Comenzaron los preparativos para el baile. Al parecer, todo lo iban a hacer en la oficina de la administración de la finca. Frank y Maxim se reunían allí todas las mañanas. Tal y como Frank había dicho, yo no tuve que molestarme acerca de nada. Y creo que no llegué a pegar un sello. Comenzó a inquietarme el asunto de mi traje. Era verdaderamente una tontería que no se me ocurriese nada. No hacía sino pensar en toda la gente que iba a asistir a la fiesta, gente de Kerrith, gente de la comarca, la mujer del obispo, que tan bien lo había pasado la última vez; Beatrice, Giles, la pesada lady Crowan y mucha más gente a quien yo no conocía y que jamás había visto…, todos tendrían algo que decir, algo que criticar acerca de lo que yo decidiera, al fin. Ya desesperada, me acordé de los libros que Beatrice me había enviado como regalo de boda, y una mañana me senté en la biblioteca, pasando las páginas, una a una, como si aquello fuera mi última esperanza, mirando grabado tras grabado con una especie de furia. Nada parecía a propósito. Todo era demasiado complicado y pretencioso: trajes riquísimos de terciopelo y seda, de Rembrandt, de Rubens y otros. Cogí una hoja de papel y llegué a copiar un par de ellos, pero no me gustaron y tiré los dibujos al cesto de los papeles, aburrida, sin volver a pensar en ellos.
Aquella noche, cuando me estaba vistiendo para cenar, llamaron a la puerta de mi cuarto, y creyendo que sería Clarice, dije:
—Adelante
Se abrió la puerta. No era Clarice. Era la señora Danvers. Traía un papel en la mano.
—Perdone la señora que la moleste —me dijo—; pero no estoy segura si la señora tiró a propósito estos dibujos. Me traen siempre todos los papeles de los cestos para comprobar que no se pierde por descuido algo de interés. Me ha dicho Robert que encontró esto en el cesto de la biblioteca.
Me quedé fría cuando la vi, y durante unos momentos ni hablar pude. Me mostró el papel. Eran los apuntes que había hecho aquella misma mañana.
—No, señora Danvers —dije, pasado un instante—; puede tirarlos. Es sólo un apunte. No me hace falta.
—Está bien. Me pareció mejor preguntar personalmente, para evitar una equivocación.
—Sí, sí, naturalmente.
Creí que daría media vuelta y se marcharía; pero no, se quedó allí, de pie junto a la puerta.
—Entonces… —dijo—, ¿no ha decidido la señora lo que va a ponerse?
Tenía su voz un tonillo de irrisión, una ligerísima traza de satisfacción. Supuse que, Dios sabe cómo, se había enterado de mis cavilaciones por Clarice.
—No. Aún no lo he decidido.
Continuó observándome, con la mano sobre el picaporte.
—Podría la señora copiar uno de los cuadros de la galería —dijo.
Hice como que estaba limándome las uñas. La verdad era que las tenía demasiado cortas y quebradizas; pero así, al estar haciendo algo, no tenía que mirarla.
—Sí, puede que lo haga —dije.
Y, verdaderamente, pensé por qué no se me habría ocurrido antes. Era una clara y buena solución a mi problema. Pero no iba yo a dárselo a entender y continué limándome las uñas.
—Todos los cuadros de la galería podrían dar ideas para un disfraz —dijo la señora Danvers—, y especialmente el de la señora que está retratada con un vestido blanco y el sombrero en la mano. Me extraña que el señor no disponga que el baile sea de trajes de una sola época, con todo el mundo vestido más o menos al mismo estilo. Nunca me ha parecido bien ver a un payaso bailando con una señora de peluca empolvada y lunares postizos.
—Hay gente a la que le gusta, en cambio, la variedad. Lo encuentran más divertido así.
—Personalmente, no me gusta —dijo la señora Danvers.
Hablaba con tono corriente y cordial, y me pregunté por qué se había molestado en venir ella personalmente con aquel apunte desechado. ¿Quería, al fin, que fuéramos amigas? ¿O es que, sabiendo que yo no había sido quien había dicho a Maxim lo de la visita de Favell, quería darme las gracias de aquella manera?
—¿El señor no le ha dado ninguna idea para un traje?
—No —dije, luego de dudar un instante—. No; quiero sorprenderle, a él y al señor Crawley. No quiero que sepan de qué me voy a vestir.
—Ya comprendo que no debería yo proponer nada —dijo—; pero cuando la señora decida, yo me permitiría aconsejarla que se encargarse el traje en Londres. Aquí no hay quien sepa hacer bien esas cosas. Voce, en Bond Strect, lo haría muy bien.
—No lo olvidaré.
—Sí —dijo, al abrir la puerta—; yo estudiaría los cuadros de la galería, señora, y muy particularmente el que le he dicho. Y no tema la señora que la descubra. No diré ni una palabra a nadie.
—Gracias, señora Danvers —dije.
Cerró la puerta con cuidado y yo continué vistiéndome, intrigada por su actitud, tan diferente de la que mantuvo la última vez que nos habíamos visto. Acaso tuviera que agradecer el cambio a la desagradable visita de Favell.
El primo de Rebeca. ¿Por qué tenía que molestar a Maxim un primo de Rebeca? ¿Por qué le había prohibido venir a Manderley? Beatrice le había llamado indeseable, pero no había añadido gran cosa acerca de él. Cuanto más lo pensaba, más de acuerdo estaba con Beatrice. Aquellos ardientes ojos azules, la boca carnosa, la risa vulgar e insultante… Habría quien le juzgase guapo, las dependientas de confitería, que se ríen de todo; las acomodadoras de los cines que reparten los programas… Me imaginaba cómo las miraría sonriente, silbando una cancioncilla bajito. Miraría y silbaría, seguro, pero de esa manera peculiar que hace que las mujeres no nos sintamos a gusto. ¿Conocía Manderley bien? Parecía estar allí como en casa, y Jasper le había reconocido, pero esos dos hechos no estaban de acuerdo con las palabras de Maxim a la señora Danvers. Ni yo podía ajustarlo a la idea que me había formado de Rebeca. Ella, con su belleza, su encanto, su clase, ¿cómo podía tener un primo semejante a Jack Favell? No le pegaba, desentonaba por completo. Acaso fuera la calamidad de la familia, y Rebeca, siempre generosa, se habría compadecido de él algunas veces, invitándole a Manderley, tal vez cuando Maxim no estuviera en casa, sabiendo que le molestaba. Probablemente, incluso habrían tenido una discusión en la que Rebeca le habría defendido y, luego, siempre que se mencionara su nombre, suscitaría cierta tirantez.
Cuando me senté a cenar en el comedor en mi sitio acostumbrado, con Maxim a la cabecera de la mesa, me imaginé a Rebeca sentada en el lugar que yo ocupaba, cogiendo el tenedor para pescado. Sonaba el teléfono y entraba Frith, que decía: «Señora, el señor Favell desea hablar con la señora por teléfono», y Rebeca se levantaba, después de mirar rápidamente a Maxim, que no decía nada, que continuaba comiendo el pescado.
Cuando, terminada la conversación, Rebeca volviera a ocupar su lugar, comenzaría a hablar rápidamente de cualquier cosa, alegremente, con indiferencia, para disolver la nube que se había formado entre ellos. Al principio, Maxim estaría hosco y contestaría con monosílabos; pero, poco a poco, ella le ponía de buen humor contándole alguna cosa que había hecho durante el día, hablándole de alguien a quien había visto en Kerrith, y terminado el otro plato ya estaría él riendo, mirándola con una sonrisa a través de la mesa.
—¿En qué diablos estás pensando? —me preguntó Maxim.
Me sobresalté y me puse roja, pues en aquellos momentos, durante unos sesenta segundos tal vez, me había identificado con Rebeca de tal manera que mi propia personalidad gris no existía ni nunca había estado en Manderley. Con el pensamiento, y hasta físicamente, había estado viviendo en un tiempo ya pasado.
—¿Sabes que en lugar de comer el pescado estabas haciendo unas muecas extrañísimas? Primero, te has puesto a escuchar, como si oyeras el teléfono; luego, has movido los labios y me has lanzado una mirada. Y te has sonreído y te has encogido de hombros. Todo ello en un segundo. ¿Es que estás ensayando tu aparición la noche del baile de disfraces?
Me miró, riendo. Y pensé lo que diría si hubiera verdaderamente sabido lo que imaginé, si hubiera visto mi corazón, mi cabeza por dentro, si hubiera comprendido que durante un segundo él había sido el Maxim de otros tiempos, y yo, Rebeca.
—¡Pareces un criminal cogido en falta! —dijo—. ¿Qué te ocurre?
—Nada. No he hecho nada.
—Dime en qué pensabas.
—¿Por qué? Tú nunca me dices en qué piensas.
—No creo que me lo hayas preguntado.
—Sí, una vez lo hice.
—No me acuerdo.
—Estábamos en la biblioteca.
—Puede que sí. Y, ¿qué te dije?
—Me contestaste que estabas pensando qué equipo de Surrey habrían seleccionado para jugar contra Middlesex.
Maxim volvió a reírse.
—¡Qué desengaño te llevarías! ¿En qué creías que pensaba?
—En algo muy distinto.
—¿Qué algo?
—No sé…
—No, no creo que lo sepas. Si te dije que estaba pensando en Surrey y en Middlesex, pues en Surrey y en Middlesex estaría pensando. Los hombres somos mucho menos complicados de lo que tú te imaginas, chiquilla mía. Pero lo que ocurre dentro de la tortuosa mente de una mujer, nadie lo puede adivinar. ¿Sabes que hace un rato no parecías tú misma? Tenías una expresión completamente diferente.
—¿Yo? ¿Qué clase de expresión?
—No sé…, no puedo explicarte. De repente, me has parecido vieja y engañosa. Me ha resultado muy desagradable.
—No lo he hecho queriendo.
—Ya, ya me supongo que no.
Bebí un sorbo de agua y le miré por encima del borde del vaso.
—¿No quieres que parezca vieja?
—No.
—¿Por qué no?
—Porque no te sienta bien.
—Algún día lo pareceré. Eso no tiene remedio. Se me pondrá el pelo gris y me saldrán arrugas y cosas así.
—Eso no me importará.
—Entonces…, ¿qué quieres decir?
—No quiero verte como hace un rato. Tenías la boca torcida, y en los ojos una mirada de…, saber cosas, cosas que no están bien.
Me entró una gran curiosidad.
—¿Qué quieres decir, Maxim? ¿Qué cosas no están bien?
No me contestó enseguida. Había entrado Frith en el comedor y estaba cambiando los platos. Maxim esperó a que se marchara por la puerta de servicio, oculta por la mampara.
—Cuando te conocí —dijo lentamente—, tenías cierta expresión en la cara, y todavía la conservas. No voy a definirla, pues no sé cómo hacerlo. Pero fue una de las causas por las que me casé contigo. Hace un momento, cuando estabas representando esa extraña pantomima, desapareció tu expresión. Otra la había sustituido.
—Explícate, Maxim —dije, muy interesada—. ¿Qué otra?
Me miró un momento, con las cejas enarcadas, silbando bajito.
—Mira, cariño; cuando tú eras pequeñita, ¿no te prohibían leer ciertos libros, y no los tenía tu padre guardados bajo llave?
—Sí.
—Pues al final de cuentas, un marido es parecido a un padre. Hay cosas que prefiero que no sepas. Están mejor guardadas con llave. Y nada más. Ahora, cómete esos melocotones y no preguntes más cosas, o te pondré castigada en un rincón.
—No sé por qué me tienes que tratar siempre como si tuviera seis años.
—¿Cómo te gustaría que te tratase?
—Como otros hombres tratan a sus mujeres.
—Quieres decir…, ¿a golpes?
—No seas ridículo. ¿Por qué lo has de tomar todo a broma?
—¡Pero si no son bromas! ¡Hablaba muy en serio!
—No, no es verdad. Lo veo en tus ojos. Estás jugando todo el tiempo conmigo, como si fuese una niña tonta.
—Alicia en el País de las Maravillas. No creas que fue tan mala esa idea mía. ¿Te has comprado ya la banda y la cinta para el pelo?
—Te advierto que cuando me veas con mi disfraz te vas a llevar la sorpresa más grande de tu vida.
—No me cabe duda. Anda, termina el melocotón y no me hables con la boca llena. Tengo un montón de cartas que escribir después de cenar.
No esperó a que yo acabase. Se levantó, dejó el cuarto y dijo a Frith que sirviera el café en la biblioteca. Me quedé sentada, de mal humor, tardando lo más posible para retrasarlo todo y fastidiarle, pero Frith no hizo ningún caso de mi melocotón. Sirvió el café inmediatamente y Maxim se marchó a la biblioteca.
Cuando hube terminado, subí a la galería de los trovadores para echar un vistazo a los cuadros. Ya los conocía de sobra, pero nunca los había estudiado con la idea de reproducirlos para un baile de disfraces. La señora Danvers tenía razón. ¡Qué tonta! ¿Por qué no se me habría ocurrido a mí antes? Siempre me había gustado aquella muchacha de blanco con el sombrero en la mano. Era un retrato, hecho por Raeburn, de Caroline de Winter, hermana del tatarabuelo de Maxim. Se casó con un conocido político del Partido Whig y fue famosa por su belleza en los salones londinenses. El retrato fue pintado cuando estaba soltera. No sería difícil copiar el vestido blanco, de mangas muy anchas por arriba, falda de volantes y ajustado corpiño. El sombrero acaso resultara más difícil y tendría que ponerme una peluca, pues por mucho que hiciera, nunca conseguiría rizarme de aquella manera el pelo. Seguramente, ese Voce de Londres podría mandármelo todo completo. Les enviaría un dibujo del cuadro con mis medidas, y les diría que lo copiasen exactamente.
¡Qué descanso haber decidido ya! Me quité un peso de encima. Casi empecé a pensar con impaciencia en el baile. Después de todo, puede que lo pasase yo tan bien como la infeliz Clarice.
A la mañana siguiente escribí a la tienda, mandándoles un dibujo del retrato, y pronto me contestaron «honradísimos de mi muy apreciado encargo», prometiéndome comenzar a ejecutarlo sin tardanza, y diciendo que también se encargarían de la peluca.
Clarice apenas podía dominar su entusiasmo, y yo también comencé a sentir una febril ansia, según se acercaba el día de la fiesta. Giles y Beatrice pasarían allí la noche, pero nadie más, gracias a Dios, aunque mucha gente iba a cenar con nosotros antes del baile. Yo había creído que con ocasión de la fiesta íbamos a invitar a muchas personas a que pasaran unos días en Manderley; pero Maxim se opuso diciendo que «ya organizar el baile es bastante molestia». No pude deducir si lo hacía por mí o si verdaderamente le molestaba tener la casa llena de gente. Yo había oído hablar mucho de las fiestas que se daban en Manderley, cuando había tantos invitados que tenían que dormir en los cuartos de baño y en los sofás. Y ahora nos encontrábamos solos en aquella casa enorme, y nuestros únicos huéspedes iban a ser Giles y Beatrice.