Se oía hasta con las ventanas cerradas y las persianas echadas: un murmullo sordo, amenazador. Las olas rompían sobre el guijo blanco de la caleta. Estaría subiendo la marea por la playa, hasta casi llegar a la casita de piedra.
—No volvió a dormir en estas habitaciones desde la noche en que ella se ahogó. Mandó sacar todas sus cosas del vestidor. Le preparamos un cuarto al final del pasillo. Y ni siquiera allí creo que durmiera mucho. Se quedaba sentado en un sillón. A la mañana siguiente todo aparecía cubierto de ceniza de cigarrillos. Y durante el día, Frith le oía paseando en la biblioteca. Arriba y abajo, arriba y abajo.
También vi yo la ceniza en el suelo, junto al sillón. También oí sus pasos: uno, dos, uno, dos, de un lado para el otro, tras la puerta de la biblioteca… Cerró la señora Danvers cuidadosamente la puerta entre la alcoba y el cuartito en que estábamos y apagó la luz. Dejé de ver la cama, al fin, y la bolsa del camisón, y el tocador y las chinelas junto a la silla. Cruzó luego el cuartito, puso la mano sobre el picaporte y esperó a que yo pasara.
—Yo vengo a estas habitaciones todos los días, y yo misma quito el polvo. Si quiere usted volver a verlas, no tiene más que decírmelo. Llámeme por teléfono. Yo me haré cargo enseguida. No dejo que entren aquí las criadas. Aquí no viene nadie más que yo.
Una vez más, la voz se hizo empalagosa, íntima y desagradable. Su cara tenía una sonrisa falsa y forzada.
—Algunas veces, cuando el señor esté fuera y se encuentre usted sola, puede que le guste venir aquí a sentarse. No tiene más que decírmelo. ¡Son tan bonitas estas habitaciones! Nadie diría que hace tanto tiempo que se nos fue. ¿Verdad que mirando estas habitaciones nadie lo diría? Pensaría una que acaba de salir hace un ratito y que va a volver por la tarde.
Sonreí con gran esfuerzo. Pero no pude hablar. Tenía la garganta seca y apretada.
—Y no sólo este cuarto. Pasa lo mismo en muchos de la casa. En el gabinete, en el vestíbulo, hasta en el cuartito de las flores. Yo la siento en todas partes. Usted también, ¿verdad?
Me miró con curiosidad. Su voz se convirtió en un murmullo.
—Algunas veces, cuando voy por este pasillo, me parece que oigo detrás de mí sus pisadas, rápidas y ligeras. Las reconocería en cualquier parte. Y también las oigo en la galería de los trovadores, encima del vestíbulo. ¡Cuántas veces, ay Dios, cuántas veces la he visto asomarse allí, por la tarde, mirando al vestíbulo y llamando a los perros! Incluso ahora me parece verla allí algunas veces. Es como si escuchara el ruido de su falda barriendo la escalera cuando bajaba a cenar.
Calló un momento. Me miró a los ojos y continuó, muy despacio:
—¿Cree usted que nos estará viendo ahora mismo? ¿Cree usted que los muertos vuelven y vigilan a los vivos?
Tragué saliva y me clavé las uñas en las palmas de las manos.
—No sé —dije—, no sé…
Mi voz sonó aguda y forzada, distinta.
—Algunas veces me lo pregunto —dijo—. Me pregunto si está ella aquí, en Manderley, vigilándolos al señor y a usted cuando están juntos.
Estábamos junto a la puerta, mirándonos fijamente. No podía apartar la mirada. No podía levantar la vista de sus ojos. ¡Qué oscuros, qué sombríos los tenía, en medio de aquella cara blanca de cadáver! ¡Qué llenos de maldad y de odio! Abrió la puerta que daba al pasillo.
—Robert ya ha vuelto —dijo—. Ha vuelto hace un cuarto de hora. Ya le he mandado que sirva el té a la señora debajo del castaño.
Se hizo a un lado para cederme el paso. Salí al pasillo, vacilante, sin saber adónde iba. No le dije nada. Bajé las escaleras ciega; doblé la esquina y pasé de un empujón la puerta que conducía a mi cuarto en el ala este. Cerré con llave y me metí ésta en el bolsillo.
Entonces me dejé caer en la cama y cerré los ojos, presa de una angustia mortal.
A
la mañana siguiente llamó Maxim por teléfono para decir que llegaría a eso de las siete. Frith cogió el recado. Maxim no pidió que me pusiera yo al teléfono. Oí el timbre del teléfono, cuando estaba desayunando, y creí que iba a entrar Frith diciendo:
—Señora, está el señor al teléfono.
Ya había dejado la servilleta en la mesa y me había levantado de la silla cuando volvió Frith y me dio el recado.
Me vio retirar la silla y salir hacia la puerta.
—El señor ya ha colgado, señora. No ha dejado ningún recado. Sólo que llegaría a eso de las siete.
Volví a sentarme en mi silla y cogí la servilleta. Frith debió de pensar que yo tenía bastante poco seso para haber salido corriendo como una loca a través del comedor.
—Está bien, Frith, muchas gracias —le dije.
Continué comiendo los huevos con beicon. Jasper estaba a mis pies y la perra en su cesto, en un rincón. Me puse a pensar en lo que podría hacer durante el día. No había dormido bien; tal vez por encontrarme sola en la habitación. Había pasado la noche intranquila, despertándome con frecuencia, y cuando miraba el reloj veía que sus manecillas apenas se habían movido. Al fin, me dormí, y tuve una serie de sueños sin ilación.
Íbamos, Maxim y yo, dando un paseo por el bosque, pero él siempre caminaba algo más adelantado. Yo no podía seguirle. Tampoco podía verle la cara. Únicamente la espalda. Y todo el tiempo andaba él, a pequeña distancia mía, dando grandes zancadas. Debí de llorar durante la noche, pues cuando me desperté por la mañana, la almohada estaba húmeda. Además, cuando me miré en el espejo vi que tenía los ojos hinchados. Estaba fea y poco atractiva. Me di un poquito de colorete en las mejillas en un torpe intento de darles mejor color. Pero fue peor. Me daba un aspecto falso de payaso. Puede que no supiera dármelo bien. Cuando crucé el vestíbulo hacia el comedor, donde me esperaba el desayuno, vi que Robert se quedó mirándome.
A eso de las diez, cuando estaba en la terraza, deshaciendo unas migas para los pájaros, volvió a sonar el teléfono. Esta vez era para mí. Frith salió y me dijo que mi cuñada quería hablarme.
—¡Hola, Beatrice! —dije.
—¡Bueno! ¿Qué tal te va, querida? —dijo, con aquella voz suya, rápida, algo masculina, poco amiga de perder tiempo. No esperó mi contestación, sino que continuó hablando—. Oye, he pensado ir hoy en coche a ver a la abuela. Voy a comer con unos amigos que viven a unos treinta kilómetros de Manderley. ¿Quieres que vaya luego a buscarte? Ya es hora de que conozcas a la pobre vieja, ¿sabes?
—Iré encantada, Beatrice —le dije.
—Magnífico. Pues entonces iré a buscarte hacia las tres y media. Giles vio a Maxim en el banquete de Londres. La comida, muy mala, me dijo; pero los vinos, excelentes. Bueno, querida, hasta luego.
Sonó un ruidito. Había colgado. Volví a salir al jardín tranquilamente. Me alegraba que hubiera llamado proponiéndome la idea de ir a ver a la abuelita. Por lo menos, era algo que hacer, y rompería la monotonía del día. Las horas se me hubieran hecho interminables hasta las siete. No me encontraba muy animada, y no me apetecía ir con Jasper al Valle Feliz y luego a la playa a tirar piedras al agua. Aquella sensación de libertad, aquellos deseos infantiles de correr por el césped con unos zapatos de playa, habían desaparecido. Me senté en la rosaleda con un libro, el
Times
y mis cosas de hacer punto, sosegada, como una matrona, bostezando al sol templado mientras las abejas zumbaban por entre las flores.
Traté de concentrarme en la lectura del periódico y luego de absorberme en la intrigante trama de la novela que tenía en las manos. No quería pensar en la tarde anterior ni en la señora Danvers. Procuré olvidar que estaba en la casa en aquel mismo momento, quizá espiándome desde una ventana. De cuando en cuando levantaba los ojos del libro y miraba a través del jardín, con la sensación de que no estaba sola.
¡Tenía Manderley tantas ventanas, tantas habitaciones vacías que ni Maxim ni yo usábamos! Estarían vacías, silenciosas, con los muebles enfundados; antes habrían estado ocupadas cuando vivían el padre y el abuelo de Maxim, cuando estaba la casa siempre llena de invitados y sirvientes. Le sería fácil a la señora Danvers abrir calladamente una de aquellas puertas, cerrarla luego sin ruido y atravesar furtivamente el cuarto para espiarme desde la ventana, al amparo de las cortinas corridas.
No me daría cuenta. Aunque me volviera en la silla y mirase a las ventanas, no la vería. Me acordé de un juego de cuando era niña, que los chicos de al lado de mi casa llamaban «Los pasos de la abuela» y yo «La bruja vieja». Uno se ponía en un extremo del jardín, dando la espalda a los demás, y éstos se le iban acercando, poquito a poco, sin hacer ruido. De cuando en cuando, el que estaba de espaldas se volvía de repente, y si veía a alguno moviéndose, éste tenía que retroceder al final del jardín y empezar de nuevo. Pero siempre había uno más audaz que los demás que se adelantaba a los otros, llegando hasta muy cerca, a quien nunca se le podía descubrir moviéndose. El que se quedaba, estaba allí, vuelto de espaldas, contando hasta diez como estaba mandado, y sentía la seguridad fatal y aterradora de que antes de que pasara mucho rato, antes de poder acabar de contar hasta diez, el jugador osado le saltaría encima, sin aviso, invisible, con un grito de victoria. Allí, sentada en la rosaleda, experimentaba una excitación nerviosa parecida. ¡Estaba jugando a «La bruja vieja» con la señora Danvers!
La comida vino a cortar, afortunadamente, la mañana larguísima. La calmosa competencia de Frith y la cara medio boba de Robert me aliviaron más que el periódico y el libro. A las tres y media, con absoluta puntualidad, oí la bocina del automóvil de Beatrice al otro lado del recodo del camino, y luego lo vi parar a la puerta de la casa.
Salí corriendo a recibirla, ya vestida y con los guantes en la mano.
—Bueno, querida, aquí me tienes. ¡Qué día más espléndido!, ¿eh? —me dijo.
Subió la escalinata, después de cerrar la puerta del coche de un golpe. Me dio un beso rápido y seco, que fue a parar cerca de una oreja. Me miró luego, rápida, arriba y abajo, y continuó:
—Tienes mala cara. Estás pálida y demacrada. ¿Qué te ocurre?
—Nada —dije humildemente, sabiendo demasiado bien que ese defecto era corriente en mi cara—. Nunca he tenido muy buenos colores.
—¡Tonterías! La otra vez que te vi parecías otra.
—Puede que haya perdido el bronceado de Italia —dije, subiendo al coche.
—¡Bah! Eres tan imposible como Maxim. No te gusta que se metan en tu salud. Cierra la portezuela de un golpe fuerte; si no, se queda abierta.
Nos pusimos en marcha, tomando la curva del camino bastante deprisa.
—Oye, ¿no será que estás en estado? —dijo, mirándome con sus ojos castaños de gavilán.
—No —respondí, azorada—; creo que no.
—¿No tienes vómitos por las mañanas ni nada de eso? Claro que, después de todo, eso no quiere decir nada. Cuando yo tuve a Roger me quedé tan fresca. Me pasé los nueve meses sin una molestia. El día que nació estuve jugando al golf. No hay por qué avergonzarse de las cosas que son naturales, ¿sabes? Si sospechas algo, más vale que lo digas.
—No, de verdad, Beatrice; no tengo nada que decir.
—Te diré, con toda franqueza, que espero que traigas pronto al mundo un heredero. Sería magnífico para Maxim. ¿No estarás haciendo nada para evitarlo?
—Claro que no —dije, y pensé: «¡Qué conversación tan chocante!».
—No te escandalices. No tiene que importarte nada de lo que yo diga. Después de todo, las jóvenes de hoy son capaces de cualquier cosa. Claro que es una lata tener un niño la primera temporada de casada si te gusta cazar. Si a los dos les gusta la caza eso es bastante para estropear un matrimonio. Los niños no creo que impidan dibujar. Por cierto, ¿qué tal van tus obras de arte?
—No he hecho gran cosa.
—¿No? Pues está haciendo buen tiempo para estar sentado al aire libre. Lo único que necesitas es una silla plegable y una caja de lápices, ¿no es eso? Dime, ¿te gustaron esos libros que te mandé?
—Claro que me gustaron. Fue un regalo magnífico.
—Me alegro que te gustasen —dijo, con evidente satisfacción.
Corría el auto a toda velocidad. Beatrice no quitaba el pie del acelerador y tomaba las curvas ciñéndose a la cuneta de manera alarmante. Nos cruzamos con dos coches y los conductores se asomaron a las ventanillas, como si los hubiésemos insultado con aquella manera de conducir. Un viandante nos amenazó con un palo desde un sendero vecino. Me sentí violenta por ella, pero Beatrice no parecía darse cuenta de nada. Me hundí en el asiento todo lo que pude.
—Roger ingresa en la Universidad de Oxford el próximo curso —dijo—. ¡Dios sabe lo que va a hacer! Me parece perder el tiempo mandarlo allí, y Giles piensa igual, pero no se nos ha ocurrido qué otra cosa podemos hacer con él. Es igualito que Giles y que yo. No piensa más que en caballos. ¿Qué demonios está haciendo ese coche de ahí delante? —gritó al pasar—. Verdaderamente hay gente por estas carreteras que se merece que le den un tiro.
Tomamos bruscamente la carretera principal, evitando chocar con el coche que nos precedía por verdadero milagro.
—¿Habéis tenido gente invitada? —preguntó.
—No; hemos estado muy tranquilos.
—Es mucho mejor. Esas reuniones de mucha gente siempre me han parecido una solemne lata. Si vienes a casa, no tengas miedo. La gente que vive cerca de nosotros es toda encantadora, y allí todos somos de confianza. Cenamos los unos con los otros, jugamos tranquilamente al bridge, y no nos mezclamos con gentes extrañas. Tú juegas al bridge, ¿verdad?