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Authors: Jorge Molist

Tags: #Histórica

Prométeme que serás libre (71 page)

BOOK: Prométeme que serás libre
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El esclavista le miró como si se hubiera olvidado de su presencia.

—Sois catalán, ¿verdad? —le preguntó a bocajarro.

—Sí.

—Y no buscáis a una esclava catalana cualquiera, ¿verdad?

Joan afirmó con la cabeza.

—Bueno, pues si queréis saber qué hicimos con ellas, me daréis diez ducados de oro ahora —dijo Simone en tono perentorio—. Y no me importa si después no las encontráis. Me quedaré el dinero aunque estén muertas.

Aquel precio, solo por información, era exorbitante. El tipo le retaba con la mirada y Joan sabía que, a pesar del asco y del coraje que le producía, estaba en sus manos. Comprendió que debía regatear, de lo contrario, aquel hombre pediría más dinero, y lo hizo.

—O diez ducados o nada —le cortó Simone—. Si no os gusta, ya os podéis ir por donde habéis venido. —Y escupió de nuevo con gesto de desprecio a los pies de Joan.

Este hizo un nuevo intento de regateo antes de ceder.

—Os los daré una vez me deis la información —dijo al fin mostrándole el dinero.

—Lo quiero antes.

Negociaron hasta acordar que Joan le daría cinco ducados antes de que hablara y cinco después.

—Las vendimos a lo largo de la costa este de Liguria —dijo al fin—. Lejos, en la zona de Cinque Terre y La Spezia. Al obispo de Génova no le gusta ver esclavos cristianos viejos en la ciudad y las llevamos allí directamente desde Bastia. La zona había sufrido una peste hacía poco, necesitaban gente y les dimos un buen precio.

—¿En qué pueblos?

—En muchos —repuso desafiante—. ¿Cómo queréis que me acuerde? Yo no tengo meatinteros como la Banca de San Giorgio y no guardo registros.

Joan le puso los otros cinco ducados en la mano:

—Más os vale que hayáis dicho la verdad.

—Y si no la dije, ¿qué? —se le encaró Simone—. Aquí tengo a cuatro hombres armados y los guardias de la torre de Vacca son amigos. ¿Qué haríais,
catalano
de mierda?

—Contened la lengua —saltó Niccolò poniendo su mano en la empuñadura de la espada—. Y no oséis insultar a mi patrón.

Simone le estuvo observando curioso durante la conversación y al hablar se percató de su acento toscano.

—Callad vos, florentino lameculo de
catalani
—le espetó a gritos—. Y largaos los dos de una vez.

Otros tres hombres armados salieron del interior del establecimiento para unirse a Andrea. Los miraban amenazantes. «Cinco matones de la peor especie», pensó Joan, y tomando a Niccolò del brazo tiró de él.

—Vámonos —le dijo—. Ya tengo lo que vine a buscar.

Cuando se iban, el traficante de esclavos hizo sonar las monedas de oro, se reía.

112

J
oan contrató una barca de pesca que los llevaría bordeando la costa hasta La Spezia, deteniéndose en cada núcleo habitado a partir de Levanto, el pueblo anterior a las Cinque Terre. Mantenía su buen ojo para las embarcaciones y escogió una con un casco ligero, cuatro puestos de remo y una buena vela. La tripulaban un patrón veterano y su hijo, un niño de unos diez años, tostado por el sol, que le recordaba a Joan su propia infancia.

Cenaron alegres y esperanzados y Joan, agotado por las noches insomnes y el día intenso, se desplomó en la cama y durmió de un tirón hasta que Niccolò le despertó poco antes del amanecer.

Embarcaron con las primeras luces del alba y ya se encontraban navegando hacia el suroeste cuando un sol dorado y rojizo empezó a elevarse sobre el mar. Joan congenió de inmediato con Bernardo, el patrón del pesquero, y también con su hijo Gianni, al que no pudo evitar contarle que él a su edad también ayudaba a su padre, que era pescador, y que su barca era un poco mayor pero muy parecida. Miraba con añoranza a Bernardo y recordaba a su padre. Rezó una oración por su alma y otra para que Gianni nunca perdiera al suyo como le ocurrió a él.

—El mar de Liguria se cierra en un arco en cuyo extremo norte se encuentra la ciudad de Génova —les explicaba Bernardo—. La zona de Cinque Terre está al este del golfo de Génova y recibe ese nombre porque son cinco pueblos independientes a la orilla del Mediterráneo a los que prácticamente solo se puede acceder por mar. El interior es muy montañoso y abrupto, y los senderos que comunican un pueblo con otro discurren sobre riscos y rompientes tan empinados que hay que ser una cabra para poder andarlos.

La costa ligur resultó muy accidentada y fuera de alguna pequeña extensión de largas playas, el resto parecía el resultado de montañas precipitándose al mar, con grandes peñas y algunas calas a las que se asomaban pequeñas poblaciones. A Joan le recordaba la costa que conoció de niño.

Poco antes del atardecer llegaron a Levanto, un pueblo amurallado con una alta torre de iglesia, situado al final de un valle, arbolado de pinos y olivos, que se abría sobre una ancha playa. Vararon la barca y, guiados por Bernardo, inquirieron en la población por esclavas cristianas que respondieran por María, Eula, Marta, Elisa, Eulalia o Elisenda. Les dijeron que en el pueblo solo había un par de esclavos sarracenos y que desconocían si los había en la siguiente población. Hicieron noche en su playa y al amanecer reemprendieron el viaje. Al rato se encontraron con un escarpado promontorio que se adentraba en el mar.

—Detrás de ese monte está el primer pueblo de Cinque Terre, Monterosso —le dijo Bernardo.

El paisaje era mucho más abrupto y las olas chocaban contra unos rompientes altísimos, y una vez doblaron el cabo, aparecieron frente a ellos dos calas arenosas, en la segunda se encontraba Monterosso, encaramado a una colina fortificada. Vararon en la playa para preguntar.

—Aquí no tenemos esclavos —dijo un viejo marino conocido de Bernardo—. Pero sí que hubo una mujer blanca.

—¿Hubo? —interrogó Joan—. ¿Qué ocurrió con ella?

—Murió.

—¿Cómo se llamaba?

—No recuerdo, de eso hace años.

—¿Cuántos?

—Nueve o diez.

—¿Cuántos años tenía?

—No lo sé —repuso el hombre incómodo por la intensidad con que Joan le interrogaba—. ¿Por qué no le preguntáis a Giuseppe? Él era el amo.

—¿Dónde lo puedo encontrar?

—En la barca cuando regrese de faenar, o en su casa al lado de la iglesia de San Juan Bautista.

Bernardo dijo conocer al pescador y, mientras esperaban, interrogaron a las vecinas, que confirmaron que Giuseppe tuvo una esclava llamada Eula que a su llegada tendría poco más de treinta años, que era una mujer triste y enfermiza, que nunca llegó a comunicarse bien en ligur y que murió apenas dos años después de su llegada. Joan estaba desolado. Todo coincidía con su madre. El resto del día, sin ni siquiera comer, anduvo desde la colina fortificada a la playa y a lo largo de esta a la espera del hombre. Rezaba para que no fuera ella, pero sentía que sí lo era.

—La compré porque la peste mató a mi mujer y a mi hija, estaba solo y no había mujer para mí en el pueblo —les explicó Giuseppe mientras tomaban un vaso de vino al que les invitó en su casa. Era un hombre atezado, delgado y de mejillas hundidas—. Lo que sufrió antes la tenía muy afectada y me la vendieron barata. Era una mujer hermosa, pero hice mal negocio. Creí que como era pescadora y sabía reparar redes sería de ayuda, que me haría compañía, y que al ser cristiana quizá pudiéramos llegar a algo más. Pero no pudo superar la pérdida de su familia. Dos niños y dos niñas, una aún de pecho. Ni la de su marido. Ni lo que le hicieron los tratantes de esclavos. La tenía llorando todo el tiempo y yo no sabía darle consuelo. —El hombre suspiró emocionado—. Se encerraba en sí misma, apenas hablaba, ni siquiera quería aprender nuestra lengua.

Joan le escuchaba lleno de angustia. ¡Era su madre!

—Sí, la llamábamos Eula, quizá fuera Eulalia, era catalana, no sé de qué pueblo, tenía un hermoso pelo castaño y ojos oscuros. La compré a finales de 1484 —dijo el hombre respondiendo a las preguntas de Joan.

—¡Era mi madre! —exclamó él sin poder contener un sollozo.

Ambos tenían los ojos húmedos y el hombre le sostuvo la mirada. El muchacho no sabía si odiarle, si tomar venganza en él por lo ocurrido a su madre o agradecerle que la cuidara. No podía saber qué pasó en realidad.

—Lo siento —dijo Giuseppe—. Siento lo que le ocurrió a tu madre. Era la imagen de la amargura, enfermaba continuamente. Yo no sabía qué hacer. Creo que se dejó morir. Nunca más compraré una esclava.

Joan creyó al hombre, parecía sincero, no podía odiarle. Le dijo dónde estaba su madre enterrada y Joan se pasó el resto del día arrodillado frente a un montón de piedras de un camposanto en una ladera empinada. Era un mirador sobre un mar azul con rocas y pinos, semejante al de su aldea. Arriba volaban las gaviotas.

La recordaba entre rezos y llanto. Tenía grabadas en su retina las imágenes de la última comida que hicieron todos juntos. Ramón bendijo la mesa y mientras cenaban contó una de aquellas historias suyas que mantenían a los chicos embobados. Joan ya la había oído y se distrajo observando el cariño con que Eulalia se aseguraba de que todos comieran. El padre representaba el mundo exterior, la aventura, lo nuevo y lo emocionante, y ella la protección, la seguridad y el amor para los suyos. Era maravillosa y aquella noche se preguntó si Elisenda, la niña que algún día iba a ser su esposa, llegaría a convertirse en una mujer tan admirable.

Pero no fue hasta perderla cuando supo el enorme valor de lo que les daba generosa, ella era el hogar. Recordaba su sonrisa tierna y el cariño con que amamantaba a Isabel y cómo le hacía sentir que a él le quería igual, a pesar de su cuidado con el bebé. Después le venían las imágenes brutales de su captura y cómo el Tuerto la golpeaba y cómo después él le hundió su daga en el corazón al miserable. ¿Qué le hicieron en aquella maldita galera? La historia que contó Giuseppe le produjo un desconsuelo indescriptible. ¡Qué final tan triste para alguien tan maravilloso! Ella no lo merecía. Ojalá hubiera aguantado, ojalá se hubieran visto por última vez, ojalá él hubiera podido acudir antes.

Ordenó las piedras y recorrió los campos en busca de flores. Pasaron la noche en la barca y al día siguiente Joan pagó una misa funeral en la iglesia de San Juan Bautista, y sufragó diez más para los siguientes aniversarios de la muerte de Eulalia. Sentía un abatimiento profundo y, atormentado, pensaba en cómo se lo diría a Gabriel.

113

J
oan pasó dos días más en Monterosso, subiendo y bajando por caminos abruptos, viendo el mar, recordando y rezando en el pequeño cementerio, mientras Bernardo y su hijo Gianni pescaban y Niccolò charlaba con los vecinos y se entretenía como buenamente podía. Al final se dijo que su dolor no cambiaría el pasado y se aferró a la esperanza de encontrar a su hermana viva. Debía continuar la búsqueda.

Partieron al amanecer del quinto día y después de recorrer una costa escarpadísima, se encontraron con un imponente bastión, encaramado a un roquero sobre el mar y coronado por una alta torre cilíndrica. Era Vernazza. En Monterosso les dijeron que no había esclavos en Vernazza, pero Joan estaba decidido a obtener toda la información posible. Quizá los hubo en el pasado. Removería hasta debajo de las piedras si era preciso.

Frente a ellos se abría una pequeña cala con una playa de arena y a continuación, sobre unas rocas se elevaba la iglesia. Aquel era un excelente fondeadero natural en el que desembocaba un riachuelo. Las casas se apiñaban entre la iglesia y la fortaleza, encaramándose su mayoría por la colina de esta. Los montes se elevaban rápidamente y lo hacían en multitud de terrazas construidas con paredes de roca seca donde crecían vides, olivos y algún almendro. El riachuelo bajaba encajado entre montañas, solo permitía unos pocos huertos y el resto se tuvo que construir en las laderas de los montes a costa de increíble esfuerzo, ingenio y equilibrio. El lugar era de una belleza impresionante, pero Joan apenas la percibía. Tan pronto la barca arribó a la playa, saltó al agua ante la expectación de los que estaban en la orilla, asombrados ante tanta prisa.

—¿Hay aquí alguna esclava blanca? —le preguntó a un par ancianos, con el aliento agitado.

Los viejos se miraron uno a otro antes de contestar y después pasó un tiempo infinito hasta que uno de ellos negó con la cabeza.

—¿Una esclava? —dijo el otro—. No. No tenemos esclavos aquí.

Era la respuesta esperada, pero Joan quiso saber más:

—¿Y hace unos años? ¿Hubo entonces alguna esclava? Busco a una joven llamada María, ahora tendrá veinticinco años. Pero cuando la esclavizaron tenía catorce. Y también a otra llamada Elisenda, tiene veintitrés.

Los hombres, de caras curtidas por el sol y cruzadas de arrugas, le miraban inexpresivos. Al rato uno de ellos movió la cabeza en negación.

—No.

Entonces el que no había hablado miró a su colega y le dijo:

—Oye, ¿y esa mujer que vive con la viuda Elisabetta?

—¿Qué?

—Que es extranjera.

—Sí, pero no es esclava y estará por cumplir los cuarenta y cinco.

—Pero lo era cuando llegó aquí.

—¿Cómo se llama? —quiso saber Joan.

—No recuerdo, un nombre raro —murmuró el que habló primero encogiéndose de hombros.

—Eulalia —dijo una muchacha que cosía unas redes a cierta distancia y escuchaba la conversación.

—¿¡Eulalia!? —exclamó Joan, sorprendido. Sintió que su corazón brincaba esperanzado. Quizá su madre aún estuviera viva.

La muchacha afirmó con la cabeza.

—¡Yo busco a una Eulalia! —afirmó Joan con el alma en vilo—. ¿Dónde vive?

La chica le indicó cómo llegar a la casa y Joan, conteniendo la emoción, seguido de Niccolò, de Bernardo, de su hijo, de los viejos, de la muchacha y de los que salían de sus hogares alertados por el barullo, se dirigió a la vivienda. Antes de llegar, una mujer, avisada por unos niños que se adelantaron, salió al portal secándose las manos con un delantal. Los miraba con grandes ojos y Joan pensó que tendría la misma edad que su madre, pero no era ella.

—¿Qué queréis? —le interrogó.

—Quiero ver a Eulalia.

—¿Por qué?

—Soy su hijo. —No tenía ninguna seguridad, pero decidió fingirla.

La mujer se le quedó mirando con la boca abierta, después elevó las manos al cielo y las bajó con una palmada.

—¡El hijo de Eulalia! —gritó—. ¡Gracias, Dios mío!

Como si hubiera dado una señal, un murmullo se elevó del grupo de curiosos y todos empezaron a parlotear a la vez. La mujer abrazó a Joan, asombrado ante tanta efusividad.

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