Prométeme que serás libre (17 page)

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Authors: Jorge Molist

Tags: #Histórica

BOOK: Prométeme que serás libre
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Todos en casa de los Corró salieron a la calle para saber qué ocurría y, bajo la fina lluvia, vecinos y artesanos se interrogaban unos a otros hasta que llegó la noticia.

—¡Los remensas de Pere Joan Sala han asaltado Granollers! ¡Han tomado el pueblo!

A Joan le sorprendió el revuelo. La derrota de las tropas reales un mes antes no había causado tanto sobresalto. Pronto entendió la razón. Granollers no pertenecía a ningún señor: era un pueblo amparado por los derechos y privilegios de Barcelona. En realidad se consideraba como una calle más de esta. ¡Pere Joan Sala se atrevió a atacar a la ciudad! La guerra ya no era solo de señores contra campesinos, el líder remensa cometió un error fatal. Barcelona lo destruiría.

Al poco las campanas de la catedral dejaron de sonar tristes y solemnes, para cambiar a insistentes, perentorias. Todas las demás la siguieron.

—¡Es el
via fora
!

El toque era furioso, estaba lleno de rabia, parecía como si las campanas fueran la voz de la ciudad clamando venganza. El
via fora
era la llamada a los ciudadanos a empuñar las armas en defensa de Barcelona. Vio cómo el rostro de la gente en la calle cambiaba de pesadumbre a determinación y de tristeza a rabia. Pronto aparecieron ballestas, arcos, lanzas y espadas, y mosén Corró, con casco, coraza y lanza, hizo que le trajeran su caballo y agrupó a sus hombres frente a la tienda.

—Lluís y Joan os quedáis aquí, sois demasiado jóvenes —ordenó—. Los demás, venid conmigo.

Las campanas continuaban repicando perentorias, urgentes y cuando alguien gritaba ¡
via fora
!, un clamor exaltado le respondía. Lluís y Joan decidieron seguir a los mayores para observar, no podían perderse aquello.

Los gremios tenían una función clave en la defensa de la ciudad, en caso de ataque a cada uno se le encomendaba la custodia de una parte de la muralla; era una cuestión de honor. La cobardía o heroicidad de un miembro del gremio humillaba o enaltecía a todos sus colegas.

Los libreros no tenían aún gremio oficial y funcionaban según unas ordenanzas ciudadanas para libreros y encuadernadores del año 1446, pero se agrupaban en una cofradía que veneraba a san Jerónimo, con capilla en la iglesia de la Trinitat situada en la plaza del mismo nombre, y allí se encaminó la pequeña tropa de los Corró. Por el camino se cruzaban con otros grupos armados que se dirigían a las iglesias donde sus patrones tenían capilla, y pronto coincidieron con más libreros. Se saludaban con un ¡
via fora
! levantando las armas. Joan vio a lo lejos a Bartomeu, que iba a caballo y armado como mosén Corró.

Una vez en la plaza, el librero se presentó al hermano mayor de la cofradía, que inscribió a sus gentes y las armas que portaban en el libro de combatientes. Después, el hermano mayor fue al Concell de Cent y al poco regresó diciendo que la tropa ya podía dispersarse. Esta vez el propio Destorrens, consejero en jefe de la ciudad, dirigiría un ejército ciudadano que se uniría a las tropas reales.

La campaña podía ser larga, era invierno y los gremios debían reunir provisiones para sus hombres. En una semana, cuando todo estuviera listo, las tropas saldrían a enfrentarse con las del remensa Pere Joan Sala.

Joan vigilaba a fray Nicolau. Sus continuas miradas hicieron que el religioso se las devolviera con una sonrisa demasiado cariñosa. El chico no deseaba que el monje se percatara del asco que le daba y a veces le devolvía media sonrisa. Un día, al cruzarse en las escaleras de acceso al comedor, Joan notó las manos del fraile en sus nalgas. Fue un contacto breve, pero le produjo una sensación muy desagradable y una repugnancia inmensa. Recordó el sobresalto de Gabriel cuando fue víctima de lo mismo y tuvo que contener su rabia para no abalanzarse sobre aquel individuo y hacerle rodar escaleras abajo. Tenía otros planes. Iba a proteger a su hermano a toda costa y solo veía una solución.

Una tarde salió del taller escondiendo en su capa una de las herramientas que usaban para cortar papel y cuero. Era un hierro plano alargado con una pequeña curvatura; un extremo servía de asa y el otro tenía un borde apuntado y afiladísimo. Había decidido degollar al monje cuando durmiera y después escondería el arma en el muro que separaba el convento del pasaje de ronda de la muralla, para recuperarlo al día siguiente desde la calle y devolverlo a la librería. Sabía el riesgo que aquello entrañaba, pero estaba dispuesto a cualquier cosa antes de ver sufrir a su hermano.

25

U
na vez terminada la cena, los monjes se recogieron para el periodo de sueño antes de los maitines y los chicos hicieron lo mismo. Joan esperó a que su hermano durmiera y sigilosamente, cubierto con su capa, salió al patio provisto de un candil cuya llama ardía tenue. El cielo tenía más nubes que claros y un viento frío hacía desapacible aquella noche invernal. Joan se arrebujó en su capa al tiempo que escondía el candil y su arma y se puso a temblar. No sabía si era de miedo o de frío, pero los temblores no le iban a detener y entró en el claustro guiado por la escasa luz de las pocas estrellas que titilaban entre las nubes. Allí todo era más oscuro, el chico mantenía la llama del candil oculta, pero sabía bien dónde estaba la puerta de la celda de fray Nicolau. Esperaba encontrarle durmiendo y que la luz de su candil le guiara hasta la vena del cuello, donde sabía que los cortes eran mortales. Se arriesgaba a que estuviera despierto y en ese caso fingiría que iba a visitarle y con toda seguridad sería bienvenido. Costaría más, pero igualmente encontraría esa vena.

Las celdas de los monjes no tenían pestillos y Joan empujó con suavidad la de fray Nicolau sujetando su candil con la mano izquierda y el arma con la derecha. Rezaba para que no chirriara. Pero la puerta no se movió. El chico se mordió los labios, tenía que hacer más fuerza, los goznes estarían oxidados y rechinaría. Al probar de nuevo logró abrirla un par de dedos, sobresaltándose con el ruido. Aun así fue menor que el esperado y el sonido del viento lo amortiguó.

Joan se mantuvo completamente inmóvil mientras escuchaba. ¡Había movimiento en la celda, el monje estaba despierto! Era una voz y un sonido que se oía a intervalos. ¿Estaría acompañado? Pensó que si el fraile estaba ocupado podría abrir un poco más la puerta sin ser descubierto. Y lo hizo muy poco a poco hasta ver parte del interior.

—¡Dios mío! ¡Señor! —clamaba el monje a media voz—. ¡Libradme de la tentación!

Joan oyó el chasquido de un látigo de múltiples puntas, de los llamados escobas, y vio al hombre arrodillado frente a un pequeño crucifijo con su redondeada espalda cubierta de sangre. Un candil iluminaba el castigo que se infligía.

—¡Apartadme de los niños, Señor!

Y Joan se estremeció con el sonido amortiguado de las puntas metálicas que desgarraban la piel de la espalda. La celda era pequeña y el chico se apartó de la puerta temiendo que la sangre le salpicara. Cuando volvió a mirar, el hombre había dejado caer el látigo y se apoyaba en el suelo con rodillas y codos, tambaleante. Estaba completamente desnudo y su cuerpo temblaba en un equilibrio precario.

—¿Por qué me hicisteis así? —clamaba entre sollozos—. ¡Libradme, por caridad, de esa pena!

Joan no podía creer que aquel fuera el mismo hombre que le sonreía con lascivia; estaba estupefacto, desconcertado. De pronto, con furia, como usando sus últimas fuerzas, el fraile tomó con su mano derecha el flagelo y se golpeó en los genitales. De inmediato se derrumbó con un gemido y quedó como desmayado. Joan sintió aquel golpe casi como si le hubiera alcanzado a él y se le erizó el vello. Estaba horrorizado, pero apretó con fuerza el frío hierro y se dijo que aquel era el momento de degollarle. Se inclinaba ya sobre el cuerpo inerte empuñando su arma cuando se detuvo.

No podía y supo que sería incapaz de matarle aunque se quedara allí toda la noche. Había dejado de odiar al hombre. Regresó a toda prisa a su celda lamentando que Dios hubiera hecho un mundo tan injusto. Tardó en dormirse y le costaba rezar. No comprendía por qué el Señor permitió la muerte de su padre. Ni por qué consintió la destrucción de su familia. Ni por qué hizo a fray Nicolau de aquella forma. Su rabia se dirigía al cielo.

El ejército se congregó en la parte norte de la Rambla, en la llamada plaza deis Bergants. Las campanas no dejaban de sonar y todo eran idas y venidas de infantes y caballeros que se acompañaban de amigos y familia. Joan se apretujó junto con Lluís para abrirse paso entre la multitud y ver a los combatientes. El hermano mayor de la cofradía decidió que mosén Corró, dada su edad, se quedara en Barcelona, y que su casa fuera representada por maestro Guillem, que comandaría el grupo, el oficial y los dos aprendices mayores. Aun así Joan pensaba que Felip tomaría el mando y comprendió que acariciaba la esperanza, tímida y con remordimientos, de que los remensas le mataran. Las palabras de su padre sobre la libertad y el acoso de Felip le hicieron identificarse con la causa de los campesinos rebeldes y deseaba que al menos pudieran escapar para mantener su lucha.

Al fin vio a Bartomeu. Estaba entre los caballeros y montaba un hermoso corcel, se protegía con media armadura y casco, llevaba espada al cinto y una lanza cuyo gallardete lucía los colores de la ciudad. El maestro Guillem le contó que Bartomeu, con apenas dieciocho años, sirvió en la guerra civil, precisamente a las órdenes de mosén Corró, en la caballería ligera junto al padre de Felip. El padre de Felip murió en una encarnizada batalla, y el propio mercader cayó gravemente herido. El librero le salvó arriesgando su vida y desde entonces Bartomeu sentía hacia él el mismo afecto que hubiera sentido por su padre y hermano mayor, con los que no se hablaba. Ahora el mercader ocupaba el puesto de Corró como oficial de caballería ligera.

Joan se lanzó entre los caballos, que resoplaban inquietos para desearle suerte a su amigo. Él y su hermano rezarían mucho por el mercader.

Las campanas cesaron en su insistente tañido cuando el obispo dijo misa. Terminado el oficio, repicaron de nuevo y la multitud gritaba el ¡
via fora
!, mientras las tropas desfilaban frente a la tarima desde la que el obispo y varios eclesiásticos las rociaban con agua bendita. Salieron por la Porta de Sant Sever y el ejército siguió el camino que atravesaba los huertos de la Reina hacia la Trinitat para continuar dirección Granollers en busca de los agresores. Al rato desapareció entre la polvareda.

La actividad en las calles se redujo, se notaba la ausencia de gran número de artesanos y el chico tuvo sensación de vacío. Al llegar a la tienda, el amo le dijo:

—Con el maestro y el oficial en el ejército no habrá trabajo en el taller y lo poco que surja lo hará Lluís. Tú sube al piso superior. Trabajarás con Abdalá, él te dirá lo que tienes que hacer.

El chico frunció el ceño. Sabía que, aunque el amo le puso a prueba en el taller, el trabajo que le tenía destinado era el de copista y que el único de ese oficio en la casa era el musulmán, pero no se le ocurrió que este fuera a darle instrucciones. ¡Un esclavo! Además, aquel hombre le producía sentimientos encontrados. Apreciaba que no le denunciara a mosén Corró, pero continuaba siendo un moro, uno de la raza que tanto daño hizo a su familia. Después de pensarlo se dijo que cuanto más cerca lo tuviera, más posibilidades de venganza hallaría y con ese consuelo se encaminó hacia el
scriptorium
, como el amo llamaba al piso superior.

Al llegar, abrió la trampilla y se plantó desafiante frente al viejo, que le observaba por encima de los cristales de sus gafas.

—El amo me envía para que me enseñes a escribir —le dijo con energía, alzando la voz, para que supiera que no se dejaría mandar.

El viejo le observó unos momentos y después reanudó su tarea ignorándolo; aquello desconcertó al chico, que se fue enfureciendo; el moro no le respetaba como debía.

—Te he dicho que el amo quiere que me enseñes a escribir —le repitió dando ahora un par de pasos amenazantes hacia el anciano.

El otro no se inmutó y continuó escribiendo.

—¿Me oyes? —gritó el chico, exasperado.

Abdalá siguió ignorándole mientras Joan ponderaba si lanzarle a la cabeza el tintero de la mesa que tenía al lado. Se contuvo pensando que aquello no le gustaría al amo, pero se dijo que tendría que hacer algo para que aquel hombre le considerara.

En ese momento el viejo alzó la vista de sus papeles y, mirándole, se dirigió a él en un tono tan suave que parecía un murmullo:

—Te oigo, pero tus gritos no me dejan entenderte.

—¿No me entiendes? —repuso Joan ahora con voz comedida—. Pero si tú hablas mi idioma.

—Hablo y entiendo muchos idiomas, hijo. —Le sonreía—. Pero no el del grito.

—Bueno, he dicho que el amo quiere que me enseñes a escribir —repitió Joan con la misma suavidad que usaba el viejo.

—¡Ah! Eso es lo que quiere el amo. ¿Y tú qué quieres?

Joan pensó en ello. Claro que deseaba escribir, pero antes le gustaría saber leer.

—Quiero aprender a leer y a escribir.

—Pues solo puedo ayudarte en la mitad. mosén Corró me pidió que no te enseñara a leer y creo que tú ya sabes eso.

El chico arrugó el ceño enfurruñado, el moro sabía más de lo que él pensaba.

—Aunque no te preocupes, una vez sepas escribir, leer es muy fácil —continuó el hombre—. Pero recuerda que cuando se promete algo, hay que cumplirlo.

Joan se dijo que aquel hombre sabía demasiado.

—Bien, me pides que te enseñe… —Abdalá dejó sus palabras en suspenso por unos momentos—. Y es eso lo que tú deseas. ¿Cierto?

El chico afirmó con la cabeza.

—Pues si quieres que te enseñe, tendrás que cumplir dos condiciones.

—No tengo que cumplir ninguna condición. Son órdenes del amo y tú eres un esclavo.

El viejo sonrió antes de responder.

—Las órdenes de mosén Corró eran para ti. No para mí. Y si no cumples mis condiciones, ya puedes bajar a la tienda y decirle que no te enseño.

Joan no alcanzaba a comprender cómo un esclavo podía mostrar tal osadía, pero se dijo que explicarle al amo que Abdalá no quería enseñarle sería lo último que hiciera. Todo el mundo sabía el respeto que profesaba por el musulmán.

—¿Cuáles son las condiciones?

—La primera es que me llamarás «maestro» y me tratarás de vos.

Joan no esperaba aquello. ¿Tendría que llamar «maestro» a un esclavo musulmán? ¿Qué diría Felip? Todos se reirían de él.

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