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Authors: Bruno Nievas

Tags: #Ciencia ficción, Fantástico

Realidad aumentada (19 page)

BOOK: Realidad aumentada
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—Pero para conseguirlo necesito conocer la verdad, y ya no me trago sus cuentos —dijo de forma cortante, consiguiendo sorprender a todos—. Si quieren que intente resolver
su
problema, necesito que me proporcionen información sobre ese chip: en qué tecnología se basa, cómo se ha diseñado y ensamblado, el código que se ha usado con él… —hizo una pausa, para dejar que asimilaran sus palabras—. En resumen, todo.

Los directivos cruzaron de forma fugaz sus miradas y Alex apreció, con satisfacción, que Cobitz estaba palideciendo por momentos.

—Pero… —comenzó a decir el ejecutivo, dubitativo— ¡eso es imposible! ¿Sabe usted la legión de abogados que tendríamos que consultar antes? ¡No somos una empresa de dos amigos que trabajan en un garaje! ¿Usted sabe a cuántos accionistas represento?

—Déjeme continuar —interrumpió Alex, con una evidente nota de desprecio en su voz—. Nuestro software no tiene ningún error, así que la causa de los problemas que estamos teniendo reside en su chip. No creo que eso sea una buena noticia para sus accionistas… o sus dos chavales en el garaje.

Un tenso silencio se adueñó de la sala durante unos segundos en los que solo se oyó la respiración del ejecutivo, cada vez más agitada. Alex se dio cuenta de que debía de estar eligiendo cuidadosamente sus palabras. Sonrió, al recordar su videojuego favorito de estrategia, el
Starcraft
: había momentos cruciales, durante las batallas, que podían encarrilar una victoria; o por el contrario, echar por tierra horas de planificación. Pensó que ese era uno de esos momentos, solo que aquello no era un videojuego y las vidas perdidas eran reales. Una descarga de adrenalina le invadió el cuerpo al recordar lo que se estaba jugando.

—Doctor Portago —dijo por fin Cobitz, pasándose una mano por la sudorosa frente—, sus dudas son comprensibles, y comprendo hasta el hecho de que nos pida esa delicada información. Sin embargo, debe entender que… —dudó unos instantes— conseguir este chip ha costado una auténtica fortuna a sus accionistas, a los que represento en esta reunión. Mi misión es salvaguardar su inversión. Lo que usted me pide es algo que no podemos decidir aquí, sentados a esta mesa, pero me puedo comprometer a consultarlo.

Alex meditó unos instantes sobre la expresión que había utilizado el ejecutivo, «conseguir este chip».
¿Qué es lo que ocultan?
, pensó, escrutándolo con la mirada. Vio cómo el labio inferior de Cobitz comenzó a temblar y, con una leve sonrisa, se dio cuenta de que por primera vez en semanas estaba reduciendo las distancias con sus adversarios. Con suerte, en unos instantes iba a tomar por fin la iniciativa:

—Señor Cobitz, me temo que no ha comprendido usted mi mensaje —dijo, dejando la servilleta sobre la mesa—. Dada la inteligencia que le presupongo, lo más probable es que no me haya expresado bien: por muchas cláusulas de exoneración de responsabilidad que incluyan en sus contratos, resulta llamativo que hagan exámenes neurológicos tan exhaustivos a las personas que entran a formar parte de su proyecto, más aún, que se admita a empleados con antecedentes de patologías neurológicas. Pero lo que de verdad atrae la atención es que estos terminen falleciendo por causas relacionadas con esos antecedentes. Una evocativa casualidad, sin duda —hizo una breve pausa para dejar que su interlocutor comprendiera la gravedad de lo que acababa de exponer—. Creo que ni una legión de abogados lograría evitar a un buen fiscal.

—Nuestros accionistas disponen de
mucho
dinero —dijo el ejecutivo, sonriendo nerviosamente—, y no nos faltan esos buenos abogados, créame. Es un riesgo que están dispuestos a asumir.

—¿Y si alguien, como yo mismo, por ejemplo… —preguntó Alex, entrecerrando los ojos—, hiciera un informe técnico? En un principio, a nivel interno, pero vinculante para la empresa, claro.

El rostro de Cobitz palideció.

—Cualquier informe que usted nos entregue —balbuceó, nervioso— se estudiará y será ponderado a la hora de tomar una decisión.

Alex se dio cuenta de que era el momento del movimiento arriesgado. Sin previo aviso, dio un puñetazo sobre la mesa que hizo tintinear la porcelana y el metal que había sobre ella:

—¡Basta de estupideces! —exclamó, furioso, para sorpresa de todos—. ¡Hay indicios sobrados de que pueden estar cometiendo un delito!

—Señores —se interpuso Boggs—, deberíamos calmarnos y…

—¡Si cree que puede demandarnos, hágalo! —le interrumpió el ejecutivo, con el rostro rubicundo fijo en Alex, y señalándole con su rechoncho dedo—. ¿Piensa que así nos va a intimidar? ¿Usted… solo? —finalizó, mirando de reojo a Boggs, que no movió ni un músculo.

Alex sintió una oleada de satisfacción, aunque intentó que no se le notara. Ese idiota había mordido el anzuelo. Estaba muy cerca, pensó.

—No, señor Cobitz —dijo, en un tono de voz meloso que sorprendió a su interlocutor—, no lo haría así.

Con premeditada parsimonia, depositó su iPhone sobre el delicado mantel. Desbloqueó el terminal deslizando por la pantalla su dedo índice, pero dejó este a menos de un centímetro del cristal. Señaló un icono que mostraba el rostro del conocido payaso de una famosa serie de dibujos animados. Debajo se leía el nombre de la aplicación
Krusty 1.0
.

—Doctor, si me permite tomar la palabra… —dijo Stokes, hablando por primera vez, con su amable tono y mostrando las palmas de las manos hacia arriba—. ¿Qué es
eso
?

El médico respiró profundamente antes de contestar:

—Le he pedido un favor a un gran amigo —dijo, sin alejar el dedo de la pantalla—. Me ha creado este programa, que puedo activar de diferentes formas. Por ejemplo, pulsando sobre él ahora mismo. Su función es enviar un archivo a miles de blogs y webs de todo el planeta, entre ellos los de universidades, policía y fiscalías. Ese documento contiene lo que sé de este proyecto, mi teoría acerca de lo que ha podido producir las muertes y, mucho más interesante, por qué creo que ustedes conocían los riesgos antes de que estas se produjeran. —Hizo una breve pausa antes de continuar—. Estoy seguro de que esta información generaría un pequeño revuelo informativo que merecería ser contrastado dados los datos, instituciones y personas que aquí se mencionan —dijo, satisfecho al ver cómo iban cambiando las expresiones de sus rostros—. Y así comprobaríamos si esas cláusulas de confidencialidad están por encima de lo que esta investigación pudiera destapar. Claro que eso ya lo decidirían los jueces. —Volviéndose hacia Cobitz, añadió, mostrando una sonrisa—: Por su expresión algo me dice que ahora sí que he conseguido explicarlo, para que hasta usted lo entienda.

—Creo que lo hemos comprendido todos —dijo Stokes, rompiendo el tenso silencio que se había generado—. Lleva usted razón, le debemos una explicación
seria
—añadió mirando a Cobitz—. Si me concede unos minutos la tendrá; y si en algún momento le decepciono, le invito a que active usted ese programa y nos someteremos a la investigación que proceda.

Esta vez fue Alex quien abrió los ojos de forma ostensible. ¿Era Stokes un simple ingeniero?, pensó. Dudó de si podía ser una trampa, recordando la advertencia de Jules, pero algo en el discurso de ese hombre y en su tono de voz le resultó agradable, incluso familiar. Por algún motivo, le inspiró confianza.

—Espero que la explicación sea convincente —dijo, retirando la mano y apoyándola sobre la mesa.

—Para que lo sea, antes he de mostrarle algo —dijo Stokes, sonriendo.

Sin ninguna prisa se quitó las gafas, y después unas lentillas. Alex apreció, sorprendido, cómo con esos dos simples gestos su rostro cambiaba considerablemente.
Pero si es clavado a…
, comenzó a pensar. Cuando finalmente se fijó en el color real de sus ojos, un marrón casi rojo conocido en todo el planeta, se quedó sin aliento.

—No puede ser… —balbuceó.

—¡Es imposible! —oyó que exclamaba Boggs.

—Con el pelo sin teñir sería más fácil reconocerme —dijo el supuesto Stokes—. El tinte moreno no me favorece nada, prefiero mi color pelirrojo habitual.

¿Cómo he sido tan inocente?
, pensó, mirando a Boggs. Este no daba crédito a lo que veía. Delante de ellos se encontraba William Baldur, multimillonario y propietario de varias de las empresas de tecnología más conocidas y prósperas del planeta: ordenadores, programas, sistemas operativos, webs, cadenas de televisión, radio, reproductores de sonido y cualquier aparato tecnológico diseñado por el hombre. Según la revista
Forbes
, la mayor fortuna del planeta.

—¡Señor Baldur! —consiguió pronunciar Alex—. Esto es… —dijo, recuperando el aliento— una auténtica revelación.

El millonario sonrió de esa forma que era tan propia de él, y Alex comprendió por qué le había resultado tan familiar el supuesto ingeniero. Era un disfraz brillante, aunque no perfecto. Se dio cuenta de que, gracias a los consejos de Jules, no se había fiado de su primera impresión, y le había echado un pulso al ejecutivo. El resultado era que le había vencido, y el mismísimo William Baldur había tenido que entrar en escena para ofrecerle una explicación, y desde luego que viniendo de alguien como él a la fuerza iba a ser satisfactoria. Aún consternado, Alex pensó que iba a tener que hacer más caso a su antiguo compañero de facultad.

—Me resulta mucho más cómodo viajar bajo la identidad de Adam Stokes —aclaró William—. Me la proporcionó el gobierno de mi país, hay mucha gente deseando enterrarme, y me enorgullece saber que mi figura influye en el PIB de Estados Unidos: las exportaciones de mis productos suponen un buen pellizco —dijo, guiñando un ojo—. Así también puedo seguir de cerca los proyectos que financio: si mis empleados supieran que estoy cerca se pondrían nerviosos y tratarían de agasajarme, algo que detesto. Me gusta dejar que la gente actúe y se desenvuelva por sí misma —añadió, sonriendo.

Alex miró a Boggs, que parecía estar contemplando una aparición divina, y reparó en que, aunque Baldur era competencia directa suya en varios campos, como el de los ordenadores y sistemas operativos, para el proyecto se habían adquirido las marcas de las empresas de Boggs. Sin duda, una genial jugada de estrategia para despistar, y vaya si lo había logrado.

—¿Esto es legal? —protestó Boggs, intentando reaccionar ante la súbita aparición de un rival de esa entidad—. ¡Estoy trabajando para un competidor!

Cobitz abrió la boca, pero Baldur le frenó con un gesto de la mano.

—Stephen —dijo, con su melosa voz—, si bien usted es accionista de alguna compañía que compite con una o varias de mi propiedad, creo que debo recordarle que para este proyecto se le contrató de forma personal a usted, no a ninguna de sus empresas. Y su contrato lo ha firmado con la universidad, no con ninguna de mis empresas. Es evidente que yo participo aportando recursos económicos y materiales, como por ejemplo el prototipo de procesador, pero sería muy complicado deducir que está usted trabajando para mí. Dado el potencial de este desarrollo, y el hecho de que pienso compartir con usted parte de los beneficios, tal y como está reflejado en su contrato, entiendo que no debería haber ningún problema en esta relación. ¿No lo ve usted así? Al fin y al cabo, nadie más tiene por qué saber que usted y yo… —hizo una pausa, como buscando las palabras— nos llevamos bien.

—Supongo que no me queda elección —dijo Boggs, asintiendo lentamente con la cabeza—, pero no tengo claro que haya jugado usted limpio.

—Agradezco su comprensión —dijo Baldur, dando por zanjado ese tema—. Ahora, es el momento de satisfacer su curiosidad —continuó, mirando a Alex—. Piensen que han estado ustedes probando su software en un chip cuya potencia deja en ridículo a cualquier otro. Mi equipo de ingenieros ha analizado la situación, y creemos que la explicación de sus problemas podría estar relacionada con el hecho de que, al trabajar con software no optimizado para él, se puedan estar generando bucles, al procesar millones de veces la misma información.

—¿Bucles? —preguntó Boggs, desconfiado.

—Sí, lo llamamos «redundancia de proceso» —explicó Baldur—: el procesador trabaja mucho más rápido que el resto de los componentes del dispositivo, por lo que procesa las mismas operaciones millones de veces antes de que el resto del sistema esté preparado para recibir su respuesta.

—Y de esa forma… —se adelantó Alex— una ideación residual, casi inconsciente, como, por ejemplo, una mínima idea de suicidio, podría haber sido recogida por el lector de ondas cerebrales, ser amplificada y transmitida de nuevo al cerebro, ¿es así?

Baldur asintió, satisfecho, y le invitó a continuar con un gesto.

—Pero el cerebro —continuó el médico— no sería consciente de estar recibiendo esas pautas. Sería algo así como recibir órdenes mediante hipnosis, solo que en vez de proceder estas de un hipnotizador externo, vendrían del propio individuo. Se trataría de sus propias ideas, aún residuales o inconscientes, inoculadas de nuevo en su cerebro, pero amplificadas.

—Pero, si esas ideas son anormales —inquirió Baldur—, ¿por qué su programa,
Predator
, no las ha detectado?

Alex escuchó la pregunta, aunque de forma lejana. En los últimos segundos su mente parecía haberse alejado a años luz de distancia de la confortable sala. En su cabeza bullían términos como potencia, proceso, iteración de ideas,
Predator
, amplificación de pautas anómalas… De repente sus neuronas parecieron congelarse, en el interior de su cabeza todo quedó como si alguien hubiera pulsado la tecla de «pausa». Supo que, fuera de todo eso, tres personas esperaban su respuesta.
Pautas anómalas
, se repitió.

—¡Porque eran normales! —exclamó, volviendo a la realidad.

Baldur se quedó pensativo durante un momento, y una sonrisa comenzó a dibujarse en su rostro. Por el contrario, los rostros de Cobitz y Boggs reflejaban una evidente curiosidad.

—¿A qué te refieres? —preguntó este último.

—¡A las pautas! —contestó Alex acelerado—.
Predator
buscaba respuestas anormales, ¡pero no las había! Había pensamientos amplificados millones de veces, sí, eso es correcto. ¡Pero eran pensamientos normales, no había nada extraño en ellos! Y por eso
Predator
no los ha detectado.

—Pero —protestó Boggs—, ¿cómo una idea de suicidio puede ser normal?

—¡Igual que puede serlo, por ejemplo, un cáncer! —contestó Alex, que sintió una descarga de adrenalina recorrer sus venas—. El problema de los tumores es que proceden de células del organismo. Su única particularidad es que empiezan a dividirse, crecer y viajar por el cuerpo sin control, ¡pero son células normales! Por eso, el sistema inmune no las ataca, en la mayoría de los casos.

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