La cogí. Reconocí la cuadrada letra de Beatrice. La había garabateado a lápiz después del desayuno:
«He estado llamando a tu cuarto pero como no has contestado, supongo que, siguiendo mi consejo, estás descansando después de lo de anoche. Giles tiene prisa en que nos marchemos para llegar a casa temprano, pues le han telefoneado que le necesitan para sustituir a alguien en el equipo de críquet, en un partido que empieza a las dos. Cómo se las va a arreglar para ver la pelota, con todo el champaña que trasegó anoche, sólo Dios lo sabe. Yo tengo las piernas algo flojas, pero he dormido como un tronco. Frith me ha dicho que Maxim bajó a tomar el desayuno temprano y que luego salió. Aún no ha vuelto. Dale un abrazo de nuestra parte. Y mil gracias a los dos por la fiesta. La hemos gozado. No pienses más en el traje.
(Esto estaba subrayado varias veces.)
Con todo cariño, Be.»
Y luego una posdata:
«Tenéis que venir a vernos.»
En la parte superior del papel había escrito:
«Son las nueve y media»
, y en aquel momento eran las once y media. Hacía dos horas que se habían ido. Habrían llegado ya a su casa, y Beatrice, ya deshecha la maleta, estaría en el jardín recomenzando su vida corriente, mientras Giles se preparaba para el partido de críquet renovando las cuerdas del mango de su pala.
Por la tarde, Beatrice se pondría un traje fresco y un sombrero para resguardarse del sol e iría a ver jugar a Giles. Luego, tomarían el té en una tienda de campaña; Giles, sudando y muy sofocado; Beatrice, riendo y hablando con sus amigos.
—Sí, fuimos al baile de Manderley. Lo pasamos divinamente. No comprendo cómo se las ha arreglado Giles para correr una yarda siquiera.
Esto lo diría sonriendo, dando palmaditas a Giles en la espalda. Los dos tenían ya cierta edad y nada de romanticismo. Llevaban casados veinte años y tenían un hijo, que estaba en la Universidad de Oxford. Eran muy felices. Su matrimonio había sido un éxito. No había fracasado, como el mío, a los tres meses.
No podía estarme todo el día sentada en mi cuarto. Las criadas querrían venir a arreglarlo. Puede que Clarice no se hubiera fijado, después de todo, en la cama de Maxim. La deshice, desordenándola toda, para hacer creer que había dormido en ella. Si Clarice no había dicho nada, no quería que las doncellas del cuerpo de casa se enterasen.
Me bañé y vestí, bajando luego. Ya habían quitado el entarimado del vestíbulo y se habían llevado las flores. Los atriles de los músicos habían desaparecido de la galería. Supuse que los músicos debieron de marcharse en uno de los primeros trenes. Los jardineros estaban ocupados en limpiar las praderas y el camino de los fuegos artificiales quemados. Pronto no quedaría ninguna señal del baile de disfraces de Manderley. ¡Qué largos habían parecido los preparativos y qué pronto y rápidamente se estaba haciendo desaparecer su rastro…!
Me acordé de la señora de color de salmón, tal como estaba junto a la puerta del salón, con su plato colmado de pollo, y me pareció que el recuerdo debía de ser o una imaginación mía o se refería a algo que había ocurrido hacía ya mucho tiempo. Robert estaba sacando brillo a la mesa del comedor. Una vez más, normal, estólido, calmoso, no como durante las últimas semanas: aturullado y nervioso.
—Buenos días, Robert —le dije.
—Buenos días, señora.
—¿Ha visto usted al señor por alguna parte?
—Salió enseguida de desayunar, señora; antes de que bajaran la señorita Beatrice y el señor comandante. Creo que no ha vuelto a casa desde entonces.
—¿No sabe usted adónde fue?
—No, no le puedo decir a la señora.
Volví al vestíbulo. Y luego, pasando por el salón, fui al gabinete. Me salió Jasper al encuentro y comenzó a lamerme las manos con extraordinaria alegría, como si hiciera mucho que no me veía. Había pasado la noche en la cama de Clarice, y a mí no me había visto desde la tarde anterior. Puede que se le hicieran las horas tan largas como a mí.
Cogí el teléfono y pedí el número de las oficinas de la finca. Quizá Maxim estaba con Frank. No tenía más remedio que hablar con él, aunque no fuera más que dos minutos. Tenía que explicarle que no había hecho a propósito lo de la noche anterior. Aunque no volviera a hablarle nunca, aquello se lo tenía que decir. Contestó un empleado del teléfono y me dijo que Maxim no estaba allí.
—El señor Crawley está aquí, señora —dijo el empleado—; ¿quiere usted hablar con él?
Ya iba a decir que no, pero no tuve tiempo, pues antes de que pudiera colgar el teléfono oí la voz de Frank:
—¿Ocurre algo?
«Rara manera de empezar una conversación —pensé en un segundo—. Ni siquiera me ha dicho “buenos días” ni me ha preguntado si he dormido bien». ¿Por qué me preguntaba que si ocurría algo?
—Soy yo, Frank. ¿Dónde está Maxim?
—No lo sé. No le he visto. No ha estado aquí esta mañana.
—¿Que no ha estado en la oficina?
—No.
—Bueno, es igual; no importa.
—¿No le ha visto usted durante el desayuno?
—No; me he levantado tarde.
—¿Qué tal pasó la noche Maxim?
Dudé un momento, pero Frank era la única persona que no me importaba que lo supiese todo.
—No vino a acostarse.
Sobrevino un silencio, como si estuviera pensando qué decir.
—Ya comprendo —dijo muy despacio, y pasado un minuto añadió—. Me temía que ocurriese algo así.
—¡Frank! —le dije desesperada—. ¿Qué dijo Maxim anoche cuando os dejé, cuando todo el mundo se hubo marchado? ¿Qué hicieron los demás?
—Yo estuve comiendo un emparedado con Beatrice y con Giles —dijo Frank—. Maxim no estuvo con nosotros. Dio no sé qué excusa y se metió en la biblioteca. Yo me vine a casa enseguida. Puede que Beatrice pueda decirle algo.
—Se ha ido —le dije—. Se marcharon después de desayunar. Me dejó una nota. Me decía que no había visto a Maxim.
—¡Oh! —dijo Frank, y no me gustó el tono de su voz, como sorprendido, como si se temiera algo.
—¿Adónde cree usted que se ha marchado? —dije.
—No lo sé, puede que haya ido a dar un paseo —respondió, con ésa voz que los médicos emplean para hablar en una clínica con los parientes del enfermo que van a preguntar cómo sigue.
—Frank, tengo que ver a Maxim; tengo que explicarle lo de anoche.
No contestó. Me imaginaba su cara apenada, con la frente cruzada de arrugas.
—Maxim cree que lo hice intencionadamente —dije, dejando escapar un sollozo irreprimible, y las lágrimas que la noche antes me cegaron, agolpáronse en mis ojos y comenzaron a correrme por las mejillas, dieciséis horas demasiado tarde—. Maxim cree que todo fue una broma, una broma horrible y lamentable.
—No, no —dijo Frank.
—Le digo que sí. Usted no le vio los ojos. Usted no estuvo junto a él toda la noche, mirándole, como yo. Ni me dirigió la palabra, Frank. Allí estuvimos el uno junto al otro toda la noche sin hablarnos ni una vez.
—Es que no hubo ocasión. Con toda aquella gente… Claro que noté algo. ¿Cree usted que no conozco a Maxim de sobra? Mire usted…
—Si no le recrimino —le interrumpí—. Si él me cree capaz de gastarle esa odiosa broma, tiene el perfecto derecho a pensar de mí lo que sea, y a no volverme a hablar, y a no verme más…
—No diga eso. No sabe lo que dice. Permítame que vaya a verla. Creo que puedo explicarle lo ocurrido.
¿Qué iba yo a sacar de que Frank viniera a verme, de que nos sentáramos en el gabinete, él tratando de consolarme con su tacto y su bondad? No quería la bondad de nadie. Era demasiado tarde.
—No. No quiero volver a hablar del asunto. Lo pasado, pasado está, y ya no tiene remedio. Después de todo, puede que sea mejor que haya ocurrido, pues me ha hecho darme cuenta de algo que ya hace mucho tiempo que debía haber comprendido, que debí suponer hasta antes de casarme con Maxim.
—¿Qué quiere usted decir?
Hablaba Frank con voz descompuesta y rara. ¿Qué le importaría a él que Maxim no me quisiera? ¿Por qué no quería que yo lo supiera?
—Lo de él y Rebeca —dije.
Cuando pronuncié ese nombre sonó como una palabra agria y prohibida, que ya no me proporcionaba ningún alivio, que ya no me daba ningún placer, sino, antes bien, vergüenza, como si estuviera confesando un pecado.
No contestó enseguida. Le oí suspirar ruidosa y repentinamente, al otro lado del teléfono.
—Pero, ¿qué quiere usted decir? ¿A qué alude? —sonó su voz aún más forzada que antes y casi angustiosa.
—Que no me quiere, que quiere a Rebeca —dije—, que nunca la ha olvidado, que continúa pensando en ella noche y día. A mí no me ha querido nunca, Frank. Siempre es Rebeca, Rebeca, Rebeca…
Oí que Frank dejaba escapar una exclamación medio ahogada de sorpresa, pero ya me era igual escandalizarle o no.
—Y ahora que ya sabe lo que pienso —le dije—, lo comprenderá todo mejor.
—Óigame —me dijo—, tengo que verla. ¿Me escucha? No tengo más remedio que verla. Tengo que decirle algo muy importante. ¿Comprende? Pero no puedo hacerlo por teléfono. ¡Oiga! ¡Oiga!
Colgué el auricular de un golpe, y me levanté del escritorio. No quería ver a Frank. En nada podía ayudarme. Lo que hubiera que hacer tendría que hacerlo sola, sin ayuda. Tenía la cara roja y abotargada de llorar. Me puse a pasear por el cuarto, mordiendo el pañuelo, rasgando sus bordes.
Tenía el presentimiento de que ya nunca volvería a ver a Maxim. Estaba segura, no sé qué extraño instinto me lo decía. Se había marchado para no volver. En el fondo de mi corazón adivinaba que Frank creía lo mismo, aunque no hubiese querido decírmelo por teléfono. No quiso asustarme. Si ahora le llamase por teléfono, ya no estaría allí. El empleado hubiera contestado: «El señor Crawley acaba de salir, señora». Y me lo imaginaba, sin sombrero, subiendo a su Morris, pequeño y mal conservado, para salir en busca de Maxim.
Me acerqué a la ventana y me puse a mirar el claro donde el sátiro tocaba la zampoña. Ya se habían acabado los rododendros. No florecerían más hasta el próximo año. Los altos setos presentaban un aspecto oscuro y pardo. Subía del mar una neblina que me impedía ver el bosque más allá del repecho. Hacía un calor opresivo. Me imaginaba a los invitados del día anterior, diciéndome: «¡Qué suerte que ayer no hiciera esta niebla! No hubiéramos podido ver los fuegos artificiales». Fui del gabinete al salón, y desde éste a la terraza. Se había escondido el sol tras una muralla de niebla. Parecía como si una maldición hubiera caído sobre Manderley, dejándole sin cielo y sin luz. Pasó junto a mí un jardinero, empujando una carretilla llena de pedazos de papel y basura, de cáscaras de frutas arrojadas sobre el césped la noche antes por la gente.
—Buenos días —le dije.
—Buenos días, señora.
—La fiesta de anoche les ha dado a ustedes un trabajo extraordinario.
—Es lo mismo, señora; creo que todos lo pasaron muy bien, y, después de todo, eso es lo principal.
—Sí, supongo que sí.
Miró el hombre hacia el claro, al otro lado de la pradera, donde el valle descendía en suave pendiente hacia el mar. Los árboles alzaban sus siluetas espigadas y confusas.
—Se nos está viniendo encima una niebla muy espesa —me dijo.
—Sí.
—Afortunadamente, no tuvimos niebla anoche.
—Sí.
Esperó un momento, se tocó luego la gorra y se alejó, empujando la carretilla. Crucé el césped hacia la entrada del bosque. La niebla, al prenderse en los árboles, se había convertido en agua, que caía sobre mi desnuda cabeza como fina llovizna. Jasper estaba junto a mí, triste, con la cola caída, dejando colgar su rosada lengua. La humedad opresiva del día le hacía estar apagado y murrio. Desde donde me encontraba oía el ruido del mar, malhumorado y sordo, rompiendo en las calas al otro lado del bosque. La brisa empujaba la niebla hacia la casa, y al pasar junto a mí notaba su olor de sal mojada y de algas marinas. Le pasé la mano por el lomo a Jasper. Estaba empapado. Cuando volví la mirada hacia la casa, no pude ver ni las chimeneas ni el perfil de sus muros, sino únicamente una masa difuminada, las ventanas del ala de poniente y los macetones de la terraza. Estaba descorrida la persiana del gran ventanal de la alcoba principal de poniente y vi que había allí alguien en pie, mirando hacia el jardín. No reconocí aquella figura vaga e indistinta, y me acometió un escalofrío de miedo y sorpresa, pues durante unos segundos creí que podía ser Maxim. Se movió entonces el bulto, vi un brazo que se extendía para cerrar la persiana y reconocí a la señora Danvers. Me había estado mirando, mientras yo estaba en el lindero del bosque, bañada por la luz blanquecina de la niebla. Me había visto andando lentamente a través de la pradera, desde que bajé de la terraza. Quizá, incluso estuviera escuchando desde el aparato supletorio de su cuarto mi conversación con Frank. Ya sabría que Maxim no había pasado la noche conmigo. Habría estado escuchándome, sabiendo que lloraba. También sabría el papel que yo había desempeñado durante tantas horas, junto a Maxim al pie de la escalera, con mi vestido azul y que él ni me había hablado ni mirado. Lo sabía, porque eso era precisamente lo que ella se había propuesto. Esto era su triunfo, el suyo y el de Rebeca.
La recordé tal como la viera la noche antes, mirándome desde la puerta abierta del ala de poniente con aquella diabólica sonrisa en su cara cadavérica, y entonces me di cuenta de que era una mujer de carne y hueso, viva, como yo. La señora Danvers no estaba muerta como Rebeca. Podía hablarle, aunque no pudiera hacer lo mismo con Rebeca.
Movida por un impulso repentino, crucé el césped hacia la casa. Entré al vestíbulo y subí la escalera principal, doblé la esquina, pasé bajo el arco junto a la galería, por la puerta del ala de poniente, y seguí por el pasillo, oscuro y silencioso, hasta llegar al cuarto de Rebeca. Hice girar el picaporte y entré.
La señora Danvers continuaba junto a la ventana, pero la persiana ya estaba echada.
—Señora Danvers —dije—. ¡Señora Danvers!
Se volvió para mirarme, y vi sus ojos rojos e hinchados de llorar, como los míos estaban, y la cara ojerosa, pálida y desencajada.
—¿Qué desea? —preguntó, y su voz sonó ronca y apagada, por haber llorado mucho, como también yo lo había hecho.
No esperaba hallarla en tal estado. Me había figurado encontrarla sonriente, con aquella sonrisa cruel y diabólica de la noche anterior. Y tenía delante de mí solamente a una anciana, enferma y cansada.