—No va a venir mi hermano, ¿verdad?
—No sé nada. No lo he visto.
Por miedo a carecer de tacto, a predisponerse contra el patrón, Querelle no insistió. El enorme salón del burdel se encontraba vacío y silencioso. Parecía registrar grave y cuidadosamente aquel conciliábulo. A las tres de la tarde las damas estaban comiendo en el refectorio. No había nadie. En el primer piso, en su habitación, Madame Lysiane se estaba peinando. Una única luz permanecía encendida. Los espejos estaban vacíos, puros, sorprendentemente cercanos a la irrealidad, al no haber nadie y casi nada que reflejar. El patrón brindó y apuró su vaso. Era increíblemente forzudo. Si nunca había sido guapo, en su juventud fue un hermoso macho, a pesar de las espinillas de su piel, de las minúsculas arrugas negras de su cuello y de las señales de la viruela. El pequeño bigote de estilo americano era, sin duda, un recuerdo de 1918. Así, gracias a los yanquis, al estraperlo, a las mujeres, había logrado enriquecerse y comprar «La Féria». Los largos paseos en barca, las partidas de pesca con caña habían curtido su piel. Tenía unas facciones duras, la arista de su nariz era sólida, los ojos pequeños y vivos, la cabeza calva.
—¿A qué hora vas a venir?
—A ver cómo me las arreglo. Tengo que sacar el paquete. Pero para eso no hay problema. Tengo un truco.
Un tanto receloso, con el vaso de blanco en la mano, el patrón miró a Querelle.
—¿Sí? Porque yo, las cosas claras, no quiero pringarme.
Mario permanecía inmóvil, casi ausente. Estaba de pie contra el mostrador y detrás de él su espalda se reflejaba en el espejo. Sin decir ni pío, se apartó del antepecho que le permitía adoptar una pose interesante y fue a adosarse al espejo, junto al patrón: pareció entonces apoyarse en sí mismo. Frente a aquellos dos hombres, Querelle fue presa de un malestar repentino, de una especie de náusea conocida de los asesinos. La calma y la belleza de Mario le desconcertaban. Eran demasiado magníficos. El patrón del burdel —Norbert— era demasiado fuerte. Mario también. Las líneas del cuerpo de uno llegaban hasta el otro, una confusión mezclaba las dos musculaturas, los dos rostros. Era, pues, impensable que el patrón no fuera un chivato, pero también era impensable que Mario no fuera algo más que un policía. En el interior de su ser, Querelle sintió temblar, vacilar, a punto de abolirse en un vómito lo que era propiamente él mismo. Presa del vértigo ante aquel poderío de carne y nervios al que veía en un plano —levantando la cabeza como cuando se quiere tallar un abeto gigante—, que se plegaba y se desdoblaba sin cesar, coronado por la belleza de Mario, pero dirigido por la calva y la cerviz de Norbert, Querelle mantenía la boca algo entreabierta, el paladar un poco seco.
—No, no. Me las arreglaré solo.
Mario llevaba un traje marrón cruzado, muy sencillo. Su corbata era roja. Estaba bebiendo el mismo vino blanco que Querelle y Nono, pero no parecía interesado por el debate. Era un auténtico «poli». Querelle reconocía la autoridad en los muslos y en el busto, en la parquedad de ademanes que confiere el poder total: el que procede de una autoridad moral indiscutible, de una organización social perfecta, de un revólver y del derecho a usarlo. Mario era soberano. Querelle le dio la mano otra vez, y se dirigió, alzándose el cuello del impermeable, hacia la puerta del fondo: era, en efecto, preferible que saliera por el pequeño patio de atrás.
—¡Adiós!
La voz de Mario, ya lo dijimos antes, era amplia y monótona. Al escucharla, Querelle, aunque parezca sorprendente, se quedó algo más tranquilo. En cuanto hubo cruzado la puerta, hizo esfuerzos para sentir sobre sí, a su alrededor, las ropas y los atributos de marinero: ante todo, el cuello rígido del impermeable, con el que sintió protegido su cuello como con una armadura. El cuello del impermeable le dotaba de una gola maciza, en cuyo interior sentía la delicadeza de su cerviz, orgullosa y sólida, sin embargo, así como en la base, de la cual conocía el hueco delicioso de la nuca, punto perfecto de la vulnerabilidad. Al desplomarse sobre ellas ligeramente, sus rodillas rozaron la tela del pantalón. En fin, Querelle se puso a andar como debe hacerlo un auténtico marinero que no quiere ser otra cosa que marinero. Balanceó de derecha a izquierda, pero sin exageración, sus hombros. Se le ocurrió la idea de remangarse el impermeable y meterse las manos en los bolsillos que daban al vientre, pero prefirió tocar con el dedo su gorro, echárselo hacia atrás, hasta cerca de la nuca, de manera que el borde llegara a rozar el cuello levantado. La certeza sensible de ser un perfecto marino le devolvió cierta confianza, tranquilizándole. Se sintió triste y maligno. Su sonrisa habitual había desaparecido. La niebla le humedecía las aletas de la nariz, refrescándole los párpados y la barbilla. Caminaba en línea recta hacia adelante, horadando con su cuerpo de plomo la blandura de la bruma. A medida que se alejaba de «La Féria», se iba fortaleciendo con la fuerza toda de la policía, bajo cuya protección amistosa se consideraba ahora colocado, atribuyendo a la idea de policía la fuerza muscular de Nono y la belleza de Mario, pues se trataba de sus primeras relaciones con un policía. Por fin había visto a un poli. Se había acercado a él. Le había tocado la mano. Acababa de sellar un pacto en el que ninguno de los dos podía llamarse a engaño. No había encontrado en el burdel a su hermano, pero había hallado en su lugar a estos dos monstruos de certidumbre, a estos dos triunfos. No obstante, aun fortaleciéndose, según se alejaba del burdel, de todo el poder de la policía, no dejaba de ser —muy al contrario— un marino. Querelle experimentaba la oscura sensación de hallarse a punto de alcanzar la perfección: bajo el traje azul, con cuyo prestigio se recubría, no era ya tan sólo el asesino, sino además el seductor. Bajó a grandes zancadas por la rue de Siam. La niebla era fría. Mario y Nono se confundían cada vez más para construir en Querelle un sentimiento de sumisión —y de orgullo—, pues dentro de él, el marinero se oponía seriamente al policía. Querelle se estaba fortaleciendo además con toda la fuerza de la Armada. Como pareciendo correr tras su propia forma, alcanzarla a cada instante y seguir persiguiéndola, caminaba deprisa, seguro de sí mismo, con el pie bien asentado en tierra. Su cuerpo se iba armando de cañones, de cascos de acero, de torpedos, de una tripulación ágil y consistente, belicosa y precisa. Querelle se trasmutaba en «el Querelle», destructor gigante, barco pirata, masa metálica inteligente y obstinada.
—¡Pero no ves! ¡Maricón de mierda!
Su voz desgarró la niebla como desgarra una sirena el mar Báltico.
—Es usted quien no pone…
Y súbitamente el joven correcto, zarandeado, arrojado fuera de su estela por el hombro impávido de Querelle, se dio cuenta del insulto. Dijo:
—¡Un poco de educación! ¡O enciende tus faros!
Aunque quería decir: «Abre los ojos», para Querelle la expresión significaba: «Alumbra el camino, enciende tu reflector». Se dio media vuelta:
—¿Mis faros?
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Su voz era ronca, decidida, dispuesta al combate. Comprendió que transportaba municiones. No se reconocía. Esperaba dirigirse a Mario y a Norbert —y no ya al personaje fabuloso que las virtudes conjugadas de uno y otro suscitaban—, pero en realidad se estaba poniendo bajo la protección de aquel personaje. Sin embargo, no se lo confesó a sí mismo todavía y, por primera vez en su vida, invocó a la Marina.
—Dime, encanto, ¿no me estarás buscando las vueltas? Te voy a demostrar que un marinero no se raja. Jamás. ¿Te enteras?
—Pero si no te estoy buscando nada; pasaba por aquí.
Querelle se quedó mirándole. Se sentía protegido tras el uniforme. Apretó apenas los puños y de repente sintió que acudían a los puestos de combate todos sus músculos, todos sus nervios. Era fuerte y estaba dispuesto a saltar. Le vibraban las pantorrillas y los brazos. Su cuerpo se encontraba empavesado para un combate en el que pudiera medirse con un adversario; no con este chico intimidado ante su osadía, sino con aquel poder que le había subyugado en el salón del burdel. Querelle no sabía que quería batirse
por
Mario y
por
Norbert como uno se bate al mismo tiempo por una princesa y contra los dragones. Aquel combate era una prueba.
—¿No sabes que no se hace escorar a un tío de la Marina?
Nunca se le había ocurrido a Querelle apelar a tal institución. Los marineros orgullosos de ser marineros, animados por el espíritu de cuerpo, le hacían sonreír. Le resultaban tan ridículos como los tipos duros que fanfarroneaban ante la galería y terminan en Calvi. Nunca había dicho Querelle: «Soy un tipo del 'Vengador'». Ni siquiera: «Yo, marinero francés…», pero en aquel instante, habiéndolo hecho, no experimentaba vergüenza alguna, sino que, por el contrario, se sentía reconfortado.
—Hale, vete.
Pronunció estas dos palabras torciendo la comisura de la boca hacia el lado del tipo, para dar a su fisonomía una expresión más despectiva, e inmovilizando su cara torcida esperó con las manos en los bolsillos a que el joven girara sobre sus talones. Luego, con un poco más de fuerza y severidad todavía, siguió bajando por la rue de Siam. Al llegar a bordo, Querelle sintió que había llegado la hora del acontecimiento justiciero. Una rabia súbita y violenta se apoderó de él al ver que un marinero de babor se había puesto el gorro de una manera que consideraba exclusivo patrimonio suyo. Se sintió robado al reconocer aquel pliegue del gorro, la mecha levantada cual llama que lamiera la cinta, aquel tocado, en fin, tan legendario ahora como el bonete de piel blanca de Vacher
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, el degollador de pastores. Querelle se acercó y con una mirada cruel, fija en los ojos del marinero, le dijo en tono seco:
—Ponte el gorro de otra forma.
El marinero no entendió. Algo desconcertado y vagamente asustado, miró a Querelle sin moverse. Con la mano, Querelle hizo volar la boina sobre cubierta y, sin darle tiempo al marinero a inclinarse a recogerla, rápido, vengador, le aporreó el rostro con los puños.
Querelle amaba el lujo. Sería fácil creer que se mostraba sensible a los signos de prestigio habituales y, en primer lugar, que se sentía orgulloso de ser francés y marinero, hasta tal punto es frecuente que un macho se hinche con el orgullo nacional y militar. Sin embargo, nos gustaría recordaros algunos hechos de su juventud. No porque estos hechos dominen la psicología toda de nuestro héroe, sino para hacer plausible una actitud que no es resultado de una simple elección. Consideremos antes que nada sus andares, que le caracterizan. Querelle dio sus primeros pasos en el mundo de los picaros, que es un mundo de actitudes muy estudiadas, hacia los quince años, balanceando con ostentación sus hombros, manteniendo las manos en lo más profundo de los bolsillos, haciendo oscilar los bajos de su pantalón excesivamente ceñido. Más adelante caminó con pasos más cortos, apretando las piernas, frotándose los muslos, pero separando los brazos del cuerpo como si hubiesen sido alejados por los músculos demasiado potentes de los bíceps y los dorsales. Fue después de su primer crimen cuando dio el último toque a unos andares singulares: lentos, conservando en el extremo de los brazos estirados y tiesos los dos puños cerrados delante de la bragueta, pero sin tocarla. Las piernas, separadas.
Esta búsqueda estudiada de una actitud que lo define, que impide confundir a Querelle con el resto de la tripulación, es propia de un dandismo terrible. De niño se divertía en solitarias competiciones consigo mismo, empeñándose en mear con un chorro cada vez más alto y de mayor alcance. Querelle sonríe dibujando un hoyuelo en las mejillas. Sonrisa triste. Ambigua, podría decirse, pues parece dirigirse más bien al que la emite que al que la recibe. Al haber considerado en su fuero interno aquella imagen, la tristeza que hubiera experimentado el teniente Seblon sería comparable a la de ver, entre los jóvenes miembros de un coro campesino, al más viril de todos ellos, erguido sobre sus pies toscos, sus caderas y su cuello, entonar con voz hombruna cánticos en loor de la Virgen María. Sorprendía a sus compañeros. Despertaba en ellos inquietud. Ante todo, por su fuerza y por lo singular de un comportamiento excesivamente trivial. Le veían acercarse a ellos con la ligera angustia del que mientras duerme oye detrás del mosquitero el zumbido sollozante del mosquito detenido por la gasa, irritado ante una insistencia infranqueable e invisible. Cuando leemos: «… su fisonomía tenía aspectos mudables: de feroz se tornaba dulce y a menudo irónica, sus andares eran los de un marino, y, de pie, permanecía con las piernas separadas. Este asesino ha viajado mucho…», sabemos que este retrato de Campi, decapitado el 30 de abril de 1884, fue hecho después de su muerte. Sin embargo, es exacto ya que lo interpreta. Del mismo modo sus compañeros pueden decir de Querelle: «Es un tipo raro», pues casi cada día les presenta una visión desconcertante y escandalosa de sí mismo. En medio de ellos surgía con la angulosa luminosidad de un accidente. El marinero de nuestra Armada posee una especie de candor que debe a la nobleza con que se siente apegado al Arma. Si quisiera dedicarse al contrabando, o a cualquier otro tipo de tráfico, no sabría cómo hacerlo. Torpemente, con indolencia a causa del tedio con que la lleva a cabo, realiza una tarea que nos parece piadosa. Querelle estaba al acecho. No sentía nostalgia de la vida de maleante —que no abandonaba—; por el contrario, continuaba, al amparo del pabellón francés, sus peligrosas hazañas. Durante toda su juventud había frecuentado la compañía de los estibadores y los marinos mercantes. Se sentía en sus manejos como pez en el agua.
Querelle caminó, con el rostro húmedo y ardiente, sin pensar en nada concreto. Experimentaba una vaga desazón, algo así como la ligera e imprecisa idea de que sus hazañas carecían de importancia a los ojos de Mario y de Nono, y que ellos (ambos) eran el valor supremo. Al llegar al puente de Recouvrance, descendió la escalera que conducía al muelle de embarque. Fue entonces cuando pensó, al pasar delante de la aduana, que daba demasiado barato sus diez kilos de opio. Pero lo esencial era «echarse compadres en el lugar». Caminó hasta el embarcadero para esperar allí la lancha motora destinada a llevar a los marineros y oficiales a bordo del «Vengador», anclado en la rada. Miró su reloj: las cuatro menos diez. La lancha tardaría en llegar diez minutos. Querelle se movió de un lado a otro para entrar en calor y porque la vergüenza le hacía agitarse. De repente se encontró al pie de la muralla de contención que domina la carretera que bordea el puerto y el mar, y desde la que se lanza el puente. La niebla no dejaba ver a Querelle lo alto del muro, pero por su inclinación, por el ángulo que formaba con el suelo, por el grosor y la calidad de sus piedras —detalles que captó de un golpe— se lo imaginó muy alto. La misma náusea, si bien más débil, que había conocido ante los dos hombres en el burdel, le revolvió un poco el estómago y la garganta. Sin embargo, aunque su ostentosa fuerza física, brutal incluso, se hallaba a merced de uno de esos desfallecimientos que señalan a un ser como delicado, nunca se hubiera atrevido a tomar conciencia de tal delicadeza —por ejemplo, apoyándose contra el muro—, sino que una desoladora impresión de engullimiento le llevó a replegarse un poco sobre sí mismo. Se alejó del muro, volviéndole la espalda. Ante él estaba el mar, oculto por la niebla.