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Authors: Bruno Nievas

Tags: #Ciencia ficción, Fantástico

Realidad aumentada (39 page)

BOOK: Realidad aumentada
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De forma instintiva se agarró al brazo de Lia, con el fin de no perder el equilibrio, sin embargo ella debió de interpretar inadecuadamente el gesto, ya que se separó de él inmediatamente. Azorado, sin ningún sentido del equilibro, y sin nada a lo que agarrarse, movió los brazos en busca de apoyo.

Lo único que encontró fue un latigazo, que se extendió desde su mandíbula hacia el resto del cráneo, al caer al suelo de forma grotesca y deslavazada. Pero ese dolor no fue nada comparado al de comprobar que Lia ni se volvió hacia él, a pesar de haber sido consciente de su caída. Desde su humillante posición la vio caminar en dirección a Jules. Con una opresiva sensación de congoja, Alex se sintió derrotado y sin fuerzas. Las lágrimas pugnaron por salir, y vio las piernas de Lia aproximarse a las de su rival. Entonces deseó que este apretara el gatillo de una vez.

—Lo siento —dijo ella con voz gélida—. Hubiéramos podido trabajar juntos y… qué se yo —añadió mordiéndose el labio—, a lo mejor algo más —Alex sintió una nueva aguja en el pecho—, pero tú siempre tienes que verlo todo desde una perspectiva trágica, como si todo tuviera enormes consecuencias, y yo necesito algo mucho más sencillo: un marido, niños, una familia… Una vida normal, Alex, algo que tú nunca me darás.

Las palabras de la chica consiguieron que brotaran las primeras lágrimas, fruto de una contundente mezcla de decepción, rabia y, sobre todo, una profunda tristeza que apenas le permitía respirar. Sintiendo un punzante escozor en los ojos, Alex comenzó a sollozar, negando con la cabeza y sin atreverse a mirar a las dos personas que estaban de pie, frente a él. Fijó la vista en el suelo de la nave extraterrestre, y entonces fue consciente del gran error que había cometido: estaba tumbado sobre el mayor descubrimiento de la historia, lo estaba contemplando con sus ojos y tocando con sus manos. Al no aceptar la propuesta de Jules, por absurda que pareciera, se convertía en un estorbo: sabía demasiado. Y eso sí justificaba el hecho de que su amigo portara un arma que evidentemente iba a usar ante su negativa.

Agitado, con la vista nublada por las lágrimas y sintiendo un nudo en la garganta, alzó la cabeza y comenzó a incorporarse. Vio que Jules sonreía, apuntándole. Lia estaba junto a él, casi tocándole. Intentó apartar su mente de ella.

—¿Y… si aceptara? —preguntó, aún de rodillas.

Su oponente alzó la pistola y le apuntó a la cara.

—Ya es un poco tarde para eso.

El siguiente segundo pareció transcurrir a cámara lenta. De reojo captó la expresión horrorizada de Lia. Creyó incluso oír un lejano grito, que sin duda provenía de ella. Pero sus pupilas, dilatadas al máximo, se centraron en el oscuro cañón del arma, que le miraba de frente, como un ojo escrutador. A cámara lenta un fogonazo emergió de él. Supo que le quedaba menos de un segundo para morir. En ese tiempo agónico para cualquiera que esté a las puertas de la muerte, pudo acordarse de su infancia; de las reuniones familiares; de sus abuelos llevándole regalos en Navidad; de toda la gente a la que él había querido alguna vez; especialmente, sus padres. Iban a sufrir mucho cuando conociesen la noticia. Sintió una profunda pena por ellos, ojalá les hubiera ahorrado ese dolor.

Se preparó para el impacto y trató de consolarse a sí mismo, recordándose que por fin iba a conocer la respuesta a una de las preguntas que más le había atormentado durante toda su vida: ¿Qué había al otro lado? Reconfortado por ese pensamiento, aunque dolido por la posible reacción de sus padres, por primera vez en su vida se preparó para morir. Lo hizo tan solo unas milésimas de segundo antes de que un sonido seco atravesara su cráneo.

El mundo pareció detenerse. No había nada.
¿Nada?
, se preguntó. Y entonces se dio cuenta de que pensaba. Respiró. ¿Estaba vivo? Abrió los ojos, que había cerrado instintivamente y con fuerza, por lo que le costó enfocar. ¿Qué había pasado? Había visto el fogonazo, había oído el disparo.

¿Debería haberlo oído? ¿O la bala me debería haber destrozado el cráneo antes?

Entonces pudo ver: Jules estaba frente a él, en el mismo sitio. De hecho sostenía el arma, apuntándole aún. Pero su mirada —de puro horror— estaba concentrada en un punto, situado ligeramente por delante de él. De reojo vio que Lia tenía la misma expresión, completamente atemorizada, en su rostro, y miraba en la misma dirección que Jules. Intentó buscar qué demonios era lo que estaban mirando.

Cuando vio la bala, flotando en el aire y detenida a unos centímetros de su entrecejo, él también comenzó a temblar. Parecía congelada, como si el tiempo se hubiera detenido alrededor de ella. Horrorizado, la contempló sin atreverse a mover ni un solo músculo, por miedo a que el letal y diminuto objeto decidiera continuar su trayectoria hacia lo más hondo de su cerebro, sin embargo, creyó captar algo. Un frío inmenso se apoderó de su médula y, de forma instintiva —y temiendo con ello sacar a la bala de su letargo—, giró la cabeza hacia la imagen que le había llamado la atención. Nada más hacerlo vio que había dos figuras junto a la puerta de la sala. La sangre se le heló en las venas al apreciar que, esta vez, no parecían en absoluto humanas.

Solo necesitó unos segundos para reconocer sus formas: de aspecto humanoide pero altos y con la piel de color gris; con unas cabezas alargadas que acababan casi en punta; y de rasgos poco definidos pero crueles: dos finos ojos, de un negro inescrutable. Oscuros, brillantes e inteligentes. Una fina abertura horizontal a modo de nariz y una boca apenas perceptible. Parecían llevar una extraña indumentaria, adherida y de color oscuro que les tapaba absolutamente toda la piel, excepto la de las manos y la de sus horripilantes cabezas. Uno de ellos tenía su mano derecha alzada en su dirección. Con ella sostenía lo que parecía un pequeño dispositivo cilíndrico y aparentemente metálico.

Alex sintió su corazón golpeando su pecho, en un desenfrenado ejercicio de locura desencadenado por la adrenalina que, en litros, debían de estar bombeando sus glándulas suprarrenales. Incapaz de articular ningún sonido, vio de reojo cómo la bala que estaba destinada a destrozar su cráneo caía al suelo, inofensiva, y el ser bajó el brazo. Casi al mismo tiempo, otro movimiento atrajo su atención: Jules —con el rostro desencajado por el horror— se volvió hacia los seres, apuntándoles con el arma, algo que Alex entendió como un grave error, a la vista de lo que acababa de suceder con el disparo que había efectuado instantes antes.

Por su expresión de arrepentimiento, el propio Jules debió de comprender su error en ese momento, pero no tuvo ninguna oportunidad de enmendarlo: fue el turno del segundo de los extraños seres, que le apuntó con su brazo derecho, donde sujetaba un dispositivo similar al de su compañero. Antes de que el humano pudiera apretar el gatillo del arma, un alarido desgarrador salió de su garganta. Alex no entendió qué era lo que estaba pasando hasta que comenzó a ver, unos segundos después —en los que el alarido creció en intensidad— volutas de humo aparecer por las fosas nasales, la boca, los oídos e incluso los ojos de Jules.

Vio que Lia se tapaba los ojos, horrorizada, y ahogando un grito sordo. Alex intentó no mirar, pero le resultó imposible. El grito de Jules comenzó a mezclarse con un borboteo de burbujas, transformándose en un sonido líquido, gutural y en cualquier caso del todo inhumano. Alex constató, aterido, que lo que antes eran pequeñas volutas de humo ahora eran auténticas columnas de vapor escapando a presión, siendo especialmente grande la que salía de su boca. Su rostro y su cuerpo se fueron hinchando, los ojos parecieron salírsele de las órbitas, completamente a presión, y por debajo de la piel aparecieron burbujas buscando un orificio por donde escapar. El alarido pareció apagarse, pero aumentó bruscamente y de forma agónica cuando los globos oculares de Jules estallaron. En ese momento, lo poco que quedaba de su cara reflejaba un rictus de dolor y angustia plañideros.

A pesar de lo que su rival había intentado hacer unos segundos antes con él, Alex le compadeció. Era obvio deducir lo que estaba ocurriendo: el agua de todo su organismo, como la contenida en la sangre, el líquido cefalorraquídeo —que bañaba el sistema nervioso— o la de sus ya desaparecidos globos oculares estaba hirviendo, como si la hubieran puesto a calentar, es decir, que Jules se estaba cociendo —de forma literal— en el interior de su cuerpo. Alex dedujo que durante los segundos en los que su cerebro tardara en destruirse probablemente padecería uno de los mayores sufrimientos jamás conocidos por el hombre.

Para alivio de Alex, el fin de la agonía llegó, aunque por desgracia de forma progresiva: sin fuerzas ni para moverse, Jules cayó de rodillas sobre el suelo. Nuevas columnas de humo emergieron de sus pantalones, donde la piel debía de haberse desprendido de las rodillas como consecuencia del impacto de estas contra el suelo. Tras un segundo de vacilación su cuerpo cayó hacia delante, golpeándose la frente contra el suelo con un repulsivo sonido de chapoteo. Sorprendido, Alex apreció que su antiguo compañero, ciego y con el rostro desfigurado, aún parecía boquear en busca de aire. En unos segundos comenzó a formarse un pequeño charco de sangre, que salió por todos sus orificios. Era escasa, prácticamente coagulada y de aspecto negruzco. Apenas quedaba agua en ese torturado organismo, pensó.

Casi a modo de respuesta, la piel de su rival comenzó a deshincharse a medida que el escaso vapor que quedaba dentro salía al exterior. En unos instantes finalmente dejó de moverse. Respirando aceleradamente, Alex apreció que parecía una figura de cera que hubiera sufrido los devastadores efectos de un horno microondas. Ni siquiera sabía si el cerebro de Jules seguía aún con vida. Confió en que no, ya que de ser así estaría sumido en un sufrimiento indescriptible.

Otro movimiento le hizo olvidarse rápidamente de su compañero: los seres se habían desplazado. Uno hacia Lia y el otro hacia donde se encontraba él. Con pavor, vio cómo el que estaba más cerca le apuntaba con el mismo dispositivo con el que había atacado a Jules.

Lo siguiente de lo que tuvo conciencia Alex fue de un intenso dolor de cabeza y algo en lo más hondo de su mente le dijo que eso era bueno. Si sentía dolor, se dijo, significaba que no debía de estar muerto. Intentó abrir los ojos pero sus músculos se negaron a obedecer, y, como consecuencia del esfuerzo, sintió como si un punzón le atravesara el cráneo. La descarga de adrenalina le sirvió de acicate a sus músculos, que por fin se contrajeron, obedeciendo y aumentando el dolor. Como recompensa, la luz inundó sus ojos a pesar de la tenue iluminación de la sala, la misma donde el cuerpo de Jules se arrugaba, como una pasa, en el suelo.

Alex se percató de que de nuevo estaba suspendido en el aire, recostado sobre un colchón invisible y etéreo. Sin embargo, enseguida dejó de preocuparse por su postura. Una oleada de pavor recorrió su médula al ver que, delante de él, estaban los dos seres extraterrestres, observándole. Intentó moverse, y cientos de calambres masacraron todos los músculos implicados en la operación. Angustiado, intentó girar la cabeza para buscar a Lia, y lo único que consiguió fueron nuevas y dolorosas descargas.

—¿¡Qué me estáis haciendo!? —gritó con rabia y dolor.

Con sorpresa comprobó que dentro de su mente había algo más que sus propios pensamientos.


Moverte solo te causará dolor.

Respiró de forma agitada. ¡Se estaban comunicando con él!, se dijo. No era exactamente una voz, tampoco un pensamiento propio. Era como una especie de idea que procedía del exterior. Ni siquiera tuvo conciencia de que hubieran utilizado una lengua ni palabras concretas para expresarse: simplemente había recibido la idea de lo que querían transmitirle. En ese caso, la de que si se movía, sentiría dolor. Intentó corresponder a esa forma de comunicación, ideando una pregunta en su plano más consciente.

¿Quiénes sois?

Estaba seguro de que lo había conseguido, a pesar de que apenas conseguía ver a los seres a través de sus ojos entrecerrados. Solo mantenerlos entreabiertos ya le dolía.


No importa quiénes somos, no lo entenderías.

Se sintió burdamente inferior a esos seres, sin embargo pensó que, si se esforzaba, a lo mejor podía acortar los muchos grados de evolución que debía de haber entre él y ellos.

Probad a explicármelo


Es mejor para ti no saberlo.

¿Por qué no debo saberlo? ¿Es que no me vais a matar?


No tenemos ningún motivo para hacerlo.

Un sentimiento de esperanza recorrió su piel. ¿Estaban hablando en serio? ¿No pensaban matarle?¿Y Lia…? Con miedo por la respuesta que podía recibir, decidió preguntar por ella.

¿Lia…
—pensó angustiado—
está viva?


Sí.

¿La vais a matar?


No, si nos ayudas.

De nuevo se quedó perplejo. ¿Acaso era aquello alguna especie de experimento intergaláctico? ¿Hacerle sufrir mediante tortura psicológica? ¿Cómo iba él a ayudar a unos seres mucho más evolucionados? El miedo comenzó a ser sustituido en parte por una creciente curiosidad.

Sois seres mucho más avanzados que nosotros, ¿cómo iba yo a…?


Eres una de las personas más inteligentes de este planeta
—se adelantaron ellos—
. Tu capacidad mental es asombrosa para los términos de tu especie. No ha sido casualidad el que hayas encontrado este sitio.

Alex no pudo evitar asombrarse de nuevo. Las ideas le llegaban de una forma cristalina: casi podía visualizarlas como cuando uno piensa en algo y es capaz de vislumbrar su imagen. A medida que las ideas llegaban a su mente, vio la Tierra y a él mismo, en tercera persona y durante las últimas semanas: en el laboratorio, en casa de Owl, soñando por la noche, caminando asustado por el bosque de Palenque y entrando en la cueva de la nave. Las ideas de esos seres siguieron penetrando en su cerebro.


Esta nave se estrelló, según vuestros términos temporales, hace mil seiscientos años. Debió haberse destruido mediante una implosión por el impacto, pero no fue así. Los que sobrevivieron tampoco pudieron activar el mecanismo de autodestrucción. Sin poder comunicarse con su lugar de origen
—Alex captó la intencionada omisión de cuál era ese lugar—,
optaron por adaptarse y vivir en vuestro planeta. No fue una tarea fácil, ya que esta zona estaba habitada y, además, necesitaban ayuda para esconder los restos de la nave. Terminaron mostrándose a los humanos, que pensaron que eran dioses. Algo lógico, dado que carecían de desarrollo tecnológico. Siguiendo instrucciones de nuestros congéneres, los habitantes de la zona reconstruyeron y cerraron de nuevo la cueva en la que se había estrellado la nave. Fue una obra de ingeniería grandiosa para un pueblo que apenas sabía construir cabañas. Pero, a cambio, adquirieron complejos métodos de construcción que para ellos estaban a miles de años de evolución.

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