Qumrán 1 (25 page)

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Authors: Eliette Abécassis

Tags: #Intriga

BOOK: Qumrán 1
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Quisiera poder acercarme a ese éxtasis con las palabras, pero temo que sea imposible. ¿Cómo decirlo? Al comienzo, sólo tomamos vino para ponernos alegres. Luego nos pusimos a cantar. Nos acompañaba un músico que, gracias a un poderoso sintetizador, reproducía con el sonido del tambor, del clarinete y de la guitarra las notas del ensalmo capaz de elevar el alma hacia las alturas.

Yo había conocido, antes de mi teshuva, el rock moderno, su ritmo sobrecogedor que hace temblar los cuerpos, su irresistible dinamismo que los caldea y los excita; su modo, en fin, de inventar una imagen de sí mismo, una actitud falsamente rebelde y contestataria, escapatoria rencorosa unas veces, envidiosa otras de ese mundo pedregoso. Había asistido en algunas discotecas tecno de Tel Aviv a alucinados arrebatos en los que la juventud, en plena misa mayor, invocaba durante toda la noche, con movimientos indefinidamente repetidos, ritualizados, el fin de los tiempos. En un común trance sin comunión, los jóvenes autómatas agitaban la cabeza y los hombros, sin convicción, a un ritmo primitivo salpicado por la frase musical que, de vez en cuando, venía a quebrar la cantinela, como un sueño imposible y lejano.

Las canciones hasídicas, por el contrario, producen alegría en el corazón, ésta es su magia, y no conozco otra música que lleve en sí tanto gozo o que sane tan bien los corazones tristes. Comienza con timidez, y con una gradación sabiamente dosificada,
Oy va voy
, expresa una verdadera impaciencia, un impulso,
Mesiah, Mesiah
, por la consumación colectiva y el ascenso final. «Creo, sí, creo con toda mi fe en la venida del Mesías.» Es una alegre pandilla que galvaniza el ejército de la guerra final, que arrastra las almas para que reciban a su único vencedor.

Nos trajeron un brebaje de sabor dulzón que no conocía. Con la ayuda del vino y el ardor de la danza, abusamos de él. Pronto un extraño sopor me invadió y, acunado por el ritmo regular de la música, me dejé arrastrar por un irreprimible deseo de perder todo control de mí mismo. Mientras cierta fuerza de mi pensamiento resistía y quería oponerse a la tendencia extática que iba dominándome, otra voz, más profunda, me permitía y luego me forzaba a abandonarme. Con los ojos cerrados, me concentré intensamente para que acudiera a mí el aliento propicio, con un amplio movimiento respiratorio que ascendía del vientre. Me tendí en el suelo, con los miembros pesados y la cabeza en una nube de algodón y, poco a poco, emprendí el vuelo hacia otros horizontes.

Aquí y en ninguna parte, ahora y siempre. Durante unos veinte minutos, mi conciencia fue infinitamente más amplia. Una lava ardiente brotó de mi alma y me llevó, en un supremo arrobo, a la memoria plena, total, que se degusta a veces, en dosis infinitesimales, cuando en estado de vigilia renace de pronto de un olor, de un sonido, de un color, un recuerdo perfecto, intacto. La devequt ofrece ese milagro multiplicado: me atravesaban de parte a parte los recuerdos fulgurantes, estaba ebrio de su velocidad, deslumbrado por su invisible luz, rodeado por un largo torbellino de energía que los manejaba, los escudriñaba íntimamente; sentía colores inauditos, veía melodías celestiales, sabores supremos. Me hacían bailar, siempre más deprisa, siempre más arriba, sin jamás dejar de girar. Una fuerza invencible me lanzaba hacia el cosmos, otra me enraizaba en lo más profundo de la tierra. Jadeando, atrapado entre ambas, me derrumbaba y, luego, volvía a saltar. Durante un rato —que correspondía a una fase de exaltación ascendente—, tuve prodigiosas intuiciones: páginas del Talmud, en las que había trabajado durante horas y horas, se volvían límpidas, problemas filosóficos y teológicos se resolvían instantáneamente.

Luego, una imagen se sobrepuso y comenzó a invadir mi espíritu: era la del patio hasídico al que habíamos ido con mi padre. Viví de nuevo, intensamente, toda la escena; las menores palabras pronunciadas, los más pequeños gestos volvieron a mí en luminosos relámpagos, hasta el instante en que salimos de la casa del rabí y escuchamos música a nuestras espaldas. Entonces, vi. Me había dado la vuelta para ver, casi con pesar, alejarse el lugar de donde brotaban las canciones cada vez más desenfrenadas y donde exultaban las almas en trance. Recordaba perfectamente la mirada que le lancé. En el primer segundo, alguien salía furtivamente de la habitación. En el segundo, su frágil silueta seguía en mi campo visual, más cerca de nosotros. Intenté concentrarme más para distinguir su rostro, pero el estado extático parecía querer arrastrarme, ahora, hacia otros horizontes. Hice un desesperado esfuerzo. De pronto, un violento temblor levantó todo mi cuerpo, como si quisiera atraerlo hacia los cielos. Durante unos segundos que me parecieron horas, entré en trance. En lo más alto de esa celeste agitación, vi el rostro cuya imagen deseaba. La sorpresa me hizo vacilar. No pude contener un frenético sollozo, de deseo aliviado y de sorda cólera: era el rostro de Jane.

«¡Eterno! ¿Hasta cuándo seguirás olvidándome? ¿Hasta cuándo me ocultarás tu rostro? ¿Hasta cuándo consultaré en mí mismo y afligiré mi corazón durante todo el día? ¿Hasta cuándo mi enemigo se levantará contra mí?»

Los días siguientes fueron espantosos. Sospeché de Jane las peores cosas, todo y nada. Desconfiaba demasiado de ella para comunicarle mi descubrimiento y exigirle cuentas. ¿Y si ella estuviese en el origen del rapto? ¿Y si tuviera algo que ver con las crucifixiones? ¿Era protestante o católica? ¿Formaba parte de la Congregación para la Doctrina de la Fe? Nos seguía, de eso no cabía duda alguna, desde Nueva York, y tal vez también desde más lejos. Por otra parte, siempre había querido detenerme cuando yo intentaba seguir a los agresores para liberar a mi padre. Tal vez supiera dónde estaba él y sólo trataba de distraerme para que no fuera en su busca. Pero, de ser así, entonces era peligrosa. Si ella descubría que lo sabía, podía hacerme sufrir la misma suerte que a mi padre, o peor.

Sin embargo, no podía creer en su doblez. Escrutaba su rostro, intentando descubrir el mal, la perversidad y el disimulo, y no lo conseguía. Veía a una mujer abnegada y honesta que, además, parecía amarme. No podía imaginar a un personaje perjudicial y cruel oculto tras aquellos serenos rasgos.

Pero ¿y si todo aquello fuese sólo un juego? La escrutaba de nuevo y la veía, de pronto, bajo otra luz. A veces, su mirada se enturbiaba y se perdía en la lejanía. Otras la velaba, un brillo feroz. Cierto día, la encontré en la calle por azar: iba maquillada con colores vivos, sus cabellos rubios no colgaban sobre los hombros sino que formaban grandes rizos alrededor de sus mejillas, más rosadas que de costumbre; llevaba una falda muy corta que dejaba ver sus rodillas e iba calzada con tacones altos. Nunca hubiera debido mirarla así, pero la sorpresa fue tal que quise asegurarme de que era ella. ¿Adonde iría vestida de aquel modo? ¿Quién era? ¿Era la virgen o la prostituta?

¿Por qué nos había seguido? ¿Cuál era la trampa en la que habíamos caído? Cuando la sorprendimos en casa de Pierre Michel, sin que al parecer ella lo deseara, ¿había sido premeditado? Y de ser así, ¿cuáles eran sus móviles?

A ratos, creía odiarla. Me traicionaba. Tal vez había llegado, incluso, a representar la comedia del amor. Entonces, aquel sentimiento que yo había rechazado, que rechazaba todavía, comenzó a tener para mí un valor infinito, el que se concede a las cosas que no se tienen; que ya no se tienen. Por primera vez me pregunté acerca de mis sentimientos hacia ella. Desde la confesión de Jane, yo no había abandonado la reserva que me imponía la ley, negándome a interrogarme con franqueza sobre la naturaleza de nuestra relación, por una parte porque cosas más graves ocupaban mi espíritu y, sin duda, también por miedo a descubrir que había caído en la trampa de la mujer. Y qué mujer, una goya, diría mi rabí. Una shiksa.

¿Estaba preso? ¿Me habría aprisionado ella? ¿Era eso el amor?, me preguntaba yo colérico, precisamente cuando sospechaba que ella había raptado a mi padre. Pero en ese caso el amor es como la guerra. Del mismo modo que combatía contra un enemigo invisible y por una causa que me superaba, experimenté por Jane un sentimiento indefinido que estaba a punto de no poder dominar, contra el que, lo advertía, me sería necesario librar una lucha encarnizada. Era una guerra contra mí mismo, para esforzarme por que no me asaltara un enemigo terrible. Una guerra de trincheras que me dejaba a veces, por la noche, acurrucado en mi cama, con el teléfono al alcance de la mano, empeñado en no cogerlo y confesar, confesarme, que me había vencido aquella bestia solapada que no soltaba su presa y sólo mantiene la vida por la esperanza que alimenta.

Intentaba, con frecuencia inútilmente, evitar añorarla. Esa nostalgia de ella podía aparecer en cualquier momento, al ver un objeto que me la recordaba, al rememorar una actitud que había adoptado o una palabra que había pronunciado y que yo encontraba en una lectura, una frase o un pensamiento. Lo peor era, sin duda, que aparecía incluso cuando ella estaba presente; y surgía entonces por la idea de tener que abandonarla o, incluso, lo confieso, por la simple impresión de que estaba allí sin estarlo por mí, de que su atención se desviaba un poco, que su cabeza estaba en otra parte, forjando planes maquiavélicos para destruirme. Creo que esta añoranza era aún peor que la otra. Carecer de Jane cuando no estaba allí era, ciertamente, más insoportable, pues era una desgracia, un dolor profundo. Pero entonces podía, con mi espíritu, recuperarla, soñarla tal como la deseaba y, por decirlo de algún modo, absorberme solo con ella en aquellos pensamientos acerca de ella. Revivía momentos que habíamos pasado juntos, palabras o gestos que me habían encantado. Y, no sé por qué, cada vez evocaba las mismas visiones recurrentes y me dominaba la misma turbación. Luego intentaba alejarlas para convocar otras, y otras más, desconocidas, por venir, o sumidas en lo más profundo de mi memoria; en ocasiones, cuando las evocaba, acudían otras reminiscencias, desagradables, de momentos difíciles, que demostraban que ella no era la que yo creía, sino otra, la Jane maléfica que me seguía, y proseguía con su plan, y me gustaba entonces juguetear con esas ideas, evaluar el dolor y el asco que suscitaban en mí, que a ratos me hacían repetir a solas, como un actor de teatro en un escenario abandonado, como una marioneta desmontada, cierto gesto o cierta respuesta que me daban miedo y me hacían sufrir.

Pero la añoranza de ella, cuando Jane estaba allí, era mucho peor todavía, pues no podía paliarla mediante la imaginación, refugio de todos los desamores, y el dolor que provocaba no era una propedéutica para el sutil placer del recuerdo: era corrió un encogimiento del ser. Ante ella, todo parecía de pronto incongruente, vacío y absurdo: nuestro encuentro, mi presencia, mi deseo. Sentía que me volvía un investigador ridículo, un personaje vergonzoso condenado a perder, a fracasar en todas sus tentativas. Y en aquellos momentos, me decía: «¿Para qué? Lo he perdido todo. He perdido esta guerra, me he humillado. Me ha arrebatado a mi padre; ya sólo me queda abandonarme».

Por fortuna, tenía mi amor propio, que era mi mejor arma. Que era como un sobresalto, un restablecimiento cuando me sentía débil. Que convertía el primer gesto, la primera palabra, cualquier acto gratuito, en un absurdo. Y sin embargo, me decía yo, ella lo había hecho, ella, cuando me había confesado su amor. Pero, inmediatamente, aparecía implacable, sin piedad ni respiro, la respuesta del amor propio al amor: lo hizo para embaucarme, para burlar mi vigilancia, todo entraba en el marco de su maquinación para perderme. Y si, como ella, yo me hubiera declarado, me habría confesado perdido. Así pues el amor propio me salvaba, a cada instante; era un hábil manipulador, un infalible calculador, un auténtico contestatario, un verdadero rebelde, de la más hermosa rebelión que existe, si no quedaba la revancha. El amor propio era mi amigo, mi más sólido aliado. ¿Iba yo contra la ley? Pero sólo se trataba de seguirla, cuando la ley hacía imposible esta unión. Ya no quería a Jane; quería derrotarla por el orgullo. Quería quererme más que ella para no perder pie, ni siquiera quería amarla tanto como me quería a mí mismo pues hubiera sido ya en exceso peligroso: procuraba no amarla como a mí mismo. «Y advertí que la mujer que es como una trampa y cuyo corazón es como redes, y las manos como ataduras, es algo más amargo que la muerte. Quien sea agradable a Dios escapará a ella; pero el pecador caerá en su poder.»

—Pero bueno, ¿me amas? —acabó preguntándome, ante mi ausencia de respuesta.

Era un día oscuro y lluvioso y caminábamos, desde hacía un buen rato ya, uno junto a otro, por Central Park. Ya no sabía qué hacer y, aun sin querer adelantarme, intentaba hacer que ella se desvelara, para poder por fin ver claro su peligroso juego.

—No lo sé; creo que estoy demasiado preocupado ahora para pensar en algo más que en mi padre; y además, tengo miedo —repuse.

—¿Tienes miedo porque está prohibido por la ley, por tu ley?

—No es eso.

—Pero esta ley —prosiguió—, te la das tú mismo, libremente; tú y nadie más decide cumplirla del modo que has elegido. Y tu modo es de los más exigentes, ¿verdad?

—Sí, desde luego.

—Pero tu madre, por ejemplo, no piensa como tú, ¿verdad?

Hablaba mirándome a los ojos. Intenté, a duras penas, aguantar aquella mirada. Entonces, sin saber por qué, la creí sincera.

—No —admití—, ella procede de la URSS. Ha roto con cierta idea que ella se hace del judaismo ortodoxo. Es atea, está marcada por el comunismo y, al mismo tiempo, impregnada por alguna de sus ideas.

—No importa. Hay millares de personas como ella, que no han vivido como tu madre. La mayoría de los judíos son como ella. Todos los que conocí antes que a ti lo eran.

—Claro, es normal que no conocieras a nadie como yo —admití—. La gente como yo vive agrupada y no suele tratar a la gente como tú.

—Era gente normal, Ary, gente normal. Vosotros os ocultáis porque tenéis miedo del mundo exterior, tenéis miedo de cuestionaros. Preferís permanecer anclados en vuestras certidumbres.

—No soy normal, es cierto. Antes lo era, según tus criterios.

—Así pues, ¿tu ley nos impide amarnos? La mía está dispuesta a acogerte. ¿Por qué es tan celoso el Dios de Israel? ¿Por qué tu religión, que ha predicado acoger al extranjero, por qué la que nunca inventó inquisición alguna, caza de brujas, deportaciones y campos de exterminio; por qué se muestra intolerante con nosotros? ¿Por qué no queréis acogerme?

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