Regreso al Norte (63 page)

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Authors: Jan Guillou

BOOK: Regreso al Norte
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La caballería de Forsvik constaba de unos ciento cincuenta, la tercera parte de los cuales eran jinetes pesados y el resto ligeros. También figuraban doscientos ballesteros de Arnäs, Bjälbo y de las demás casas Folkung, así como cien hombres con lanzas largas a caballo y escudos gigantes cubiertos de acero.

Cuando el ejército danés se acercó a Lena, se colocaron en el valle a los pies de la montaña de Högstenaberget los Folkung, los svear y los pocos Erik que habían logrado adelantarse a los daneses. En primera fila se situaron los jinetes pesados, principalmente para engañar a los daneses e inducirlos a un ataque aparentemente fácil. En la segunda fila estaba la caballería ligera y, tras ellos, un muro de escudos y largas lanzas de caballería. Sólo a unos pasos detrás de la línea de escudos esperaban los doscientos ballesteros y, tras ellos, toda la infantería compuesta por la muchedumbre vociferante y belicosa de los salvajes svear de Uppland y de otras regiones.

En la parte posterior estaban los más de tres mil tiradores con arco largo. Ellos serían la clave de la victoria o de la derrota.

Arn se había llevado al rey Erik y a dos escuadrones de jinetes propios para ir al encuentro de los daneses y hacerlos girar en la dirección correcta. Con el rey Erik cabalgaba su confaloniero, y las tres coronas doradas contra el fondo azul se veían a lo lejos, en la nítida mañana fría de invierno. Fue una invitación a los daneses para hacerles comprender que al fin se enfrentarían con el enemigo en una batalla decisiva.

No tuvieron que esperar mucho para lograr lo que querían, que los daneses se colocaran en la parte superior del valle para lanzarse hacia abajo en el primer ataque aplastante de la caballería pesada. Se mostraban muy satisfechos de que el enemigo al parecer no comprendiese la desventaja de ofrecerles un ataque cuesta abajo. El lugar de la batalla ya estaba decidido, pero los daneses aún tardarían unas horas en situar a todas sus tropas.

Arn y el rey Erik regresaron con su propio ejército, y juntos fueron a hablar con sus hombres para armarlos de valor, puesto que todos pudieron ver que lo que allá arriba se estaba reuniendo era una fuerza enormemente superior. Una y otra vez intentaron grabar en las mentes de sus hombres que, si todos actuaban como estaba planeado, se podría vencer más de prisa de lo que nadie habría imaginado. Pero no podían rendirse a la desesperación o perder la esperanza, ya que eso no solamente sería un gran pecado, sino que además supondría media derrota.

Informaron a la línea de lanceros con los grandes escudos cuadrados para los caballos de que cada hombre debía quedarse en su puesto. Si uno solo empezaba a correr cuando la tierra retumbase a causa de la carga de la caballería, se abriría una brecha que los jinetes atacantes verían desde lejos, y eso sería justo lo que esperaban para poder penetrar. Sin embargo, si todos se quedaban en sus puestos, no penetrarían, así de sencillo.

A los ballesteros les decían una y otra vez que no se pusiesen de pie hasta que los enemigos estuviesen tan cerca que pudiesen mirarlos a los ojos. Entonces, pero no antes, debían apuntar y disparar. Quien disparase sin apuntar solamente habría perdido su flecha, pero si todos hacían lo que debían, más de cien jinetes caerían ante las lanzas y bloquearían el paso a todos los jinetes que llegasen detrás, si es que se atrevían a seguir.

Sin embargo, no era fácil intentar razonar con el ejército de los svear; esos salvajes parecían arder de impaciencia por salir cuanto antes al campo de batalla y ser abatidos.

En cambio había que decir cosas importantes a los tiradores de arco largo, que estaban detrás de todos y eran el grupo más numeroso del ejército. Arn les explicó que ellos eran los que debían asegurar la victoria, ellos y nadie más. Si cada hombre hacía lo que había estado ensayando, saldrían victoriosos del combate; si no, todos morirían en Lena.

Cuando el rey Erik y Arn habían hablado ya con tantos tiradores de arco largo que se les había quedado la boca seca, notaron agitación en el ejército danés, como si se estuviesen preparando para atacar. Un pesado silencio cayó sobre el campo de batalla y todos rezaron a Dios y a los santos por la victoria y por sobrevivir. Los daneses ya sentían la victoria a su alcance, puesto que desde su elevado punto de observación vieron que el ejército del enemigo era una tercera parte del suyo y que se enfrentarían a menos de una tercera parte de los jinetes.

Las caras de los godos, los Erik y los Folkung empalidecieron, mientras que los svear, al parecer, estaban cada vez más impacientes por comenzar.

Arn se acercó a los arcos largos y pidió a uno de los tiradores más seguros, que conocía de un pueblo cercano a Arnäs, que disparara una flecha trazadora con plumas rojas en la altura y dirección dispuesta para todos.

Una solitaria flecha voló largo y alto por el campo de batalla y cayó más o menos en medio, entre las dos huestes. Se oyeron risotadas burlonas desde arriba de las filas de los daneses, que seguramente pensaron que algún tirador asustado habría perdido la razón. Así pues, nunca se habían encontrado con arcos largos. Arn suspiró profundamente aliviado y rezó sus últimas oraciones.

Cuando se pusieron en movimiento los pesados jinetes daneses se oyó un tremendo ruido de miles y miles de cascos de caballos por la nieve. Arn pensó que habría sido mucho más espeluznante si la tierra hubiese estado dura y sin nieve, ya que el tronar entonces habría resultado ensordecedor. Pero aun sin ese estruendo de jinetes pesados que atacaban, era un enorme muro de muerte y acero lo que ahora fluía por la pendiente.

Arn estaba montado en su caballo en una colina, por encima de los arcos largos, y ordenó que todos colocasen la primera flecha, tensasen y apuntasen tal y como habían aprendido, a mitad de camino entre el cielo y la tierra. Se produjo un ruido áspero cuando se tensaron los tres mil arcos.

El tintineo de armas y el estruendo de los cascos de los caballos por la nieve se oyó cada vez más cerca, y Arn se dio cuenta de que la nieve que se arremolinaba en una nube blanca creciente les sería ventajosa. Miró fijamente la flecha lejana con las plumas rojas y el muro de jinetes que se iba acercando a ella. Alzó la mano y profirió un grito tremendo ordenando que todos debían esperar… un poco más…

—¡Ahoooora! —bramó con todas sus fuerzas mientras bajaba de golpe el brazo alzado.

Y entonces el campo de batalla se oscureció por una gran nube negra que primero se alzó y luego descendió contra los jinetes atacantes y el aire silbaba y resonaba como si miles de grullas hubiesen alzado el vuelo al mismo tiempo.

Cuando la primera descarga de flechas cayó encima del ejército asaltante de los daneses era como si, desde las alturas, los hubiese golpeado el puño de hierro de Dios. Cientos de caballos se desplomaron chillando y pataleando entre grandes nubes de nieve que cegaban a los que llegaban detrás, de modo que muchos cayeron sin ser tocados. Y ya volvía a caer otra nube negra de flechas.

Una estrecha fila de jinetes daneses había logrado pasar por debajo de la lluvia mortal de flechas y continuaba hacia adelante a igual velocidad. No entendieron que sólo eran la pequeña parte que quedaba de las propias fuerzas.

Arn envió la tercera y última descarga de flechas de arco largo hacia la infantería, que llegaba corriendo detrás de sus jinetes, y luego se apresuró a llegar hasta los ballesteros y ordenó a todos los jinetes, ligeros y pesados, que se apartasen hacia los lados sin demora para que no estuviesen en medio.

Colocó su caballo en medio de los ballesteros y les gritó a ellos y a los lanceros a caballo que ya tenían la victoria al alcance de la mano si sabían esperar el momento preciso. Ordenó a los tiradores que se levantasen y apuntasen y alzó la mano.

A la distancia de veinte metros, casi todos de los últimos cien jinetes daneses cayeron al suelo. Alguno que otro seguía arrastrándose por la nieve y en seguida fue atravesado por una lanza.

La caballería indemne de los Folkung atacó entonces y surcó como un arado las destrozadas huestes danesas, y alcanzó rápidamente a los soldados que huían a pie.

No hizo falta dar órdenes a los svear porque ya se lanzaban hacha en ristre profiriendo terribles gritos de guerra. Arn tuvo que echarse a un lado para no ser abatido por unos svear y se acercó al rey Erik, que se encontraba con un escuadrón de jinetes ligeros de Forsvik en una colina, contemplando el campo de batalla.

—¿Querrá Dios darnos la victoria en el día de hoy? —jadeó el rey Erik cuando Arn se situó junto a él.

—Ya nos la ha dado, pero los Sverker y los daneses aún no lo saben, porque no lo pueden ver a causa de los torbellinos de nieve.

Arn hizo llamar a sus jinetes ligeros del campo de batalla y los alineó cerca del lugar desde el que estaban contemplando la batalla que más parecía una matanza que una guerra. Los svear arrasaban sin piedad allí abajo y ese tipo de lucha les iba inesperadamente bien, con enemigos a pie, la mayoría ya muertos o heridos, y además sobre nieve y barro.

Había llegado la hora de afianzar la victoria. Arn se llevó al rey Erik, su bandera y a todos los jinetes ligeros de Forsvik pasando por la colina desde la que habían salido los daneses. Allí dividió las fuerzas en dos grupos y ordenó a los caballeros Oddvar y Emund Jonson que con sus hombres rodearan y cortaran el camino de retirada al real juego de banderas danés que se divisaba en la distancia.

Al parecer, el rey Sverker y sus hombres aún no se habían dado cuenta de lo sucedido, porque cuando Arn, el rey Erik y su confaloniero se iban acercando lentamente, luciendo tanto el estandarte de las tres coronas como el león Folkung, los daneses no daban crédito a sus ojos. Y al mirar inquietos a su alrededor comprendieron que estaban rodeados.

Los vencedores se tomaban su tiempo e iban acercándose al trote lento hacia el rey Sverker y sus hombres, entre los que reconocieron al arzobispo Valerius y al mariscal Ebbe Sunesson, así como a algunos otros que habían estado en Näs.

Cuando el anillo de jinetes Folkung se hubo cerrado por completo alrededor de Sverker y de sus hombres, los daneses buscaron auxilio con la mirada en el campo de batalla. Desde allá abajo se oían gritos de hombres moribundos y relinchos de caballos. El rey Erik y Arn se acercaron hasta la distancia de dos lanzas antes de hablar. El rey Erik fue quien habló primero; lo hizo con calma y gran dignidad.

—Ahora, Sverker, se acabó esta guerra —empezó—. Tú eres mío por suerte o por desgracia y tengo tu vida en mis manos como la de un pajarito. Lo mismo vale para estos hombres tuyos. Todos los demás están muertos o pronto lo estarán, eso es lo que oyes desde allá abajo. Dime, ¿qué habrías hecho si hubieses estado en mi lugar?

—Quien mate a un rey será excomulgado —respondió el rey Sverker con la boca seca.

—¿Así que opinas que Dios está de tu lado? —repuso el rey Erik con una sonrisa curiosa—. Entonces te ha mostrado su misericordia de una manera muy extraña en el día de hoy. Cobardemente viniste a nosotros con un ejército extranjero y
Dios te pagó según tus méritos
. Pero ahora te diré las conclusiones a las que he llegado, y Dios sabe que he reflexionado mucho sobre qué hacer cuando llegase el momento. Tu padre mató a mi abuelo. Mi padre luego mató a tu padre. Dejémoslo ahí. Dame por voluntad propia la corona real que llevas encima del yelmo. Regresa a Dinamarca y no vuelvas jamás a nuestro reino. Llévate a tus hombres y a tu arzobispo, excepto a Ebbe Sunesson, porque él tiene una deuda que pagar. La próxima vez no te perdonaré la vida, lo juro ante todo el mundo y ante Dios.

Para el rey Sverker la elección no era difícil. Sin pensarlo demasiado, se quitó la corona que llevaba sobre el yelmo, cabalgó hasta Erik y se la entregó.

Pero el mariscal Ebbe Sunesson, quien había entendido que su vida no valía gran cosa en ese momento, exigió en voz alta y sin temor poder batirse en duelo, preferiblemente contra el cobarde Folkung que no se había atrevido a enfrentarse con él y a cuyo hermano ya había abatido.

Tanto el rey Erik como los Folkung quedaron atónitos al comprender que el mariscal estaba hablando de Arn Magnusson. Se miraron dudosos los unos a los otros, por si no habían entendido bien.

—Es cierto que tiempo atrás desistí de matarte para vengar que tú, sólo por tu propio placer, hubieses matado a mi hermano —dijo Arn—, Había jurado lealtad a Sverker, pero ahora me ha liberado de ese juramento. Doy gracias a Dios por elegirme a mí para darte la recompensa que mereces.

Y con estas palabras Arn se apartó, blandió su espada y agachó la cabeza en oración y realmente parecía más una acción de gracias que una oración por preservar su vida.

Ebbe Sunesson, que era uno de los pocos que no sabía con quién había elegido enfrentarse en duelo, blandió triunfalmente la espada y galopó hacia Arn. Al instante, su cabeza rodó por la nieve.

Sverker Karlsson, el arzobispo Valerius y algunos hombres más regresaron a Dinamarca. Estaban entre los veinticuatro que volvieron. La fuerza armada enviada por Valdemar
el Victorioso
contra los svear y los godos estaba compuesta inicialmente por más de doce mil hombres. La matanza y el saqueo en Lena continuaron durante toda la noche a la luz de la luna y prosiguieron al día siguiente.

El rey Erik, retirándose para el invierno a la fortaleza de Näs, había recibido la corona de la propia mano de Sverker. Fue muy sabio por su parte, porque ni siquiera la Iglesia romana negó su derecho a ser el verdadero rey de los svear y los godos.

Sin embargo, también le había perdonado la vida a Sverker Karlsson, aunque la había tenido en sus manos. Había sido un gesto noble y digno de un rey, pero como se demostraría algunos años más tarde, también había sido un gesto poco inteligente.

La victoria en Lena fue la más grande en la memoria del Norte y tuvo muchos padres. Para los Erik, la mayoría de los cuales no habían podido llegar a Lena por estar bloqueados en la parte sur de Götaland Occidental, la victoria era sin duda sólo del rey Erik. Había salido airoso de una prueba difícil y había demostrado ser digno de la corona real.

La mayoría de los Folkung consideraba que lo decisivo había sido su nueva caballería. Y si alguien objetaba que principalmente fueron los arcos largos los que aplastaron a los daneses, los Folkung contestaban que en ese caso habrían sido su servidumbre, sus siervos, sus arrendatarios y sus labradores los que habían cumplido las órdenes de sus señores.

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