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Authors: Bruno Nievas

Tags: #Ciencia ficción, Fantástico

Realidad aumentada (23 page)

BOOK: Realidad aumentada
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—Lee, tengo que colgar, ¿tienes alguna duda? —dijo, casi en un susurro.

—Ninguna —respondió Chen—. Creo que hasta a Stephen le va a gustar esta idea… —y en voz más baja, añadió—: Aunque está enfadado, no entiende que tengáis que viajar en este preciso momento.

Alex oyó cómo la azafata pedía que desconectaran los teléfonos móviles y se despidió del asiático. Apagó su terminal y miró a Lia. Tenía el rostro ligeramente demacrado, pero por fin le sonrió. Fue una sonrisa fugaz, apenas un movimiento de sus labios, pero bastó para que Alex sintiera su corazón acelerarse. Si no se estropeaba nada, esa noche dormirían juntos. Con suavidad puso su mano sobre el brazo de Lia, y con satisfacción vio que ella no la retiraba.

Una hora y media después, bajaban del avión cogidos de la mano. El muro de hielo de su compañera se había deshecho durante el vuelo, y habían terminado besándose como dos adolescentes en su primer viaje juntos. Sonrojados, habían dejado de hacerlo al notar las miradas de los otros viajeros.

Va a ser un viaje muy intenso…,
pensó, al pisar la terminal T4 del aeropuerto de Barajas y deleitarse con sus amplios espacios, sus alegres colores y la deslumbrante luminosidad de la moderna estructura. Estaba tan contento que en ningún momento se fijó en un hombre de raza negra, estatura elevada y complexión fuerte que caminaba a unos cincuenta metros por detrás de ellos.

—Alex, ¿estamos aquí… por un impulso? —dijo Lia, sujetando una taza de café con ambas manos.

Estaban sentados en el interior del Café Comercial, ubicado bastante cerca del domicilio de Milas. Era un local que formaba parte de la historia del país: su apertura databa del año 1887 y había sido epicentro de incendiarias tertulias literarias y políticas, sobre todo tras la Guerra Civil española. Entre sus paredes se habían gestado ideas que habían cambiado el rumbo de una nación pobre en dinero y argumentos, pero rica en orgullo y carácter, mientras el resto de Europa se hundía en la Segunda Guerra Mundial. Alex sentía un profundo respeto por el local, y le pareció el sitio perfecto para que un historiador repasara sus notas. Dados los últimos acontecimientos decidió hacer caso a su potenciada intuición y le propuso a Lia entrar y esperar.

En ese momento, el local estaba poco concurrido: la barra estaba vacía y apenas había media docena de mesas ocupadas. Acababa de contarle a Lia por qué estaban sentados allí, aunque ella negó con la cabeza. Pero él no vio el gesto y el corazón le dio un vuelco cuando vio entrar un hombre con el rostro anguloso.

—Creo que vas a tener que empezar a creerme… —murmuró, mirando por encima del hombro de Lia—. ¿A que no adivinas quién acaba de entrar?

Ella abrió los ojos y Alex se dio cuenta de que se estaba aguantando las ganas de darse la vuelta, de forma súbita, para no llamar la atención. Él siguió con la vista el recorrido del individuo, y respiró cuando vio que se sentaba en una mesa. A pesar de alegrarse, se preguntó de nuevo si lo que le estaba ocurriendo a su cerebro no sería peligroso. Una vez más, decidió posponer esa idea. Tenía algo más inmediato en lo que centrarse.

—Ya puedes dejar de mirarle, si no quieres que sospeche —dijo Lia, haciéndole volver a la realidad—. Y puedo estar de acuerdo en que es llamativo que hayas acertado que él iba a venir, pero también es fácil deducir que si vive aquí cerca, le pueda gustar este sitio. Vamos, que creo que has acertado de chiripa.

—Puede… —dijo Alex, sonriendo—. Pero ahora tenemos que hablar con él. Puede que sea nuestra única oportunidad.

Se levantaron de la mesa y se dirigieron a la del profesor. Este levantó la cabeza, al sentir que se aproximaban.

—Perdone que le interrumpa —dijo Alex, mostrando la sonrisa más amplia que le permitieron sus nervios—. ¿Es usted Milas Skinner, el profesor?

Alex confió en que no viera una amenaza en ellos. El tipo detuvo su mirada unos segundos en Lia. Ella mostró su mejor sonrisa y Skinner pareció deleitarse contemplándola. Una punzada recorrió el pecho de Alex.

—¿Les conozco? —preguntó, desconfiado—. No parecen estudiantes.

—Hace ya unos años que nos licenciamos —contestó ella, ensanchando aún más su sonrisa—, pero hemos leído algunos de sus trabajos. No se imagina lo interesantes que nos han resultado, a mí especialmente. Tenía muchas ganas de conocerle.

Milas pareció morder el anzuelo, embelesado por el coqueteo de Lia. A pesar de lo oportuno de su actuación, Alex no pudo evitar sentirse incómodo con el papel de su compañera.

—¿Han leído alguno de mis libros? —dijo el periodista, sin apartar la vista de Lia—. No suelo conocer a mis lectores. Ya saben, no soy Stephen King, precisamente.

—No es tan famoso, desde luego —dijo Alex, rompiendo el coqueteo—, pero sin duda tiene usted un estilo particular. ¿Nos permite charlar un minuto con usted?

El rostro de Milas cambió, y Lia le lanzó una breve pero furiosa mirada.

—Oh, lo siento, no creo que pueda —dijo, mirando de reojo la puerta del establecimiento—. Se me está haciendo un poco tarde.

—Ni siquiera ha pedido usted —dijo Alex, llamando al camarero con un gesto—. Tranquilo, no somos ninguna amenaza: mi nombre es Alex Portago y ella es Lia Santana. Estamos trabajando en un proyecto y creemos que usted nos puede ayudar. Serán solo unas preguntas, y luego nos marcharemos. Lo único que le ruego es que sea sincero con nosotros.

—¿Y qué es lo que desean saber, que es tan importante? —preguntó, desconfiado—. Y por cierto, ¿en qué clase de proyecto andan inmersos?

—Señor Skinner —contestó el neurólogo—, usted está relacionado de alguna forma con un chip que ahora mismo está…, digamos, generando problemas. Me consta que ese chip ha pasado por sus manos. Necesitamos conocer toda la información que pueda darnos sobre él.

De forma brusca, Skinner se levantó de la mesa, exclamando:

—Señores, no sé de qué me hablan, es evidente que se equivocan de persona —dijo, cogiendo su abrigo—. En mi vida he visto un… ¿ha dicho «chip»? Sinceramente, no sé ni lo que es eso. Y ahora, si me disculpan, he de marcharme.

Alex no hizo ningún movimiento para impedir que Skinner se marchara, a pesar de la gélida mirada de Lia. Sin duda ella debía de pensar que había dado al traste con la posibilidad de obtener alguna información. En el momento en que el profesor comenzó a andar hacia la salida, Alex por fin habló:

—Señor Skinner, no voy a pronunciar sus seudónimos en voz alta, no querría comprometerle… —El escritor se detuvo, con el abrigo a medio poner, y Alex continuó en voz baja—: Pero si se sienta, le explicaré que me importan tan poco sus artículos como el hecho de que esté echando una mano a cierto partido político. Sí, me refiero a ese sucio asunto de financiación irregular que está saliendo en todos los medios, y que es evidente que va a influir en las próximas elecciones. No me importa nada de todo eso, ¿sabe? —Skinner se giró, su rostro parecía una máscara—. Solo quiero hablar del chip un rato, después nos iremos, y no volverá a vernos. Nunca.

Skinner inspiró profundamente y se llevó la mano al bolsillo de su abrigo. Alex se aterrorizó, pensando que iba a sacar un arma y descerrajarles dos tiros allí mismo. Lejos de eso, el profesor extrajo un cigarro de una pitillera, que encendió con un Zippo. Tras la primera bocanada, habló de nuevo:

—No sé si son ustedes conscientes —dijo, sentándose y señalándoles con la mano con la que sostenía el cigarro— del charco de mierda en el que se han metido.

Alex tragó saliva: las palabras de Skinner habían hecho mella en él, pero no tanto como la mirada fulminante de Lia, que había captado por el rabillo del ojo. Por fortuna, el historiador tomó la iniciativa:

—No sé qué es lo que saben ustedes acerca de las próximas elecciones. Aún falta mucho para que se celebren —dijo, mientras el camarero le servía un humeante café—, pero ya hay gente interesada en «hacer los deberes», supongo que sabe a lo que me refiero. —Alex asintió, sin tener ni idea de lo que hablaba Skinner, mientras este daba una calada a su cigarro—. No es mi problema que un partido político se financie de forma ilegal, pero si alguien se encarga de investigarlo, ¿acaso es un delito?

—Supongo que dependerá de los métodos que se usen en la investigación…

—¿Sabe usted de lo que está hablando? —preguntó Skinner, con el rostro inmerso en sus propias volutas de humo.

—¿Qué tiene todo esto que ver con el chip? —interrumpió Lia, para alivio de Alex.

—Pregúntele a su amigo, parece que está al tanto de muchas cosas —dijo el periodista, dando una nueva calada a su cigarro—. De hecho, creo que me resultaría bastante menos peligroso hablarles de política que de ese… —hizo una pausa para espirar el humo— supuesto chip.

Alex suspiró, fastidiado, estaba perdiendo la iniciativa: Milas no parecía dispuesto a colaborar, y Lia, con motivos, le estaba acribillando con la mirada. Una vez más decidió dejarse llevar por su intuición:

—Es usted quien no parece llegar a entender del todo su situación actual —dijo, señalando al historiador con el dedo—. Supongo que no puede hablar por varios motivos, a ver si los adivino: el primero de ellos debe de ser mantenerse en el anonimato; el segundo, que creo que hay algo más que dinero tras sus artículos; el tercero, que probablemente su vida corra peligro si lo hace.

El escritor le miró fijamente, apagando el cigarro.

—¿Y con todos esos motivos que usted mismo argumenta —dijo, sacando otro pitillo— pretende convencerme para que, digamos, mantenga una conversación con ustedes?

Alex sonrió.

—Se lo explicaré despacio: podrá seguir manteniendo su anonimato
solo
si colabora con nosotros —Milas se quedó con el cigarro a medio encender y Alex, satisfecho por la reacción, continuó—. Comprendo que tenga motivaciones más poderosas que el dinero, por ejemplo, que un determinado partido gane las elecciones. Pero esa motivación pasa a un segundo plano cuando su vida corre peligro, y creo que así es a raíz de su obsesión por no publicar últimamente… ¿me equivoco? —Milas contrajo el rostro, en lo que Alex supuso que era una afirmación velada—. Toda esta información me la ha proporcionado un buen amigo que también usa un seudónimo. Por cierto, con mayor éxito que usted.

Skinner dejó escapar varias volutas de humo. Mientras parecía pensar su respuesta, Lia hizo un evidente gesto de repulsa. Al verlo, Skinner puso los ojos en blanco.

—¿Tienen el valor de amenazarme… ustedes? —dijo, con evidente poca paciencia—. Creo que no saben a quién se enfrentan y que son ustedes una pareja de blandos mequetrefes que no tienen ni idea de lo que es la calle, ni de los peligros que esta alberga. ¿Me equivoco? —añadió en tono irónico, imitando la anterior pregunta de Alex.

Alex sintió el pánico subir por su garganta en forma de bola. Vio la expresión horrorizada de Lia, y pensó que no podían dejarse llevar por el pánico, allí no. Estaba seguro de que Skinner estaba acostumbrado a tener ese tipo de conversaciones, y lo que necesitaba era alguien que le enseñara los dientes. Respiró hondo y habló, intentando hacerlo en un tono firme:

—¿Cree usted que somos idiotas? —dijo muy despacio—. Si nos ocurre algo, mi amigo enviará un completo informe sobre usted y sus seudónimos a los principales periódicos y cadenas de televisión. Estoy seguro de que habría tortas por investigar esa información, y cuando ciertos artículos suyos, de esos escritos bajo seudónimo, salgan a la luz, entonces su vida

que correrá verdadero peligro —y con media sonrisa, añadió—: ¿Me equivoco?

Durante unos segundos Skinner no se movió, aunque contrajo los labios hasta que el color desapareció de ellos. Se llevó el cigarro a los labios y dio una profunda calada, que hizo chisporrotear la punta. Alex apreció un ligero temblor en sus manos, que entendió como una buena señal. El historiador exhaló el humo lentamente.

—No me dejan elección —pronunció, entrecruzando las manos—. Más les vale que su respaldo sea auténtico, porque lo investigaré en cuanto salgamos de aquí.

Alex vio de reojo la expresión de horror de Lia, que no parecía entender nada. Sin embargo, él aguantó la mirada de Skinner, impertérrito.

—Creo que voy a tener que tragarme su historia —dijo por fin el investigador, apagando su cigarro—. Lo más sensato es alcanzar un acuerdo. Daré por sentado que no desean perjudicarme. Si fuera así, supongo que ya lo habrían hecho.

—Exacto: si nos ayuda, no volverá a saber de nosotros.

—Pues más les vale que no solo sea así, sino que lo que les cuente quede entre nosotros… —respondió Skinner, amenazante—. Si me pasa algo a mí, me encargaré de que también les suceda a ustedes.

Alex tragó saliva, esquivando la mirada de odio de Lia.

—De acuerdo —dijo, intentando que no se le notara la bola de saliva que sentía en la garganta.

—Ya saben que les esperan muchos kilómetros de viaje. Concretamente, hasta México.

Alex vio cómo Lia abría los ojos de par en par. Él, evidentemente, debió de hacer lo mismo. Ambos hicieron la misma pregunta, a la vez:

—¿¡Qué!?

—Me lo imaginaba… —dijo Skinner, encendiendo un nuevo cigarro—. Creo que será mejor que demos una vuelta.

Oscurecía cuando salieron del café. Alex respiró ese olor tan típico de Madrid cuando cae la noche, corre una ligera brisa fresca y empiezan a correr bandejas con jarras de cerveza helada en dirección a las mesas de las terrazas. Había salido muchas veces con Lia por allí y le invadió un repentino deseo de retroceder en el tiempo y volver a estar a solas con ella, sin tantas preocupaciones.

Nada más alejado de que su deseo se cumpliera, el improvisado trío se dirigió hacia un conocido restaurante de ambiente de la calle Malasaña, a instancias de Skinner. Alex y Lia se miraron, habían cenado allí en más de una ocasión. Era un local pequeño y ruidoso, donde los comensales se apiñaban y peleaban por una mesa mientras los camareros aprovechaban cualquier excusa para saltar encima de la barra y bailar. Alex supuso que el historiador había propuesto ese sitio porque el ruido impediría cualquier intento de grabar la conversación. Y, con toda seguridad, estarían a salvo de miradas indiscretas, ya que el espacio era tan reducido y las mesas tan juntas que resultaba complicado discernir quién estaba con quién.

Al entrar en la estrecha calle donde se encontraba el restaurante, Alex sintió de nuevo esa extraña sensación de inquietud que tan familiar estaba empezando a resultarle. Agarró el brazo a Lia instintivamente, pero antes de que pudiera decirle nada un enorme vehículo oscuro apareció invadiendo la acera. Era tan ancho que tuvieron que juntarse, y dejaron que Milas se colocara delante de ellos. Posteriormente Alex recordaría que ese gesto les había salvado la vida ya que, inmediatamente después de que sucediera, un calambrazo le recorrió la espalda, justo en el momento en el que dos ruidos secos llegaron a sus oídos:

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