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Authors: Jorge Molist

Tags: #Histórica

Prométeme que serás libre (59 page)

BOOK: Prométeme que serás libre
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Los abrazos y los besos eran tan maravillosos como el primer día, pero el tiempo volaba para los amantes y Joan quería más. En el cuarto encuentro en el despacho de Antonello se atrevió a pedirle lo que ansiaba.

—Dejadme entrar en vuestra casa por la noche. Necesito más tiempo con vos.

—¿Estáis loco, Joan? —se escandalizó ella, mirándole con ojos de asombro—. ¿Y mi marido?

—Vuestro marido viaja mucho últimamente. Los rumores dicen que es partidario de los Anjou y que está preparando la llegada de Carlos VIII a Nápoles.

Anna enrojeció.

—No os lo diría aunque lo supiera —repuso apurada—. Le debo fidelidad cualquiera que sea su posición política.

—A mí me trae sin cuidado de qué bando esté —dijo tranquilizándola—. Lo único que me importa es que os deja muchas noches sola.

—Mi casa es casi un castillo y los sirvientes están armados, Joan —continuó ella, agitada—. Es imposible que logréis pasar de la puerta y más aún que lleguéis a mí.

—No pienso entrar por la puerta.

Ella le observó interrogante.

—Soy marino, Anna. Sé trepar por cuerdas y jarcias. He tenido mucho tiempo para observar vuestra casa. Las ventanas de la planta baja están completamente enrejadas y lo mismo ocurre con la primera fuera de unas celosías que parecen fijas. Pero en la segunda las celosías se pueden abrir desde dentro. En la fachada izquierda del edificio hay un callejón, que en la noche está sumido en las tinieblas más densas. Solo tenéis que lanzarme un cabo desde las celosías del piso segundo de aquel lado y os acompañaré toda la noche hasta justo antes del amanecer.

Anna le miraba sin salir de su asombro, después sus ojos recorrieron los lomos de los libros de los estantes del despacho y por último le observó con intensidad, frunciendo el ceño.

—¡Estáis loco, Joan! —exclamó al fin vehemente, parecía indignada—. Completamente loco.

—¡Pero...!

—No os acepto ningún pero —le cortó Anna. Joan le notaba las mejillas sonrosadas—. Queréis poner en peligro vuestra vida, la mía y el bienestar de mi familia. ¡Demasiado riesgo estoy tomando al venir aquí!

—Mi vida me importa poco —se lamentó él—. Sin vos es miserable, sufro viéndoos de lejos, necesito teneros cerca, abrazaros. Y en cuanto a vuestra vida, daría la mía antes de causaros el más mínimo daño.

—Pues entonces abrazadme y no me pidáis lo que no puedo dar —le suplicó ella.

Joan lo hizo. Aquellos instantes eran demasiado preciosos para malgastarlos en discusiones. Pero al despedirse ella le dijo:

—Comprended esto, Joan. Os amo porque no puedo evitarlo, si pudiera dejaría de hacerlo y sería feliz con mi marido. Pero aunque no le ame, tengo obligaciones hacia él. Nunca le traicionaré ni política ni físicamente. Aunque nos viéramos cada noche, yo nunca os entregaría mi cuerpo.

—Me basta con vuestro amor —repuso él—. Pero necesito veros más tiempo.

Él sabía que aquello no era del todo cierto; gozaba del amor de Anna, aunque cada día la deseaba más. No pasaban de besos y abrazos, sin embargo, él imaginaba el resto. Se repetía que ya era mucha fortuna que le amara, que no debía tentar a la suerte.

Cuando le comentó su dilema a Antonello, este sonrió y le dijo:

—Mi querido amigo, tienes aún mucho que aprender sobre el amor. Cuando una dama dice que no, quiere decir quizá. Cuando dice que quizá, quiere decir que sí. Y si dice sí de primeras, entonces no es una dama.

—¡Anna no es como las demás! —le cortó Joan, enfadado.

El librero rio.

Escribió en su libro la frase de Antonello y después añadió: «¿Será eso cierto? Mi dama me rompe el corazón y ese diablo cínico me tortura. No sé cuánto más podré soportarlo. Pero no me detendrán ni los temores de mi amada ni las burlas de ese engreído que se cree sabio en amores. Insistiré, Anna, por nuestro amor, por el bien de ambos».

90

L
as nubes cubrían el cielo de Nápoles ocultando las estrellas y en aquella noche fría del 20 de febrero de 1495 la oscuridad era total. El profundo silencio de la ciudad solo se rompía cuando los gatos en celo se enfrentaban, soltando cual almas en pena aullidos estremecedores. Las calles estaban desiertas y si alguien merodeaba por ellas, las tinieblas le ocultaban como un negro sudario. Joan estuvo esperando horas en el callejón, a veces en cuclillas, acurrucado, temblando de frío, a pesar de su gruesa capa, y se preguntaba angustiado si Anna habría cambiado de opinión. Al fin, un poco antes de la medianoche vio una luz tenue en las celosías del segundo piso que desapareció de inmediato. El corazón le dio un vuelco y se puso rígido. Aquella era la señal que esperaba. Se colocó bajo las celosías y al poco notó un contacto. Era una cuerda. Tiró de ella para asegurarse de que estaba bien amarrada y empezó a trepar agradeciendo sus guantes. Se dijo que quedarían inservibles, pero no le importaba, con aquel frío hubiera sido incapaz de trepar con las manos desnudas.

Un mes antes, el papa Alejandro VI cerró un trato con el rey francés cuando su ejército estaba ya a las puertas de Roma, evitando que le destituyera como pretendía el cardenal Della Rovere. El pontífice pidió a las tropas napolitanas estacionadas en Roma que regresaran a su país sin enfrentarse a los franceses, pero él, precavido, se encerró en el castillo de Sant'Angelo rodeado de su guardia valenciana.

El día 28 de diciembre entraban los franceses en Roma y el 31 lo hacía el rey Carlos VIII entre vítores de los romanos, maravillados ante el grandioso despliegue militar.

El rey Alfonso II de Nápoles no era popular entre sus súbditos y para salvar el reino, abdicó en la persona de su hijo Fernando II, de solo veinticinco años, llamado cariñosamente Ferrandino. Pero aquel gesto no evitó la derrota de las tropas napolitanas en distintos frentes y la caída de las ciudades de Capua y Gaeta. A mediados de febrero el asedio a la ciudad de Nápoles era inevitable. Pero la población temía más el hambre que a los franceses y almacenaba todos los alimentos que pudieran conservarse, en especial garbanzos, habas, arroz, trigo y lentejas. Los mercados estaban desabastecidos y todos se preparaban para la llegada de tiempos duros.

—Ferrandino no podrá resistir mucho más —le dijo a Joan su amigo Genís, antes piloto y ahora capitán de la
Santa Eulalia
—. Sus guarniciones en el interior se rinden sin luchar. Tenemos las galeras provistas para un par de semanas y levaremos anclas justo cuando los franceses entren en Nápoles. Así que los permisos están cancelados.

—Por favor, Genís —le suplicó Joan—. Concédeme un día y su noche en tierra.

—¿Una noche? —El capitán sonreía—. ¿Al fin tu dama te dio el sí?

—No, aún no. Pero es mi última oportunidad. Por favor, dame permiso.

—No puedo oficialmente —repuso con gesto preocupado— No sé cuándo zarparemos, la orden llegará en cualquier momento. Si estás aquí cuando nos vayamos, haré la vista gorda, pero si no, te quedarás en tierra y se te considerará desertor. Si te atrapan los franceses, lo pasarás mal, pero los nuestros te ahorcarán.

—Voy a correr el riesgo.

En su cita en la librería Joan suplicó de rodillas mientras ella rompía en llanto. Quizá aquel fuera su último encuentro, quizá muriera en la guerra y nunca más supiera de él. Era solo una noche, la última noche y quería pasarla con ella.

Hacía días que Ricardo Lucca abandonó Nápoles para unirse a las tropas francesas y ella dormía sola. Al fin Anna cedió.

—Quiero vuestra promesa de que no me pediréis más de lo que aquí os doy —le dijo—. No hay nada que desee tanto como pasar la noche con vos, Joan, os amo. Pero hice un juramento de fidelidad y pienso cumplirlo a toda costa.

—Haré lo que me pedís.

—Y debéis ayudarme si mi voluntad flaquea. ¡Prometedlo!

Él afirmó con la cabeza, no podía dejar de sonreír. Estaba lleno de dicha.

Joan se encaramó por la cuerda en la oscuridad más absoluta y con tal ímpetu que a punto estuvo de golpearse la cabeza contra las celosías. Allí tuvo que sujetarse al maderamen y a una segunda cuerda que Anna le ofreció para poder entrar a través del ventanal.

A la luz tenue de un candil los amantes se abrazaron cubriéndose de besos. Aquella era una habitación para invitados y, una vez recogida la cuerda, Anna quiso quedarse en ella porque ofrecía un escape inmediato en caso de apuro. Él pidió bajar al dormitorio conyugal, pero Anna se negó con rotundidad; aparte de un mayor peligro, le parecía una falta de respeto a su marido.

Fue una noche maravillosa pero también de sufrimiento. Joan gozaba de los besos, de los abrazos, del dulce contacto con las redondeces de ella y se colocaba encima de su amada en la cama, ambos vestidos. Pero moría de deseo y las veces que su mano buscaba por debajo de la falda, ella la detenía a la altura de la rodilla.

—Recordad vuestra promesa.

—Os deseo —gemía él.

—Yo también. Pero tengo un deber que cumplir.

Joan se sometía con un suspiro doloroso diciéndose que al menos sentía su calor, su amor, su presencia. Solo aquello era ya una bendición del cielo y debía dar gracias y gozarlo en lugar de lamentarse por no tener el resto. Pasaron las horas acariciándose entre susurros de pasión en los que de mil formas se recordaban su amor, prometiéndolo para la eternidad.

Pero al fin llegó el momento temido y ella le dijo:

—La noche termina. Debéis iros.

Él miró al cielo notando las tinieblas menos densas. Era cierto. Echó un vistazo a la calle, no vio más que negrura y pensó que aquel era su futuro lejos de Anna. Pero sabía que debía irse, bajo ninguna circunstancia podía permitir que le descubrieran y que ella sufriera algún mal.

Sus botas golpearon el suelo y a tientas buscó las paredes del callejón, comprobando que ya podía verlas. Los gallos cantaban y en los campanarios sonaba la hora prima. Debía regresar a la
Santa Eulalia
de inmediato, aunque no podía hacerlo sin antes despedirse del librero. Necesitaba compartir con su amigo lo ocurrido en la noche. Era una mañana gris y lentamente su luz difusa fue dibujando las calles, los edificios, las puertas y ventanas.

No tuvo que esperar mucho para oír movimiento en el interior de la librería, e impaciente llamó a la puerta. Al rato, Antonello abrió un ventanuco situado en la parte superior del portón, miró alarmado y al reconocerle lo abrió por entero para dejarle pasar. Las llamadas de madrugada no traían buenas noticias y a sus espaldas tenía a media docena de sus oficiales y aprendices armados. Los despidió e interrogó a Joan.

—¿Qué ocurre?

—He pasado la noche con ella.

Una amplia sonrisa se dibujó en la faz del librero, que le dijo:

—Sube arriba, al salón de la casa. Desayunaremos mientras me lo cuentas.

Pero al terminar el relato, el librero tenía un semblante lúgubre, impropio de él.

—¿Que has pasado la noche con la mujer que amas y no habéis hecho nada? —le increpó.

—Nos hemos besado y abrazado —se defendió Joan, sorprendido.

—¡Por Dios, muchacho, eso es nada! —estalló Antonello—. ¡Cuánto tienes aún que aprender! ¡Ambos os jugasteis la vida! ¿Es que crees que de sorprenderos el marido se habría tragado que solo os disteis besitos y abrazos? ¡Ya que arriesgas la vida, llega hasta el final! ¡Consuma! Ahora te vas dejando en manos de la fortuna vuestro destino. Quizá no tengáis otra ocasión. Tenías que haber argumentado, tenías que haberla convencido con razones que le llegaran al corazón.

—Pero yo le prometí...

—¡Esas promesas no valen nada, Joan! —replicó el napolitano—. ¡No valen nada! Porque son contra la voluntad de Dios, que es quien os impulsa a amaros. Son un pecado contra el amor.

—No lo entendéis, Antonello. Ella es una mujer decente.

—¡No! —dijo el librero pegando un puñetazo en la mesa—. No es una mujer decente.

Joan se quedó paralizado de asombro y cuando reaccionó lo hizo poniéndose de pie mientras sujetaba la empuñadura de su espada.

—Retirad lo que habéis dicho.

—Una mujer honesta es la que se entrega al hombre que ama —continuó Antonello sin hacerle el menor caso—. No la que se ofrece por conveniencia, aunque sea por intereses de familia. Y no es excusa que sea precisamente eso lo que hacen las reinas y princesas. Lo decente, lo honesto es darse, con toda plenitud, a quien se ama...

El sonido perentorio de las campanas llamando al arma le interrumpió y casi de inmediato se oyeron voces en la calle. Pero las palabras del librero aún resonaban en los oídos de Joan, que de pie, amenazante y con la espada a medio desenvainar, pensaba que su amigo había ofendido el honor de su dama.

Sin prestar atención a la pose arrogante del muchacho, Antonello abrió las ventanas del piso y se asomó a la calle.

—¿Qué ocurre? —le gritó a uno de sus vecinos que discutía acaloradamente en un corrillo.

—¡Los angevinos controlan las puertas de la ciudad y saquean los palacios Capuano y del príncipe de Altamura! —le contestó—. ¡Los franceses están entrando! Nápoles caerá sin lucha.

—¡La flota! —exclamó Joan, envainando su espada—. ¡Tengo que irme corriendo!

Y se precipitó escaleras abajo.

—¡Ve con Dios, hijo! —le gritó el librero desde la ventana—. ¡Que tengas suerte y piensa en lo que te he dicho!

91

J
oan corrió hacia el puerto apartando a los grupos que discutían en las calles y a los que huían con sus pertenencias en busca de una escapatoria por mar. Al fin vio la mole imponente de Castel Nuovo, a cuyos pies se extendía el muelle y aceleró su carrera resoplando por el esfuerzo mientras soltaba nubes de vapor al aire frío de la mañana. Llegó sudando y sin aliento al inicio del embarcadero y allí se detuvo descorazonado. No estaban las galeras de la flota. Se habían ido.

Vio a unos soldados con teas encendidas que saltaban a las naves atracadas en el muelle y que prendían fuego a las velas recogidas y a todo aquello que quemara con facilidad. Acuchillaban a cualquiera que quisiera evitarlo, el rey había ordenado destruir las embarcaciones para que no cayeran en manos francesas. En unos instantes los buques, entre ellos varias hermosas galeras napolitanas, empezaron a arder como antorchas gigantes. Joan, después de una noche de insomnio y de fuertes emociones, se sentía abatido, perdido, desamparado y en su mente embotada iba penetrando la certeza de que la flota partió abandonándolo. Anduvo lentamente, anonadado, por el embarcadero hacia el mar rodeado de las llamaradas que devoraban a las naves amarradas. Comprendió que aquella galera que tanto odió cuando estuvo encadenado a sus remos se había convertido en su hogar y que lo acababa de perder. ¿Qué sería de él ahora? Los soldados le gritaban que regresara a tierra mientras los incendios crecían iluminando la mañana gris y lanzaban destellos siniestros al mar, que devolvía el reflejo de las llamas. Comprendió que si no salía de allí de inmediato, moriría abrasado y al dar la vuelta para escapar, su mirada se dirigió al lado opuesto de la ensenada que formaba el puerto de Nápoles. Allí, sobre una pequeña isla que marcaba el extremo oeste de la ciudad se alzaba el poderoso Castel dell'Ovo. ¡La flotilla, junto a un gran número de barcos de vela, se concentraba alrededor de la isla! ¡Aún no habían partido! ¡Quizá pudiera alcanzarlos! Y Joan se precipitó hacia la plaza frente a Castel Nuovo y después fue callejeando por el interior de la ciudad en un intento de llegar a la pasarela que conectaba aquella isla fortaleza con la costa. Corría con desesperación, apartando a la gente a empujones, dando tumbos, esquivando a los soldados franceses que entraban en grupos sin encontrar resistencia, a punto de caerse en ocasiones, con el alma en vilo. ¡No podía perder la galera! Era ya un desertor y si no lograba abordar la
Santa Eulalia
, sería ahorcado.

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