Todos corrieron en la dirección de la que provenía el ataque y se agazaparon junto a la empalizada, para ver cómo los compañeros que les seguían caían muertos antes de llegar a aquella zona de seguridad momentánea. Herdi iba hacia allí cubriéndose con un madero. La primera oleada apenas lo había rozado; le produjo múltiples arañazos pero ninguna herida importante. Sin embargo, el pobre Hansi yacía inerte en un charco de sangre. La primera flecha le desgarró un pulmón y la segunda le atravesó la garganta. Ya estaba muerto cuando se le clavaron las otras cinco.
De súbito, el ataque cesó. La sangre confluía en el suelo con el agua y el cissordin que manaban de los agujeros que los proyectiles habían hecho en los grandes toneles. Las tiendas de campaña no eran más que lonas desgarradas y centenares de cadáveres yacían desparramados; la mayoría habían muerto mientras dormían. Las saetas estaban dispersas por todas partes a modo de funesta vegetación y Herdi constató que eran idénticas a la que le dispararon al grupo de Durne días atrás; con una salvedad: tenían la punta de acero.
—¡Sherekag! —gritó uno de los pocos vigías que continuaban con vida.
Los enanos podían escuchar los alaridos de una horda inmensa que se aproximaba al campamento procedente del bosque. Los cazadores cogieron sus arcos y carcajs y treparon a lo alto de la empalizada. Los leñadores, los artesanos, los albañiles, los cocineros y todos cuantos seguían en pie tomaron hachas, mazas, cuchillos y otros objetos contundentes y se dispersaron alrededor de los dos accesos al asentamiento. Algunos de los más fuertes trasportaron grandes troncos y los fijaron en las puertas a modo de refuerzo; entre la masa que se aproximaba, los vigías avistaron dos arietes.
Herdi cogió un pico bien afilado y se encaramó a un andamio que estaba situado junto a la empalizada; desde allí contempló al enemigo. Nunca antes había visto a los sherekag y se le erizó el vello de los brazos. Eran muy parecidos a los humanos pero algo más corpulentos. Corrían a saltos y llevaban el rostro pintado de negro, resaltando sus colmillos y sus ojos inyectados de sangre. Enarbolaban hachas, lanzas y espadas de procedencia variopinta y vestían una mezcla de pellejos de animales y restos de armaduras. Entre aullidos y gritos de guerra, un ejército de miles de ellos corría en dirección al campamento. Su visión era aterradora pero a los valientes enanos de La Cantera de Hánderni tanto les hubiese dado que frente a ellos se alzasen los mismísimos demonios de los Abismos del Vil. Sus amigos, maridos, esposas e hijos habían sido masacrados y lo último que sentían en aquel instante era miedo.
Los arqueros dispararon y todos lograron impactar sobre el enemigo con su primera flecha. Más de cien sherekag cayeron pero los millares restantes pasaron por encima de los cadáveres, alcanzaron la empalizada y empezaron a trepar por ella con una agilidad inaudita. Las cabezas de acero de dos arietes enormes chocaron contra las puertas del campamento y las derribaron parcialmente. Por los huecos, decenas de guerreros entraban dando saltos y vociferando para caer de inmediato ante los golpes furiosos de los enanos. Pero cuando uno caía, otros cuatro lo sustituían y los defensores no tardaron en darse cuenta de que no iban a poder aguantar mucho más.
—¡Por Gorontherk! —bramó Herdi.
Con los ojos llenos de lágrimas atravesó la cabeza de un enemigo con el extremo punzante de su pico; un chorro de sangre le salpicó la barba. Otro sherekag se abalanzó sobre él y corrió la misma suerte que el anterior. Sin dar tregua, dos asaltantes más atacaron al enano, que los derribó con hábiles golpes de pico para después rematarlos en el suelo. Entre jadeos, observó cómo tres más trepaban por el andamio.
Herdi Hérdierk arremetió contra ellos gritando con todas sus fuerzas.
Consulado Imperial, Rex-Preval
El Cónsul Vérenger Góller destacaba ante todo por ser un hombre práctico. Sabía que su posición no era más que un formulismo y se limitaba a escuchar y asentir. Era la actitud que había permitido a su Señorío sobrevivir durante siglos y no sería él quien la cambiase. Cuando estalló La Gran Guerra, los territorios de la familia Góller estaban en el punto de mira de los vecinos Señoríos de Shínvarr y Cabeza de Piedra, que forjaron una alianza para invadirlos y repartirse la demarcación. Sus planes se vieron interrumpidos durante los noventa años que duró el conflicto continental.
A su conclusión, Belvann I el Conquistador convirtió aquellas tierras en el Consulado de Rex-Preval y salvó a una familia condenada a muerte. Shínvarr y Cabeza de Piedra se opusieron en principio pero terminaron claudicando; no había candidato mejor para albergar el Consulado. De haber recaído el honor en una familia más fuerte, como los Mindváisser o los Barr, hubiese supuesto una amenaza muy seria para el resto de la provincia. Desde entonces, los Góller se limitaban a ser simples gestores de los impuestos que firmaban documentos de anexión cuando los Señores de la Guerra se hacían con algún territorio nuevo que añadir a sus dominios. Pero recientemente había surgido una incidencia inesperada que no dejaba dormir a Vérenguer; se encontraba en un serio aprieto y Húguet Dashtalian parecía tener la solución.
En aquel momento se celebraba una reunión en la sala de audiencias del Consulado de Rex-Preval en la que el propio Húguet estaba presente. Había llegado la noche anterior acompañado por su hija. Ambos se sentaban en sillas de respaldo alto, idénticas a las que ocupaban los tres hombres vestidos con armaduras que se encontraban frente a ellos. Los Señores de Hoggsen, Bádmork y Cabeza de Piedra no podían ocultar el desagrado que les producía la presencia de una mujer en aquella reunión; en otras circunstancias lo considerarían una ofensa inadmisible pero Góller sabía que no estaban en situación de anteponer el honor a la razón. Los tres estaban en guerra contra sus vecinos y la propuesta que venía a ofrecerles Dashtalian parecía sumamente provechosa para sus intereses.
—Nobles Señores. —Húguet Dashtalian tomaba la palabra—. Como sabéis, nuestro buen amigo el Cónsul Góller os ha convocado a petición mía. Estoy al corriente de vuestros respectivos conflictos y quisiera proponeros algo que, creo, deberíais tomar en seria consideración.
Los Señores de la Guerra miraban a Húguet con suspicacia. Sabían que aquel hombre no era un monigote como Góller y que contaba con el apoyo de los Barr.
—En estos momentos, los Señoríos de Hoggsen y Bádmork están en guerra contra el Señorío de Mindváisser —prosiguió—. De igual modo el Señor de Cabeza de Piedra, aquí presente, lleva años enfrentado con su vecino, el Señor de Shínvarr. Combatís contra dos de las familias más fuertes de la provincia; no en vano los intentos de invadir Mindváisser por parte de Cúlthar Hoggsen y Hikus Bádmork están resultando ser infructuosos.
El Señor de Bádmork dio un respingo en su asiento. Era un guerrero de cabellos lacios con cara de comadreja y muy malas pulgas. En ese instante se disponía a proferir toda una retahíla de improperios pero su aliado le hizo un gesto y habló en su lugar.
—Sabemos mejor que tú cómo están las cosas, Dashtalian. Ve al grano. —El Señor de Hoggsen era enorme y a duras penas cabía en su silla; llevaba la cabeza afeitada y dejaba a la vista las cicatrices blancuzcas que la recorrían desde la frente hasta el cogote. Su voz grave era casi tan aterradora como su aspecto.
—Antes quisiera que Góthor Cabeza de Piedra nos explicara cómo se está desarrollando su campaña contra Shínvarr después de, ¿diez años? ¿Es correcto, noble Góthor? —Huguet se dirigía al tercer Señor, un veterano con la cara redonda y enrojecida por el vino que lucía un mostacho trenzado nada frecuente en aquellos parajes.
—Doce —respondió de mala gana el interpelado—. Esos bastardos me están ganando la partida. He perdido ya dieciséis aldeas. El cerdo de Pietr Shínvarr no tardará en mear en mi propio orinal y follarse a mis cuatro mujeres —añadió mirando a Lehelia con una sonrisa espantosa que pretendía ser galante.
Para sorpresa de Góthor y del resto de los presentes, la Dama le aguantó la mirada y continuó ella misma la conversación.
—Lo que mi padre trata de decir es evidente: de no mediar algo inesperado, los tres seréis vencidos y vuestros territorios conquistados. Convertiréis a Shínvarr y Mindváisser en los dueños de más de la mitad de la provincia.
Hikus Bádmork se levantó de su asiento bufando encolerizado.
—¡No he venido aquí a que una hembra me diga cómo hacer la guerra! —bramó—. ¡Por mis hijos que no te mato porque no eres más que una estúpida mujer!
—No me matas porque no puedes, Bádmork —respondió Lehelia sin inmutarse—. Tenemos el apoyo del Señor de Barr y mi padre gobierna la provincia vecina; mi muerte significaría el inminente exterminio de toda tu familia.
Bádmork desenvainó su espada y se dirigió hacia Lehelia totalmente fuera de sí. El Señor de Hoggsen se levantó y se interpuso entre ambos.
—No seas imbécil y guarda esa espada, Hikus —le espetó con firmeza—. Sabes que la moza tiene razón en todo lo que dice. Siéntate y escuchemos lo que nos ofrecen.
A regañadientes, Hikus Bádmork volvió a sentarse y Lehelia prosiguió, sin mostrar el menor signo de alteración.
—Mi padre y yo hemos venido a ofreceros nuestro apoyo. Como sabéis, eso implica el del Señorío de Barr y por ende el de Drávenark, Vóltzkerr y Khumtaierr.
—¿Quieres decir que Barr va a movilizar sus tropas a través de nuestros territorios para invadir Mindváisser? ¿Y luego nos lo cederá amablemente? —El Señor de Bádmork volvía a intervenir—. ¡Me niego a seguir escuchando necedades! ¡Nos estáis tomando por idiotas!
—Si me dejas terminar, Bádmork, tú mismo podrás constatar si eres o no un idiota —replicó Lehelia con frialdad.
El ofuscado Señor se quedó callado unos instantes y la dama aprovechó para continuar.
—Supongo que todos habéis oído los rumores respecto al clan sherekag de los Pantanos de la Herida.
Los Señores se miraron entre ellos alarmados. Por supuesto que estaban al corriente. El propio Cúlthar Hoggsen había padecido ataques en sus dominios; su Señorío lindaba al oeste con los Pantanos y varias aldeas habían sido asaltadas y sus habitantes masacrados.
—No son rumores —certificó Hoggsen—. Ese lodazal está repleto de salvajes. Envié dos destacamentos de cincuenta hombres para acabar con ellos; ni uno solo regresó.
—Señores, en los pantanos hay ahora mismo no menos de diez mil sherekag unificados bajo un mismo estandarte. —Húguet Dashtalian eligió ese momento para volver a la conversación; pese a su aspecto brutal, Hoggsen era el menos obtuso de los tres—. Puedo aseguraros, amigo Cúlthar, que no van a repetirse bajo ningún concepto incidentes de esa guisa en vuestros territorios. En cambio, a una orden mía, el Caudillo Chumkha arrasará por completo los Señoríos colindantes, es decir Shínvarr y Mindváisser. No esperan una ofensiva por ese flanco y el grueso de sus tropas está en las fronteras, combatiendo contra las vuestras. Dudo que resistan un solo día de asedio.
—Me consta que los sherekag ya han realizado incursiones en Mindváisser y Shínvarr —intervino por primera vez el Cónsul Góller—. Sus Señores vinieron a informarme y yo mismo se lo comuniqué al Emperador.
Para variar, Belvann VI no mostró el más mínimo interés por esas noticias, ocupado en seducir a una joven criada de caderas sugerentes. Como mera formalidad se convocó al Congreso para contrastar si aquello era una amenaza seria, pero ninguno de los Cónsules tenía constancia de presencia sherekag en sus territorios.
—¿Esas bestias trabajan para ti, Dashtalian? —Hikus Bádmork fruncía el ceño por enésima vez.
—Tengo una alianza con su Caudillo. Es en verdad un guerrero formidable; los demás lo siguen a ciegas.
—¿Y a qué debemos tanta generosidad por tu parte? —terció Cúlthar Hoggsen—. No se nos escapa que de ese modo todo Rex-Preval estará bajo tu influencia.
—Yo no le voy a mirar los dientes al caballo —afirmó Cabeza de Piedra—. El que le rebane el pescuezo a Pietr Shínvarr, contará con mi apoyo. Me da igual que lo hagan los sherekag o el mismísimo Grande que Todo lo Ve armado con su polla.
—Bien —continuó Húguet—. Digamos que espero contar con vuestra colaboración en un proyecto de mayor envergadura que tengo en mente. A su debido tiempo se os explicarán los detalles pero baste decir que la empresa os reportará sustanciosos beneficios adicionales.
Los Señores de la Guerra intercambiaron miradas una vez más; aquello sonaba bien y no veían por ningún lado la pega. El drebaniano les ofrecía en bandeja fulminar a sus enemigos y añadir a sus dominios una considerable cantidad de tierras. A cambio le deberían lealtad, pero si un líder tan ambicioso como Skráver Barr estaba con él era sin duda porque detrás había algo que merecía la pena.
—Acepto tu propuesta, Dashtalian —dijo Cúlthar Hoggsen—. Y me atrevo a hablar por el Señor de Bádmork cuando digo que él también.
Hikus Bádmork asintió y lanzó una mirada a Lehelia que la desnudaba de arriba abajo. La dama volvió el rostro con repulsión.
—¡Yo también acepto! —bramó Góthor Cabeza de Piedra—. ¡Por los sagrados cojones del Grande, saca algo de beber, Góller! ¡Y comida, de paso! ¡Hay que celebrar esto como se merece!
El Cónsul Góller ordenó servir la mesa y traer vino y cerveza. Estaba contento; de no haber llegado a un acuerdo, los sherekag arrasarían Mindváisser y Shínvarr de todos modos pero los Barr y sus aliados se hubiesen alzado en armas contra Hoggsen, Bádmork y Cabeza de Piedra. Rex-Preval se hubiera sumido por completo en una guerra civil, con todos los problemas que ello representaba para su cargo y quizás para su propia vida.
Mientras los hombres bebían y comían, Lehelia salió a uno de los balcones, se apoyó sobre una almena y se quedó observando la luna. Los planes de su padre marchaban perfectamente. Aquellos animales protestarían cuando supiesen que debían formar bajo el estandarte de Barr pero Húguet acabaría por convencerlos; a fin de cuentas se hacían llamar Señores de la Guerra.
Unas voces airadas interrumpieron sus pensamientos. Bajo la balconada, dos soldados borrachos se estaban peleando mientras una mujeruca sucia y flaca se reía. Rodaban por el suelo y gruñían como perros rabiosos.
Lehelia volvió a alzar la vista y la fijó en una estrella mucho más grande que el resto. Centelleaba en el firmamento, orgullosa y desafiante. Sin duda, Skráver Barr era el hombre que aquellas tierras caóticas habían estado esperando.