Quattrocento (27 page)

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Authors: James McKean

Tags: #Fiction, #Literary

BOOK: Quattrocento
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—¿Cómo me encontraste?
—Por la tarjeta de crédito. 
—¿Qué?
Sally se encogió de hombros.
—Vale, no fue estrictamente legal. Un amigo de nuestro departamento de investigación me debía un favor. Te investigó. Así que para esto querías la madera prensada. Veinte pavos, y el tipo del reparto casi estuvo dispuesto a traerme en brazos hasta aquí.
—Te equivocaste al elegir tu trabajo.
—¿Qué quieres decir? Es lo que llaman diligencia debida. Lo hago todo el tiempo, y no sólo en el este de Nueva York. Deberías tener la puerta cerrada, ¿sabes? Estaba abierta de par en par. Podría haber entrado cualquiera.
—¿Cómo estás, Sally? —preguntó Matt, volviéndose hacia el estropicio del suelo.
—Estoy bien. ¿Qué ha pasado?
—Perdí el equilibrio. Toma —dijo, tendiéndole un lirio—. El tiempo es una flor.
—Gilipolleces —dijo ella—. El último romántico. Nunca cambiarás. Deja que te ayude.
Recogió las flores del suelo, y al mirar alrededor descubrió una lata vieja donde meterlas.
—¿Estás viviendo aquí? —preguntó, añadiendo agua del fregadero, manchado de pintura y resina.
—He estado trabajando.
—¿En qué?
Matt no respondió. Estaba mirando el libro que había aterrizado boca arriba y que yacía abierto desde que cayó el montón.
—¿Qué es eso, Matt? —preguntó Sally, sacudiéndolo por el hombro.
—Nada —dijo él, alzando la cabeza—. Es sólo una foto. 
Sally miró por encima de su hombro.
—¿Qué es eso? ¿Unos tipos jugando al minigolf? ¿Qué clase de libro es éste? —Volvió la portada, el libro todavía en manos de Matt—. El grupo de Copenhague y la física cuántica —leyó en voz alta—. Jesús. Algo ligerito para matar el rato, ¿eh? ¿Ése no es Einstein?
—Se le parece —respondió Matt. Un grupo de hombres con trajes de tres piezas sonreía desde la página, mostrando sus varas de hierro como si fueran armas de valor de días remotos. Uno de ellos tenía bigote y pelo corto, con su famoso cabello despeinado pero todavía completamente negro—. El de la izquierda que mira a los otros es Heisenberg —dijo, leyendo el pie—. Luego están Pauli, Bohr y Gamow.
Volvió a guardar silencio.
—¿Matt? —instó Sally.
—Será mejor que vuelva al trabajo.
—Y yo. Bueno, me alegro de comprobar que estás bien. Se lo haré saber a Charles.
—Cuídate, Sally —dijo Matt. 
—Tú también.
Matt la vio marcharse, pensando en que nunca la volvería a ver, y preguntándose a quién veía ella cuando lo miraba, qué pasado compartían que él ni siquiera conocía. Se sentó y se puso a leer el libro que había encontrado. Horas después, cuando hubo terminado, miró de nuevo la fotografía. Einstein, Pauli, Gamow, sobre todo Bohr y Heisenberg: los hombres que habían inventado la mecánica cuántica. Pero había otros dos en el fondo, sin identificar. Uno, con el rostro joven y despejado típico de los estudiantes, tenía un sorprendente parecido con Kamal, como podría haber sido de muy joven, sin barba. Sin embargo fue el otro, casi oculto en la sombra tras la sólida y flemática presencia de Bohr, casi de perfil y levemente borroso como si se hubiera movido, el que hizo que Matt se detuviera. No obstante, era inconfundible. Klein. Klein, tal como Matt lo había conocido, ni un día más viejo ni un día más joven.
23
Mientras esperaba en la cola para pasar por el detector de metales en la puerta de embarque de la terminal de American Airlines en el Aeropuerto Kennedy, Matt pensó en el encuentro que le había conducido a abordar un avión con destino a Estambul en vez de a Praga. La fotografía del libro le había llevado hasta su autor y un laboratorio de Princeton situado en unos terrenos tan bien cuidados que al principio confundió con un campo de golf. El autor, al principio distante y frío, se volvió más amable cuando Matt sacó el libro.
—No tengo ni idea —respondió cuando Matt le señaló a Klein en la foto y le preguntó quién era. Sin embargo, fue más útil con el hombre que estaba junto a Klein.
—Ése es Kalil —dijo.
—¿Lo conoce?
—Sí, estaba en el Instituto de Estudios Avanzados cuando fui allí. Pero de eso debe de hacer unos treinta años.
—¿Sabe dónde está ahora?
—Probablemente criando malvas. Si sigue vivo, tendrá noventa años. Lo último que oí de él fue que había publicado un estudio a principios de los ochenta.
A través del estudio, Matt consiguió relacionar a Kalil con Birmingham, donde había estado en la facultad, y después con el CERN, donde trabajó algún tiempo como profesor adjunto, y finalmente con la Universidad de Estambul, donde había trabajado hasta que se jubiló, hacía diez años. Tras descubrir que todavía constaba como profesor emérito, Matt decidió correr el riesgo y tratar de encontrarlo en persona. No tenía ni idea de qué podría decirle, pero estaba junto a Klein en la foto, y la sola posibilidad de que hubiera alguien vivo que hubiera conocido a su amigo fue suficiente para que Matt emprendiera el viaje. Si no conseguía encontrarlo, siempre podría hallar formas de volver a su destino original: Praga, y la Fundación Fleigander, cuya dirección figuraba en la caja que traía el último cuadro de la golondrina. Por si estaba allí de verdad, había llamado al número que encontró en varios directorios telefónicos de Internet, pero al igual que con el número de Klein, el teléfono sonó una y otra vez pero nadie respondió.
Matt, el siguiente en la cola, atravesó la puerta, e inmediatamente empezó a sonar el agudo timbre de alarma.
—Por favor, vuelva atrás y vacíe los bolsillos —dijo la guardia.
Después de dejar las monedas y las llaves en la bandejita, Matt volvió a atravesar la puerta. Volvió a sonar la alarma.
—Pase por aquí, por favor —dijo la guardia, mientras se acercaba otra vez—. ¿Tiene alguna placa metálica de alguna operación? —preguntó, pasando una vara lectora por las piernas y los brazos de Matt.
—No.
La vara empezó a zumbar cuando pasó sobre la cintura de Matt.
—Quítese la chaqueta, por favor —dijo la guardia, súbitamente seria.
—¿La chaqueta? —preguntó Matt, obedeciendo. Era su vieja chaqueta de tweed, la que usaba desde hacía años.
Un soldado de la guardia nacional vestido de uniforme, que los había estado observando desde su puesto, no devolvió la sonrisa de disculpas que Matt le dirigió mientras la guardia palpaba el dobladillo de la chaqueta y luego metía la mano en uno de los bolsillos.
—Tiene un agujero en el bolsillo —dijo, y fue palpando con la mano hasta encontrar lo que estaba buscando. Sacó la mano—. Qué bonito — exclamó—. No vaya a perderlo —añadió, entregando a Matt un pequeño alfiler.
Matt dejó oscilar la compresa en su mano. Los tres lirios, azules y amarillos, chispeaban en su engarce de oro, unidos por un cordón de plata. La chaqueta, recordó mientras la guardia se la entregaba, la llevaba puesta el día de la conferencia de prensa, el día que Anna fue revelada al mundo.
La quejumbrosa llamada a la oración del muecín, amplificada, subía y bajaba sobre los polvorientos tejados y callejones de la vieja medina de Estambul, recorriendo la empinada cuesta de la mezquita musulmana hasta las aguas turquesa del Cuerno Dorado, lleno de barcos y ferris. Después de una hora de abrirse paso por calles congestionadas de tráfico e interminables enjambres de gente, sintió alivio ante el silencio que reinaba en la casa cuando atendieron al timbre y la criada cerró la puerta tras él. Se quedaron en el vestíbulo, refrescado por el suelo de baldosas, las paredes de escayola y el ventilador del techo, mientras Matt explicaba su intrusión, y la expresión estoica de la mujer le hacía parecer a sus propios oídos como un vendedor ambulante soltando su rollo. Había tratado de llamar mientras venía desde Nueva York, pero sin conseguirlo. El jefe del departamento de la universidad le había dado amablemente su dirección. ¿No había llamado? Había dicho que lo haría...
Matt se detuvo finalmente al darse cuenta de que la expresión de la mujer no era de escepticismo, sino de incomprensión. No hablaba ni una palabra de inglés.
Matt empezó a darle su nombre, pero se detuvo.
—Johannes Klein —dijo.
La criada desapareció en los recovecos de la casa. Cuando estuvo de vuelta, Matt la siguió por un largo pasillo, dejando atrás habitaciones ocultas tras oscuras pantallas de madera tallada, hasta llegar a un largo porche cubierto que daba a un jardín que, aunque pequeño, era lo bastante grande como para apagar cualquier sonido de la ciudad más allá de sus muros. La criada lo condujo por unas escaleras hasta un bosque en miniatura, una profusión de flores de brillantes colores, rojas y amarillas y de un púrpura luminoso, bajo las ramas en arco de palmeras y helechos.
Vestido con un traje de lino impecablemente planchado, Kalil lo miró desde debajo del ala de un sombrero Panamá. El terso rostro de la fotografía, arrugado entonces sólo por una sonrisa, se había convertido en la geología de toda una vida. Sus manos, una de las cuales sostenía un cigarrillo que soltaba una leve espiral de humo azul, eran morenas y secas y estaban profundamente surcadas de venas, pero los ojos negros que observaban a Matt brillaban con una vitalidad concentrada, como un oasis en medio del desierto.
Después de oír la presentación de Matt, le indicó una silla.
—¿Un cigarrillo? —le ofreció mientras se sentaba, y señaló el paquete de Lucky Strike, medio vacío, que había en una mesa junto a él.
—No, gracias —declinó Matt, sorprendido de cómo había envejecido el hombre y advirtiendo que había esperado que Kalil, como Klein, siguiera teniendo la misma edad que en la foto, tomada hacía casi setenta años. Pero había seguido a Kalil a través del tiempo, mientras que a Klein sólo lo había conocido en el presente, sin un pasado donde ubicarlo. O un futuro, como empezaba a parecer—. Tengo que pedirle disculpas...
—En absoluto —dijo el hombre—. No esperaba que usted fuera a ser Klein. Era un anciano cuando lo conocí. Pero utilizó usted su nombre, obviamente para llamar mi atención. ¿Por qué?
Matt rebuscó en el bolsillo interior de su chaqueta y sacó la foto que había arrancado del libro antes de partir.
—Qué curioso que yo pensara que era viejo —dijo Kalil, mirando la foto a través de una lupa que había tomado de la mesa—. Ahora parece tan joven... Sí, recuerdo muy bien ese día. ¿Fue en Tivoli? Le gané a Bohr. Él tendría que haber ganado, pero estaba más interesado en perfeccionar su swing. Una singular manera de ver la vida, concentrar tu atención sólo en las cosas que no puedes hacer y no conoces, pero así era él —rió—. Era un maestro terrible. Nunca quería hablar de nada de lo que sabía, sólo de las cosas que no sabía. Y ahí está el querido Walter. Herr Doktor Heisenberg no tenía ese problema. Si él no entendía algo, es que no se podía entender. Era nuestro contable, y lo llevaba todo en la cabeza. ¿Es usted historiador? —preguntó—. ¿Me he convertido en parte de la historia? Una nota al pie, sospecho.
—Estoy interesado en Klein. Era amigo mío, y ha desaparecido.
—Tenía esa costumbre. Era un hombre interesante por el que interesarse. Trabajó con Rutherford en McGill, y más tarde en Manchester. Allí es donde conoció a Bohr, que en aquella época era ayudante de Rutherford.
—Lo conocí en Nueva York.
—¿Está seguro de que era él?
Matt reflexionó. No había duda de que Klein era el hombre que había conocido. Pero Rutherford fue profesor en McGill antes de la Primera Guerra Mundial, así que para que Klein hubiera trabajado con él debería haber tenido ciento veinte años cuando Matt lo conoció. Y sin embargo Kalil no había dicho que fuera imposible. Simplemente le había preguntado a Matt si estaba seguro de que era él. Matt rebuscó en su bolsillo y sacó la otra fotografía que había traído.
—Klein estuvo allí ese día —dijo Kalil, viendo despegar el gracioso aeroplano—. Era el hombre de intereses más vastos y variados que he conocido en mi vida. Era doctor en medicina, patólogo, y también un fotógrafo excelente, y además músico. Pilotaba aviones. Tenía una de esas locas máquinas que no eran más que motores voladores, con las alas gordas, que daban círculos y más círculos, asustando de muerte a todos los que estábamos debajo. —Se estremeció al recordar.
—Tengo que encontrarlo —dijo Matt.
—Señor O'Brien, me temo que estoy destinado a decepcionarlo. Espero que tenga tiempo para comprar una alfombra mientras está en la ciudad. Tal vez un bonito kilim. Conozco al hombre adecuado, y al menos no pensaré que le he fallado por completo. Pero Klein... —suspiró, encogiéndose de hombros—. No lo he visto desde la guerra. He oído decir que los americanos se lo llevaron. No lo obligaron, ¿sabe? Ése no es su estilo. Supongo que le hicieron una oferta que no pudo rehusar, como suele decirse. Siempre me ha parecido divertido que la sabiduría general es que fuera la típica conducta de los nuevos ricos, lanzar dinero alrededor como si nadie conociera su valor. Estoy hablando de los norteamericanos. Individualmente, quizá sea así, pero como cuestión de política nacional, en realidad es diabólicamente ingenioso. Podría considerarse que es una inversión extraña de la manera tradicional de ejercitar el poder, enriquecer innecesariamente a tus súbditos, cuando podrías entrar y llevarte lo que quisieras. Después de la guerra, ¿quién podría haberle dicho que no a los norteamericanos? Podrían haberse llevado lo que se les antojase. Pero apoderarse de las cosas de esa forma causa resentimiento, y el resultado, como hemos visto tantas veces, es que tarde o temprano la víctima aparece en tu puerta, dispuesta a luchar para llevarse lo que le hubieras quitado. Pero cuando la transacción es comercial, el acto de sumisión es voluntario, y por tanto completamente castrante. No, pagar por ello es el perfecto ejercicio del poder: tienes lo que quieras, y tu oponente, por su propio acto de complicidad, no puede objetar nada. Pero ése es el detalle sublime: al pagar con creces, demuestras que el dinero carece esencialmente de significado.
»Sin embargo, en el caso de Klein, cualquier intento de comprarlo habría sido risiblemente innecesario. Aparte de que no tenía ninguna necesidad de dinero, de todas formas habría ido. Klein... ¿cómo se dice? Siempre estaba donde estaba la acción, y era evidente que el futuro se encontraba en su orilla del Atlántico. Mis disculpas —añadió Kalil—. Me olvidaba de que es usted norteamericano. Pero ahora parece que todo el mundo lo es. Todos nuestros aforismos están sacados de las películas. Lo que antes era “plus ça change, plus c'est la même chose”, ahora es “Volveré”.

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