Qumrán 1 (23 page)

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Authors: Eliette Abécassis

Tags: #Intriga

BOOK: Qumrán 1
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La mujer era joven, tenía largos cabellos rubios y un rostro muy pálido lleno de pecas. Se llamaba Jane Rogers. Decía ser hija de un pastor y su trabajo en la
BAR
, al igual que sus investigaciones, estaba impulsado por el amor a la verdad que, para ella, era lo mismo que el amor a Dios.

—Créame —afirmó dirigiéndose a mí, con aquel aire digno que tan a menudo le vería yo luego—, quiero publicar el manuscrito que falta por puro cristianismo.

La había molestado, y enseguida lo sentí amargamente. «No te precipites a hablar y que tu corazón no se apresure a pronunciar palabra alguna ante Dios, pues Dios está en los cielos y tú estás en la tierra.»

—Lo siento mucho —me disculpé—. La he agredido injustamente.

Su cara se iluminó entonces con una sonrisa infantil.

—No importa —contestó—. Estoy acostumbrada a…

De pronto, calló con los ojos llenos de miedo. Me volví y vi dos siluetas amenazadoras. Mi padre avanzó hacia ellas, como para protegernos. Le agarraron enseguida y le golpearon con una porra en la cabeza. Se derrumbó. Durante unos instantes, quedé estupefacto, incapaz de hacer un movimiento. Luego, la voz de la sangre de mi padre dolido, maltrecho, brotó del suelo hacia mí y me hizo temblar de rabia. Movido por un irresistible impulso asesino, me lancé contra los agresores. Propiné con todas mis fuerzas un puñetazo al estómago de uno de los hombres, pero el otro, armado, lo aprovechó para propinarme un culatazo en la cabeza. Quedé aturdido durante varios minutos. Tiempo suficiente para que los malvados salieran como una tromba, llevándose el cuerpo inanimado de mi padre.

Hice un movimiento para lanzarme en su persecución, pero un terrible dolor de cabeza me hizo vacilar. Escuché aún, como de muy lejos, la voz de Jane Rogers:

—¡No! No les siga, de lo contrario le ejecutarán como hicieron ya con Millet, Almond y los demás.

Perdí el conocimiento. Cuando volví en mí, abrí los ojos en un sopor algodonoso, ante un ángel dorado que se inclinaba sobre mí y pasaba por mi frente dolorida un lienzo suave y fresco. Cerré por un instante los ojos y volví a abrirlos: no, no era una visión beatífica sino el rostro de Jane Rogers, atento e inquieto, y sentí la dulce presión de sus manos a través de la compresa que aplicaba a mi sanguinolenta herida.

—¿Se encuentra mejor? —preguntó—. ¿Quiere que llame a una ambulancia?

—No, no. ¿Pero por qué han raptado a mi padre? ¿De qué le conocían? —dije, recordando enseguida con terror lo que había sucedido.

—Han debido de enterarse de que estaban buscando los manuscritos… O tal vez le han tomado por Pierre Michel, porque evidentemente ni usted ni yo podíamos serlo… ¿Es usted un hasid o va disfrazado? —dijo contemplando curiosa mis desesperados esfuerzos para ponerme en la cabeza la
kipa
de terciopelo negro que ella me había quitado para curarme.

—Vivo en Mea Shearim.

—¡Ah! Ya veo… Tal vez esos hombres estén simplemente buscando el tesoro.

—¿De qué tesoro me habla? —pregunté.

—Los beduinos lo conocen por tradición oral, creo. Uno de los textos revela la existencia de'un tesoro de piedras preciosas y oro.

—Sí, el
Pergamino de cobre
. Se trata del tesoro del Templo. ¿Pero cómo lo sabe?

—Trabajo en este expediente, en la
BAR
, y disponemos de las últimas informaciones arqueológicas. Pero ya hablaremos más tarde. Venga, no nos quedemos aquí. No sabemos lo que puede suceder todavía.

El aire fresco me sentó bien. Caminamos un poco por la calle. Luego regresamos cada uno a su hotel, después de intercambiar nuestros números de teléfono.

Por la noche, tendido en mi cama, no conseguía dormirme. Tenía todavía un dolor de cabeza atroz y lacerante, y pensaba en mi padre. No veía manera de encontrarlo. Si descubrían su error o advertían que él no sabía más que ellos, podían matarle. Recordé con terror él cadáver crucificado del padre Millet, y aquella visión me resultó una tortura.

Pasé la noche agitado por convulsivos temblores. ¿Quién había matado a Millet? ¿Unos obsesos del cristianismo o, por el contrario, unos cristófobos? ¿Judíos, musulmanes o cristianos? Unos locos sanguinarios, sin duda. ¿Pero qué querían significar cuando cumplían ritualmente el suplicio de Cristo?

No descarté hipótesis alguna. Tal vez fueran enviados de Dios, llegados para apresar a un justo y llevarlo ante el trono celestial. O, más probablemente, emisarios de Satán llegados para interrogarle y tentarle. Y en ese caso, él regresaría con proyectos diabólicos. También podían ser simples bandidos en busca del tesoro de los esenios, que creían que mi padre tenía la clave del problema. O cristianos fanáticos que temían el descubrimiento de los manuscritos y que, sin duda, habían sido también los verdugos de Almond y de Millet.

Mientras pensaba en ello, algo me sorprendió: el punto común de todas esas hipótesis era que el motivo del rapto estaba siempre vinculado a los manuscritos, de un modo u otro. Por lo tanto, el único modo de salvar a mi padre, si todavía estaba a tiempo, era llamar la atención sobre los manuscritos para que sus raptores acudieran.

A las cinco de la madrugada, tras muchas reflexiones, tomé el teléfono y marqué el número de Jane Rogers.

—Soy Ary Cohen. Lamento despertarla —me disculpé.

—No, en absoluto. Tampoco yo dormía. ¿Cómo va su herida? —se interesó.

—Algo mejor. Escúcheme. Tengo que encontrar a mi padre, a toda costa. Ignoro dónde está, y quién le ha raptado, y por qué. Pero creo que lo han hecho a causa de los manuscritos.

—¿Acaso sabía algo a este respecto?

—No, ni yo tampoco.

—¿Qué estaban buscando ustedes, exactamente?

—El pergamino que poseía Pierre Michel.

—¿El famoso pergamino de la conferencia?

—Sí.

—Por eso me enviaron aquí. ¿Está seguro de que su padre no ha descubierto algo peligroso, de lo que no le ha hablado para protegerle?

—No, no lo creo.

—Si no sabe nada, entonces tal vez no le maten, y todavía estemos a tiempo de encontrarle.

—Sí, pero temo que sus raptores se esfumen. Deberíamos hacer algo para atraerlos; fingir que sabemos o tenemos lo que están buscando.

—¿Piensa en algo concreto?

—¿Cree que su periódico puede organizar un coloquio sobre los manuscritos, algo de cierta resonancia para que los diarios hablen de ello?

—Está ya previsto —contestó—. Dentro de tres semanas se celebrará un gran coloquio de la
BAR
sobre los manuscritos de Qumrán, todos los investigadores están invitados. ¿Cuál es su idea?

—Hacerles creer que hemos encontrado el rastro del último manuscrito.

—En efecto, se necesitaría eso, al menos, para que nuestros eminentes qumranólogos se desplazaran. Al último coloquio acudieron muy pocos.

—Siempre que no sea demasiado tarde…

—No piense en ello ahora —dijo—, intente dormir y mañana esbozaremos un plan de batalla.

—Iré a buscarle por la fuerza, si es necesario —repuse.

Pareció desconcertada.

—Me refiero a la fuerza de las ideas.

A la mañana siguiente, corrí frenéticamente, de un lado a otro, por París. Volví al piso de Pierre Michel, para encontrar algún indicio. Telefoneé a Shimon, no para informarle de lo que había ocurrido, pues temía poner en peligro la vida de mi padre si lo hacía, sino para intentar adivinar si estaba al corriente. Al parecer, no sabía nada.

Sin un objetivo preciso, tal vez porque estaba sencillamente desorientado, me dirigí a la embajada israelí. Tenía ganas de decirlo todo. Luego, en el último momento, cambié de opinión.

Dos días después, recibí en mi hotel un paquetito procedente de Nueva York. Lo abrí con el corazón palpitante y las manos temblorosas. Contenía una cruz de madera carcomida, con una inscripción en hebreo. Sólo cuatro letras que me pusieron la carne de gallina:
INRI
, Jesús Nazareno, rey de los judíos, la inscripción en la cruz de Cristo. No cabía duda de que el objeto procedía de los raptores, que me indicaban así que conocían el objetivo de nuestras investigaciones y amenazaban a mi padre con la crucifixión.

Estaba desesperado. ¿Pero qué querían a fin de cuentas? ¿Serían unos fanáticos que crucificaban a todos los que investigaban sobre los manuscritos de Qumrán? ¿Qué diablos habría en esos rollos para explicar tan horrendos crímenes?

El coloquio era la única esperanza que me quedaba de poder responder estas preguntas. Decidí acompañar a Jane Rogers a Nueva York.

Capítulo 2

Salimos al día siguiente. Jane me había convencido de que era absurdo permanecer más tiempo en París, pues mi padre sin duda no estaría ya allí. En Israel, no habría sabido qué hacer, y no debía avisar a mi madre, ni a las autoridades tampoco, para evitar poner en peligro la vida de mi padre. Dada la procedencia del paquete, era posible que lo hubiesen drogado y llevado a Estados Unidos, donde de todos modos yo podía ser útil colaborando en la preparación del coloquio.

En Nueva York, me instalé en un hotelito cercano a los locales de la
Biblical Archeological Review
.

Durante casi tres semanas, viví en plena angustia. Ignorando si mi padre estaba vivo o muerto, yo mismo me sentía entre la vida y la muerte. Varias veces llamé a mi madre dándole falsas buenas noticias y explicándole que mi padre estaba demasiado ocupado para poder hablar con ella. Luego, colgaba y me derrumbaba llorando. «Estoy cansado de gritar, mi gaznate se ha desecado, mis ojos se han consumido mientras aguardo a mi Dios.»

Por aquel entonces comprendí que yo no era invulnerable. Por primera vez, el mundo vacilaba a mi alrededor. Como dice uno de nuestros maestros, «el mundo es un estrecho puente y lo importante es no tener miedo». La estrechez de ese puente nunca me había parecido tan peligrosa, pues siempre había caminado con paso firme, guiado por el Talmud y la Cabala, seguro de su vajor y del de mi pueblo, el pueblo elegido, en cuyo seno, yo, joven estudiante en la yeshiva, era un elegido, elegido entre los elegidos. Y entonces, de pronto, descubrí el vacío; muy cerca de caer, sólo me sujetaba un hilo. Por primera vez la duda se introdujo en mí y me hizo vacilar. «Estoy hundido en un lodazal profundo, en el que no puedo hacer pie; he entrado en lo más profundo de las aguas y las aguas desbordadas me arrastran.»

Fue la primera brecha, y fue irremediable. Desde el día en que tomé conciencia de mi fragilidad, ésta ya no iba a abandonarme nunca. Pasé definitivamente de la categoría de los despreocupados a la de los metafísicos, de la de los insensatos a la de los prudentes, que no dejan de preguntarse el sentido de las cosas y de la vida, que se interrogan siempre sobre lo esencial, que están perpetua e inalterablemente insatisfechos, pues la muerte les obsesiona, como si el mundo fuera una casa de duelo.

A veces se los traga la vida; entonces quieren devorarla con su apetito insaciable y voraz como la muerte, pues intentan deshacerse de su terrible angustia y llenar el mundo con su sublime miedo y con los objetos creados por su inquieto espíritu para tranquilizarles. Pero nunca están en paz. Y buscan siempre otros horizontes, pues su alma tiene sed de Dios, del Dios de la vida. No es reminiscente y nostálgica como las de quienes sueñan con el país donde nacieron y con la hermana que allí conocieron, sino que es una concha huera y rebelde, ávida de lo que no tiene y de lo que nunca supo. Los demás, los insensatos, viven en los lugares familiares habitados por los humanos, sus semejantes, como si fuera perfectamente normal que estuviesen aquí, en este planeta que denominamos «Tierra» donde también se levanta el sol, donde el rocío blanquea el terruño, donde el alba, cuna del día, se alarga lánguidamente y se marcha cada mañana, con un apresurado bostezo, y así sucesivamente hasta el fin de los días, hasta el improbable fin de los tiempos; como si fuera por completo natural que este mundo no tenga comienzo ni fin, que la Tierra, mísero guisante en el infinito cósmico lo recorra sin cesar en su arremolinada y rutinaria trayectoria, y que sea una sola, o que no lo sepamos. Sin embargo, esa infinita carrera, más allá del 'más allá del más allá, ese movimiento perpetuo, hábil y minucioso contempla, burlón, al ser finito, brizna de polvo del tiempo, microbio del microcosmos. Pero nada es ya comprensible para los despreocupados, que lo oyen todo y no ven nada, a quien nada en el mundo podría sorprender, ni el bebé que nace a la vida, cubierto de sangre y humores, ni el niño que crece y aprende a hablar, ni el hombre que envejece y muere, cubierto de sangre y humores. Contemplan el globo como una esfera para recorrer, un objeto de artesanía más que artístico, un artefacto como cualquier otro. No conocen el vértigo. No se asoman inclinados hacia abajo para observar largo tiempo el precipicio que el puente divide, a un lado y otro. Soberbios, lo ignoran para proseguir su camino con paso firme, siempre adelante. Incapaces de advertir el polvo en el hombre y la vanidad de cada acto, son los bienaventurados, no mancillados por la impureza de la muerte, inteligentes y hábiles para captar lo real en su concreción. «Pero mantienen sus manos dobladas y se consumen a sí mismos.»

Por eso mi abandono de la infancia data de entonces, y no del ejército. La infancia era una especie de no-conciencia, donde los acontecimientos se producían unos tras otros, sin pasado ni porvenir. El ejército seguía siendo un marco rígido de hechos exteriores que, como estímulos eléctricos, permitían reaccionar casi mecánicamente. Era un estado legislado y tranquilizador. Todo es tan sencillo cuando uno no decide nada y se limita a obedecer.

Pero ahora, por primera vez, me veía confrontado a la anarquía de la vida. Y me daba miedo. Se acabaron las reglas, se acabaron las leyes: todo estaba permitido, raptar y robar; despedazar y crucificar. El horizonte, en ese estado, el infinito de lo posible, se reducía extrañamente cuando pensaba en la única perspectiva de la muerte. ¿Quiénes eran? ¿Dónde estaban? ¿Cuáles eran sus motivos?

«¡Dios mío! Grito de día, pero no me respondes. Y de noche, y no tengo reposo.»

Mi padre había presentido el peligro y me había comunicado sus intuiciones. Había querido incluso dejarlo todo para volver a Israel. Yo lamentaba amargamente haberle convencido para que prosiguiera. Temía lo peor y, a veces, más el sufrimiento que la muerte. No encontraba fuerzas para estudiar la Biblia; mi estado no me lo permitía. No tenía compañero y echaba en falta a Yehuda: éste tenía siempre solución para todos los problemas que yo le presentaba, incluso los más insolubles. Tal vez, en un caso semejante, habría podido indicarme el lugar donde estaba mi padre, sosteniendo un alambicado
pilpul
, una discusión sobre un tema hebraico. Habría comenzado por resumir y clasificar los datos:

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