco desabrochado, estaba sentado a la mesa, afilando el cuchillo contra el tenedor; delante de él, sobre el plato, yacía un faisán. Al entrar en la casa, Olga Ivanova estaba convencida de que era indispensable ocultárselo todo al marido y que para ello no le faltaban fuerzas ni habilidad, pero ahora, viendo la amplia, dichosa y apacible sonrisa y los ojos brillantes y jubilosos de Dimov, sintió que mentir a este hombre resultaba algo tan infame, asqueroso e imposible como calumniar, robar o matar; y en un instante decidió contarle todo lo sucedido. Después de dejarse abrazar y besar, se arrodilló delante de él y se tapó la cara.

—¿Qué? ¿Qué, mamita? —preguntó él con ternura—. ¿Me extrañabas?

Ella levantó su rostro enrojecido por la vergüenza, y lo miró con expresión culpable y suplicante, pero el miedo y la turbación le impidieron decir la verdad.

—No es nada… —dijo ella—. No… no es nada…

—Vamos, siéntate —animó Dimov a su mujer, levantándola y ayudándola a tomar asiento en la mesa—. Así… come este faisán. Tendrás hambre, pobrecita.

Y mientras ella aspiraba ávidamente el aire casero y comía el faisán, él la miraba con dulzura y reía, feliz.

VI

A mediados del invierno, Dimov, por lo visto, empezó a darse cuenta de que lo estaban engañando. Como si él mismo no tuviera la conciencia tranquila, ya no podía mirar a su mujer a los ojos ni sonreír con alegría al verla y, para quedarse lo menos posible a solas con ella, con frecuencia invitaba a almorzar a su colega Korostelev, un hombrecillo de cabeza rapada y rostro demacrado, quien, al conversar con Olga Ivanova, desabrochaba, confundido, todos los botones de su chaqueta, volvía a abrocharlos y luego comenzaba a pellizcar con la mano derecha la guía izquierda de su bigote. Durante el almuerzo, ambos médicos se explayaban acerca de los diafragmas altos que a veces podían causar trastornos en el funcionamiento del corazón o sobre las neuritis múltiples que últimamente se observaban con más frecuencia, y comentaban la última autopsia realizada por Dimov, durante la cual éste descubrió en el cadáver un cáncer de páncreas en lugar de la anemia maligna diagnosticada. Parecía que ambos sostenían una conversación sobre temas medicinales con el único propósito de que Olga Ivanova tuviera posibilidad de callar, es decir, de no mentir.

Después de comer, Korostelev se sentaba al piano y Dimov le decía, suspirando:

—Bueno… a ver, amigo… toca algo triste.

Levantando los hombros y separando mucho los dedos, Korostelev tocaba algunos acordes y comenzaba a entonar con voz de tenor «Enséñame una morada donde no gima el
mujik
ruso», mientras Dimov suspiraba una vez más, apoyaba la cabeza con el puño y se quedaba pensando.

Últimamente Olga Ivanova se comportaba de manera harto imprudente. Todas las mañanas se despertaba de pésimo humor y con la idea de que no amaba a Riabovsky y que, a Dios gracias, estaba terminado. Pero, después de tomar café: reflexionaba y se daba cuenta de que Riabovsky le había quitado el marido y que ella quedó ahora sin marido y sin Riabovsky; luego recordaba los comentarios de sus conocidos acerca de un nuevo cuadro que Riabovsky preparaba para la exposición algo asombroso, una mezcla de paisaje con género costumbrista, al estilo de Polenov, obra que provocaba el júbilo de todos los que concurrían en su taller; pensaba que él había creado ese cuadro influido por ella y que, en general, gracias a su influencia él había mejorado sensiblemente. Su influencia era tan benéfica y esencial que, en caso de que ella lo abandonara, él quizás se perdería. Recordaba también su última visita, cuando vino vestido con una levita gris moteada y con una corbata nueva y le preguntó en tono lánguido: «¿Soy bello?». Y, en efecto, esbelto, con sus largos bucles y sus ojos azules, era muy bello —o, quizás, le hubiera parecido así— y la trató con cariño.

Habiendo recordado y comprendido muchas cosas, Olga Ivanova se vestía y, presa de gran agitación, se dirigía al taller de Riabovsky. Lo encontraba alegre y encantado con su cuadro, que era magnífico de verdad; el pintor saltaba, hacia tonterías y a las preguntas serias respondía con bromas. Olga Ivanova, celosa del cuadro, lo odiaba ya pero, por cortesía, permanecía silenciosa ante el mismo durante unos minutos y, después de suspirar, como si estuviera ante una cosa sagrada, decía en voz baja:

—Sí, nunca has pintado nada semejante. Hasta da miedo ¿sabes?

Luego empezaba a suplicarle que la amase, que no la dejara y que tuviese lástima de ella, pobre y desdichada. Llorando, le besaba las manos, exigía que le jurase su amor y trataba de demostrarle que sin su benéfica influencia él perdería el camino y terminaría mal. Después de estropearle al pintor el buen estado de ánimo y sintiéndose humillada, iba a ver a la modista o a la actriz amiga para tratar de conseguir las entradas.

Si no lo encontraba en el taller, le dejaba una carta en la cual juraba envenenarse sin falta si él no iba a verla el mismo día. El se asustaba, iba a visitarla y se quedaba a almorzar. Sin tener en cuenta la presencia del marido, le decía cosas insolentes y ella le respondía del mismo modo. Los dos sentían las ataduras que los ligaban y, comprendiendo que eran despóticos y enemigos, se irritaban y en su irritación no notaban que su conducta se tornaba indecente y que hasta el rapado Korostelev se percataba de todo. Después de comer, Riabovsky se apresuraba a despedirse.

—¿A dónde va usted? —le preguntaba Olga Ivanova en el vestíbulo, mirándolo con odio.

El pintor, frunciendo el ceño y entrecerrando los ojos, nombraba a alguna dama, conocida común de ambos y era evidente que quería fastidiarla y burlarse de sus celos. Ella se retiraba a su dormitorio y se echaba en la cama; los celos, el fastidio, la humillación y la vergüenza la hacían morder la almohada y llorar en voz alta. Dimov dejaba a Korostelev en la sala, iba al dormitorio y, confundido y desconcertado, decía en voz baja:

—No llores fuerte, mamita… ¿Para qué? Estas cosas es mejor callarlas… No deben de traslucir… Lo ocurrido ya no se puede remediar, ¿sabes?

Sin saber cómo dominar los agobiantes celos, que hasta le causaban un fuerte dolor de cabeza; y creyendo que la situación podía remediarse todavía, se lavaba y empolvaba su llorosa cara y volaba a la casa de la dama conocida. No habiendo encontrado allí a Riabovsky, iba a ver a otra, y luego a otra más… Al principio tenía vergüenza de realizar estos viajes, pero con el tiempo se habituó y hubo veces en que, en una sola noche, había recorrido los domicilios de todas sus conocidas para encontrar a Riabovsky y todos se daban cuenta de ello.

—¡Este hombre me agobia con su magnanimidad!

Esta frase le gustó tanto que, encontrándose con los pintores que conocían su romance con Riabovsky, al hablarles de su marido, cada vez hacía un ademán enérgico y decía:

—¡Este hombre me agobia con su magnanimidad!

Por lo demás, la vida transcurría de la misma manera que el año anterior. Los miércoles se realizaban las veladas. El actor recitaba, los pintores dibujaban, el violonchelista tocaba, el cantante cantaba e, invariablemente, a las once y media se abría la puerta del comedor y Dimov sonriendo, decía:

—Por favor, señores, pasen a tomar un bocado.

Lo mismo que antes, Olga Ivanova buscaba grandes personajes, los encontraba y, al no sentirse satisfecha, seguía buscándolos. Lo mismo que antes, volvía a casa todas las noches muy tarde, pero Dimov no dormía, como el año anterior, sino que estaba trabajando en su despacho. Se acostaba a eso de las tres y se levantaba a las ocho.

Una noche, cuando ella, vistiéndose para ir al teatro, estaba de pie ante el espejo, entró en el dormitorio. Dimov, de frac y con corbata blanca, sonreía y miraba a su mujer en la cara, con alegría, como antes. Su rostro estaba radiante.

—Acabo de presentar la tesis —anunció, tomando asiento y pasándose las manos por las rodillas.

—¿Te fue bien? —preguntó Olga Ivanova.

—¡Oh, sí! —rió Dimov y alargó el cuello para ver en el espejo la cara de su mujer, que seguía, de espaldas a él, arreglándose el peinado—. ¡Oh, sí! —repitió—. ¿Sabes una cosa? Es posible que me ofrezcan la cátedra de Patología General. Huele a eso.

Veíase por su cara, feliz y resplandeciente, que si Olga Ivanova hubiese compartido su alegría y su triunfo, él se lo hubiera perdonado todo, tanto en el presente como en el futuro, pero ella no sabía bien qué era una cátedra o Patología General, y temiendo además llegar tarde al teatro, no dijo nada.

Dimov permaneció sentado unos minutos, sonrió con aire culpable y salió.

VII

Fue un día sumamente agitado.

Dimov tenía un fuerte dolor de cabeza; por la mañana no tomó el desayuno ni fue al hospital, quedándose todo el tiempo acostado sobre el diván turco, en su gabinete. Después de las doce, Olga Ivanova, como de costumbre, fue a ver a Riabovsky para mostrarle el boceto de una
nature morte
y a preguntarle por qué no vino a su casa el día anterior. El boceto le parecía insignificante; lo había hecho sólo como un pretexto más para visitar al pintor.

Entró sin tocar el timbre y cuando se estaba quitando las katiuskas en el vestíbulo, desde el taller llegó a sus oídos un leve rumor de rápidos pasos y el murmullo de un vestido; al asomarse de prisa al taller, no alcanzó a ver más que el vuelo fugaz de un trozo de falda marrón, que enseguida desapareció detrás de un gran cuadro, cubierto, junto con el caballete, con percalina negra que llegaba hasta el suelo. No cabía la menor duda de que era una mujer que se escondía. ¡Cuántas veces la misma Olga Ivanova se refugiaba tras ese mismo cuadro! Riabovsky, evidentemente confuso, se mostró sorprendido y, tendiéndole ambas manos, le dijo con una sonrisa forzada:

—¡Ah, me alegro mucho! ¿Qué dice de bueno?

Los ojos de Olga Ivanova se llenaron de lágrimas. Sentía vergüenza y amargura; ni por un millón estaría dispuesta a hablar en presencia de una mujer extraña, de una rival, que estaba detrás del cuadro, riéndose seguramente, con malicia para sus adentros.

—Le he traído un boceto… —dijo tímidamente con un hilito de voz y sus labios temblaron—. Una naturaleza muerta.

—¡Ah!… ¿Un boceto?

El pintor tomó el boceto y, examinándolo, se dirigió como maquinalmente, a otro cuarto.

Olga Ivanova lo siguió sumisa.

—Naturaleza muerta… qué suerte —barbotó Riabovsky buscando rimas—, huerta… puerta… tuerta…

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