—Lo sé porque ella me lo ha dicho. A ti también te lo podría decir pero no la escucharás, así que no lo hará.
—Mientes otra vez. Lo haces muchas veces y además, lo haces muy mal.
—Yo nunca miento —repuso la Nar frunciendo el ceño—. Además, si lo hiciese, seguro que lo haría mejor que tú.
—¡Ja! —Fil se cruzó de brazos—. Eso también es mentira. Te volví a cazar. No sabes mentir. No sabes. No sabes. No sabes —insistió sacando la lengua y agitando las manos sobre las orejas.
Gia empezó a perseguir a Fil por toda la bodega con intención de darle un buen pescozón en cuanto lo cazase. El muchacho se escondía tras los toneles, trepaba por las maromas y esquivaba sus acometidas sin dejar de reírse.
Mientras Herdi seguía absorto en sus explicaciones y sus dibujos, Willia, Adalma y Haidornae observaban la divertida escena. Sus vidas estaban sumidas en la incertidumbre y aquella algarabía era como un soplo de brisa en los días en los que el sol calcinaba la tierra con sus poderosos rayos.
De pronto Gia se detuvo ante la sorpresa de Fil, que jadeaba encaramado sobre un enorme barril de cerveza.
—¿Te rindes? —preguntó el chico con la respiración entrecortada.
Pero la niña no respondió. Su expresión infantil se había transformado por completo; mantenía los labios apretados y sus enormes ojos azules miraban a un punto inexistente. Sin decir nada, subió corriendo por las escaleras de la cubierta.
Cuando Herdi reparó en que las mujeres se habían marchado y estaba hablando solo, decidió subir también. La Nar estaba junto al mástil mayor, con la vista fija en cielo. Le temblaban los labios mientras balbuceaba algo inaudible. Hanedugue descendió de la cofa deslizándose por el poste y se acercó a ella; también miraba hacia arriba y parecía inquieto. Todos rodearon a la niña y levantaron la cabeza confundidos. El cielo estaba raso y el sol brillaba con intensidad.
—¿Qué demonios sucede, Hane? —inquirió el Capitán Weiff; ya había visto otras veces esa expresión en el rostro de su contramaestre.
—No lo sé, Capitán —respondió Hanedugue tragando saliva—. No sé que es, pero algo malo pasa. Muy malo.
Gia abrió la boca y chilló. Era un grito de terror, idéntico al que emitiría cualquier otra niña que contemplase por primera vez aquella monstruosidad; pero ella no era una niña y aquella monstruosidad ya la había visto hacía más de mil años.
—¡Allí! —exclamó Herdi.
El enano señalaba con el dedo hacia el sol, que de repente brillaba un poco menos. Una silueta pasaba frente a él, demasiado rápida para ser una nube y demasiado grande para ser un ave. Cuando dejó atrás el astro y se recortó en el cielo todos lo vieron con claridad, pese a que estaba a millas de distancia. Era inmenso. Aterrador. Tenía dos cabezas y surcaba el firmamento como una nube sombría, batiendo de tanto en tanto unas alas membranosas y flexibles como las de un murciélago descomunal.
Adalma se abrazaba a su marido, que le acariciaba el cuello mientras seguía con la vista la trayectoria de aquella abominación. Willia había rodeado con sus brazos la cintura de Levrassac y tenía la cabeza pegada a su cuerpo, aunque no era consciente de ello. El asesino mantenía su mano izquierda apoyada sobre el hombro de la prostituta y la sujetaba con firmeza; él sí era consciente. Haidornae había desenvainado su cuchillo en un acto reflejo y Herdi bajó corriendo a la bodega para volver de inmediato a la cubierta, armado con su pico. El pescador Teilen le daba empujones a su hijo mayor, que dormía con la cabeza apoyada en la toldilla de popa. Todos recuperaron algo de entereza al comprobar que el demonio dejaba atrás Puerto de Las Cumbres.
Gia estaba de rodillas y lloraba. La voz se le quebraba mientras murmuraba palabras en la antigua lengua. Apostado tras ella, Fil miraba al cielo desafiante, con su pequeño cuchillo en la mano y el valor de un centenar de hombres reflejado en los ojos.
—Hiesh an’e hed… ¡Oh, Hiesh an’e hed! —Las lágrimas de la Nar se deslizaban a caudales por sus mejillas.
—¿Qué… qué está diciendo? —inquirió Weiff.
—Dice: «Lo habéis hecho, estúpidos». —respondió Levrassac.
Palacio del Emperador, Ciudad Imperio
Zeleia hubiese atravesado la barriga de su padre con cualquier cosa afilada que estuviera a su alcance. Un simple tenedor para el pescado sería suficiente; ella ya se encargaría de que fuese suficiente.
—Lo cual nos obliga, en mi opinión, a actuar de inmediato. Siempre y cuando su Alteza lo considere adecuado, huelga decirlo —concluyó Tolomeus de Alssier.
El anciano volvió a acomodar su enorme humanidad en la silla, con un par de maniobras calculadas. Hacía ya varios años, durante un Consejo, destrozó su asiento al dejar caer sobre él todo su peso de una sola vez. Las patas de madera se abrieron como un capullo que floreciese de súbito y las posaderas ciclópeas del Barón se estrellaron contra el suelo. El cojín sobre el que se sentaba amortiguó el impacto pero las costuras se desgarraron y envolvieron la escena con una etérea nevada de plumas de ganso. Aquello triplicó la intensidad de las carcajadas de los Barones, del Emperador, de los guardias y de la comisión de quince mercaderes de aceite que estaban en esos momentos exponiendo sus demandas. Desde entonces, Tolomeus utilizaba un compacto sillón de hierro y se andaba con mucho cuidado cada vez que había de invadirlo con su volumen. Cuando sucedió la anécdota era más joven y sólo pesaba cuatrocientas libras. En la actualidad no podía montar a caballo porque no existía bestia capaz de cargar con la mole deforme en la que se había convertido.
—¿No os parece un tanto alarmista vuestra propuesta, Alssier? —inquirió el Barón de Vrauss con su voz agrietada de borrachín—. Quizá ese hombre se encuentre ahora mismo en algún prostíbulo de Bádervin, galopando alegremente mientras vos habláis de tomar las armas y quebrar una paz que ya dura tres siglos.
—Alteza, ruego que me sea permitido hablar —intervino el Capitán Rehax.
Belvann VI estaba desparramado en su trono, con una pierna colgando de uno de los reposabrazos y la cabeza apoyada sobre un cojín encajado en el otro. No se había afeitado en varios días y la resaca martilleaba su cabeza con la contundencia con la que un herrero enano aporrearía su yunque. Levantó la mano en señal de que daba su consentimiento y el Capitán de los Gloriosos Devastadores se aproximó a la mesa del Consejo. El Emperador se arrepintió de su decisión de inmediato; el repiqueteo que producía la armadura del militar se clavaba en sus sienes como una bandada de clavos pequeños y afilados.
Rim Rehax era un hombre de armas que asumía con resignación el cargo de Intendente de Paso de Tiro. Su gestión como gobernante de aquel territorio paramilitar se limitaba a recaudar los impuestos que pagaba con disciplina al Consulado de Rex-Drebanin. El resto de sus obligaciones se ceñían al entrenamiento de la mejor fuerza de combate del Continente.
Los Gloriosos Devastadores eran los descendientes del antiguo cuerpo de asalto que comandaba Belvann Dellmáher en La Gran Guerra. Cuando finalizó el conflicto se establecieron en Paso de Tiro, un ancho desfiladero de varias millas de largo, coronado por torreones de vigilancia y repleto de fortificaciones amuralladas. Toda actividad no militar era llevada a cabo por los soldados que ya se habían licenciado, los únicos a los que se permitía tener familia y los encargados de engendrar a los futuros miembros de la élite del ejército Imperial.
—El Sargento Beyd jamás desobedecería una orden y mucho menos se atrevería a frecuentar prostíbulos, tabernas o cualquier otro lugar que por sus votos le esté prohibido —dijo el Capitán Rehax con su potente voz de líder; estaba acostumbrado a dar órdenes a centenares de hombres a la vez pero siempre hablaba como si se dirigiera a millares.
Su tono intimidaba a todos los presentes y la armadura desgastada que vestía contrastaba llamativamente con las abrillantadas corazas de la Guardia Imperial y mucho más con los costosos ropajes de los Barones. El Emperador iba en mangas de camisa bajo su capa ceremonial y la voz de Rehax le resultaba arrogante y muy molesta. El Barón de Vrauss parecía opinar lo mismo; se frotaba la frente con los ojos cerrados mientras interrumpía el discurso del Capitán.
—En esos castos votos a los que os someten está la respuesta, Capitán. No hay razón más sólida para que busquen el calor del vino y del regazo de una mujer en cuanto abandonan la parcela fortificada en la que vivís. No concibo hombre alguno capaz de esperar sesenta años para depositar su semilla en un acogedor tiesto femenino. A no ser, claro está, que prefiera sembrar otro tipo de terrenos menos fértiles.
Belvann VI estalló en una carcajada que acompañó con una lluvia de saliva.
—Tengo cincuenta y cinco años, Barón —respondió Rehax—. Nunca he faltado a mis votos y he mutilado con mi propia espada a aquellos que se han atrevido a hacerlo; sólo han sido tres, desde que estoy al mando. Creedme si os digo que no habría fuerza en todo el Imperio capaz de contener a mis soldados si se abandonasen a sus instintos. Una treintena de ellos bastaría para arrasar los territorios colindantes y preñar a todas las mujeres que encontrasen a su paso, no sin antes castrar a sus esposos, por descontado. Entre esas tierras se encuentra vuestra Baronía, no lo olvidéis —añadió mirando sin pestañear a los ojos de Vrauss.
El Barón desvió la mirada mientras Belvann VI aplaudía y reía; aquella sesión del Consejo le estaba resultando más divertida de lo esperado.
—No nos atreveríamos a dudar del honor de los Gloriosos, Capitán. —El Barón de Alssier desplazó levemente su oronda figura para apoyar los codos sobre la mesa—. ¿Creéis pues que vuestro hombre ha sido asesinado?
—Su caballo regresó sin la silla de montar —respondió Rehax—. Azuzar a su montura y cortar sus arneses es lo primero que hace un Glorioso cuando se ve emboscado sin posibilidad de escape. Y os garantizo que un puñado de bandidos no supone peligro alguno para un hombre como el Sargento Beyd.
—Hemos de suponer entonces que han sido esos diez mil drebanianos que permanecen apostados cerca de la frontera. —Tolomeus de Alssier cargó de gravedad sus palabras.
—Esas tropas ya alcanzan por lo menos los veinte mil efectivos, Señores —apostilló Rehax mirando a todos los presentes—. En los últimos días se les ha unido un numeroso contingente de infantería procedente del este; desde nuestras atalayas no podemos distinguir sus pendones pero se han apostado junto a los drebanianos. Además de ejercer de correo, el Sargento Beyd tenía orden de informar a su regreso de cuanto viese en Bádervin. Opino que el contenido del mensaje que debía entregar al Cónsul Dashtalian podría despejar algunas incógnitas, si el Comandante Hovendrell tiene a bien revelárnoslo.
El anciano soldado permanecía mudo en su asiento. Pese a su condición de Comandante en Jefe de los Ejércitos Imperiales no tenía autoridad sobre los Gloriosos Devastadores; el Emperador en persona era el Comandante de aquella tropa de élite y Rehax sólo debía rendirle cuentas a él. Estaba en su derecho de pedirle explicaciones y Hovendrell tenía la obligación de dárselas. Se disponía a responder cuando la Emperatriz tomó la palabra por primera vez.
—Ese mensaje es mío, no de Hovendrell —afirmó con frialdad—. En él le exponía al Cónsul Húguet que estamos al corriente de sus actividades y lo conminaba a reunirse con nosotros para explicarnos a que son debidas. Tomé la iniciativa tras el último Consejo ya que a la mayoría de los aquí presentes, os incluyo a vos, padre, la situación no pareció preocuparles en exceso. La información es confusa y no puede proporcionar a mi esposo suficientes elementos para emitir juicio alguno al respecto. Quién mejor que el propio Dashtalian para sacar de dudas a nuestro sabio Emperador.
Belvann VI asintió, muy complacido por la iniciativa de su esposa. En los últimos tiempos participaba activamente en los Consejos y lo liberaba de prestar excesiva atención a los aburridos temas que allí se trataban. El Emperador tenía la vista fija en los pechos de la Emperatriz, que se mecían sugerentes bajo su vestido azul celeste. Al concluir la reunión visitaría sus habitaciones con mucho gusto.
—Los datos son en verdad dispersos —terció el Barón de Fedyen mientras se atusaba el mostacho—. El avistamiento de grupos de sherekag y esa repentina insurrección de los enanos de La Cantera de Hánderni son motivos suficientes para que el Cónsul movilice a sus ejércitos, no cabe duda. Además, no deberíamos poner la lealtad de Húguet Dashtalian en entredicho tan a la ligera; después de todo es uno de los amigos más apreciados de su Alteza y…
—¿A la ligera? —El bramido del Capitán Rehax cortó en seco la argumentación de Fedyen—. ¡Ese hombre tiene veinte mil hombres apostados en nuestras fronteras, incluyendo caballería y maquinaria de asedio! ¡Y ni se ha molestado en comunicarme a que obedece tal extravagancia! —añadió dando un puñetazo sobre la mesa que sobresaltó a todos—. ¡Por El Grande que no doy crédito a lo que estoy escuchando hoy aquí!
—Ruego que os calméis, Capitán. —El sombrío Barón de Lásker tomó la palabra—. Nos superáis a todos en gallardía y experiencia en combate pero no es necesario que nos lo recordéis con tales exabruptos. Propongo que volvamos a enviar mensajeros a Vardanire solicitando la comparecencia del Cónsul para valorar en que medida son acertadas vuestras insinuaciones.
—¡El hecho de formar para la guerra sin la autorización Imperial es directamente traición! —rugió Rehax; miraba directamente a Belvann VI, que cerraba los ojos y torcía la boca víctima de su resaca—. No existe banda de sherekag en todo El Continente que justifique tal despliegue. Y mucho menos en los lindes de mi territorio. Habéis perdido por completo la razón si creéis esas paparruchas de la rebelión de los enanos; no es más que una invención absurda para legitimar El Grande sabrá qué iniquidades —añadió con desprecio.
—Medid vuestras palabras, Capitán —le espetó el Barón de Váryd—. Os recuerdo que no estáis en uno de vuestros cuarteles y que nosotros no somos esos brutos descerebrados que comandáis.
—¿Y este cachorro impertinente quién es? —preguntó Rehax al Comandante Hovendrell. Su sonrisa parecía presagiar una ejecución.
—Soy Jimmel, Barón de Váryd y miembro por derecho del Consejo de Nobles. —El joven soltó un gallo y dio un puñetazo en la mesa que sonó débil y fofo—. ¡Un Consejo delante del cuál estáis y del que, os vuelvo a recordar, no formáis parte!