—Es magnífica —dijo Matt, mirando al halcón.
—La mejor cazadora que he tenido jamás —respondió Leandro, acariciando suavemente el pecho del halcón con un dedo—. Se llama Atenea.
—Un halcón zahareño —aventuró Matt.
Aunque nunca había practicado la cetrería, sus estudios a lo largo de los años le habían permitido conocer el deporte más popular de la época. Cuando al zahareño se le capturaba adulto, tenía un estilo y una ferocidad que nunca podrían igualar los que eran sacados del nido o recién nacidos. Entrenar a uno requería infinita habilidad y paciencia, y el ave desaparecía a menudo cuando al fin se la soltaba, pero Matt había visto lo suficiente a Leandro para saber que nunca habría utilizado a otra ave que no fuera un zahareño.
—Sí. Tardé tres semanas en domarla, pero ha merecido la pena cada minuto. La semana pasada cazó una garza ella sola. —El grupo de plumas de la capucha del halcón se agitó cuando el animal ladeó la cabeza a uno y otro lado —. ¿Qué cazáis vos? —le preguntó Leandro a Matt.
—No cazo.
—¿No practicáis la cetrería? —preguntó Leandro, asombrado.
—En mi país no es costumbre.
—¿Qué hacéis entonces?
—¿Como deporte?
—Sí.
—Practicamos el golf.
—¿El golf? Nunca he oído hablar de eso. ¿Cuál es la presa? —preguntó Anna, volviendo la mirada hacia Matt desde el matorral donde los criados habían desaparecido con sus armas de fuego para echar a volar a las presas.
Estaba junto a Leandro, montada en una yegua blanca como la leche, y llevaba un pequeño halcón gris, un raro cernícalo, posado en el grueso guante amarillo que le protegía el brazo. Su capa, de un tono azul casi violeta que hizo pensar a Matt en Mantegna y los frescos de Mantua, le dejaba al descubierto los hombros. Sin ningún cinturón bajo el corpiño, el oscuro vestido rojo caía en pliegues abiertos desde el cuello cuadrado, las mangas con aberturas y atadas para mostrar la blanca camisola de debajo.
—No hay ninguna —respondió Matt—. Se usa un palo para golpear una pelota en un campo de hoyos. Cada persona tiene su propia pelota y un juego de palos. Gana el que con el menor número de golpes mete su pelota en los hoyos.
—¿Eso es un deporte? —preguntó Leandro.
—¿A qué distancia están los hoyos? —preguntó Anna.
—Más o menos la anchura de este campo, a veces más. Hay dieciocho.
—¿Por qué dieciocho?
—No lo sé —respondió Matt—. Tradición.
—Lo cual es decir lo mismo dos veces —dijo Anna—. Como una oruga que se convierte en mariposa... ¿Cuándo el humilde «no lo sé» se metamorfosea en la grandiosa e infinitamente más respetable «tradición»? ¿Juegan las mujeres?
—Es un juego que requiere paciencia, concentración, finura, y extraordinaria forma física y control. Las mujeres destacan en su práctica.
—Me gustaría probarlo —dijo Anna.
—Parece una diversión agradable, muy adecuada para las mujeres — dijo Leandro.
Sus caballos se encontraban en un gran prado de hierba alta y salpicada de flores silvestres. El duque, al otro lado de Anna, escuchaba al hombre a caballo que tenía al lado, quien gesticulaba con una mano al hablar. El hombre tenía el pelo negro y liso, hasta los hombros, barba puntiaguda y acentuados rasgos aguileños. Su sombrero era una retorcida serpiente de satén, con bandas de rojo y azul brillante rematadas por una borla de oro. Kamal al-Rashidiyah, vestido con las largas túnicas blancas de un príncipe árabe, era un emisario del rey de Persia ante el Papa, según le había explicado Rodrigo a Matt. Había hecho un alto en Urbino para conferenciar con el duque antes de continuar su viaje a Roma. Tras el duque se encontraba su guardia de honor, los pendones ondeando con la suave brisa en lo alto de sus lanzas de plata.
Un brillante montón de plumas brotó de entre los matorrales tras una serie de estampidos surgidos del bosque. Desde donde estaban pudieron oír el batir de las alas de un faisán cuando alzó el vuelo. El duque descubrió rápidamente la capucha de la enorme ave que descansaba en su guante y soltó la correa. El gerifalte, el halcón más grande de su especie, con sus enormes ojos de un amarillo sin fondo, arqueó las alas y despegó con un poderoso salto, obligando al duque a retirar el brazo extendido. Con las correíllas de cuero colgando de sus patas, se alzó despacio al principio y luego, con velocidad creciente, fue trazando círculos cada vez más altos hasta que en pocos segundos se convirtió en un puntito en el cielo.
El faisán había cruzado la mitad del prado, alejándose del grupo que todavía permanecía a caballo, observando el cielo, cubriéndose los ojos con las manos. Justo cuando Matt encontró al gerifalte, pivotando en un tenso círculo, el ave plegó las alas e inició su descenso en picado. Fue haciéndose más grande a medida que caía, y se abalanzó como un ángel vengador hacia el faisán que aleteaba desesperado en busca de la seguridad del lejano bosque. El halcón lo alcanzó con un golpe que pudo oírse desde donde ellos estaban, sobrepasándolo en un destello de blanco antes de remontar inmediatamente el vuelo. Sus fuertes alas batieron hacia arriba mientras el faisán caía fuera de control hacia el campo verde, dejando tras de sí unas cuantas plumas sueltas. Y entonces, antes de que los hombres pudieran parpadear siquiera, el gerifalte lo golpeó otra vez, un golpe de muerte que hizo que el faisán cayera como una piedra, sus brillantes plumas desperdigándose como flores silvestres. Uno de los criados corrió a recoger el ave caída.
—Rodrigo me ha dicho que sois un artista — le dijo Federico a Matt.
—No, excelencia —contestó Matt — . Siento un gran amor hacia el arte, pero disto mucho de ser un artista.
—¿Habéis viajado por los Países Bajos?
—Un poco.
—¿Estáis familiarizado con la pintura de Van Eyck?
—Mucho —dijo Matt—. La que tenéis en vuestra biblioteca de Gubbio es la mejor que he visto.
—Mirad —exclamó una de las damas que acompañaban a Anna, señalando al cielo—, allí está otra vez.
— Es ese maldito milano —gruñó Leandro, al tiempo que un murmullo se extendía por el grupo.
Matt escrutó el cielo. El gerifalte había vuelto a ascender hasta convertirse de nuevo en una diminuta media luna en el cielo. Pero una segunda ave, aún más grande, trazaba círculos sobre el halcón. Enorme y negra, con grandes alas caídas, cabalgaba en la corriente de aire cargado de perezosa amenaza.
—Me fascina la sorprendente profundidad de sus colores —dijo el duque, contemplando al pájaro. El gerifalte trataba de ganar altura sobre la otra ave.
—Un pájaro hermoso —coincidió Leandro.
—Me refería a Van Eyck —dijo el duque—. Sus pigmentos. Me encantaría saber cómo los conseguía, pero me temo que el secreto murió con él.
—No hay ningún secreto —replicó Matt—. Usaba sólo la mejor calidad, pero es el mismo azul ultramarino o bermellón que podéis encontrar aquí.
Las dos sombras diminutas en el cielo se fundieron, sólo para separarse inmediatamente, una de ellas vacilante. Las patas extendidas, las alas ampliamente arqueadas, recorrieron el cielo, juntas y separadas. Pequeños trayectos en picado, en nada parecidos al largo ataque al faisán, fueron seguidos por un rápido batir de poderosas alas a medida que cada ave buscaba las alturas.
—Me resulta increíble —dijo el duque.
—Piero los usa con profusión —dijo Matt, refiriéndose al pintor de la corte del duque, Piero della Francesca—. Pero su excelencia bien lo sabe, pues paga sus materiales.
—Cierto —replicó el duque con una risotada—. La factura por el azul ultramarino fue escandalosa. Más que por barras de oro, onza por onza. Me negué a pagarla. Pero el azul de Piero no tiene nada que hacer con la claridad o el brillo de Van Eyck. En realidad, ninguno de sus colores puede rivalizar. ¿Cómo lo conseguía?
—Estaba en la aplicación —dijo Matt.
—¿Cómo es eso? —preguntó Anna—. ¿Qué hacía?
—No era sólo una cosa. Era todo. El óleo, los esmaltes, el fondo... cada paso.
El ave más grande se alzaba cada vez con más frecuencia, golpeando a la otra con creciente audacia. Ahora imperaba el silencio, mientras el grupo se concentraba en la lucha en las alturas. El milano golpeó varias veces al gerifalte. El último golpe bastó: el ave blanca cayó dando vueltas, con las alas extendidas, hacia el lejano prado. Fue creciendo cada vez más, ganando velocidad en la caída, empujada por un último ataque violento de la otra ave. El gerifalte chocó contra el suelo, un montón de plumas blancas que permaneció inmóvil en la brillante hierba verde. El milano remontó el vuelo, ladeando casi desdeñosamente un ala antes de perderse en las alturas.
—Por favor, continuad —dijo el duque, aparentemente imperturbable pese a la pérdida de su ave.
Al oír el tintineo de los cascabeles de los halcones, Matt se volvió a tiempo de ver cómo Atenea despegaba del brazo de Leandro. Sus graciosas alas fueron acercándola cada vez más hacia la distante coma del milano, que daba vueltas en las alturas.
—Hay que considerar cómo la luz ilumina la pintura —dijo Matt—. La témpera es opaca. La luz ilumina el color y rebota. Lo que veis es lo que hay. En cambio, el óleo es como un prisma de cristal. La luz atraviesa el óleo y luego se refracta, rompiéndose en un arco iris de colores. Es como la diferencia entre una sola nota y un acorde.
—Pero Piero utiliza óleo —dijo el duque—, y sus pinturas no se parecen en nada a Van Eyck.
El halcón zahareño había alcanzado ya al milano, al que atacó sin pérdida de tiempo, un primer golpe y luego una rápida zambullida. El milano se recuperó, y las dos aves danzaron en el cielo, persiguiéndose mutuamente. El zahareño aprovechó su mayor agilidad, golpeando al pájaro mayor y escapando, permaneciendo cerca mientras el milano trataba de encontrarlo. La multitud vitoreó, anticipando la muerte.
—Eso es porque es un pintor de témpera. Como Botticelli, o Lippi, o Ghirlandaio. Todos utilizan el óleo, pero en el fondo son pintores de témpera. Modelan una figura y luego usan el color para rellenar los contornos. Van Eyck modela con esmaltes. Con la base. ¿Sabéis cómo son las figuras de Piero? ¿O de Botticelli? Dejan el fondo blanco y ponen los colores encima. En cambio Van Eyck colorea el fondo. Entonces pone capas de esmalte, las construye, crea una figura de sombra y luz.
El milano se había separado y volaba libre, seguido a corta distancia por el zahareño. De repente, el ave negra batió las alas, retrasándose, y giró sobre la punta de un ala. El zahareño, desprevenido, la sobrepasó, incapaz de detenerse, y el milano cayó sobre él con toda su furia. Un segundo más tarde el milano daba vueltas, solo en el cielo, y el diminuto bulto que había sido el zahareño caía a tierra.
Matt miró a Leandro. Sin expresión ninguna en el rostro, vio caer al ave hasta que golpeó el suelo y desapareció entre la alta hierba del otro lado del prado.
—Una lástima —dijo Anna—. Peleó bien.
—En efecto —replicó Leandro, reconociendo su comentario con una leve inclinación de cabeza.
Al-Radishiyah se inclinó hacia delante y le dijo algo al duque, que asintió. El árabe se dio entonces la vuelta hacia su asistente y chasqueó los dedos.
El hombre corrió hacia la jaula cubierta, recogió un ave y se la trajo. El halcón se posó en la mano del hombre, que le habló para tranquilizarlo mientras le quitaba la caperuza. Era casi tan grande como el gerifalte, de un marrón oscuro moteado, con vetas negras y ojos penetrantes que contemplaron al grupo, buscando una presa.
—¡Un sacre! —exclamó Orlando. Matt se volvió hacia el niño, sentado con su amigo Cosimo en unas monturas más pequeñas, tras el grupo principal. Los dos niños tenían los ojos como platos, el rostro brillante de nerviosismo. Orlando llevaba un pequeño azor, encapuchado y tranquilo, sobre su muñeca—. El gran halcón del desierto —le explicó a Matt, orgulloso de mostrar su conocimiento.
—Siempre he querido ver uno —replicó Matt, cuidando de no dejar traslucir que ya sabía lo que era un sacre. Se volvió hacia Leandro, que también miraba al niño. Al sentir los ojos de Matt sobre él, Leandro desvió la mirada y encontró la suya, sonriendo ante el ingenuo entusiasmo del chiquillo, pero no antes de que Matt pudiera ver un atisbo de lo que había en su rostro: la misma expresión del sacre, calibrando a su presa.
El gran halcón agitó las patas, flexionando los largos espolones curvos mientras arqueaba sus alas. Abrió su cruel pico ganchudo y dejó escapar un ronco alarido. Kamal soltó la correa de las negras pihuelas trenzadas. Con un rápido brinco, el ave ascendió al cielo.
—Para tratarse de alguien que no es artista, parece que sabéis muchísimo de pintura —dijo Anna.
—Gracias, contessa —replicó Matt con una inclinación de cabeza—. Pero saber y hacer son dos mundos distintos. También sé cómo vuelan los pájaros, pero yo no puedo hacerlo.
—No hay ningún misterio en eso —dijo Leandro—. Nosotros tenemos piernas, ellos tienen alas. Todo el mundo lo sabe.
—Siempre me he preguntado cómo permanecen en el aire —dijo Anna—. Mirad el milano: no mueve las alas, y sin embargo permanece flotando. Incluso puede elevarse más, sin ningún esfuerzo. ¿Cómo es posible eso?
—Se desliza —replicó Leandro—. Como una hoja arrastrada por el viento.
—Creo que el milano es un poco más pesado que una hoja —dijo Anna.
—Tenéis razón —terció Matt—. Los pájaros se elevan usando las corrientes ascendentes de aire. Columnas de aire calentadas por el sol. Pero no es así como permanece flotando, como está haciendo el milano.
—¿Y cómo es capaz de hacer eso? —preguntó Anna.
—Por la forma del ala y cómo fluye el aire a su alrededor.
—¿Qué queréis decir? —preguntó el duque, posando su ojo bueno en Matt.
—El ala es curvada —dijo Matt—. Así —encogió la mano—. El aire fluye alrededor. Hace falta más tiempo para que el aire llegue a la parte de arriba. Esto crea un vacío aquí, debajo; el aire acude, como el agua bajo un bote, y lo eleva.
Matt no estaba seguro de haberlo explicado bien: había pasado mucho tiempo desde que estudió física en el instituto. Pero era bastante parecido, y no creía que hubiera ningún ingeniero aerodinámico cerca para contradecirlo en los detalles.