A Vlad le llamó la atención uno de los Pretores, un hombre muy grande de melena oscura que pese a su tamaño peleaba con la agilidad de un felino. En sus largos años como asesino a sueldo y después promotor de Los Juegos nunca se había encontrado a otro individuo de esa envergadura con tanta habilidad. Lo más similar que había visto era el joven Leith, que apunto estuvo de acabar con Dahenge. Cuando Berd atravesó a su guardaespaldas con un simple palo, la memoria del anciano situó por fin aquella figura. El padre del chico y el Pretor de los Custodios eran la misma persona. No cabía la menor duda.
—Aunque lo fuese —prosiguió Lehelia—, esa Orden está extinta. No son más que un puñado de ancianos recluidos en un monasterio en medio de las montañas ¿Qué piensas que podrían hacer para detenernos? ¿Crees que los Antiguos vendrán a salvar El Continente? —añadió con ironía.
Fesserite decidió no responder. Había bajado la guardia unos instantes y se había puesto en evidencia. Ya trataría el tema con Húguet cuando tuviese ocasión. Los detalles de la fuga del Custodio eran inquietantes y nadie hasta entonces había logrado escapar con vida de la Fortaleza Prisión de Vardanire. Encontraron a varios guardias muertos, uno de ellos ahorcado a una viga del techo. Ninguno de sus compañeros recordaba nada con claridad pero entre balbuceos, excusas y vaguedades, un par de ellos coincidían. Lo último que vieron fue una niña de inmensos ojos azules.
Templo del Grande que Todo lo Ve, Vardanire
En cuanto el Ministro Jerre encendió el incensario empezó a sentirse mucho mejor. El vacío y el silencio dotaban al templo de una frialdad que resultaba muy incómoda. Durante el día, el edificio era un constante ir y venir de sacerdotes y fieles; el murmullo de confesiones, revelaciones y aleccionamientos estaba presente durante cada una de las numerosas ceremonias en honor al Grande que se celebraban. El eco intensificaba el volumen de aquellos parloteos en voz baja, que eran al templo lo que el sonido de las olas al mar. Pero al caer la noche, la sobria magnificencia de aquellas paredes, el imponente hueco de la cúpula y la gigantesca estatua que presidía el altar, hacían sentirse al Ministro poco menos que una pulga en el lomo de un buey.
El olor del incienso contribuía a llenar con algo más aquel espacio y Jerre se atrevió a alzar la vista para mirar el rostro severo que coronaba la estatua. El monumento medía unos sesenta pies de altura y representaba la figura de un humano desnudo, de poderosa musculatura, con los puños cerrados y los brazos caídos flanqueando sus piernas. Una gran sábana le cubría las partes pudendas, que estaban perfectamente esculpidas y podían vislumbrarse si uno se situaba justo debajo. El escultor no escatimó detalles y toda la figura rayaba en la perfección anatómica. Las proporciones eran exactas y cada uno de los músculos estaba representado fidedignamente.
Los del inmenso pene no eran una excepción. Los sacerdotes se escandalizaron cuando lo vieron y tuvieron que recurrir a la sábana, ya que derruir aquel falo era una blasfemia. Para muchos de ellos, el hecho de seccionarlo podía considerarse un pecado imperdonable y además, innecesario.
El rostro del gigante se inclinaba levemente y dirigía su mirada amenazadora hacia donde se congregaba la plebe. El templo tenía capacidad para albergar a unas ocho mil personas, si bien rara vez se reunían más de un par de centenares. Durante toda la jornada se sucedían las ceremonias de modo que los fieles podían escoger el momento que más se adecuaba al tiempo que disponían para la oración. La mayoría de los asistentes solían ser los propios clérigos, mujeres de edad avanzada, tullidos, mendigos y un par de dementes que pasaban el día entero allí dentro o chapoteando en la gran fuente de mármol de la entrada. El aforo del Gran Círculo era diez veces superior.
Jerre observaba con respeto las facciones de la estatua. Aquel monumento a la virilidad atemorizaba a las mujeres y confortaba a los hombres; representaba con exactitud las creencias que predicaba el Culto y contribuía con su presencia a recordar a todos la doctrina fundamental: «Al final sólo El Grande habrá de juzgarnos, porque él todo lo ha visto, porque él todo lo sabe».
El religioso conocía a grandes rasgos los pergaminos de la Existencia Documentada, donde los Antiguos dejaron constancia de que la deidad a la que los humanos veneraban era femenina en realidad. Una pamplina inconcebible que los fundadores del Culto se encargaron de tergiversar, dotándola de mayor verosimilitud al representar a Aelinnie, creadora de los humanos, como un coloso rebosante de masculinidad.
Una de las portezuelas que servían de acceso a los sacerdotes se abrió y una figura encapuchada se encaminó con paso firme hacia el altar. Cuando llegó donde se encontraba Jerre, el Ministro hizo intención de inclinarse pero el encapuchado se le adelantó arrodillándose respetuosamente.
—No es necesario que os arrodilléis ante mí —dijo Jerre con condescendencia.
En realidad la situación lo complacía en grado sumo. Tener a aquel hombre postrado frente a él era la sublimación de todas sus aspiraciones. Apenas habían pasado unos meses desde que fue elegido Ministro, jerarca máximo del Culto en la provincia, y la sensación de poder se incrementaba sobremanera cuando personajes de tal enjundia le manifestaban su respeto. Todavía sentía algún resquemor por haber mandado asesinar al Reverendo Kolian, el otro candidato al Ministerio, pero en momentos como ése su conciencia estaba limpia. Sólo por experimentar esa sensación hubiese ordenado el asesinato de mil Reverendos.
—He venido a exponer mi alma ante El Grande. Es ésta la postura que debo adoptar —respondió Húguet Dashtalian—. Me arrodillo ante él, no ante vos.
Una vez aclarada la situación, el Ministro tomó asiento en el taburete tapizado que utilizaba para aquellos menesteres. Con resignación, se dispuso a escuchar las revelaciones que el Cónsul iba a hacerle al Grande; él no era más que un simple mediador como bien le había recordado el gobernante.
—El Grande os escucha, Húguet Dashtalian —declaró Jerre en tono solemne.
—Vengo aquí para dar testimonio de que todos los hechos que en breve van a acontecer no tienen otra finalidad que preservar el mundo en que vivimos y que obro conforme a los preceptos del Grande que Todo lo Ve —confesó—. Con el fin de constatarlo, pido al Ministro Jerre como representante en la tierra del máximo poder de La Creación, que escuche mis confesiones y me oriente en la dirección correcta, en caso de no ser la que me dispongo a seguir.
—Así será —respondió mecánicamente Jerre—. Podéis continuar.
—Según la sagrada doctrina del Grande, los humanos debemos honrarle con nuestros actos, siendo mayor el grado de nuestras responsabilidades cuando mayor es el grado de poder que detentamos —prosiguió Húguet.
—Así es y así lo predicamos —contestó el Ministro—. Continuad cuando lo deseéis.
—Me remito entonces al sumo poder del Continente, el Emperador Belvann VI; el que debe servir de guía para todos nosotros y que vive inmerso en una vorágine de vicios y depravación. Su indolencia y sus continuas muestras de irresponsabilidad son el más execrable ejemplo para los que debemos someternos a un gobierno que no ostenta de ningún modo —expuso el Cónsul con frialdad—. Su comportamiento es una ofensa al Grande y a todas las enseñanzas contenidas en su doctrina.
—Así es y así lo manifestamos —se atrevió a responder Jerre.
En realidad al Culto nunca se le ocurriría acusar de pecador a Belvann VI, pero su intolerable comportamiento era utilizado con frecuencia para aleccionar a los fieles en las ceremonias. Eso sí, jamás salía su nombre a relucir.
—Dada la responsabilidad que implica mi cargo, interpreto que se espera de mí algo más que del resto de fieles —continuó Dashtalian—. En mis manos está contribuir en mucha mayor medida a que el mundo en el que vivimos continúe siendo digno a los ojos del Grande.
—Así es y así debe ser. —A Jerre empezaba a intrigarle lo que el Cónsul se disponía a revelar—. Proseguid, noble Húguet.
—Desde que el ínclito Belvann I fundase el Imperio hace más de tres siglos, cada uno de sus descendientes se ha mostrado más indigno que el anterior. Belvann VI es el más vergonzante ejemplo de que la virtud de su noble linaje se ha extinguido por completo. Un Imperio no puede ser sino un reflejo del hombre que lo gobierna y, tristemente, el nuestro no es una excepción; por todas partes transpiran el vicio y la degeneración de las almas. El mejor ejemplo lo tenéis aquí, en el templo; el que debería ser lugar de obligada búsqueda de respuestas no es más que el refugio de un puñado de ancianas que vienen a rogar por las vidas pecadoras de sus esposos, hijos e hijas. En cambio, el Gran Círculo se abarrota jornada tras jornada para presenciar un cruel espectáculo de muerte y sangre.
—Así es, para nuestro pesar —asintió el Ministro.
Aquello era totalmente cierto. La ya escasa afluencia de fieles se había reducido todavía más desde la aparición de los Juegos. Pese a todo, el Culto no los condenaba; eso hubiese supuesto un grave descenso de sus ingresos. Los feligreses más devotos, que realizaban cuantiosas ofrendas, tenían luchadores de La Competición a su servicio. Censurar aquel espectáculo era totalmente contraproducente. Además, la mayoría compensaba su falta de asistencia a las ceremonias con donativos aún más generosos. El mentor del Cónsul era el mayor promotor de Los Juegos en la provincia; estaba claro que sus confesiones iban en otra dirección. Jerre empezaba a intuir cual era, pero no podía dar crédito a sus suposiciones.
—La influencia del Emperador es nociva y me dispongo a erradicarla —sentenció Húguet Dashtalian.
—Dis… disculpadme, Cónsul, pero no sé si El Grande os comprende —repuso incrédulo el sacerdote.
—Voy a derrocar a Belvann VI —apostilló el Cónsul—. Una vez muerto el Emperador, el trono pasará a manos de la familia Dashtalian y nosotros gobernaremos El Continente con la firmeza y rigor que requiere tamaña responsabilidad.
El Ministro Jerre se quedó mudo. Húguet Dashtalian había perdido la razón. Al sacerdote le constaba que los regimientos de la mayoría de territorios se habían movilizado pero pensaba que este hecho, sin precedentes desde La Gran Guerra, obedecía a los rumores de la presencia de sherekag en la provincia. Se comentaba que el Cónsul tenía el apoyo de los Señores de la Guerra prevalianos pero de todos modos su proyecto de golpe de estado jamás podría prosperar. Aquello era una locura y traería consecuencias fatales.
—Perdonadme, noble Húguet, pero yo no…El Grande no puede aprobar vuestra empresa. Sin poner en duda el valor de vuestras tropas… Señor, los ejércitos Imperiales os superan en efectivos. Si le añadís la capacidad militar de higurnianos y callantianos… no tenéis ninguna posibilidad de triunfo. ¡Conduciréis al desastre a nuestro pueblo!
—Por lo visto el desagrado del Grande vendría con el fracaso de mi proyecto —comentó el Cónsul con una sonrisa a medias—. El simple hecho de plantearlo se considera traición pero eso no sería un inconveniente si triunfase ¿He entendido bien, Ministro?
Jerre reflexionó antes de responder ¿Era aquello una especie de trampa? En realidad, la eliminación de Belvann VI sería una bendición para el Culto.
—La…la pecaminosa figura de nuestro Emperador es un insulto a nuestras creencias. Resulta difícil adoctrinar a los fieles si quien debería ser modelo de virtud es en realidad todo lo contrario.
—Vivimos un largo periodo de paz y la naturaleza humana se aleja de la espiritualidad cuando no falta comida en la mesa. Olvidamos dar las gracias por lo que tenemos si no nos ha costado esfuerzo conseguirlo —continuó Húguet, consciente de que el Ministro se mostraba receptivo—. Como bien decís, si el encargado de liderar a los hombres resulta ser el más desagradecido es difícil que todo aquello que El Grande ve pueda resultarle grato.
—Es tal y como exponéis, pero… ¿una guerra contra el resto del Continente?
—Una guerra que voy a ganar. Es más, puedo aseguraros que Rex-Drebanin no se verá implicada en el conflicto. Y también que la afluencia de fieles a vuestras ceremonias se multiplicará considerablemente.
De eso no cabía duda. La guerra traía consigo la inseguridad y ésta desembocaba ineludiblemente en el miedo. Y el miedo atraía a muchos más fieles a los templos que cualquier otra causa. Miedo a perder en batalla a hijos, padres y esposos. Miedo a ser despojados de cuanto se tenía. Miedo a ser condenados a los Abismos del Vil mucho antes de lo esperado.
—Por lo visto, vuestro plan se encuentra en un estado avanzado de gestación —comentó el Ministro sin poder disimular su interés—. Y parecéis seguro de disponer de apoyos suficientes para acometerlo. De ser así, El Grande estaría satisfecho… y sus representantes en la tierra también. Puedo hablar por el Alto Padre Vindress cuando digo que os apoyaremos en vuestra empresa siempre y cuando salgáis triunfante, por descontado. Nuestra sagrada misión es preservar el Culto como antorcha que ilumine a los hombres. No esperéis que esa antorcha corra el más mínimo riesgo de apagarse si fracasáis.
—Eso tranquiliza mi alma; me reconforta constatar que cumplo con la voluntad del Grande. Debo esperar entonces su perdón por actos de obligada ejecución que me he visto obligado a realizar. Actos terribles, pero necesarios para alcanzar tan noble fin.
—El Grande nos creó a todos y a todo lo que nos rodea. Creó el fuego para darnos luz y calor pero las llamas también queman y pueden ser usadas para purgar y purificar. En manos de aquellos que han de guiar nuestros pasos está decidir lo que debe arder; eso también es la voluntad del Grande.
—Cuento con su perdón. —Húguet miraba fijamente a los ojos del Ministro.
—Así es y así será —concluyó Jerre posando su mano sobre la frente del Cónsul.
Húguet Dashtalian se incorporó y se dirigió hacia el altar. Allí se inclinó de nuevo y dejó entre los pies del gigante de piedra una bolsa repleta de monedas. Tras realizar el donativo, saludó con la cabeza al Ministro y abandonó el templo por el mismo sitio por el que había entrado.
Vlad Fesserite insistía en que el papel del Culto era irrelevante para sus propósitos. Matar a todos aquellos charlatanes si osaban oponerse sería tarea fácil, pero el Cónsul necesitaba todas las armas que estuviesen a su alcance. La fe era una de ellas y muy poderosa. La palabrería manipuladora de aquellos hombres retorcidos serviría para legitimar frente a la plebe toda la devastación que se iba a desencadenar sobre El Continente. Además, tenía otra razón de peso para congraciarse con ellos. No existía nadie más capaz de perdonarle por haber ordenado el asesinato de su propio hijo.