Año 1362 del Calendario Continental, 1891 de la Existencia Documentada. El Emperador Belvann VI pasa sus días inmerso en una vorágine de placeres, ajeno a las maquinaciones de Húguet Dashtalian, Cónsul de la provincia de Rex-Drebanin, que ha establecido alianzas impensables.
Ecos de una guerra como El Continente no ha conocido, resuenan en el Este. Las tinieblas avanzan por el Norte y extinguen toda vida que encuentran a su paso. Y al Oeste, tras un letargo de milenios, un poder antiguo ha despertado, ávido de muerte y destrucción.
Un mundo ficticio, varias facciones en conflicto y una fuerza sobrenatural que amenaza con desatarse. Estas son las premisas que toma el autor como punto de partida para construir un relato de conspiraciones, guerras, intriga y aventuras. Una historia de hombres, mujeres y monstruos; de amor y dolor. De fantasía épica.
Presagios y grietas es la primera novela de
Benjamín Van Ammers Velázquez
(Valencia, 1974).
Benjamín Van Ammers Velázquez
Presagios y grietas
Razas, acero y sombras I
ePUB v1.2
Halfinito23.03.12
Título original:
Presagios y grietas
Fecha de publicación: Enero de 2012
Tema: Fantasia épica
Mi más sincero agradecimiento para Ángeles Pavía y José María Bravo
.
Por sus consejos, su tiempo y su amistad
.
Dedicado a mi Súper y a mi gente. Os quiero
.
No os espante el dolor; o tendrá fin o acabará con vosotros.
—Lucio Anneo Séneca—
Corre el año 1362 del Calendario Continental, 1891 según la Existencia Documentada.
Han transcurrido tres siglos desde que Belvann I el Conquistador liderase La Coalición y derrotase a los salvajes ejércitos de Atharkha el Grande.
Su linaje gobierna desde entonces El Continente.
Tres siglos.
Apenas un parpadeo para los Nar inmortales.
Menos de una vida para los longevos Erk.
Demasiados para la raza humana.
Se aproxima inexorable un cambio de ciclo.
Una nueva era da comienzo mediante una historia de razas, acero y sombras.
Como cualquier otra.
Urdhon
—¡No me iré sin Gracia! —exclamó la niña mientras corría de vuelta a la cabaña. Sus pies diminutos apenas hollaban la espesa capa de nieve.
—¡Inoe! ¡Inoe, vuelve! —gritó en vano su madre.
—Debí matar a esa condenada cabra hace semanas —rugió Kráner—. Vamos, no perdamos más tiempo.
La mujer se quedó mirando a su gigantesco esposo sin comprender.
—¡Vamos, Selione, por La Hacedora y por toda La Creación! ¡Se acercan!
—Pero… ¿Tu hija? ¿No piensas…?
—¡A los Abismos con ella y con la cabra! ¡Y contigo si no vienes, maldita sea!
No se movió hasta comprobar cómo su marido se marchaba con el viejo caballo y un enorme saco al hombro que contenía sus escasas pertenencias. Corrió tras él desconcertada y cuando le dio alcance, lo derribó de un empujón. Las trescientas libras de Kráner, distribuidas en siete pies y dos pulgadas, se estamparon con violencia contra la nieve.
Selione observó al hombre con el que había compartido quince años de su vida y le escupió en la cara.
—Déjanos esto al menos, puerco —le espetó al tiempo que desligaba el hacha de doble filo que pendía de la grupa del palafrén—. Ahora márchate, o por La Hacedora que te rebano el cuello yo misma.
Kráner permaneció tendido en el suelo, apoyado sobre un codo. Sus labios balbuceaban y movía vertiginosamente unos ojos febriles, repletos de pánico. Cuando Selione constató que aquellos ojos la ignoraban por completo y sólo veían la oscuridad del horizonte, le dio la espalda, enarboló el hacha con las dos manos y salió corriendo en dirección a la cabaña.
Conforme se aproximaba iba aminorando el paso. El viento soplaba con su habitual persistencia; serpenteaba entre los pinos y agitaba sus ramas, pero no se escuchaba más que silencio. Cada paso que daba sobre la nieve sumaba otra nota silenciosa que traía consigo más frío. Y más tinieblas.
—¡Inoe!
Su propia voz sonaba lejana y tenue. Todo estaba demasiado oscuro. El resplandor plateado de la luna iluminaba el firmamento pero no parecía alcanzar la ladera de aquella montaña. Por un momento se desorientó; la casa era apenas un borrón negro, como los árboles, las colinas y todo cuanto la rodeaba. La misma nieve se había tornado de un color gris ambiguo y ceniciento.
—¡Inoe! ¡Hija! —gritó, sin obtener respuesta.
Siguió avanzando hasta el cercado y comprobó que estaba vacío. La portezuela permanecía cerrada pero las cabras habían desaparecido. Entornó los ojos en un intento de distinguir algún cuerpo, pero allí no había nada. Sintió que su ánimo se reconfortaba cuando recordó que Gracia solía corretear por el interior de la cabaña; en ocasiones incluso dormía con su hija. Quizás estuviera dentro y, quizás, la niña también.
En ese instante, como atraída por su entereza, una sombra enorme emergió del fondo del corral, sorteó la valla de un salto y se plantó frente a ella. La mujer trastabilló y hubo de apoyarse en el hacha para no caer al suelo. Recuperado el equilibrio, blandió el arma y retrocedió tres pasos con la mirada fija en la aparición. Quizá fueron cuatro.
Sobre la nieve se recortaba la silueta de un lobo de pelaje erizado que se encorvaba amenazador sobre cuatro patas largas, en tensión, rematadas por uñas curvas como cuchillos de caza. Dos puntos de luz roja centelleaban allí donde debían estar sus ojos. Parecía estar gruñendo pero no emitía sonido alguno; se limitaba a mostrar unos colmillos que se intuían negros y afilados.
Selione notaba en los brazos la rigidez del miedo pero sostenía el hacha sobre su cabeza, dispuesta a clavar el filo sobre aquello si osaba acercarse más.
El lobo caminaba de un lado a otro mirándola fijamente con un inquietante destello carmesí. Era muy grande; mucho más grande que cualquiera de los que había visto desollar a lo largo de su vida. Tras él, justo donde se alzaba el pinar por el que solía pasear con su hija, decenas de ojos rojos se movían al acecho. Las aureolas de vaho confirmaban que, fuesen lo que fuesen, aquellas criaturas respiraban.
Con un grito que sonó débil y desesperado, la mujer se abalanzó sobre la fiera sin ser del todo consciente de lo que estaba haciendo. Antes de que pudiese descargar un solo golpe, el animal empezó a retroceder y finalmente corrió a refugiarse en la oscuridad de la arboleda. Al momento, otro par de luces púrpura acechaban entre las sombras.
—¡Inoe! —llamó de nuevo, sin que nadie respondiese.
Caminó hasta la puerta con el acero por delante, mirando en todas direcciones. Cuando pasó junto a la alberca cubierta de escarcha se detuvo y sintió cómo el miedo volvía a dominarla. Allí, agazapado, esperaba un tigre de dientes de sable. También negro, silencioso, de un tamaño desproporcionado… Trascurrieron unos instantes en los que sólo sintió frío hasta que se atrevió a reanudar el paso. El felino no se movió. Se limitaba a observarla con sus ojos escarlata.
La puerta estaba entreabierta y lo consideró un atisbo de esperanza.
—¡Inoe! ¡Vámonos, cariño!
Se internó en la cabaña apretando con fuerza el mango del hacha. Dio un rápido vistazo pero estaba tan oscuro que no le sirvió de nada. La madera del suelo crujía bajo sus botas y el sonido rompía aquel silencio sobrecogedor; de algún modo le daba nuevas fuerzas. Escrutó el rincón en el que se encontraba el jergón de la pequeña, pero allí no había nadie. Tampoco en el camastro grande, donde había yacido con Kráner tantas y tantas veces.
Avanzó hacia la chimenea sin despegar la espalda de la pared, aterrada ante la posibilidad de que alguno de esos seres se le acercase por detrás. Cuando distinguió la figura que se ocultaba entre los troncos una sonrisa y dos lágrimas aparecieron en su rostro. Corrió hacia la leñera, cogió a la niña en brazos y la apretó contra su pecho entre sollozos.
—¡Inoe! Mi pequeña, ya estoy aquí.
Pero aquello no era Inoe.
Islas del Oeste
El barco, por fin, se aproximaba a la costa.
Tras permanecer toda la noche fondeando en un islote cercano, sus tripulantes parecían decididos a desembarcar. Era un navío mercante de tres palos, con unos ciento veinte pies de eslora y capacidad para albergar un pequeño ejército en su interior. Gaak sabía que no era así; había visto antes otros barcos de esas características y su enorme estructura estaba destinada al transporte de mercancías. Dio dos pasos hacia delante y volvió a ponerse en cuclillas frente a un helecho que le doblaba el tamaño. A su espalda, veinte arrapaceros se ocultaban entre el follaje; observó sus caras con una mueca de desprecio y escupió.
Era uno de los pocos que había salido de allí en alguna ocasión; de hecho nació en El Continente y en su juventud combatió en La Gran Guerra. Llegó con la primera oleada de colonizadores y no existía miembro de su tribu que hubiese visto más mundo. Se consideraba a sí mismo una especie de héroe legendario, merecedor de mucho más que de ser un simple jefe de patrulla.
Con un gesto les indicó que no se moviesen. Dudaba que se atrevieran a dar un solo paso, pero tenía comprobado que a aquellos idiotas había que indicarles hasta cómo tenían que mear.
—Al primero que se mueva, lo desgarro como a un pez y me como sus tripas —susurró amenazador. Le encantaba la frase y solía utilizarla con frecuencia.
—Ese barco es muy grande. Cre… creo que deberíamos volver a la Madriguera —balbuceó un arrapacero que se agarraba a su lanza como si le fuera la vida en ello.
Gaak le hubiera cortado la garganta a aquel imbécil pero no quería arriesgarse y alertar a los del barco. Sus orejas podían distinguir entre el ruido del oleaje las voces de los marineros, que ya maniobraban para fondear.
—Cobardes de mierda. Ahí dentro no hay más que unos cuantos marineros cansados y algún soldado medio borracho. Presas fáciles, si es que no los ponéis sobre aviso con vuestros gimoteos. Debería destriparos yo mismo a todos ¡Basura!
Se enorgulleció al ver sus rostros; la expresión timorata se había acentuado hasta componer la viva imagen del pánico. Sin duda, conforme envejecía, sus dotes de líder aumentaban. En cuanto sopesó la situación con más detenimiento, tragó saliva, dio un respingo y se tumbó en el suelo de bruces. Desde allí, hizo gestos a su tropa para que no emitiesen sonido alguno. Ese «¡Basura!» se habría escuchado hasta en las lejanas costas de Urdhon.
Entre imprecaciones y el crujir de cadenas contra la madera, los marineros echaron el ancla y la embarcación se detuvo. Desde su escondrijo, los arrapaceros observaron el descenso de un bote que tomó rumbo hacia la playa. Podían distinguir perfectamente las tres figuras que ocupaban el esquife y su ánimo se henchía por momentos. Si se internaban en la espesura de los manglares, eran víctimas más que propicias. Los abatirían con sus flechas y ya se frotaban las manos pensando en saquear sus cuerpos. Uno de los tripulantes era una mujer y su larga cabellera negra iba a ser el botín más codiciado. Gaak ya tenía pensado reclamar para sí la melena de la moza cuando un segundo bote descendió del barco.