—En ese caso, ¿qué comenta la gente corriente?
Flint ató una cinta en torno al rollo de pergamino y dejó escapar el aire con lentitud.
—Lord Xenoth no era una persona apreciada por mucha gente, en especial por aquellos que consideraba... de clase inferior —dijo, midiendo las palabras—. Sin embargo, muchos elfos comparten su punto de vista acerca de mantener Qualinesti aislado del resto del mundo. Tras una pausa, decidió sincerarse—. Esos mismos elfos no a
p
rueban mi presencia aquí, y tampoco les entusiasma la idea de permitir que vivan semielfos en la ciudad.
—Siempre hay fanáticos en todas las sociedades —murmuró Solostaran—. La cuestión es cuál es su preponderancia.
—Eso lo ignoro, señor.
—«Llámame Orador» —comentó Solostaran con una débil sonrisa—. ¿Recuerdas cuando te dije eso, el día en que llegaste a Qualinost?
—¿Que si lo recuerdo? —resopló el enano—. ¿Cómo iba a olvidarlo? ¿Cuántos tipos reciben lecciones de protocolo cortesano del Orador de los Soles en persona?
Solostaran guardó silencio; al cabo de unos segundos su sonrisa y la del enano se borraron.
—Muchos cortesanos están molestos, Flint. Dicen..., dicen que protejo a Tanthalas porque está bajo mi tutela. Dicen que debería desterrarlo.
—¿Desterrar a Tanis? ¡Eso es absurdo! —exclamó Flint—. Él no mató a Xenoth. Miral explicó que la explosión mágica pudo desviar la segunda flecha.
—Flint, he hablado con varios magos durante las últimas semanas, y todos coinciden en lo mismo. Circunstancias tales como las descritas por Miral son extremadamente improbables. Su explicación requeriría que la poderosa magia del tylor «rebotara» en un mago tan poco diestro como Miral y, de algún modo, forzara el curso de una flecha que se alojó en el pecho de un elfo. Dicen que no es imposible, pero tampoco probable. Para empezar, un incidente de este estilo habría matado a cualquiera que no fuera un poderoso mago. Hace semanas que consulto con un experto tras otro esperando encontrar a uno que diga: «Sí, es probable que ocurriera así». —Solostaran retiró el sillón del escritorio y se volvió de cara a los ventanales—. Es imposible, Flint. Nadie que entienda de magia admitirá esa posibilidad.
A despecho del calor que reinaba en el exterior, el edificio de mármol y cuarzo se mantenía frío. Flint se es tremeció.
—¿Qué haréis, Orador?
—¿Qué puedo hacer? —preguntó a su vez Solostaran, cuyos movimientos irritados hicieron susurrar los pliegues de la túnica—. Me encuentro ante una situación en la que el testigo más próximo, alguien en quien confío plenamente, afirma que la explicación más lógica, es decir, que Tanis erró el disparo, no es cierta. Las otras explicaciones que exculparían a mi protegido se consideran prácticamente imposibles por elfos expertos en el tema.
»
Ello me lleva a una conclusión:
lo que le ocurrió a Xenoth no pudo haber ocurrido.
Y, aun así, sucedió. —El Orador se incorporó y empezó a pasear frente al inmenso ventanal—. Mis cortesanos esperan que «haga algo», pero el fallo que quieren que dé es moralmente inaceptable desde mi punto de vista. No puedo desterrar a Tanthalas por el mero hecho de que a unos cortesanos mojigatos y estrechos de miras les molesta su presencia y han encontrado un modo de librarse de él. Sin embargo... —Regresó a su asiento, en el que se dejó caer con pesadez—. Parece que siempre llego a ese «sin embargo...».
Flint se devano los sesos en busca de una respuesta, pero tenía la mente en blanco. Todo cuanto pudo hacer fue prometer que pensaría en ello, y que estaría atento a los comentarios para calibrar la opinión que los elfos corrientes tenían sobre el asunto.
Cuando el enano salió de la Torre del Sol unos minutos más tarde, dispuesto a recorrer las calles muy despacio hasta llegar a su taller, se encontró con una figura familiar que aguardaba en los peldaños de la escalinata. Un grupito de entusiasmados niños se había arremolinado alrededor de Pies Ligeros, que alzó el gris hocico y lanzó un relincho de alegría al verlo aparecer por las puertas. Una tira de cuero mordisqueada y rota colgaba del collar que Flint había hecho para el animal, su último intento de cortarle los vuelos.
—¡Mula, cabeza hueca! —gruñó el enano—. ¡Sólo un kender sería más molesto que tú!
Agarró la tira de cuero rota y echó a andar por la calle llevando tras de sí al encaprichado animal.
_____ 20 _____
Un sueño de verano
Las altas temperaturas, tan inusuales en Qualinost, hacían que hasta los durmientes más tranquilos tuvieran pesadillas. Y Miral no era una excepción.
De nuevo estaba en la caverna. Del techo colgaban estalactitas, que brillaban con un fulgor interior; aquel brillo era la única iluminación de la cueva. Del húmedo suelo brotaban estalagmitas. El piso estaba tan resbaladizo que Miral apenas lograba guardar el equilibrio.
Entonces miró hacia abajo y vio que calzaba unas sandalias de fino cuero, del tipo que llevan los niños elfos. Su mono estaba desgarrado y sucio por las continuas caídas.
Miral no sabía cuánto tiempo llevaba en la caverna. Parecía que habían pasado días, pero los niños tienen un sentido del tiempo muy especial. No sentía hambre. Había deambulado por las cuevas, recorriendo túnel tras túnel, buscando en todo momento la
presencia
que lo llamaba, y, de manera fortuita, había encontrado comida cada vez que se le abría el apetito. Como niño que era, no le había extrañado esta circunstancia; se limitaba a comer hasta saciarse y después reemprendía la marcha.
No estaba realmente asustado. En cierta ocasión en que sintió sueño, se topó con un cálido lecho que había junto a un muro, con una mullida almohada y una colcha de franela con el pico doblado, como si le diera la bienvenida. Más tarde, cuando se despertó, lo esperaba un plato de
quith-pa
recién tostado y untado con azúcar y canela.
El pequeño Miral había aceptado estos regalos sin plantearse en ningún momento de dónde procedían. Si alguien le hubiera preguntado, habría dicho que probablemente los enviaba mamá, a pesar de que no la había visto desde lo que al pequeño le parecían siglos, cuando lo había llamado desde la boca de la cueva y le había dicho: «Regresa aquí ahora mismo, jovencito», hacía tanto tiempo.
Ya no sabía dónde estaba la entrada a la caverna. Ni tampoco dónde estaba Qualinost, ni mamá.
La
presencia
lo llamó desde lo profundo de la cueva. No obstante, con la llamada llegó un zumbido, un rumor que desconcertó al pequeño Miral. El sonido despertaba en él una sensación mezcla de temor y alivio.
La
presencia
lo quería. Le daría consuelo.
De pronto, la llamada se hizo más urgente, como si la
presencia
estuviera asustada y enfadada a la vez.
«Acércate, pequeño elfo Acércate. Te protegeré. Te proporcionaré cuanto necesites si me liberas. Ven, pequeño. Por aquí».
En aquel momento, Miral supo adónde tenía que ir. La
presencia
se lo había dicho. Puso en movimiento sus regordetas e inseguras piernas y corrió túnel tras túnel. Giró un recodo a toda velocidad, sabiendo que la
presencia
estaba cerca, y...
Un súbito destello luminoso inundó la nueva cámara a la que había llegado Miral. Pasaron varios minutos sin que pudiera ver nada, cegado por el resplandor. La sensación de gran bondad había desaparecido de la
presencia
para dar paso a una desmedida maldad.
Se quedó ronco de tanto llamar a gritos a su mamá; corrió en círculos queriendo huir del zumbido que vibraba en la caverna, de la que habían desaparecido entradas o salidas. En medio de la cueva —la fuente del ruido, de la luz y del terror, comprendió a pesar de su infantil inocencia—, había una pulsante gema más grande que su cabeza. Sus caras facetadas emitían rayos grises y rojos que llegaban hasta los últimos recovecos de la roca. Le dolían los ojos, pero cerrar los párpados no impidió el paso de los rayos. Empezó a sollozar otra vez.
La Gema Gris lo quería. Sus palabras retumbaban dentro de su pequeña cabeza.
«Libérame. Déjame marchar
y
te daré cuanto desees.»
Imágenes de juguetes, de mamá, de tía Ailea, de apetitosas comidas, aparecieron en sucesión ante sus ojos. Miral estaba febril. Tenía seca la garganta, y le dolía; quería beber algo.
De pronto, una copa de agua fresca se materializó ante él, flotando en el aire. Cuando fue a cogerla, desapareció. La combinación entre lo familiar y lo imposible hizo gemir al pequeño. Divisó una grieta a lo largo de uno de los muros y corrió para acurrucarse dentro del hueco. Se apretó más y más contra la roca, en tanto que todos y cada uno de los monstruos de su mundo infantil lo acosaban amenazadores desde la caverna.
Ahora llegaba la parte del sueño, que sabía venía a continuación: una fuerte mano lo agarraba y tiraba de él más y más hacia el fondo de la grieta...
Miral despertó, empapado en sudor.
Un sueño de verano
Las altas temperaturas, tan inusuales en Qualinost, hacían que hasta los durmientes más tranquilos tuvieran pesadillas. Y Miral no era una excepción.
De nuevo estaba en la caverna. Del techo colgaban estalactitas, que brillaban con un fulgor interior; aquel brillo era la única iluminación de la cueva. Del húmedo suelo brotaban estalagmitas. El piso estaba tan resbaladizo que Miral apenas lograba guardar el equilibrio.
Entonces miró hacia abajo y vio que calzaba unas sandalias de fino cuero, del tipo que llevan los niños elfos. Su mono estaba desgarrado y sucio por las continuas caídas.
Miral no sabía cuánto tiempo llevaba en la caverna. Parecía que habían pasado días, pero los niños tienen un sentido del tiempo muy especial. No sentía hambre. Había deambulado por las cuevas, recorriendo túnel tras túnel, buscando en todo momento la
presencia
que lo llamaba, y, de manera fortuita, había encontrado comida cada vez que se le abría el apetito. Como niño que era, no le había extrañado esta circunstancia; se limitaba a comer hasta saciarse y después reemprendía la marcha.
No estaba realmente asustado. En cierta ocasión en que sintió sueño, se topó con un cálido lecho que había junto a un muro, con una mullida almohada y una colcha de franela con el pico doblado, como si le diera la bienvenida. Más tarde, cuando se despertó, lo esperaba un plato de
quith-pa
recién tostado y untado con azúcar y canela.
El pequeño Miral había aceptado estos regalos sin plantearse en ningún momento de dónde procedían. Si alguien le hubiera preguntado, habría dicho que probablemente los enviaba mamá, a pesar de que no la había visto desde lo que al pequeño le parecían siglos, cuando lo había llamado desde la boca de la cueva y le había dicho: «Regresa aquí ahora mismo, jovencito», hacía tanto tiempo.
Ya no sabía dónde estaba la entrada a la caverna. Ni tampoco dónde estaba Qualinost, ni mamá.
La
presencia
lo llamó desde lo profundo de la cueva. No obstante, con la llamada llegó un zumbido, un rumor que desconcertó al pequeño Miral. El sonido despertaba en él una sensación mezcla de temor y alivio.
La
presencia
lo quería. Le daría consuelo.
De pronto, la llamada se hizo más urgente, como si la
presencia
estuviera asustada y enfadada a la vez.
«Acércate, pequeño elfo Acércate. Te protegeré. Te proporcionaré cuanto necesites si me liberas. Ven, pequeño. Por aquí».
En aquel momento, Miral supo adónde tenía que ir. La
presencia
se lo había dicho. Puso en movimiento sus regordetas e inseguras piernas y corrió túnel tras túnel. Giró un recodo a toda velocidad, sabiendo que la
presencia
estaba cerca, y...
Un súbito destello luminoso inundó la nueva cámara a la que había llegado Miral. Pasaron varios minutos sin que pudiera ver nada, cegado por el resplandor. La sensación de gran bondad había desaparecido de la
presencia
para dar paso a una desmedida maldad.
Se quedó ronco de tanto llamar a gritos a su mamá; corrió en círculos queriendo huir del zumbido que vibraba en la caverna, de la que habían desaparecido entradas o salidas. En medio de la cueva —la fuente del ruido, de la luz y del terror, comprendió a pesar de su infantil inocencia—, había una pulsante gema más grande que su cabeza. Sus caras facetadas emitían rayos grises y rojos que llegaban hasta los últimos recovecos de la roca. Le dolían los ojos, pero cerrar los párpados no impidió el paso de los rayos. Empezó a sollozar otra vez.
La Gema Gris lo quería. Sus palabras retumbaban dentro de su pequeña cabeza.
«Libérame. Déjame marchar
y
te daré cuanto desees.»
Imágenes de juguetes, de mamá, de tía Ailea, de apetitosas comidas, aparecieron en sucesión ante sus ojos. Miral estaba febril. Tenía seca la garganta, y le dolía; quería beber algo.
De pronto, una copa de agua fresca se materializó ante él, flotando en el aire. Cuando fue a cogerla, desapareció. La combinación entre lo familiar y lo imposible hizo gemir al pequeño. Divisó una grieta a lo largo de uno de los muros y corrió para acurrucarse dentro del hueco. Se apretó más y más contra la roca, en tanto que todos y cada uno de los monstruos de su mundo infantil lo acosaban amenazadores desde la caverna.
Ahora llegaba la parte del sueño, que sabía venía a continuación: una fuerte mano lo agarraba y tiraba de él más y más hacia el fondo de la grieta...
Miral despertó, empapado en sudor.
Intento de asesinato
AÑO 308 D.C.
MEDIADOS DE VERANO,
Más de una semana después de la entrevista con el Orador, Flint estaba trabajando en el medallón para el
Kentommen
de Porthios cuando lord Tyresian entró en el taller del enano; sin llamar antes, por supuesto, advirtió Flint. Sólo Tanis era bien recibido sin necesidad de anunciarse. Incluso
Pies Ligeros
avisaba a su modo, pues por lo general el ruido de sus cascos alertaba al enano con tiempo suficiente para plantarse de un salto en la puerta.
El tiempo había refrescado un poco tras el calor aplastante de la semana pasada. Hoy era uno de esos días que invitan a meter en una cesta unas lonchas de
quith-pa,
queso y un frasco de vegetales en conserva, y salir de excursión a un paraje con la visión panorámica de la torrentera y la ciudad a los pies. Pero el enano no tenía tiempo para pensar en tomarse unas horas de descanso. Se le estaba echando encima la fecha tope; el
Kentommen
tendría lugar dentro de una semana.