Ni que decir tiene que, con la inminente celebración, numerosos nobles de Qualinost habían decidido encargar trabajos al enano, que
sin falta
tenían que estar terminados para antes de la ceremonia de mayoría de edad de Porthios. Flint había aceptado los encargos, pero había dado a todos la misma contestación: estaba ocupado con un trabajo para el Orador de los Soles y, aun sintiéndolo mucho, no podría ocuparse de nuevos proyectos hasta despues del
Kentommen. No
se habían quedado muy contentos, por supuesto, pero los elfos de Qualinost habían aprendido hacía tiempo que Flint Fireforge, aun siendo sin lugar a dudas el mejor artesano del metal de la ciudad, también era más terco que una mula, y ninguna súplica o amenaza lo harían cambiar de opinión.
Flint tenía ante sí los dos discos que conformarían el medallón; estaba cincelando con cuidadoso esmero la placa de oro delantera, valiéndose de un martillo pequeño y un fino cincel. Examinó con ojo crítico el resultado; el cincel dejaba en las formas unos bordes irregulares y el efecto le gustaba bastante, sobre todo en la silueta de los árboles.
—Lo que no es mala cosa, habida cuenta de que no queda tiempo de rehacerlo —musitó.
Fue entonces cuando la puerta se abrió, la campanilla repicó y el arrogante señor elfo asomó por el umbral.
—Enano, requiero tus servicios —anunció Tyresian.
Tomándoselo con calma, Flint tapó las piezas del medallón con la hoja del diseño, alzó la vista del banco de trabajo y dedicó una sonrisa al noble que más semejaba la mueca de un perro al enseñar los dientes.
—Adelante, Tyresian, toma asiento —invitó, señalando con el cincel el banco de piedra.
De seguir el protocolo cortesano, Flint debería haberse puesto en pie al entrar en el cuarto un noble elfo, si bien Solostaran y él hacía tiempo que pasaban por alto tales formalidades cuando el Orador lo visitaba en su taller a solas. No obstante, Tyresian enrojeció, molesto por el desaire. El hecho de que el noble no protestara por ello hizo comprender al enano que Tyresian tenía un gran interés en sus servicios. Aquello arrancó otra sonrisa a Flint.
—¿Qué servicio es el que «requieres»? —preguntó con actitud inexpresiva mientras se recostaba en el respaldo de su silla. Señaló de nuevo el banco con su cincel—. Toma asiento.
Tyresian parecía dudar entre sentarse donde le indicaba el enano —lo que daría la impresión de que era un subordinado que obedecía órdenes— o permanecer de pie, cosa que también lo haría aparecer como un inferior. Salió del compromiso paseando de un lado a otro del taller, sin detenerse en ningún momento el tiempo suficiente para dar ocasión a Flint de que le indicara de nuevo que se sentara. Tras deambular con actitud insolente por todo el cuarto examinando con descaro el lecho, el baúl tallado, la forja y el resto del equipo, Tyresian desenvainó su espada corta y la presentó, con la empuñadura por delante, al enano.
Sin decir una palabra, Flint cogió el arma y la examinó. Era una espada ceremonial para llevar en actos oficiales, adornada con incrustaciones de esmeraldas y adularias opalescentes, o piedras de luna, engarzadas en acero. De venderse el arma, una familia se habría mantenido durante ocho meses con el dinero obtenido.
—Poco práctica para la batalla —comentó Flint.
—Es para actos oficiales —dijo Tyresian con altivez.
—Como, por ejemplo, el
Kentommen
de Porthios Kanan —añadió el enano.
El noble asintió en silencio.
Flint reanudó la inspección del arma. La madera de la empuñadura se había partido de mala manera; parte de la incrustación de acero se había soltado, y faltaba una de las gemas, una esmeralda, supuso el enano, a juzgar por la forma del hueco. No era una reparación sencilla; para hacer bien el trabajo, habría que reconstruir toda la empuñadura, lo que llevaría una semana dejando de lado cualquier otro encargo.
—Tardaría siete días, y no la tendría terminada a tiempo —declaró por último Flint.
El noble se puso furioso y sus azules ojos centellearon, pero mantuvo un tono de voz tan comedido como el del enano.
—Faltan siete días para el
Kentommen,
maestro Fireforge.
—Estoy ocupado con otro trabajo.
—Entonces déjalo y ocúpate de éste —indicó Tyresian con soberbia.
Flint devolvió la espada corta al noble.
—Quizás encuentres otro artesano que pueda repararla —dijo.
—Pero...
La llegada de tía Ailea y Tanis cortó la protesta de Tyresian. La anciana partera vestía ropas de llamativos colores, como era habitual en ella: camisa holgada de rayas amarillas y azules, falda fruncida y zapatillas de un fuerte tono rojo, todo ello con bordados de margaritas amarillo pálido. A su lado, Tanis casi pasaba inadvertido con su camisa y pantalones de color tostado. En medio, desequilibrado a causa de la gran diferencia de estatura entre la partera y el semielfo, acarreaban un gran cesto de mimbre lleno a rebosar con mazorcas. En la otra mano, Tanis llevaba un plato pequeño con un cuenco puesto boca abajo. Se detuvieron en el umbral y, con los ojos entrecerrados por el deslumbrante sol del mediodía, escudriñaron la penumbra del taller.
—¡La comida, Flint! —anunció Ailea—. ¡Maíz recién cosechado!
—Con mantequilla fresca —añadió Tanis, mientras alzaba el plato.
Entonces Tyresian avanzó hasta el rectángulo de luz de la puerta, y desapareció la expresión alegre en los rostros de los recién llegados.
—Vaya, qué casualidad —comentó el noble cruzándose de brazos y mirándolos de arriba abajo—. Dos asesinos haciéndose compañía. ¿Comparando notas, quizá? La ventaja entre acertar con una flecha en el pecho de lord Xenoth, y, digamos, dejar morir de parto a mi madre. Oh, lo había olvidado, Tanis. Ailea también dejó que tu madre muriera, ¿verdad?
El rostro de la anciana, tostado por el sol, palideció; se llevó la mano a la boca para contener un gemido. Avanzando hacia Tyresian con actitud amenazadora, Tanis soltó el asa del cesto y dos mazorcas cayeron rodando por el suelo.
Flint se apresuró a interponerse entre los dos hombres, de espaldas a Tanis, con una mano empujando al semielfo hacia el exterior y la otra puesta en el pecho de Tyresian. Cuando habló, había tanta calma en su voz que asustaba.
—Márchate, elfo —le ordenó a Tyresian, escupiendo literalmente las palabras—, o te haré una demostración de lo que puede ocasionar un avezado guerrero.
—¡Tú...! —bramó Tyresian.
—Yo he peleado con ogros —lo interrumpió Flint—. Tú, a pesar de los aires que te das, no tienes experiencia militar. Es fácil amenazar a una anciana y a un joven que en estos momentos no está en situación de remover mas las aguas revueltas de Qualinost retándote a una pelea. ¿Te parece bien desafiarme a mí en su lugar?
Tyresian miró al enano y pareció reparar, por primera vez, en el hacha de guerra que, a saber cómo, había aparecido en la mano derecha de Flint. El mango estaba lleno de muescas y golpes, pero las runas de poder grabadas en la hoja relucían con la luz del sol, y el filo era lo bastante aguzado para hendir la armadura más resistente.
El noble cambió de actitud y relajó la tensión.
—No olvides nunca, lord Tyresian, que fuiste tú quien sugirió que los cazadores saltaran el barranco y dejaran a Xenoth (y a mí, dicho sea de paso) a solas en la otra orilla, sin protección —añadió el enano. Tyresian empezó a protestar, pero Flint le agarró el brazo y apretó con fuerza—. Fuiste tú quien dejó tres personas a merced de un monstruo lo bastante poderoso para acabar con ellas en un abrir y cerrar de ojos —prosiguió con un tono poco más alto que un susurro, pero que resultaba autoritario por su intensidad—. Desde mi punto de vista, eres el mayor responsable de la muerte del consejero del Orador. Ciertamente, más culpable que el semielfo, que actuó para salvar, no sólo su vida, sino la de todos nosotros.
Como si el pequeño taller no estuviera ya bastante abarrotado con los presentes, Miral eligió precisamente ese momento para aparecer por el sendero que conducía desde la calle a la casa. Sin embargo, ninguno de los cuatro personajes involucrados en el drama que se desarrollaba en el umbral reparó de inmediato en la figura encapuchada del mago. Miral salió a un lado del sendero y aguardó.
—Y ahora, márchate, Tyresian —ordenó Flint—. Y no lo olvides: aunque nunca he expuesto al Orador mi teoría sobre la muerte de lord Xenoth, nada me impide ponerlo al corriente en el momento que lo considere oportuno. Sospecho que omitiste esa parte en el «informe» que le presentaste después de que Tanis hubo acabado con el tylor.
Haciendo un gran esfuerzo para controlarse, Tyresian apartó a Tanis de un empujón y salió al exterior pasando junto a Miral; el trío lo observó mientras se alejaba. Por fin, los tres amigos repararon al mismo tiempo en la presencia del mago, y Flint lo invitó a pasar al taller. Consciente de lo sensibles que eran a la luz los ojos de Miral, el enano cerró la puerta a sus espaldas y entornó las contraventanas. Entretanto, tía Ailea encendió la lumbre y puso a calentar una olla con agua, mientras Tanis se ocupaba de pelar las mazorcas. A pesar de que a los tres se les había quitado el apetito, se pusieron manos a la obra con los preparativos de la comida, con la evidente esperanza de recobrar la jovialidad que había echado a perder el incidente.
Miral explicó en pocas palabras el motivo de su visita; una de las planchas de una caja metálica en la que guardaba componentes mágicos se había soltado y los polvos se habían esparcido por el corredor donde estaban sus aposentos.
—Sé que estás muy ocupado, maestro Fireforge, pero confío en que dispongas de un rato para arreglarla —dijo Miral a la vez que extendía la mano y mostraba una caja del tamaño de la palma.
Flint la cogió. Era de plata, y la reparación parecía sencilla; un remache en el ángulo sería suficiente para fijar la pieza suelta. La caja estaba muy decorada, y los grabados de dragones, minotauros y formas geométricas disimularían el pequeño remache. Flint se puso manos a la obra, dejando temporalmente el medallón del Orador, mientras que Ailea y Tanis preparaban el maíz tierno.
El mago apenas habló, hecho que Flint atribuyó al cansancio por la falta de sueño. Todo el mundo en palacio debía de estar muy ocupado hasta altas horas de la noche con los preparativos de la ceremonia.
—¿Los Enanos de las Colinas celebráis
Kentommens? —
preguntó Tanis a Flint, que movió la cabeza asintiendo.
—Lo llamamos Día de Barba Cerrada, pero no es una ceremonia tan complicada como ésta —dijo el enano—. ¿Qué tareas te han asignado a ti, Miral?
Mientras hablaba, Flint horadó un pequeño agujero en el fino metal con un punzón. El mago, sentado en el baúl tallado, levantó la vista.
—Ninguna relacionada directamente con la ceremonia. Pero me han encomendado la coordinación del personal encargado de los preparativos del
Kentommen
y planear espectáculos y diversiones para los tres días que durará el evento.
—¿Lo que incluye...? —inquirió Tanis desde su puesto junto la lumbre.
Miral esbozó una sonrisa cansada. Tenía los ojos enrojecidos, un extraño contraste con los iris casi incoloros.
—Cinco docenas de costureras que bordan infinidad de estandartes. —En efecto, las banderas ya empezaban a aparecer colgadas a lo largo de las principales vías públicas de Qualinost—. Y otras tres docenas de espadachines que preparan una exhibición de destreza con armas, cuyos entrenamientos me causan pavor. Me sorprende que hasta ahora ninguno haya terminado cortado en pedacitos, y aún me sorprenderá más si el mosaico de Kith-Kanan en el anfiteatro del Gran Mercado no se mancha de sangre antes de que todo esto haya acabado.
Flint dirigió una mirada compasiva al mago mientras éste continuaba con su relato.
—Luego están los diez juglares y los veinte cómicos que han tomado el palacio al asalto —protestó—. ¿Os imagináis el alboroto? También hay catorce acróbatas, uno de los cuales quiere realizar su número de funambulismo sujetando un extremo del cable a ciento veinte metros de altura, y la otra punta ¡en lo alto de la Torre del Sol!
—No se lo permitirás, desde luego —comentó Ailea mientras sacaba una mazorca ya cocida del agua hirviendo.
—Por supuesto que no —se escandalizó Miral, que al punto comprendió que la anciana estaba bromeando—. Pero no basta con decir que no. Cada elfo expone cien razones por las que su caso es distinto de los otros, y por las que debería permitirle realizar algo que nadie más es capaz de hacer. —El mago se recostó en la pared con actitud cansada—. No he dormido más de tres horas seguidas desde hace dos semanas.
—¿Te apetece comer con nosotros y después echarte una siesta? —propuso Flint a la vez que señalaba el lecho—. Nosotros tres podemos ser un grupo muy silencioso cuando nos lo proponemos.
—Gracias, pero no me es posible. Tengo que reunirme con una compañía de cantantes. Quieren que les explique por qué no pueden interpretar baladas picantes en la rotonda de la Torre, justo antes de comenzar el
Kentommen,
para «animar al público», según sus propias palabras. —Se incorporó—. Recogeré la caja más tarde.
—Ya está arreglada..., por cuenta de la casa —dijo Flint, y le entregó el contenedor de plata al mago.
El enano abrió la puerta a Miral; el mago se echó la capucha cuanto le fue posible sobre el rostro, dio las gracias a Flint, saludó a Tanis y a Ailea, y emprendió el regreso hacia la Torre, que relucía sobre las copas de los árboles frutales de Flint.
—¡Duerme un poco! —gritó el enano. Miral hizo un ademán con la mano, sin volverse a mirar atrás.
Flint entró en el taller y abrió las contraventanas. La visita de Miral, aunque breve, había servido para alejar el sinsabor que la actitud de Tyresian había dejado al trío. El enano quitó de la mesa las herramientas con las que trabajaba en el medallón. Poco después, Ailea, Tanis y Flint comían con entusiasmo las mazorcas untadas con mantequilla. Por fin, se pasaron uno al otro un paño de cocina para limpiarse y se recostaron en las sillas, satisfechos.
—Ah —exclamó Flint—, como diría mi madre: «El camino para llegar al corazón de un enano es a través del estómago».
—¿Sí? ¿Y qué más dice tu madre? —preguntó el semielfo, a la vez que le daba un codazo. Flint se echó a reír. Tiene a punto un refrán para cada ocasión. «Entre varios cocineros sale mejor el guiso», decía, y luego nos ordenaba a mis trece hermanos y hermanas y a mí que limpiáramos el granero. Pasaron años hasta que comprendí lo que sus dichos significaban en realidad. Para mí eran como una ley enana.