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Authors: Jorge Molist

Tags: #Histórica

Prométeme que serás libre (57 page)

BOOK: Prométeme que serás libre
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Las reparaciones de la
Santa Eulalia
y de la nave francesa capturada se iniciaron de inmediato y se pagaron con lo que restaba del dinero del Papa y lo negociado con el rey de Nápoles. Se precisaba una nueva tripulación además de ochenta infantes de marina que se reclutaron buscando españoles, sicilianos y napolitanos partidarios de la Casa de Aragón.

Entonces Joan supo la gran noticia. El almirante nombraba a Pau de Perelló capitán de la nave capturada una vez reparada esta. Y su amigo el piloto Genís de Solsona era ascendido a capitán de la
Santa Eulalia
, siguiendo la lógica del almirante. En la galera capitana, el almirante era el oficial superior y enseñaba al nuevo capitán.

En cuanto a
Tirant lo Blanc
, Joan pudo al fin, después de comprarlo en la librería de Antonello, comunicar al almirante, que ya había preguntado por él durante el viaje, su hallazgo. Vilamarí lo quiso ver y al hacerlo lanzó una mirada de sospecha. Joan sintió que las piernas le flojeaban; sabía que por muy bien hechas que estuvieran dos encuadernaciones en cuero, nunca eran iguales. Él veía la diferencia y por su expresión el almirante también. Después de revisarlo con detenimiento Vilamarí le devolvió el libro con una de sus sonrisas cínicas.

—A partir de hoy abandonamos el tomo segundo de Orlando y nos leerás en las comidas a
Tirant lo Blanc
—le dijo.

—Como ordenéis, almirante.

—Por cierto, diría que este libro es distinto —añadió.

Joan cogió la obra y la observó fingiendo extrañeza. Vilamarí sospechaba, se había percatado de su juego de manos y quizá hasta lo hubiera adivinado todo. Pero no dijo nada más. El joven pensó que para un almirante con alma de pirata sus trapicheos serían una minucia graciosa que no merecía comentario.

Joan escribió a Miquel Corella para contarle sus aventuras y dejó caer al final de su carta que había encontrado en Nápoles dos ejemplares más de
Tirant lo Blanc
impresos y que se los podía enviar por doce ducados cada uno. Con tantos valencianos, catalanes y mallorquines en Roma, estaba convencido de que muchos querrían poseer la obra. Esperó ansioso la respuesta, pues tenía acordado con Antonello comprarle los dos ejemplares por solo siete ducados.

Miquel Corella respondió con rapidez diciéndole que necesitaba todos los ejemplares que pudiera conseguir, que doce ducados le parecía muy poco para un libro tan bueno y que bajo ningún concepto se le ocurriera bajar el precio porque sería una ofensa a Valencia. El muchacho estaba convencido de que el librero tenía razón cuando le dijo que iba a necesitar mucho dinero. Aquella era una buena forma de conseguirlo.

Joan le remitió los libros de inmediato mientras le pedía diez más a Antonello, que a su vez se abastecía de su amigo Bartomeu en Barcelona. Aprovechó el pedido para enviar una segunda carta tanto al mercader como a Gabriel, a Abdalá y al resto de sus amigos. Les escribió en su primera estancia en Nápoles y ahora le respondían felices por la mejora de su situación al tiempo que le informaban de su buen estado de salud.

Esperaba con impaciencia la llegada del domingo. Se vistió con sus mejores ropas y espada al cinto, como un caballero, se dirigió a la catedral de Nápoles. Allí esperó junto a la puerta principal con la esperanza de ver a su amada, pero eran muchas las parejas que podían corresponder a la descripción del
signore
y la
signora
Lucca. Todas las damas casadas usaban mantillas que cubrían sus cabellos y algunas tomaban uno de sus extremos con coquetería para taparse la boca, por lo que Joan trataba ansioso de identificar a su amada por sus ojos. No podía mirar fijamente, pues las damas iban con sus maridos y estos se sentirían ofendidos. Conforme entraba más gente, su angustia iba en aumento. ¿Y si no la encontraba?

Le pareció ver un destello de reconocimiento en un par de mujeres de ojos verdes y quiso recordar sus vestimentas y acompañantes. Pero al fin, unos momentos antes de que empezara la ceremonia, percibió un temblor en la mano que sostenía el extremo de una mantilla y creyó reconocer el color de aquellos bellos ojos y su parpadeo. ¿Sería de verdad Anna? Su mirada, quizá más intensa, incomodó al marido, que clavó la suya en los ojos de Joan, desafiante. El muchacho la desvió de inmediato, no quería que el
signore
Lucca se fijara en él. Dejó pasar unos fieles más y se precipitó dentro de la catedral. Veía sus espaldas en la distancia y la pareja se fue a acomodar en uno de los primeros bancos, en un lugar que sin duda tenían reservado.

Ella lucía un vestido de terciopelo burdeos con mantilla bordada en estrellas blancas y un collar de perlas. Las damas solo se cubrían la cara en la calle, así que Joan buscó un lugar desde donde la pudiera ver sin que su esposo le descubriera, colocándose al lado de una columna a la espera de que ella mostrara su perfil. Al principio solo atisbo la mantilla con estrellas, puesto que ella hablaba con su marido. Pero justo antes del inicio del oficio religioso, cuando ella miró al frente, al fin la vio. ¡Era Anna! Y Antonello tenía razón, estaba bellísima.

El corazón de Joan batía alocado durante la ceremonia, mientras pensaba cómo comunicarse con ella sin que el otro se percatara. Sin duda Anna le había visto y se preguntaba si le reconoció, quizá estuviera ella tan agitada como él. Terminada la ceremonia, buscó un lugar cercano a la puerta de salida donde con toda seguridad se agolparía la gente y aguardó disimulando para evitar que el
signore
Lucca se fijara en él. El hombre era alto y delgado, superaba los cuarenta años, portaba espada al cinto y tenía aspecto enérgico y arrogante. No era el viejo que a Joan le había gustado imaginar. Anna le cogía del brazo, caminaba erguida y digna, pero el joven percibió un toque de sumisión en ella que nunca antes notó. Ambos saludaban a unos y a otros y cuando ella sonreía, estaba aún más bella, aunque parecía tensa. En un brevísimo instante coincidieron sus miradas y la sonrisa desapareció del rostro de Anna. Joan sintió una punzada de angustia. Cerca de la puerta la gente se apretaba para pasar por el estrecho vano y Joan se colocó justo detrás de ella. En aquel momento alguien saludó al marido y él acercó sus labios al oído de su amada rozándole con su pecho el hombro y le dijo:

—Os amo. Responded a la nota que dejé en la librería, os lo suplico.

Sintió que ella se estremecía y se apartó atento a que no se percataran ni el marido ni los que los rodeaban. Dejó distancia para que unos y otros se interpusieran entre ellos y siguió a la pareja. En una ocasión Anna, que cubría de nuevo su boca con el extremo de su mantilla, aprovechando que su esposo saludaba a un conocido, se giró y sus miradas se unieron de nuevo. Joan creyó morir. Amaba a aquella mujer con desesperación, con violencia y verla de nuevo era a la vez un placer infinito y un suplicio. Se quedó inmóvil en plena calle y cuando los Lucca reanudaron la marcha, los siguió, aunque a una distancia prudente, hasta que entraron en su casa.

87

C
uando no estaba embarcado, Joan era un asiduo de la librería de Antonello, con el que mantenía una buena amistad. Bajo el aspecto festivo del librero se escondía un erudito con un fervor fuera de lo común por los libros y que gozaba con la filosofía y la teología. Aquella pasión también la compartía Joan, ambos charlaban largo y tendido sobre libros y cuando Antonello estaba ocupado, el joven leía. Aquel lugar era un paraíso y la amplia selección de volúmenes del napolitano, ya fueran manuscritos o impresos, inagotable. Joan sentía ahora que su viejo sueño de ser librero podía llegar a hacerse realidad.

La lectura era lo único capaz de hacerle olvidar su desconsuelo por la ausencia de Anna. Pero cuando, con la delicadeza de la caricia de un enamorado, cerraba un libro para guardarlo, regresaba de nuevo su angustia. Se preguntaba, una y otra vez con desasosiego, por qué ella no respondía a la nota que él dejó a Antonello en agosto. Le aterraba pensar que ya no le quería.

Aguardaba, durante horas, cerca de la gran casa de Ricardo Lucca con la esperanza de ver a su amada. Era un amplio caserón de planta y dos pisos con una entrada única y patio interior para carruajes. Todas sus ventanas tenían rejas excepto algunas del primer piso y del segundo cubiertas con celosías para que las damas pudieran ver la calle sin ser vistas.

Anna salía pocas veces y siempre acompañada de su ama, cuando se encontraban disimulaba y lo más que hacía era mirarle. Él se adelantaba para dar la vuelta y cruzarse otra vez y así poder ver sus ojos de nuevo. Después pensaba que debía contenerse, que se haría pesado, que la dueña sospecharía.

Al regreso de una misión de la
Santa Eulalia
que le mantuvo cuatro días en la mar, Joan se encontró a Antonello más risueño que de costumbre.

—Tengo algo para ti —le dijo guiñándole un ojo.

—¿Qué? —preguntó Joan, esperanzado.


Madama
visitó la librería.

—¿¡Qué!? —exclamó Joan—. ¿Os dejó algo?

Sonriente, Antonello le mostró un pequeño billete doblado y sellado con lacre rojo.

Se lo arrebató de un manotazo y muerto de impaciencia, se acercó a la luz de la ventana ocultando la nota con su cuerpo al librero, que, curioso, trataba de leer por encima de su hombro. Una vez arrancado el lacre, leyó:

Mi querido Joan. Os continúo queriendo y vuestro dulce recuerdo me acompaña día tras día. Os amo y nunca dejaré de hacerlo. Pero soy una mujer casada y mi matrimonio no se puede romper. Os ruego, pues, que me olvidéis. Rezo a Dios para que os proteja y os ayude a encontrar a una mujer que os ame y a quien vos améis. Quiera el Señor que al menos vos halléis la felicidad.

Vuestra triste enamorada. Anna

El joven sintió que su corazón se desgarraba. Era una nota de despedida. Antonello, al ver su expresión, inquirió preocupado:

—¿Qué pasa?

Joan le tendió la nota.

—Os dice que os quiere y que os querrá siempre —dijo el librero—. Eso son muy buenas noticias. Malas serían si dijera que ama a su marido.

—Sí, pero me despide, me aleja, quiere que me busque otra mujer —se lamentó Joan.

Antonello releyó la nota y se quedó un rato pensativo.

—Hay algo raro aquí que no termino de entender —dijo al fin.

—¿Qué no entendéis?

—Hay muchas mujeres casadas en Nápoles y en otros lugares que no quieren a sus maridos. Y sería raro que despidieran a su amado siendo correspondidas. —Antonello se rascó la cabeza—. Y más extraño sería que le dijeran que buscara a otra mujer. Tienes que hablar con ella.

—Eso quisiera. Pero ¿cómo?

—Citándola aquí.

—Pero...

—Haz lo que yo te diga.

Cuando Anna salió de su casa al día siguiente junto a su ama, se encontró con Joan esperándola como tantas veces, solo que en esta ocasión sostenía un libro cerrado en sus manos. Al cruzarse frente a él, un mozalbete dio un buen tirón a la falda de la mujer y salió a la carrera. La dueña soltó un grito de alarma, creyendo que le habían robado, y quiso atraparle yendo tras él, pero de inmediato se detuvo al comprender que jamás lo alcanzaría y se palpó el cinto en busca de su bolsa. Estaba allí. Suspiró aliviada volviéndose hacia Anna para comentar el incidente. Pero Anna no le prestaba atención.

Mientras la mujer gritaba, ella sintió un suave contacto en el hombro y al mirar vio a Joan con un libro entreabierto de forma que solo ella alcanzara a leer en su interior.

«Acudid mañana a la librería. Os lo suplico.»

Cuando Anna y su ama llegaron al establecimiento de Antonello, este las hizo pasar a su interior para mostrarles unos libros recién llegados con toda la ceremonia que correspondía a lo buena clienta que era la
signora
Lucca.

Dejó los libros sobre una mesa rogándoles que los revisaran mientras él cumplimentaba un encargo. Mientras ellas hojeaban los volúmenes, él manipulaba varios tinteros situados en una estantería alta y con un gran grito derramó uno de tinta roja sobre el ama. Con la pericia de un consumado actor, deshaciéndose en excusas y alegando que si actuaban rápido no se produciría ninguna mancha permanente, se llevó al ama a tirones al taller. Allí la esperaba la esposa de Antonello, que sin soltarla, llamó a una criada para ayudarle a cambiar la ropa manchada y sumergirla de inmediato en un líquido que debía componer el daño. Pero como en el taller estaban los operarios, el desvestido tuvo lugar en el piso de arriba, donde vivía la familia, en una habitación adecuada. Aunque la dueña no tenía aspecto de levantar pasión alguna entre los operarios, era obvio que se debía mantener el pudor y la moral. Y en aquella habitación se quedó el ama prisionera, en ropa interior, consolada por las disculpas y la cháchara de la librera, que superaba en creatividad y colorido incluso a la de su marido.

Anna no sentía demasiado aprecio por aquella mujer que veía como carcelera y con la que tenía poco en común, así que, repuesta de la sorpresa inicial y adivinando el montaje, contuvo con dificultad la risa. Al salir Antonello, se quedó sola en la tienda, pero apenas fue un instante. De inmediato apareció Joan y cogiéndola de la mano se la llevó al despacho que el librero tenía en la trastienda y cerró la puerta.

Permanecieron mirándose el uno al otro un largo instante cogidos de las manos, Joan notaba las de ella deliciosamente cálidas y las suyas frías. El joven se sentía a la vez tenso e inmensamente feliz. Ella le escribió diciéndole que le quería, pero quizá lo hizo solo para mitigar su dolor, puesto que aquella nota era de despedida. ¿De verdad le amaba después de tanto tiempo? Contemplaba los ojos de la muchacha en silencio y se decía que era la mujer más hermosa de la tierra. Y de pronto, sin pronunciar una palabra, se fundieron en un abrazo. Joan sintió algo tan intenso como nunca antes. Notó que se unía a ella en un solo cuerpo mientras una energía placentera los envolvía. Se dijo que ella, al apretarse contra él de aquella forma, compartía plenamente su dicha. Fue un instante glorioso que Joan deseó eterno y que la propia conciencia de su brevedad y de que quizá nunca más se repitiera lo tornaba dolorosamente intenso.

Después, sin separar los cuerpos, sus bocas se encontraron y Joan experimentó una nueva forma de aquel mismo placer indescriptible. Poco a poco tomaron conciencia de que su tiempo se terminaba y ella le separó suavemente para mirarle a los ojos. Por su mejilla resbalaba una lágrima.

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