Durante mis tres años de ejército, había descubierto la juventud mundana, la droga, el alcohol y las salidas. Pero había atravesado todo aquello sin demorarme, pues no me había seducido. Conocí algunas chicas, probé a veces los paraísos artificiales, químicos o falsamente sentimentales; como un extranjero, como un etnólogo, sin quedar satisfecho y sin repetirlo nunca. Los demás me llamaban «el otro»; veían perfectamente que, sin detestarles ni siquiera despreciarles, yo era diferente. Decían que pertenecía a otro siglo, a otro mundo, que no era de mi tiempo. Y tenían razón. Era un vestigio, una antigüedad viviente. Un objeto de estudio, un viejo pergamino no deslustrado, bien conservado y muy joven a pesar de su avanzada edad, dispuesto a descubrir las verdades más recientes y, con toda su juventud, dispuesto a revelar los siglos, llenos no obstante de ingenuidad.
Mi padre no pensaba nada de todo eso. No decía, como mi madre, que fuera una locura y una vuelta hacia atrás. Nunca hacía comentario alguno. Sólo más tarde comprendí ese silencio. Yo no sabía que, en su juventud, había sido un hombre muy piadoso, no comprendía cómo un Cohen podía haber sido tan «asimilado», y pensaba que él no sabía por qué me vestía de negro como los polacos del gueto, aun durante los más asfixiantes calores del verano.
Pero mi padre sabía por qué yo lo hacía, y sin duda mejor que yo. Yo ignoraba hasta qué punto el pasado era su religión y su oficio la búsqueda de su pasado. La arqueología era nuestra pasión común, y cuando hacíamos excavaciones juntos o cuando estudiábamos antiguos documentos, éramos efectivamente padre e hijo, y el hijo no era pródigo.
Así, sin la intervención de Shimon, sin la llamada de mi padre, habría podido casarme, y arraigarme, y eso habría podido durar toda mi existencia pues en los textos se decía que era preciso estudiar para poder seguir estudiando. Pero era necesario que algo sucediera; sin saberlo realmente, yo mismo no dejaba de esperarlo. Era como si retuviese todo un saber que iba a servirme en otra parte. Aunque, en la concepción que de él me hacía, el estudio no tuviese más recompensa que él mismo, tenía la vaga idea de que, a diferencia de muchos de mis compañeros, no era ése todavía el fin último de mi existencia, sino que algo se preparaba, algo que estaba todavía en gestación y que, por ello, me preservaba para actuar. «Hablé en mi corazón y dije: he aquí que me he desarrollado y crecido en sabiduría por encima de todos los que, antes que yo, han estado en Jerusalén, y mi corazón ha visto mucha sabiduría y ciencia.»
En fin, un dibujo me explicaría mejor que un largo discurso: yo habría sido una acuarela de trazos vacilantes y colores pastel. En aquel tiempo, yo era un justo, un inocente que había visto el mal sin mezclarse nunca con él. Como el niño que acaba de nacer, era puro: no era por ausencia de debilidad, no era por no haber cometido nunca falta, pues había pecado como cualquier hombre, sino que era por una especie de integridad que la existencia no había podido corromper. Estaba entero, era dueño de mi ser por mor de mis elecciones, mis sueños y mis deseos. Nada podía detenerme, nada me asustaba. Por decirlo en una palabra, no había vivido. Y, ahora que lo he hecho, añoro aquel tiempo anterior a la herida pues, entonces, todo era posible. Antes, el mal nunca me había rozado. Después, sólo es preciso esforzarse por vivir con los recuerdos que nos petrifican. Después, es demasiado tarde para confiar. Pero sigo avanzando hacia esas tinieblas cuando lo que deseaba era únicamente resucitar los recuerdos.
Cuando mi padre me habló de los manuscritos, no me sorprendió. Conocía la historia misteriosa de su descubrimiento y había algo que me atraía hacia aquel lugar, Qumrán, donde, sin que pudiese explicarlo, sabía que iba a decidirse parte de mi vida, como si estuviera escrito en algún lugar. «Todas las cosas trabajan más de lo que el hombre puede decir, el ojo nunca se sacia de ver, ni el oído de oír. Lo que ha sido es lo que será; lo que ha sido hecho es lo que se hará, y nada nuevo hay bajo el sol. ¿Acaso existe algo de lo que pueda decirse: mira, eso es nuevo? Ha existido ya en los siglos que hubo antes que nosotros. No se recuerdan las cosas que han precedido. Asimismo, no se recordarán las cosas que habrá después, entre aquellos que vendrán en el porvenir.»
—Recuerdo las excavaciones que hiciste en ese paraje —le comenté a mi padre—. Junto a Wadi Qumrán estaban las ruinas de Khirbet Qumrán. No lejos de allí, había un cementerio que contiene ciento diez tumbas. Estaban orientadas de norte a sur y, por lo tanto, era imposible que fueran musulmanas. No tenían símbolos conocidos encima.
—Sí, eran tumbas esenias.
—Ignoraba que se hubiera robado un manuscrito… Comprendo ahora que se desee encontrarlo, pero ¿por qué está Shimon tras este asunto? ¿Qué tiene que ver eso con el ejército?
—Hay importantes envites políticos detrás de estos manuscritos.
—¿De qué se trata?
—El gobierno busca el pergamino para adelantarse al Vaticano.
—¿Acaso el manuscrito es peligroso para el cristianismo?
—No sabemos lo que contiene. Tampoco sabemos quién lo tiene.
—¿Por qué recurren a ti? ¿Y por qué quieren que te acompañe?
—Creo que han venido a buscarnos, precisamente, porque estamos fuera del asunto y, al mismo tiempo, somos competentes en la investigación.
—¿Y qué se supone que debo hacer?
—Seguirme, escoltarme y, tal vez, protegerme.
—¿Es una misión tan peligrosa como para que necesites un guardaespaldas?
—Tal vez sí —reconoció.
—¿Cuándo debemos partir?
—Ahora mismo. Mañana. Lo antes posible.
—Pero no puedo. En estos momentos estudio en la yeshiva y ya sabes que no puede abandonarse el estudio de ese modo.
—¿Quién habla de abandonar el estudio? —preguntó maliciosamente. Pareció reflexionar unos instantes y añadió—: Si encontramos el manuscrito, lo estudiaremos juntos. Tal vez descubramos cosas importantes… Tal vez tendremos que guardarlo sin enseñárselo a nadie, entregarlo sólo a Shimon o, quizá, ni siquiera a él. En cualquier caso, no debes mencionarlo a tu rabí.
Se inclinó y me dijo en un susurro:
—A nadie, sin mi consentimiento, ¿lo has comprendido?
Asentí con la cabeza. Era la primera vez que me pedía una cosa así: elegir entre la obediencia y el respeto que le debía, y la ciega confianza que tenía en mi rabí. Sin embargo, yo había tomado una decisión y él lo sabía, puesto que les había abandonado, a él y su tradición o, mejor dicho, su no tradición, como yo la llamaba entonces. Pero la confrontación nunca había sido directa. Seguía siendo implícita aunque, sin que el tema se hubiese tratado nunca, lo sentía presente, como una pregunta a la espera, sin respuesta, en cualquier instante. Pero sentí, cuando me pidió aquello, que se trataba de algo lo bastante serio para que yo pudiera no mencionarlo al rabí, como mi padre me había pedido, y obedeciese por fin el quinto mandamiento, aquel que, en mis arrebatos de obediencia, yo creía haber traicionado, en nombre de la Torá, la misma que ordena respetar al padre y a la madre.
No me habló del atroz crimen que se había cometido en relación con los manuscritos; sin duda lo hizo para protegerme. Sólo lo supe mucho más tarde, después de que se hubieran perpetrado muchas otras atrocidades, y tal vez fuese mejor así. No pienso que la incomparable impresión que provocaron en mí habría disminuido en lo más mínimo si yo me hubiera hecho a la idea. No sabía todavía nada de todo ello; pero quería buscar el manuscrito por curiosidad y también porque algo indefinible me atraía hacia él, algo como una reminiscencia insoslayable.
Nos dirigimos al valle del Jordán, pues mi padre quería enseñarme Qumrán, como Shimon había hecho con él. El paraje adonde me llevó, no lejos de las grutas, estaba algo elevado. A nuestra izquierda, hacia el norte, el río Jordán, plateado, serpenteaba entre breñas; a nuestra espalda, al oeste, el desierto de Judea suavizaba los sombríos escarpados de sus leonadas dunas y, a lo lejos, se percibía el verdor de un oasis, el palmeral de Jericó. Ante nosotros, las aguas grises del mar Muerto formaban una especie de lago, flanqueado a uno y otro lado por montañas abruptas y azuladas, que lanzaban al paisaje una espejeante mirada. La de mi padre se clavó con insistencia en la ribera occidental donde se alzaba majestuoso, tras otro acantilado, el promontorio de Ras Feshka, dominando el manantial de Ain Feshka, de un verde estridente. En aquella región, lo sabía, muy cerca del manantial, algo más al norte, se hallaba la terraza margosa contigua al acantilado que se elevaba sobre la llanura costera y las ruinas de Khirbet Qumrán. Desde donde estábamos, era imposible divisarlas, pero comprendí más tarde que no le costaba imaginarlos.
No era la primera vez que me dirigía allí. Había hecho numerosas excursiones, con mis padres y mis amigos. Para mí, como para muchos otros, era todavía un rincón perdido entre solitarias extensiones únicamente pobladas por algunos beduinos que vivían en tiendas.
Sólo más tarde comprendí hasta qué punto Khirbet Qumrán, que los antiguos exploradores de Palestina sólo habían señalado y descrito muy brevemente, era uno de los parajes más famosos y venerables del globo. De aquella región del mar Muerto, país salvaje, sin fisonomía, sin huellas de hombre ni cuerpos de animal, debía salir el monoteísmo, y tal vez fuera lo único que aquella tierra podía producir: un Dios único, sin nombre, sin rostro y sin cuerpo, una ausencia pura, sin rastro ni acontecimiento. Bajo aquellas dunas, en aquel mar, no había lugar para ninfas ni sirenas.
Nos dirigimos caminando hasta el antiguo monasterio de los esenios en Khirbet Qumrán, construido a poca distancia del mar con grandes bloques de piedra gris. Al fondo, se levantaban las colinas que mostraban, aquí y allá, algunas bolsas negras: las grutas naturales donde se habían descubierto los rollos. Entre el mar Muerto y el monasterio, se extendía la necrópolis, un amplio rectángulo de tierra adoquinada con grandes guijarros y dura rocalla. Al noroeste se levantaba una torre de dos pisos que debía encargarse de la defensa del paraje.
El monasterio comprendía una cocina, con un horno y un refectorio. Había otra estancia, en la que se reunía la asamblea de los esenios, con un
scriptorium
contiguo, edificado con yeso y ladrillos. Allí se habían encontrado tres tinteros de bronce y dos de arcilla roja, en los que quedaba todavía tinta seca. La lluvia, bajando de las colinas, alimentaba seis grandes cisternas para las necesidades de la comunidad; se había descubierto en las proximidades un gran estanque, el
mikvah
, que servía para la purificación de sus miembros.
—Antes de las excavaciones —me dijo mi padre—, aquí había sólo un montón de piedras y una cisterna cegada casi por completo.
—¿Se sabe cómo vivían los habitantes de Qumrán? —pregunté.
—Los hombres escribían, leían y estudiaban. La comunidad tenía una inmensa biblioteca, de varios centenares de volúmenes. Una parte la constituían los libros bíblicos, la otra la literatura de la secta. Los libros, leídos con fervor, servían para la edificación de la comunidad. La literatura no bíblica debía reflejar las opiniones de la secta. En aquel tiempo, los libros no tenían autor: si un escriba pensaba que el texto que estaba transcribiendo podía mejorarse o embellecerse añadiendo, omitiendo o modificando algo, lo hacía a su guisa. No hace mucho era todavía costumbre que los copistas demostraran su talento transformando el texto en el que trabajaban.
—¿Incluso los textos sagrados?
—Si se había convenido que el texto era sagrado, se intentaba transcribirlo exactamente, sin alteraciones. Recuerda la leyenda de los Setenta. Ptolomeo II de Egipto llamó, al parecer, a setenta y dos escribas de Jerusalén, seis por cada tribu. Les pidió que trabajaran cada uno durante setenta y dos días para traducir la ley de Moisés del hebreo al griego. Afirma la leyenda que, aislados cada uno en una celda, en una isla del Mediterráneo, llevaron a cabo su trabajo por inspiración divina. Al cabo de setenta y dos días, sus traducciones ya terminadas resultaron idénticas.
—¿Para qué servía esta estancia? —pregunté mostrándole los vestigios de un vasto recinto que parecía ser una de las salas principales.
—Es el lugar donde se reunían los miembros de la comunidad. Uno de los rituales de los esenios era sentarse todos juntos para participar en un banquete presidido por el Mesías. Nadie debía tocar el pan ni el vino antes de que el sacerdote les hubiera bendecido a todos por orden jerárquico. Esta ceremonia era un adelanto de la del paraíso; el sacerdote debía sustituir al Mesías si no estaba presente, y debía actuar en su nombre.
—¿Un poco como hizo Jesús durante la Cena?
—Sí, y desde aquella comida Jesús se identifica con la figura del Mesías.
—¿Crees que hay relación entre Jesús y el «Maestro de Justicia» del que hablan los pergaminos de Qumrán?
—En el estado actual de los conocimientos, lo que puedo afirmar es que existen coincidencias muy turbadoras. Sabes que el manuscrito del
Comentario de Habacuc
, bastante dañado por desgracia, alterna las citas del
Libro de Habacuc
y las descripciones de acontecimientos ulteriores que son la realización de las profecías. Allí donde los antiguos hablan del «Justo» o del «Malvado», el comentarista nombra la secta y su propio Maestro de Justicia, que era un sacerdote disidente del Templo. Este fue perseguido y, finalmente, muerto por el «sacerdote impío». Al parecer, el tal Maestro de Justicia fue venerado como un mártir por la comunidad. Según los esenios, había recibido revelaciones directas de Dios y era perseguido por los sacerdotes. Creían también que su Maestro de Justicia reaparecería al final de los tiempos, tras la «guerra de los hijos de luz contra los hijos de las tinieblas». Según sus predicciones escatológicas, el Maestro de Justicia tenía que matar al sacerdote impío, tomar el poder y conducir el mundo hacia la era mesiánica.
»Hay pues turbadoras semejanzas entre esa figura esenia y el Jesús de los cristianos —prosiguió mi padre—. Como el Maestro de Justicia, Jesús predica la penitencia, la pobreza, la humildad, el amor al prójimo y la castidad. Como él, prescribe el respeto a la ley de Moisés. Como él, es el Elegido y el Mesías de Dios, el redentor del mundo. Como él, se enfrenta con la hostilidad de los sacerdotes, en especial los saduceos. Al igual que él, es condenado y encarcelado. Como él, al final de los tiempos, será el juez supremo. Como él, fundó una Iglesia cuyos fieles esperaron su regreso con fervor. Finalmente, la Iglesia cristiana y la comunidad esenia tienen ambas, como rito esencial, la comida sagrada, presidida por un sacerdote, cada uno de ellos a la cabeza de cada comunidad. Eso supone muchos puntos comunes pero, de momento, no tenemos pruebas formales.