Adalma escuchaba con interés y muy sorprendida por la naturalidad con la que Willia hablaba de aquello. Sólo el hecho de pensar en que un hombre que no fuese Berd intentase tocarla la aterraba; se tranquilizó mucho cuando su marido le garantizó que aquel carcelero asqueroso no les molestaría nunca más. Eso sí, se guardó de preguntarle por qué estaba tan seguro. Las revelaciones sobre su pasado de los últimos días le producían escalofríos y prefería ignorar ciertos detalles.
—Uno de aquellos tipos agarró a mi hermana Rínora por el brazo y le puso el cuchillo en el cuello. En ese momento apareció Levrassac y les dijo que nos dejaran en paz.
—Imagino que no le hicieron caso y los mató a todos, ¿no? —Al parecer, ese tipo de cosas estaban a la orden del día. Mientras ella preparaba guisos y zurcía calzones, en las calles de Vardanire los hombres violaban mujeres y se clavaban espadas unos a otros. Se tendría que ir acostumbrando.
—¡Oh, no! —Willia volvió a echarse a reír—. En cuanto aquellos desgraciados lo vieron salieron corriendo. Le bastó con decir algo como: «Dejadlas en paz o tendremos problemas» —añadió, imitando el tono de voz lúgubre del asesino.
Las dos mujeres rieron al unísono mientras retiraban la cazuela del fuego. En aquella caverna, la compañía mutua que se hacían era lo más parecido a la normalidad. A escasa distancia, un campesino condenado a la horca, un asesino a sueldo y una niña que tenía mil ochocientos años debatían sobre el destino del Continente o algo parecido.
—Nunca había conocido a ningún hombre que fuera más alto que Berd. Salvo nuestro hijo, claro. —Por un instante los ojos color avellana de Adalma brillaron con más intensidad.
Willia estaba al corriente de su dolorosa perdida y le acarició la espalda con delicadeza. Ella no tenía hijos ni creía poder tenerlos. Desde que empezó a hacer la calle con apenas trece años, el brebaje anticonceptivo de su madre la había acompañado en cada uno de sus periodos fértiles. Todo aquello capaz de crear vida que hubiese en su interior debía estar ya muerto.
De todos modos, las mujeres como ella no tomaban esposos, ni formaban familias, ni hacían ninguna de aquellas cosas que requerían entrega y cariño. Su madre aseguraba que tuvo mucha suerte al dar con un hombre como su padre pero por lo que Willia sabía, Ejun no había hecho otra cosa que despilfarrar dinero durante toda su vida. Se gritaban a todas horas y Heleinna le echaba en cara que por su culpa vivían en un cuchitril. Pero en ocasiones hablaban entre ellos con susurros, se cogían de la mano y sus miradas transmitían algo que Willia quiso para sí cuando era más joven y ahora, cerca de los cuarenta, sabía que no tendría jamás.
Aunque creyó tenerlo en una ocasión. Un joven soldado de la Guardia la conquistó por completo; follaban con frecuencia y nunca le cobró el servicio. Era el modo de diferenciar entre lo que la hacía sentir viva y lo que hacía para ganarse la vida. Si aquel hombre le hubiese pedido que dejara su oficio y se fuera con él, Willia lo hubiese hecho sin pensarlo dos veces; pero nunca se lo pidió.
Se sintió morir cuando lo sorprendió paseando con otra mujer. La entonces jovencísima prostituta los abordó y le pidió explicaciones al soldado. Éste aseguró no haberla visto en su vida y la llamo «zorra apestosa». Willia lo abofeteó y él reaccionó dándole un puñetazo en el estomago y pateándola cruelmente en el suelo. Le fracturó varias costillas y además hizo que se la llevasen detenida.
Cuando Ejun acudió a los calabozos para pagar la multa y llevarse a su hija, la encontró agazapada en el fondo de su celda, llorando y con la ropa desgarrada. Los carceleros la habían violado repetidas veces. Tenía entonces quince años.
Regresó a las calles con una perspectiva muy diferente de su mundo. Jamás volvió a amar a ningún hombre. Había perdido el miedo a los golpes, a las humillaciones y a las injusticias que los de su clase estaban destinados a sufrir, pero el pánico la invadía las raras veces en que alguno de sus clientes despertaba en ella algo parecido a la ternura. A ése no volvía a verlo nunca. Cuando su hermana Trelidia le dijo que habían encontrado a aquel soldado muerto en un callejón, apenas si parpadeó.
Gia se sentaba en el suelo con las piernas cruzadas. Se había quitado la capucha y la luz de la lumbre se reflejaba en su corto cabello rubio como lo haría en una copa de oro.
—Hace unos meses recibimos un mensaje del Maestro Véller; era la segunda vez en ochocientos años que teníamos noticias del Continente. Nos comunicaba con gran preocupación que temía que su pupilo tuviese en su poder el Ojo de Zighslaag.
—¿Zighslaag? —inquirió Levrassac—. Me suena ese nombre, pero no recuerdo quién o qué es.
—Zighslaag fue el Primer Demonio —respondió Berd—. Él trajo la Corrupción y fue derrotado por los Nar en el Siglo II de la Existencia Documentada, mucho antes de que la raza humana existiese. Se supone que eso te lo enseñó la Orden cuando tenías doce años.
—No soy consciente de haber tenido jamás esa edad; además, por eso entre otras cosas tú eres aquí el Pretor.
—El hecho es que ese joven es un Dotado —interrumpió la niña en un tono que recordaba a una rabieta—, aunque según Véller apenas ha desarrollado su poder y no muestra demasiado interés por hacerlo. Pensé que vosotros podríais orientarme sobre sus progresos; para eso os enviaron aquí ¿no? —añadió mirándolos fijamente con sus enormes ojos azules.
Los dos hombres se mantuvieron en silencio sin saber que decir. Cuando se asignó al Maestro Véller como tutor de aquel niño, el Pretor Berdhanir y el Jefe de Brigada Levrassac fueron enviados en secreto a Vardanire para protegerlo y asistirlo en todo aquello que necesitase. Los monjes no se fiaban del Cónsul y querían que Véller tuviese cerca a dos miembros de la Orden adiestrados para el combate.
El Pretor se hizo pasar por un segador higurniano que llegaba a la ciudad en busca de trabajo. Levrassac, por su parte, se infiltró en los bajos fondos. Durante años permanecieron a la espera de unas instrucciones que nunca llegaron.
Berd conoció a Adalma, se casó con ella y formó una familia. En cambio, Levrassac fue testigo de la depravación en la que estaba sumida aquella ciudad que algunos llamaban «La verdadera capital del Continente». Se metió en algunos líos y poco después empezó a emplearse como mercenario y asesino a sueldo. Desde entonces había matado a cientos de hombres y estaba convencido de que todos ellos lo merecían.
Al principio Véller se reunía con ellos de vez en cuando pero el anciano odiaba la violencia y no entendía el papel de dos guerreros en la educación de un Dotado. Con el transcurrir del tiempo esas reuniones terminaron por desaparecer. Berd y Levrassac no lo habían vuelto a ver en más de quince años y tanto uno como el otro habían olvidado casi todo lo concerniente a su pasado como Guardias Custodios. A Levrassac le hacía mucha gracia pensar que él una vez fue algo parecido a eso.
—Lo sentimos, Hermana —reconoció Berd—. El Maestro nos mantuvo al margen. Nunca nos hizo partícipes de su tarea. Me temo que consideraba innecesaria nuestra presencia aquí.
—Bien, ahora que ha muerto supongo que discreparéis con él —le espetó la Nar con frialdad.
Levrassac sonrió y se recostó en el suelo apoyado sobre un codo. Berd bajó la vista y prefirió no responder.
—El Ojo de Zighslaag ha permanecido más de mil años oculto bajo las montañas del norte de Urdhon, al cuidado de algunos Hermanos que optaron por destinar su existencia a ese fin —continuó Gia—. Véller nos informó de que lo encontraron en una especie de altar y sin protección aparente. Cuando se disponían a abandonar la gruta fueron atacados por unos seres oscuros que acabaron con la escolta pero no se atrevieron a dañar al portador del Ojo. En la descripción que redactó en su carta los describe como «sombras». Ignoro que pueden ser; no se parecen a ninguna de las criaturas a las que alcanzó la Corrupción.
—De todos modos matasteis a ese demonio, ¿no? Y Porcius Dashtalian no es más que un niñato gordo, estúpido y malcriado. De todas las hienas que viven en el Consulado el menos peligroso es él, creedme —dijo Levrassac.
Gia se quedó observando la lumbre, pensativa. Dos llamas azules danzaban en sus ojos.
—Ese niñato estúpido es un Dotado y posee los Poderes Primordiales del Pueblo Antiguo —dijo al fin—. Además, Zighslaag no está muerto.
—Pero tenía entendido que… —Berd no pudo continuar porque la niña lo interrumpió.
—Zighslaag es un ser de energía Primordial, creado por las propias manos de Sharvahack el Vil, Señor de los Abismos. No puede morir —recitó con una cantinela monótona, como si estuviese repitiendo algo de dominio público—. Hace más de un milenio, los Nar y los Erk purgamos el mundo de su Corrupción. La raza humana no existía entonces o al menos no como la conocéis ahora. Tras una guerra que duró doscientos años por fin acorralamos al demonio en su guarida, lo despojamos de su poder y le arrancamos los ojos para que no pudiese ver. Aquello costó cientos de vidas, entre ellas la de Xarthiel, mi esposo.
Dicho esto se quedó de nuevo en silencio, observando las llamas.
Berd y Levrassac se miraron con gravedad. Aquella niña les estaba narrando en primera persona acontecimientos que databan del inicio de los tiempos. Ambos conocían esas historias; se las contaron durante sus largos años de aprendizaje en el Templo de la Orden. Pese a su aparente desidia, Levrassac recordaba muy bien aquellos cuentos y se negaba a otorgarles ninguna credibilidad. Su experiencia fuera de las paredes del templo lo había convencido de que los únicos demonios que habían existido jamás eran los humanos; el resto no eran más que eufemismos, metáforas y justificaciones baratas de alguien que no hizo bien su trabajo cuando le correspondía.
Sin apartar la vista de la lumbre, Gia prosiguió su relato.
—Los Erk forjaron una cadena que imbuimos de energía Primordial; con ella lo encadenamos a las paredes de la caverna en la que lleva más de mil años cautivo, ciego y desprovisto de todo su poder. Convertimos su agujero en una cripta y sobre ella edificamos un templo. Uno de sus ojos lo escondimos en las tierras heladas de Urdhon, donde la Corrupción jamás llegó a germinar. Cien Hermanos se sepultaron voluntariamente bajo tierra para preservarlo; si un día Zighslaag recuperase su poder y llegara a escapar, sería utilizado como arma contra él. Pasaron los siglos, llegaron los humanos y La Creación cambió; finalmente el Pueblo Antiguo abandonó estas tierras y se exilió voluntariamente a Alhawan.
—¿Y dejasteis a ese demonio allí? ¿Sin vigilancia ninguna? —inquirió Levrassac.
—En aquel momento nuestra prioridad era marcharnos. No soportábamos ver cómo evolucionaban los humanos y la actitud que tenían respecto a todo cuanto les rodeaba. Además, Zighslaag llevaba siglos preso, debilitado y ciego. El Consejo de Iguales no consideró que supusiese amenaza alguna.
—Bien, algo me dice que tras la muerte de Véller discrepas con ellos, ¿no es así, Hermana? —le espetó el asesino con una sonrisa afilada.
La Nar giró su cabecita como un resorte y lo apuñaló con la mirada. Sus mejillas habían enrojecido; arrugaba la nariz, entornaba los ojos y apretaba los labios en una mueca que a Berd le pareció graciosísima.
—Basta de cháchara. —Adalma se había plantado en medio del grupo con los brazos en jarra y empezó a señalarlos uno por uno.
—Tú eres un viejo, tú estás muy delgado y tú tienes que comer, mujercita. No sé a qué has dedicado esos mil años que dices tener pero seguro que no ha sido a alimentarte como es debido. —Tomó a Gia de la mano y se la llevó; seguía mirando a Levrassac con cara de pocos amigos.
Todos se sentaron alrededor de una vieja capa dispuesta a modo de mantel. Willia se acercó con los platos y al pasar junto Levrassac rozó con sus caderas la espalda del asesino de modo involuntario. De inmediato notó como empezaba a hervirle el rostro y sus mejillas se iban sonrojando a gran velocidad. Giró la cabeza para ocultar su azoramiento y se dirigió hacia donde estaba la olla para servirse su propia ración de guiso. Se había quedado con la mente en blanco; por alguna extraña razón se alegraba de que así fuese.
Pantanos de La Herida, Rex-Preval
De pie, con la mirada altiva y una espada en la mano, Dehakha contemplaba el ejército que había logrado reunir.
Todas las tribus del este que sobrevivieron al Exterminio se habían reagrupado bajo el terrible estandarte de su esposo. Trece mil guerreros abarrotaban la vasta extensión de tierra firme que se ubicaba en la zona central de los Pantanos de la Herida, equipados para la batalla, con las caras teñidas de negro, gritando consignas salvajes, ansiosos por combatir… No se habían molestado en levantar un campamento ya que antes de terminar la jornada iniciarían la marcha; se disponían a atacar los Señoríos de Mindváisser y Shínvarr. Iban a asestar su primer gran golpe contra la raza humana que tanto aborrecían y estaban exultantes.
Alrededor de Dehakha, los lugartenientes de su esposo bromeaban intercambiando insultos y empujones. Sentado sobre una roca, el Gran Caudillo Chumkha afilaba su hacha en silencio. Aquel sherekag gigantesco poseía todas las cualidades que sus congéneres admiraban en un guerrero. Era fuerte, valiente y despiadado. Había desafiado a los líderes de las diferentes tribus para congregar a tan impresionante horda. Algunos se rindieron y le juraron lealtad; a los más audaces hubo de rebanarles el cuello. Veinticinco cabezas de otros tantos jefes pendían del tosco estandarte que ondeaba tras la espalda del Caudillo. Pronto serían veintiséis.
—Los vigías dicen que el ejército de Forkha se aproxima por el sur —comentó Dehakha—. Veremos si ese idiota ha reconsiderado su postura o tenemos que hacer otra demostración.
—Luchará, puedes estar segura —confirmó Ugkha, uno de los lugartenientes—. Ese cabrón es tan orgulloso como viejo. No cedería sus tropas ni al mismísimo Atharkha renacido de sus cenizas.
—Valor y estupidez; aceite y agua —apostilló Dehakha con resignación. La sangre del Jefe Forkha era la del General Puzkha Matahermanos, uno de los guerreros más sanguinarios que combatieron en La Gran Guerra. Le era más útil vivo que muerto pero en todo caso, sus siete mil guerreros compensarían con creces la perdida.
—Pero, ¿dónde cree que va ese vejestorio? ¿Cuántos años tiene? ¿Sesenta? ¿Setenta? —inquirió entre risas un sherekag muy corpulento—. No podría matar ni a una oveja malhumorada y pretende pelear con El Imbatible.