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Authors: Bruno Nievas

Tags: #Ciencia ficción, Fantástico

Realidad aumentada (45 page)

BOOK: Realidad aumentada
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En cualquiera de los casos él se despertaba sudoroso, llorando y con la seguridad de que ese día no podría quitarse a Lia de la cabeza ni un solo minuto. Empezó a evitar el sueño por temor a que se repitiesen las pesadillas. Como consecuencia sus jaquecas aumentaron. Así fue como comenzó a desear morir. Al menos, así dejaría de sufrir, se repetía, angustiado y derrotado. Y ese fue otro importante motivo para aceptar su nuevo trabajo: si esos seres querían esos chips, él estaba dispuesto a esperarles, con ellos en la mano si era necesario. Y pensaba venderlos caros.

18
Oscuridad

La muerte es dulce; pero su antesala, cruel.

CAMILO JOSÉ CELA

Jueves, 15 de octubre de 2009
22:00 horas

Alex dejó su portátil encima de la mesa de su apartamento, como todos los días, pero, a diferencia del resto, no lo encendió. Entre sus planes para esa noche no se encontraba consultar el correo ni entrar en los principales blogs de tecnología. Una machacona cefalea le estaba aporreando dentro del cráneo; hacía varias horas que había comenzado y, como ya era habitual, varias dosis de analgésicos habían sido inútiles. Estas jaquecas habían comenzado desde que despertó en el hospital, y parecían ir inexorablemente a más. Preocupado por ellas, le habían realizado todo tipo de pruebas, pero todas habían resultado normales. Probó todo tipo de tratamientos, incluyendo acupuntura y homeopatía, sin éxito. Cuando llegaban, solo cabía tumbarse y esperar.

Por otro lado, también estaba harto de las pesadillas: Lia muriendo, desapareciendo o en las que se reía de él, y que ahora se mezclaban con las de los seres invadiendo la Tierra, más intensas y reales que antes, quizá porque ahora sabía que era cierto. El resultado era que su estado físico estaba destrozado: lo poco que dormía era gracias al consumo masivo de sedantes, y en cuanto asomaban las pesadillas, se despertaba aterido, agotado y frustrado, y ya no volvía a dormirse.

El alcohol tampoco le ayudó, a pesar de haberse acostumbrado a una buena dosis diaria con el fin de conseguir el valor suficiente para cerrar los ojos. Agotado, pero sin poder descansar, vivía en un duermevela: le costaba distinguir la vigilia del sueño y la realidad de las pesadillas. Cuando cerraba los ojos, allí estaban «ellos» esperándole. Cuando los abría, eran las cefaleas las que aguardaban pacientes.

Pensar en Lia tampoco le ayudaba. Disipada la euforia y las felicitaciones por la valentía de su decisión, y por haber sobrevivido, su ánimo se había venido abajo y el recuerdo de ella le resultaba cada vez más doloroso. Sus padres eran ahora mismo su único vínculo con la vida, sin embargo, sabía desde hacía unos días que eso ya no era suficiente.

Falto de estímulos y con la muerte de Lia sobre su conciencia, las pesadillas y las agotadoras cefaleas habían convertido su vida en un infierno. Había llegado a la conclusión de que estaba maldito, como consecuencia de haber contactado con aquellos seres. Ese debía de ser el precio por haber conocido una civilización superior, pensó: una vez que se habían esfumado —llevándose por delante lo que él más quería—, lo que quedaba ya no le resultaba estimulante.

Esa mañana se había levantado con un nuevo e intenso dolor, que, por supuesto, había comenzado tras una pesadilla, y por fin había tomado una determinación a la que llevaba semanas dándole vueltas. A lo largo de su jornada laboral se mostró distraído, y en lo único en lo que se centró fue en escribir unos emails que programó para ser enviados poco antes de medianoche. No quería sorpresas, solo confiaba en que sus padres comprendieran su decisión, que les explicaba en un correo, y lo mismo pensó con respecto a su amigo Owl. Por la tarde había visitado el almacén sanitario, donde con habilidad consiguió lo que necesitaba sin levantar demasiadas sospechas.

Se sentó en un sillón e hizo un rápido repaso de lo que dejaba atrás: una vida plena de éxitos profesionales y en la que había hecho algo considerable por sus congéneres. Había soñado toda su vida con aquellos seres y, de forma sorprendente, había logrado encontrarlos, pero tuvo que sacrificar la vida de la mujer que amaba con el fin de impedir que se salieran con la suya. La recompensa: unos chips que podían ser claves para el futuro de la humanidad.
Admirable
, pensó, con ironía,
pero ya no puedo hacer más
, añadió.

Estaba agotado, enfermo y falto de estímulos: sin Lia, el mundo no tenía sentido. Sabía que realmente había mujeres mejores para él, que le hubieran querido más y que le hubieran hecho más feliz, pero no eran ella. Lo cierto es que su relación era prácticamente imposible, y estaban condenados a esa desesperante mezcla de amor y odio que raramente funciona. Funcionaba menos aún con las reticencias de ella, reticencias que, por su culpa, ya no existían, pues ya no había una Lia con la que discutir.

Empezó a llorar y, al hacerlo, los latidos de su cerebro aumentaron en intensidad. Estaba claro que se avecinaba una jaqueca «de las gordas». Sin embargo, lejos de angustiarse, sonrió, al pensar que para cuando llegara, ya no iba a haber nadie esperándola.

Convencido de que no le faltaba nada más por hacer, se ató una goma elástica alrededor de su brazo izquierdo; con calma, cargó una dosis, a todas luces letal, de benzodiazepinas en una jeringuilla estéril. Apoyó la punta de la aguja en la flexura de su codo izquierdo, sobre el trayecto de una vena. Distinguió esta fácilmente gracias a la presión que ejercía la goma elástica sobre su brazo, pues dificultaba el retorno venoso e hinchaba sus vasos sanguíneos.

Suspiró y pensó en Lia, presionando con la aguja, que perforó y penetró la piel, el tejido celular subcutáneo y la pared venosa. La punta de metal rompió el endotelio vascular sin que él sintiera el más mínimo dolor. Llorando, y con los azules ojos de Lia mirándole, sonrió al empujar el émbolo.

Una ráfaga de aire frío inquietó a Alex. Miró a su padre, sentado unos metros más allá, cerca de la orilla, fumando un cigarro. Lo hizo con esa extraña mezcla de sentimientos que solo un chico de diecisiete años puede sentir hacia sus propios padres: una mezcla de respeto y rebeldía, pero a la vez de reproche por todo, o casi todo, lo que ocurría alrededor de su vida.

Ni él ni su madre, tumbada bajo la sombrilla, parecieron darse cuenta de que algo no iba bien. A priori todo parecía en su sitio: hacía buen tiempo, los niños jugaban alegres en el agua y el olor a humo de tabaco de su padre le llegaba gracias al viento que venía del mar, un domingo de playa como cualquier otro de sus veranos de adolescente. Pero algo no iba bien, se repitió, y en ese momento se dio cuenta de que, al rítmico y perpetuo sonido del rompeolas se había unido otro, como de guijarros rodando, e iba en aumento.

Decidido a echar un ojo, se levantó, y entonces fue cuando vio algo que le hizo sentir la sangre helársele en las venas: de repente el mar pareció retroceder, replegándose como en una gigantesca resaca que anticipara una gran ola. En pocos segundos se retiró nada menos que unos cincuenta metros, dejando el fondo a la vista. La mayoría de los bañistas quedaron en la orilla, aturdidos, pero unos cuantos se fueron hacia dentro, gritando.

El ruido pareció alejarse, a la par que lo hacía el agua, en un espectáculo dantesco: donde antes había toneladas de agua ahora solo había una meseta de rocas, plantas, algunos peces y abundantes restos de basura, empapados y rodando, succionados por la fuerza con la que el mar se estaba retirando. Oyó gritos y algunas personas comenzaron a correr.

Se acercó a su padres, pero lo que vio le impidió articular palabra: un miedo atroz le estremeció el cuerpo al ver un descomunal muro de agua que se acercaba desde el horizonte a gran velocidad, y que corroboró un rugido, sordo y lejano, pero que aumentaba por momentos mientras se acercaba el muro gigantesco y mortal.

Su padre se levantó, reaccionando por fin, arrojando el cigarro al suelo, y le increpó a que se moviera. Alex se agachó y rebuscó entre las bolsas que había bajo la sombrilla. Su padre le dio un tirón del brazo, recriminándole que no perdiera tiempo, mientras le señalaba el muro de agua, que crecía por segundos. Él levantó el objeto que estaba buscando y miró con expresión de ira a su padre, mostrándole las llaves del coche.

Él le miró, resignado, y Alex entendió lo que le estaba diciendo: que ni con el vehículo les daría tiempo a salvarse. El camino para salir de aquella cala pedregosa y escondida era empinado y tortuoso, y la gente ya se agolpaba en sus vehículos. En unos minutos millones de toneladas de agua golpearían el suelo donde pisaban, y ni un solo vehículo habría abandonado aquel pequeño camino de tierra. Estaban condenados.

Aun así cogió las llaves de su mano y los tres corrieron en busca del automóvil. Enseguida Alex se quedó rezagado y sintió que caminaba con lentitud, como si estuviera metido en el agua. Se esforzó, concentrándose en cada movimiento de sus músculos. Fue inútil, cada vez le costaba más, ni siquiera sintió dolor, tan solo un hormigueo y la frustrante sensación de que si hubiera podido correr habría podido tener alguna opción. Pero no iba a ser así.

Con frustración se volvió, y apreció desolado que el muro estaba demasiado cerca: una aterradora pared de agua de más de treinta metros de altura y millones de toneladas de peso, acompañada de un amenazante rugido que hacía vibrar los huesos, se le estaba echando encima. La imagen era suficiente como para atenazar los músculos de cualquiera, y Alex sintió los suyos como si fueran de plomo.

Obstinado en no rendirse intentó correr de nuevo, a pesar de que sentía sus piernas como si no formaran parte de él. Peleó y lucho, respiró y jadeó, braceó y se tambaleó, y consiguió avanzar varios pasos.

En ese momento, en lo más hondo de su cerebro, supo qué es lo que había originado la ola gigante, el maremoto o lo que fuera aquella locura. Su sospecha se confirmó cuando la aeronave pasó a cientos de metros sobre sus cabezas, como una centella. A la mayoría de las personas que estaban allí apenas les dio tiempo a verla, pero Alex apreció casi todos sus detalles, que por algún extraño motivo conocía de antemano: ovalada, gris oscura y de aspecto pulido, parecido a un metal anodizado. Más aún, creyó percibir la satisfacción de los seres que iban dentro.

Ensimismado, mirándola, de repente la ola le golpeó como si fuera un camión, arrollándole. Todo se volvió negro, y se sintió rodeado de agua salada. Un rostro de ojos azules, de una chica que aún no conocía, apareció en su mente. Le pareció precioso. Entonces se dio cuenta de que, aunque intentaba respirar, no le entraba aire en los pulmones. Intentó moverse, pero ya no pudo.

Hacía unos minutos que el pecho de Alex apenas se movía, el aire a su alrededor casi no se desplazaba al interior de sus pulmones, su frecuencia cardíaca se encontraba en franco descenso, como consecuencia de la enorme dosis de benzodiazepinas, y el riego cerebral cada vez se encontraba más comprometido. Para empeorar la situación, la escasa sangre que le llegaba lo hacía con un contenido pobre en glucosa y oxígeno, y cada vez era más ácida, por el exceso de anhídrido carbónico que no expulsaban sus pulmones. A la postre, su propia sangre, la que debía alimentar a todas y cada una de las células de su cuerpo, resultaría ser más lesiva con cada segundo que transcurría.

Sus neuronas comenzaron a sufrir, y segregaron diferentes sustancias para alertar de que algo no marchaba bien; algunas detuvieron su funcionamiento, como paso previo a la muerte, y miles de sus sinapsis cerebrales dejaron de transmitir impulsos. Si Alex hubiera estado despierto, habría sentido una cefalea intensa y aguda, acompañada de una sensación de mareo y náuseas, pero su corteza cerebral apenas estaba siendo alimentada, por lo que ya no percibía. Para Alex Portago ya no existía nada.

Toda aquella debacle metabólica se extendió como un reguero hasta alcanzar un pequeño grupo de neuronas ubicadas en la base de su cerebro, unas neuronas que en los últimos meses habían adquirido nuevas funciones, aprendiendo y amoldándose a la información energética recibida desde unos extraños chips, y que durante la estancia de Alex en el interior de la aeronave habían sufrido nuevas modificaciones a instancias de los seres creadores de aquellos chips. Se trataba de unas modificaciones estructurales y funcionales a las que él aún no se había acostumbrado, y en las que residía el origen de sus intensas cefaleas. Un proceso de adaptación —del todo transitorio— que Alex desconocía por completo.

Ese grupo de neuronas interpretó correctamente el preocupante mensaje que recibieron de sus vecinas: el resto del cerebro estaba fallando, y eso solo podía significar una cosa. De forma inmediata unos genes —que no estaban presentes en esas células cuando Alex nació— se activaron y comenzaron a fabricar decenas de proteínas diferentes. Esto hizo que la temperatura de ese núcleo de células aumentara bruscamente casi dos grados centígrados, y esa energía calórica pronto comenzó a transformarse en electromagnética, expandiéndose a la velocidad de la luz fuera del cráneo de Alex: en milésimas de segundo alcanzó miles de objetos, aunque solo uno de ellos era el objetivo.

Alex seguía inconsciente. En caso de haber estado despierto (y de haber sobrevivido al letal dolor que esa activación neuronal le hubiera supuesto), se hubiera llevado un susto de muerte al ver cómo la pantalla de su teléfono se iluminaba y un número se marcaba de forma automática.

—Nueve-uno-uno —contestó un joven operador—. ¿Cuál es su emergencia?

El corazón de Alex había entrado ya en un ritmo incompatible con la vida. El grupo de neuronas de la base cerebral detectó el brusco descenso del flujo de sangre y aceleró su velocidad de proceso a riesgo de estallar por la actividad y la temperatura. En la pantalla del iPhone apareció un mensaje de texto que se envió de forma automática decenas de veces.

—¿Cuál es su emergencia? —insistió el chico—. ¿Puede decirme su localización?

En ese momento el mensaje enviado desde el teléfono de Alex —sin su participación— apareció en todas las pantallas del centro de control de emergencias: «Mi nombre es Alex Portago. Estoy a punto de morir. Necesito ayuda médica urgente», junto con su dirección y los códigos para acceder al edificio y a su apartamento.

—¡Dios mío! —exclamó el operador, antes de empezar a pulsar teclas.

Las neuronas empezaron a sufrir la escasez de aporte energético y su temperatura comenzó a disminuir, cesando con ello la emisión de energía. Impotentes, no pudieron hacer nada más. Algo más abajo, en el tórax, el ritmo cardíaco de Alex siguió bajando hasta que, sin energía suficiente para lograr efectuar una nueva contracción, su corazón se quedó definitivamente en pausa.

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