Al cruzar el vestíbulo me di cuenta por primera vez de lo bien que se prestaba la casa para aquella fiesta, de lo bonitas que estaban las habitaciones. Hasta el salón, tan serio y frío a mi parecer, cuando estábamos solos, era un estallido de colores, con flores en todas las esquinas, rosas rojas en jarrones de plata sobre el mantel blanco de la mesa, con las ventanas abiertas a la terraza, donde en cuanto cayera la noche brillarían luces. Los músicos habían dispuesto sus instrumentos, listos para tocar en la galería de los trovadores dominando el vestíbulo, y este mismo tenía un extraño aire de impaciencia. La atmósfera estaba templada y agradable, como la noche clara y apacible, perfumada por las flores bajo los cuadros y alegrada por nuestras risas. Subimos calmosamente los anchos peldaños de piedra.
Había desaparecido la acostumbrada austeridad. En cierto modo, Manderley se había insuflado de vida de una manera que hubiera yo juzgado imposible. Aquél no era el callado Manderley que yo conocía. Tenía ahora un significado del que antes carecía. Había adoptado un aire temerario, algo triunfal y agradable. Era como si la casa recordase otros días pasados, hacía ya mucho tiempo, cuando el vestíbulo era un verdadero vestíbulo de banquetes con tapices y panoplias colgados en las paredes, una mesa larga y estrecha con hombres que, sentados a ella, reían más fuerte de lo que ahora reíamos y pedían a voces vino y canciones, mientras arrojaban grandes tajadas de carne sobre las losas a los perros soñolientos. Más tarde, en otros tiempos, aún viviría la alegría, pero revestida de cierta gracia y dignidad, y Caroline de Winter, a quien yo representaría aquella noche, bajaría las anchas escaleras de piedra para bailar el minué. ¡Cómo me gustaría correr los años, como una cortina, para poderla contemplar! Me hubiera gustado no tener que envilecer la casa con nuestra bulliciosa música, ¡tan fuera de lugar, tan poco romántica! No encajaba en Manderley. De pronto, noté que estaba de acuerdo con la señora Danvers. Debíamos haber dado un baile de disfraces de una misma época no permitiendo la mezcolanza de tipos que tenía que resultar. ¡Giles!, ¡el pobre!, buenazo y contento con su disfraz de jeque árabe.
En mi cuarto me encontré con Clarice, que me esperaba, roja de excitación su carota redonda. Nos reímos, histéricamente, como dos colegialas y le mandé cerrar con llave la puerta. Sobrevino entonces un gran ruido de papeles de seda susurrante y misterioso. Nos hablábamos en voz baja, como dos conspiradoras; andábamos de puntillas. Me sentía como un niño en la víspera de Navidad. Aquel callado ir de un lado para otro con los pies descalzos, los furtivos ataques de risa, las reprimidas exclamaciones, me recordaban la ilusión con que solía colgar mis calcetines por la noche la víspera de Navidad. No teníamos que temer nada de Maxim, que estaba en su vestidor, pues la puerta de comunicación de nuestras habitaciones estaba cerrada con llave. Clarice era mi única aliada y amiga favorita. El vestido me estaba perfectamente. Allí, de pie, apenas podía dominar mi impaciencia, mientras Clarice, con dedos torpes, abrochaba los corchetes.
—Es precioso, señora —decía sin cesar, echándose sobre los talones para admirarme mejor—; es un vestido digno de la reina de Inglaterra.
—¿Y esa hombrera izquierda? —pregunté con temor—. ¿No se verá la cinta de abajo?
—No, señora. No se ve.
—¿Qué tal? ¿Cómo me encuentras? —no esperé su respuesta. Di unas vueltas delante del espejo, fruncí el ceño, sonreí. Ya me notaba distinta, sin el estorbo de mi aspecto. Mi insípida personalidad había desaparecido—. ¡Dame la peluca! —dije, muy nerviosa—. ¡Con cuidado! ¡No la aplastes! ¡Los rizos! ¡Que no se aplasten! Tienen que despegárseme de la cara.
Clarice estaba a mi espalda. Vi en el espejo, detrás de la mía, su redonda cara, relucientes los ojos, ligeramente entreabierta la boca. Con un cepillo me arreglé mi pelo natural por encima de las orejas. Con dedos temblorosos cogí la suave masa de rizos, riendo bajito mirando a Clarice.
—¡Clarice! ¡Qué dirá el señor!
Escondí mi pelo de rata bajo la rizada peluca, tratando de disimular mi triunfo, tratando de ocultar mi sonrisa. Alguien llamó a la puerta.
—¿Quién es? —dije aterrada—. ¡No se puede pasar!
—Soy yo, mujer, no te alarmes —dijo Beatrice—. ¿Te falta mucho? ¡Quiero ver qué tal estás!
—¡¡No!! No puedes entrar. Aún no estoy lista.
Clarice, trémula, estaba junto a mí con la mano llena de horquillas, que yo iba tomando una a una para arreglar los rizos que se habían esponjado algo dentro de la caja.
—Cuando esté vestida, ya bajaré —dije, en voz alta—. Bajad todos, no me esperéis. Dile a Maxim que no puede entrar.
—Maxim ya ha bajado —contestó—. Vino a nuestro cuarto y nos dijo que había estado llamando a la puerta del cuarto de baño, pero que ni le contestaste. No tardes, mujer, que estamos todos curiosos. ¿Estás segura de que no quieres que te ayude?
—¡No! —grité, impaciente, perdiendo la calma—. ¡Vete! ¡Baja!
¿Por qué tenía que molestarme en aquellos momentos? Toda nerviosa, sin saber ya lo que hacía, me puse una horquilla torpemente, medio aplastando un rizo. No volví a oír a Beatrice, que seguramente se había marchado por el pasillo. ¿Estaría contenta con su vestido oriental? ¿Habría conseguido Giles pintarse la cara? ¡Qué ridículo era todo! ¿Por qué lo hacíamos como si fuéramos unos chiquillos?
No reconocí la cara que me miraba desde el espejo. ¿No tenía los ojos más grandes, la boca más fina, la piel más tersa y blanca? Los rizos se despegaban tersos de la cabeza, formando una nubecilla. Me quedé mirando un rato a aquella persona, que no era yo en absoluto, sonreí: una sonrisa nueva, tranquila.
—¡Clarice! ¡Ay, Clarice! —dije.
Me recogí la falda con una mano e hice una reverencia de corte, con lo que los volantes de mi falda acariciaron el suelo. Solté una risa aguda; estaba nerviosa, azorada, roja, muy alegre. Di unos paseítos por delante del espejo, sin dejar de observar mi imagen.
—Abre la puerta. Voy a bajar. Corre delante y mira si los señores están todos abajo.
Me obedeció, riendo en falsete, y yo, recogiendo las faldas con las manos para que no rozaran en el suelo, la seguí pasillo adelante. Volvió la cabeza y me hizo señas para que avanzara.
—Los señores están todos abajo —cuchicheó—. El señor, el señor comandante y la señorita Beatrice. El señor Crawley acaba de llegar. Están todos en pie en el vestíbulo.
Miré por el medio punto del rellano de la escalera grande hacia el vestíbulo.
Sí, allí estaban todos. Giles, vestido con su blanco jaique árabe, y al cinto ceñido un largo cuchillo, reía ruidosamente; Beatrice, envuelta en unos ropajes extraordinarios de color verde pálido y larguísimos collares de cuentas; el pobre Frank, nervioso e incómodo, algo ridículo con su jersey a rayas y botas altas de marino. Maxim era el único normal del grupo, vestido de frac.
—No sé qué está haciendo —dijo—. Lleva no sé cuántas horas en su cuarto. ¿Qué hora es, Frank? En cuanto nos descuidemos comenzarán a llegar los invitados a cenar.
Los de la orquesta se habían ya cambiado de ropa y estaban en la galería. Uno de ellos afinaba el violín. Tocó una escala suavemente, y luego hizo vibrar una cuerda con el dedo. La luz brillaba sobre el cuadro de Caroline de Winter.
Sí, habían copiado el traje exactamente de mi dibujo del retrato. Las amplias mangas, la caída, el sombrero de alas grandes y flexibles, que yo llevaba en la mano. Y mis rizos eran sus rizos, despegados de la cara, como los suyos. Creo que nunca me he sentido tan animada, tan feliz, tan orgullosa. Hice señas con la mano al violinista, y luego me llevé un dedo a los labios pidiendo silencio. Él me sonrió e hizo una inclinación. Vino hacia mí, hacia el medio punto, atravesando la galería.
—Haga que me anuncie el tambor —le dije, en voz baja—. Dígale que dé un redoble de ésos y que luego diga en voz alta: «La señorita Caroline de Winter». Quiero dar una sorpresa a los que están ahí abajo.
Me comprendió y asintió con la cabeza. Me latía el corazón ridículamente y tenía las mejillas ardiendo. ¡Qué divertido! ¡Qué locura y qué chiquillada más deliciosa! Sonreí a Clarice, que aún permanecía medio agazapada en el pasillo; me recogí ligeramente la falda. Resonó entonces en el vasto vestíbulo el redoble de un tambor, que me sobrecogió al principio, aunque lo estaba esperando, aunque sabía que iba a sonar. Vi a todos mirar desde el vestíbulo hacia arriba, sorprendidos, pasmados.
—¡La señorita Caroline de Winter! —voceó el músico del tambor.
Me adelanté hasta el rellano de la escalera y me quedé allí parada, sonriendo, con el sombrero en la mano, como la muchacha del retrato. Aguardé los aplausos, la risa que estallaría cuando comenzase a bajar lentamente la escalera. Pero nadie aplaudió. Nadie se movió.
Todos me estaban mirando fijamente. Beatrice dejó escapar un gritito y se llevó la mano a la boca. Continué sonriendo con una mano en la balaustrada.
—¿Cómo está usted, señor de Winter? —dije.
Maxim no se había movido. Me estaba mirando, sin parpadear, vaso en mano. Tenía la cara blanca, de un blanco ceniza. Vi que Frank hacía un movimiento como si fuera a hablar, pero Maxim le hizo retroceder con un ademán brusco. Dudé, ya con un pie en el primer escalón. Algo ocurría: no habían comprendido. Si no, ¿por qué estaba Maxim mirándome de aquella manera? ¿Por qué estaban allí todos como pasmarotes, como si estuvieran en trance?
Maxim se adelantó hacia la escalera sin dejar de mirarme ni un momento.
—¿Qué diablos crees que estás haciendo ahí?
Eso fue lo que me dijo, los ojos relucientes de ira. ¡Qué pálido estaba!
No pude moverme, y allí me quedé, con la mano sobre la balaustrada.
—Es el retrato —dije, atemorizada por su mirada, por su voz—. Es… el retrato que hay en la galería.
Hubo un largo silencio, durante el cual no dejamos de mirarnos. Nadie se movió del vestíbulo. Tragué saliva para aliviarme, llevándome la mano a la garganta.
—¿Qué pasa? ¿Qué he hecho? —dije.
¡Si no me miraran así! ¡Con aquellas caras atónitas, con aquellas caras sin vida! ¡Si alguien dijese algo!
Cuando Maxim volvió a hablar no reconocí su voz. Era una voz helada, pausada, una voz que jamás había yo oído.
—Ve y cámbiate —dijo—; ponte lo que sea. Un traje cualquiera, no importa cuál. Pero vete antes de que venga nadie.
No pude decir nada. Seguí mirándole. Lo único que quedaba vivo en su cara eran los ojos.
—¿Qué haces ahí? —sonó su voz, áspera y extraña—. ¿No has oído lo que te he dicho?
Giré sobre mis talones y eché a correr por los acogedores pasillos. Vi durante un segundo la estupefacta cara del músico que me había anunciado. Pasé junto a él corriendo, tropezando sin ver adónde iba, cegada por las lágrimas. No comprendía qué había pasado. Clarice había desaparecido y el pasillo estaba desierto. Miré de un lado para otro, aturdida, atontada, como un animal acorralado. Y entonces vi la puerta que conducía al ala de poniente: estaba abierta de par en par, y bajo su dintel había alguien de pie.
Era la señora Danvers. Jamás olvidaré la expresión de su cara, odiosa, triunfadora. Una cara de infernal regocijo. Allí estaba, sonriéndome.
Escapé, huyendo de ella, corriendo por el estrecho y largo pasillo que llevaba a mi cuarto, tropezando, tambaleándome, pisando los volantes de mi traje…
C
LARICE estaba esperándome en mi cuarto, pálida y asustada. En cuanto me vio rompió a llorar. Yo no dije nada. Comencé a desabrochar a tirones los corchetes del traje, rasgando la tela. No podía hacerlo de otra manera, y Clarice se apresuró a ayudarme, sollozando ruidosamente.
—No te apures, Clarice. La culpa no es tuya.
Sacudió la cabeza. Las lágrimas le corrían por las mejillas.
—¡El vestido de la señora, tan precioso! —dijo—; ¡el vestido blanco de la señora!
—No importa. ¿No puedes encontrar los corchetes? Ahí, en la espalda, hay uno.
Buscó con manos torpes y temblorosas, haciéndolo aún peor que yo; pero, por fin, me quité el vestido.
—Clarice, creo que preferiría quedarme sola un rato. Anda, vete, haz el favor, déjame. No te preocupes por mí. Ya me las arreglaré. Olvídalo todo. Quiero que lo pases bien esta noche.
—¿No quiere la señora que planche otro vestido? —me dijo, mirándome con sus ojos hinchados—. No tardaré nada…
—No, no te molestes. Prefiero que me dejes sola, Clarice.
—Como mande la señora.
—Oye…, no…, no digas lo que ha pasado.
—No, señora —y dio rienda suelta a las lágrimas otra vez.
—Que no te vean así —le dije—; ve a tu cuarto y haz algo con esa cara. No tienes por qué llorar.
Llamó alguien a la puerta, y Clarice me miró asustada.
—¿Quién es? —dije yo.
Se abrió la puerta y entró Beatrice. Me cogió desprevenida aquel esperpento envuelto en ridículas holguras orientales, con los abalorios que sonaban ruidosamente en los brazaletes.
—¡Vaya por Dios! ¡Vaya por Dios! —me dijo, tendiéndome las manos.
Clarice se escabulló del cuarto. De pronto me di cuenta de un gran cansancio; noté que ya no podía más. Me senté en la cama, y con una mano me quité la peluca.
Beatrice, en pie, me miraba.
—¿Te encuentras bien? Estás muy pálida.
—Será la luz. Siempre come mucho el color.
—Siéntate un rato y se te pasará. Espera; voy a buscar un vaso de agua.