Pero gracias a ti, Brani, y a la nobleza del pueblo enano, mi ánimo no llegó a desfallecer. Opté por seguir manteniendo la esperanza de que en este mundo aún hay posibilidad de redención para nosotros y doy gracias al Grande por permitir que mi destino y el de Sálluster se cruzasen. Él ha sido mi más firme apoyo en éstos, los últimos días de una vida corta si la comparamos con la de los enanos pero muy dichosa y plena si la comparamos con la de los humanos. Su amor es la base sobre la que tomo impulso para abandonar estas tierras y dirigirme a otras en las que, espero, sea menos complejo existir.
Te ruego que des cobijo a Sálluster en La Cantera. Su vida está en peligro debido a los hechos que voy por fin a relatarte. Pido disculpas por entretenerte con mis delirios de viejo moribundo pero creí necesario explicar quién fue en realidad Liev Binner a uno de sus más queridos y honorables amigos. Hablo por supuesto de ti, Gran Capataz.
Como te decía al principio de esta misiva, en cuestión de días he pasado de estar perfectamente a sufrir unas fiebres atroces acompañadas de constantes vómitos. Los médicos desconocen las causas pero los síntomas son visibles hasta para un ciego. Me han envenenado. Por una parte no me atrevo a señalar culpables ya que en mis últimas horas estoy intentando partir en paz y desterrar el odio que pueda albergar hacia mis semejantes; pero por el bien de ellos precisamente creo que es necesario que deje constancia de mis sospechas.
Acuso a Vlad Fesserite, Hégar Barr y, por supuesto, Rodl Ragantire. Al margen de nuestras discrepancias políticas soy un obstáculo para sus propósitos, que ignoro en profundidad pero intuyo superficialmente. Para Fesserite soy un incordio constante por oponerme a que en mis territorios se perpetren esas carnicerías que llaman Juegos. Tanto Hatzell como yo mismo éramos los únicos que osaban discrepar con el resto de la Intendencia, siempre sumisos a los deseos de Fesserite, representante indirecto de la voluntad del Cónsul. A él no me atrevo a señalarle pero por mi experiencia sé que no se toma la decisión de eliminar a un Intendente sin que Húguet Dashtalian esté, por lo menos, al corriente.
Hégar Barr me desprecia y también despreciaba a Hatzell. Para él los hombres como nosotros somos poco menos que basura y nos hubiese eliminado por simple disfrute personal. Casualmente, su hijo Hágart es el candidato del Cónsul para suceder a Hatzell en la Intendencia de Gressite. Por todos es sabido que en la próxima Asamblea iba a exponer mi negativa rotunda ante semejante aberración. Hatzell Bertie era un gobernante justo que amaba a su pueblo y los Barr no son más que saqueadores sin conciencia que transformarán esos territorios en un infierno. Con mi muerte desaparece el único obstáculo para sus planes. Los ciudadanos votarán a Hágart Barr o morirán degollados y ninguno de los que hubiesen secundado mi moción se atreverá a oponerse ahora que yo también estoy muerto.
Rodl Ragantire sencillamente me odia y se sumaría gustoso a cualquier conspiración que terminase conmigo muerto. Nuestras familias siempre han estado enfrentadas y en el pasado ya intentó acabar con mi vida. Es curioso; quien en un principio tiene menos motivos para desear mi muerte es el que esgrime el argumento más poderoso, convincente y sólido. El odio, mi Capataz. El puro y llano odio. No subestimes su fuerza, amigo; después del amor es lo más devastador que existe.
En el turbio mundo en el que me he movido durante toda mi vida los débiles somos devorados por los fuertes. Quiero entender como debilidad la justicia, el honor y la dignidad; la fuerza en ese caso la relaciono con la falta de escrúpulos, la violencia y la codicia. Visto así, me siento en los últimos momentos de mi existencia más débil que nunca.
Para terminar, una advertencia y una recomendación: hoy mismo me han informado de que persisten los movimientos extraños en Gottra Magghor. Los gottren están inquietos y parece evidente que el Cónsul ha llegado a alguna especie de acuerdo con ellos. Si esos monstruos abandonan sus montañas no será con fines pacíficos, de eso estoy seguro. Las fronteras de nuestro querido Rex-Drebanin están ahora a cargo de sujetos como Fesserite y Ragantire al oeste y Hégar Barr y pronto su hijo Hágart al norte. He oído rumores a los que doy tan poco crédito que no me molestaré ni en comentarte; dudo que Dashtalian sea tan estúpido como para iniciar una ofensiva que está destinada al fracaso ineludible pero nunca he subestimado la ambición de nuestro Cónsul. No lo hagas tu tampoco, amigo mío.
Se feliz, Brani. Completa tu ciclo con nobleza. Construye ese puente como prueba de que los buenos propósitos, si se cimientan sobre bases sólidas, perduran para toda la eternidad; pero no olvides jamás en manos de quien está ahora el destino del mundo. Los dioses nos observan sin inmiscuirse y las murallas de la razón son de paja ante el ariete implacable de la irracionalidad.
Nada más, amigo. Espero que te hagas cargo de mi amado Sálluster; no es seguro para él seguir viviendo en Disingard. Mis enemigos querrán erradicarme por completo y acabar con su vida es el siguiente paso. Es un joyero muy talentoso y seguro que en vuestra compañía aprende cosas que le serán muy útiles para su futuro, allí donde quiera labrárselo.
Un fuerte abrazo, Capataz. El tiempo que he compartido contigo me ha hecho reafirmar las bases sobre las que pretendí edificar mi mundo. Ahora que voy a abandonarlo veo como quedan tras de mí y son mi mayor legado: el amor, el honor y la amistad.
Liev Binnner, Intendente de Disingard.
1362 del Calendario Continental.
Era la tercera vez que Brani leía la carta póstuma de su amigo y con cada lectura se agudizaba más su pena. Mientras las lágrimas serpenteaban entre sus barbas recordaba una pequeña conversación mantenida con Huland Anger el día de la boda de Hígemtar Dashtalian. Los invitados asistieron al combate que se celebró en honor de los esponsales y a pesar de la repulsa que le producían Liev se personó en el Gran Círculo; abandonó su asiento y salió del palco en cuanto Igarktu atravesó con la espada a su torpe rival. Los intendentes cuchichearon divertidos ante la reacción del disingardiano y Huland Anger, que no sólo tenía ojos de sapo si no la lengua igual de larga, comentó en voz alta:
—Pobre Binner. Todo esto en tan poco tiempo es demasiado para él. Primero le notifican el fallecimiento de su…amigo y después presencia esta escabechina sin precedentes. La Competición no está hecha para cierto tipo de hombres. —Su sonrisa aunaba compasión y desprecio.
—¿No os parece extraño que alguien totalmente sano muera en pocos días sin que vuestros médicos puedan determinar la causa? —inquirió Brani.
—Oh, vamos Capataz —respondió Anger con un gesto de incredulidad—. No hagáis caso de rebuscadas teorías sobre envenenamientos y zarandajas parecidas. Los hombres, al contrario que vuestro resistente pueblo, enfermamos y morimos por las causas más inverosímiles. Cuanto más descuidamos los hábitos saludables, más riesgo corremos de padecer alguna enfermedad —afirmó mientras engullía un grasiento pedazo de tocino.
—Tengo entendido que el Intendente Bertie era de constitución recia y costumbres austeras. Poco dado a la bebida y a los abusos gastronómicos.
—Si me permitís. —Anger bajó la voz mientras se limpiaba la boca con la manga de su camisa—, ciertos hábitos entrañan un riesgo aún mayor. A veces la naturaleza no puede ocultar su contrariedad ante… Bueno, ya sabéis a lo que me refiero. —Guiñó con complicidad uno de sus ojos saltones y pinchó con su daga otro trozo de panceta de la fuente.
Pero Brani no lo sabía entonces y seguía sin saberlo. Un par de semanas atrás, estuvo comiendo con Liev allí mismo, en La Cantera. Charlaron durante horas y parecía encontrarse en perfecto estado de salud. No le cabía duda de que cuanto le contaba en su carta era cierto. Le indignaba que aquellos repulsivos Intendentes se mofasen de la sensibilidad de Liev; había llegado al extremo de tener que justificar por escrito el amor que sentía por sus amigos debido a unos rumores demenciales que escandalizaron al enano cuando los escuchó. Aquellas sanguijuelas despreciaban un sentimiento tan profundo porque a buen seguro que en su vida habían amado algo distinto a sus abultadas carteras. De haber tenido delante a Huland Anger hubiese comprobado con su puño cuan alto podían saltar aquellos ojos viscosos.
Brani entendía a Liev ya que a él mismo le sucedía algo similar; profesaba un mayor aprecio y camaradería por los varones. Las enanas le resultaban antipáticas y engreídas. La mayoría de las veces no entendía su forma de ver las cosas. Todo era muy distinto con sus amigos; con Fardi, Herdi, Grodi o Hansi podía hartarse de cissordin y mantener conversaciones interesantes y divertidas. Cierto era que las caderas de Dinale Túrenierk lo turbaban y sus mejillas se enrojecían cuando la enana le dirigía la palabra; por descontado eran cosas muy distintas.
El Capataz lamentaba que Liev hubiese fallecido sin una buena mujer a su lado. Seguro que no había sido por falta de ocasiones. «Ese viejo canalla debió ser todo un galán en sus años mozos», pensaba con tristeza.
Mientras recordaba con ingenuidad a su amigo se sirvió una jarra de cissordin. Con la bebida en la mano, se acomodó en una silla y volvió a reflexionar sobre el contenido de aquella carta. Parecía evidente que el Cónsul Dashtalian estaba detrás de la muerte del Intendente de Gressite y quizá también de la de Liev Binner. Él era quien movía los hilos de aquellas alimañas y cabía la posibilidad de que estuviese en tratos con los gottren de Gottra Magghor, algo del todo incomprensible.
De improviso, el enano reparó en un detalle que lo hizo estremecer. Más de la mitad de su pueblo estaba en Dahaun, muy lejos de su inexpugnable reino de las montañas. En aquel momento apenas quedaban un par de miles de enanos adultos en Risco Abierto y muchos de ellos tenían intención de partir en las próximas jornadas.
Cuando el cissordin desapareció de la jarra, Brani tragó saliva. En sus más de trescientos años de historia nunca La Cantera de Hánderni había sido tan vulnerable.
Alhawan
—La postura del Consejo de Iguales es muy clara al respecto, Gia —quiso matizar Saldia.
—Ya cuento con ello, Hermana —afirmó Gia mientras se cubría con la capa—. Con el paso del tiempo habéis rizado el rizo de la responsabilidad de tal modo que el único recurso que se os ocurre para ejercerla es, precisamente, la absoluta irresponsabilidad.
—Me duele que me incluyas en esa apreciación —murmuró Saldia con tristeza.
—A mi también me duele incluirte, Hermana. Quizá quieras acompañarme; en ese caso te excluiría encantada.
—Sabes que no puedo. Mi falta sería como exponer nuestra desobediencia a cara descubierta delante el Consejo. Weltziel abortaría nuestro plan sin darme tiempo ni tan siquiera a cruzar las aguas.
—Lo sé. —Gia le tomó la mano—. A eso es a lo que me refería. Tu obcecación por asumir responsabilidades es lo que te limita y te condena al servilismo. En cambio yo no tengo que rendir cuentas, ni al Consejo ni a nadie. Podrían pasar siglos hasta que advirtiesen mi ausencia.
—No menosprecies a Weltziel; dudo mucho que todo esto llegue siquiera a empezar sin que él repare en ello. Creo que, aunque intenta aparentar que no le afecta, en el fondo esta muy preocupado.
—Es tu esposo quien no debería menospreciarnos al resto, Saldia. A veces parece que él fue el único que estuvo allí, cuando otros somos los que sufrimos las más dolorosas pérdidas.
Y sin añadir nada más, Gia cogió su cayado y se alejó a través de la pradera.
Distrito de los Fieles, Vardanire
Tras oír el quejido, Trest desenvainó su espada y subió las escaleras a grandes saltos.
Cuando llegó al rellano decidió desenvainar también su daga; toda precaución era poca y la situación parecía crítica. Enarbolando las dos armas abrió la puerta de una tremenda patada y saltó al interior de la habitación dando gritos.
En lo primero que reparó fue en su patrón. Estaba tumbado de espaldas sobre la cama y tras él, una mujer morena y menuda sostenía una fusta en el aire. Ambos estaban desnudos y lo miraban con desconcierto.
—¡Maldito imbécil! —exclamó el mercader—. ¡Lárgate de aquí!
Trest atravesó de nuevo la habitación caminando hacía atrás. Cuando llegó al pasillo esbozó una sonrisa de disculpa y cerró la puerta con sumo cuidado. Podía escuchar las risotadas de Jarlan, que se había quedado en la planta de abajo sin mover un músculo. El joven guardaespaldas descendió por las escaleras con un trote enfurecido.
—¡Hijo de una cabra! —le espetó a su compañero, que a duras penas podía tenerse en pie por la risa—. Tú sabías lo que estaba sucediendo ahí arriba, maldito.
—¡Ah, muchacho! —repuso Jarlan secándose las lágrimas—. El viejo Lóther es un poco travieso, como ya habrás comprobado. Todos hemos pasado por lo mismo que tú en alguna ocasión, pero por las sagradas pelotas del Grande que nunca he visto a nadie subir esas escaleras tan rápido.
Trest frunció el ceño y volvió a su posición de guardia. Apenas llevaba dos semanas al servicio de Lóther Meleister y no tenía ni idea de los pervertidos gustos del mercader.
—¿A quién tiene ahí arriba ese bribón? ¿Es la pequeña de las tetas tan grandes como mi cabeza?
—No me fijé. Esperaba entrar en combate y me quedé perplejo.
—Amigo, quién fuera rico —se lamentó Jarlan mirando hacía arriba—. El muy cochino organiza esas fiestecitas cada vez con más frecuencia. La sardina escuálida que tiene por esposa sale a menudo por las noches para ir a sus reuniones religiosas y Lóther aprovecha para pasarlo en grande. Alguna vez he tenido que escoltar a la vieja y te puedo asegurar que…
La hoja de una espada emergió cubierta de sangre por el vientre de Jarlan, impidiéndole terminar su historia.
El veterano soldado se apoyó sobre una cómoda de madera; intentaba coger impulso para levantar su hacha pero una mano enorme de dedos gordos lo sujetó por el cuello mientras la hoja de un cuchillo desgarraba su garganta.
El joven desenvainó y se posicionó de espaldas a la escalera protegiendo su retaguardia. Mantenía las piernas flexionadas y esgrimía su acero guardando la distancia. Dos figuras armadas con espadas y cuchillos salían de entre las sombras y caminaban hacia él. No estaba seguro de poder con los dos, pero confiaba en que al menos uno caería muerto. Estaba bien entrenado y tuvo un paso brillante por La Competición; de no ser por aquel gigante al que apodaban El Segador hubiese alcanzado el nivel dos. Era bueno o al menos eso decía todo el mundo.