—¿Enanos en los Juegos? Éliner, que cosas tenéis… —comentó con una risita Huland Anger, el hombre con aspecto de batracio. Para Liev «un arribista codicioso que desconoce por completo el concepto de la bondad.»
—¿Qué insinuáis, amigo? —A Brani le costaba mantener la compostura en aquel nido de serpientes.
—Bueno…no os ofendáis, Capataz. —Anger miraba con sus ojos saltones a todos los presentes, por si alguno lo sacaba del aprieto—. No cuestiono el valor de vuestro pueblo pero comprenderéis que, dado vuestro tamaño…
El Capataz Brani se alzó de su asiento con el rostro desencajado por la ira. Tras él, Fardi y Herdi dieron un respingo, sobresaltados. De inmediato, Liev le propinó un golpecito en la pierna y el enano se serenó un poco, volvió a sentarse y se dirigió a los comensales con toda la calma que fue capaz de reunir.
—Señores, como bien sabréis, sin la ayuda de mi pueblo las tierras que gobernáis serían hoy en día pasto de los sherekag. En La Gran Guerra demostramos ser excelentes combatientes. Nos ofendéis a mí y a mi escolta poniéndolo en duda porque no necesitamos batirnos en ridículos juegos para demostrar nuestro valor.
—¿Estáis llamando cobardes a los luchadores de La Competición, amigo enano?
Quién así habló fue Vlad Fesserite, el anciano Intendente de Dahaun. Durante la cena se había mantenido al margen de todas las conversaciones y apenas había comido unas pocas legumbres y bebido media copa de vino. Su aspecto era frágil y hablaba con la voz gutural y monótona característica de los humanos de edad avanzada. Liev había advertido a Brani sobre él.
«Ese vejestorio es el más peligroso de todos. Ya era la mano derecha del anterior Cónsul, Arbbas Dashtalian, el padre de Húguet. Nadie sabe cuál es su edad real pero desde que me inicié en mi cargo tiene el aspecto que ves ahora. El viejo lagarto lleva más de tres décadas apunto de morir pero sigue gobernando Dahaun con mano firme. Él introdujo Los Juegos en la provincia y es el propietario de los mejores luchadores. En los últimos años ha incrementado sus riquezas de un modo abrumador y sin duda, tras el Cónsul, es el hombre más poderoso de Rex-Drebanin».
Brani observó al pálido anciano con cierta compasión. Los enanos vivían el equivalente a cuatro o cinco vidas humanas pero el paso del tiempo apenas hacía mella en ellos. Cuando llegaba el fin de su ciclo simplemente se dormían y ya no volvían a despertar. Además, según se decía, todos reconocían de inmediato que se acercaba su momento, dejaban zanjados sus asuntos y se despedían de sus seres queridos para iniciar su descenso espiritual a la Muralla de las Entrañas del Mundo. Allí les esperaba Gorontherk para que le ayudasen a seguir levantando el infinito muro que protegía el mundo de los vivos de los demonios que habitaban los Abismos del Vil.
—Estoy seguro de que esos hombres son guerreros de gran pericia y hombres libres de elegir su destino, Intendente Fesserite —respondió—. Pero mi pueblo no tiene un concepto tan frívolo de la lucha y mucho menos de la muerte. En tiempos de paz como los que vivimos, la guerra no tiene cabida en La Cantera de Hánderni.
—¿Estáis diciendo que uno de vuestros simpáticos hombrecillos podría derrotar a Dahenge? —El viejo no parecía haber escuchado nada de lo que Brani le había expuesto y señalaba con un dedo flaco al guardaespaldas que se erguía tras su butacón.
El tal Dahenge era un hombre de tez oscura, con la cabeza rapada y una musculatura imponente. Al cinto portaba dos espadas que desenvainó con una velocidad sorprendente en cuanto el anciano pronunció su nombre. Desde el otro extremo de la mesa, Hégar Barr soltó una risotada y escupió un pequeño trozo de carne que salió disparado para estrellarse en uno de los ojos de rana de Huland Anger.
—¡Podéis apostar que sí! —Herdi ya se había contenido demasiado tiempo y lo de «simpáticos hombrecillos» era intolerable.
Pensaba rebanarle las piernas de un solo tajo a aquel espadachín arrogante y luego lanzárselas a la cabeza al mastodonte que se reía. Y por Gorontherk, esperaba que el cerdo de una sola oreja que tenía detrás se atreviese a levantar su maza. Él mismo solucionaría su problema estético de un modo rápido y eficaz.
—Vaya, vaya —dijo el anciano—. Parece que vuestro amigo y yo hablamos el mismo idioma, Capataz. Muy bien, enano. Apostemos.
Dicho esto, apoyó su arrugada cabeza en el respaldo del butacón y cruzó las manos, a la espera de respuesta. Una sonrisa cadavérica indicaba que se lo estaba pasando en grande. Dahenge ladeó el cuello sin dejar de mirar al enano y se oyó el crujido de sus vértebras.
Brani agarró por el brazo al joven constructor y lo obligó a retroceder; indicó a Fardi que se hiciese cargo de su compañero y se encaró al anciano.
—Me parece del todo inadecuado el cariz que está tomando esta reunión, amigos míos. —Una vez más Liev Binner intentaba reconducir la situación—. No creo que el insigne Huland Anger pretendiese poner en duda la valía del pueblo enano y mucho menos que nuestro buen amigo el Capataz Brani quiera faltarnos al respeto al cuestionar nuestras costumbres, que por supuesto no son las suyas.
—Tampoco las tuyas, Binner —dijo Rodl Ragantire en tono burlón.
Liev Binner, en un alarde de diplomacia que impresionó a Brani, sonrió al escuchar la pulla. Era el único de los presentes que no permitía Los Juegos en su territorio. El Intendente de Gressite, Hatzell Bertie, tampoco los autorizaba pero aún no había llegado a Vardanire. Eran buenos amigos y Liev esperaba verle al día siguiente.
El Intendente Ragantire cruzó los brazos y miró con aspecto satisfecho a Hégar Barr, que sonreía sin apartar la vista de Liev mientras engullía un grano de uva tras otro. Al ver que encajaba la broma deportivamente, el resto de sus colegas entendieron que el asunto estaba zanjado y rieron a su vez el comentario. Huland Anger levantó de nuevo su copa y dijo con voz solemne:
—¡Por Hígemtar Dashtalian! ¡Por que su futura esposa conciba hijos fuertes!
—¡Y por que todos sean de su marido! —añadió Hégar Barr con una carcajada.
Todos rieron de buena gana, excepto los enanos y Vlad Fesserite, que tamborileaba con los dedos sobre la mesa. El viejo le dijo algo al oído a su guardaespaldas y éste le acercó un sombrero de ala ancha que pendía del perchero más cercano. Tras colocárselo, empezó a levantarse de su butaca. Dahengue se disponía a ayudarle pero le indicó con un gesto airado que no era necesario. Se atusó la capa y se dirigió a los presentes con tono de disculpa.
—Lo siento, amigos, pero mi cuerpo dice basta por hoy. Espero veros a todos mañana en el banquete.
—¿No asistiréis a la ceremonia, noble Vlad? —preguntó Jholo Éliner con su vocecilla ratonil.
—Me temo que no —respondió el viejo—. Los Juegos de mañana requieren toda mi atención. Además, esos sacerdotes charlatanes me incomodan sumamente. Todos se interesan por mi estado de salud y, amigos míos, ese es un tema que un anciano como yo rehúye tanto como a la misma muerte —concluyó mirando a Brani con una sonrisa de resignación.
Todos le dieron las buenas noches y el anciano abandonó la sala con paso cansado. El guardaespaldas cerró la puerta tras de sí y Herdi apreció por la abertura menguante una sonrisa que rebosaba suficiencia y una última mirada de desafío.
—Es cierto —aseguró Zoump Velúsker—. Ha llegado a mis oídos que el Alegre Belvy nos envía a Igarktu como presente de bodas.
—Todo un detalle por parte de ese tunante de Belvy —apostilló Huland Anger.
—Al parecer, Igarktu se hospeda desde esta mañana en el Consulado —intervino Rodl Ragantire—. Nuestro amado Dashtalian prefiere la compañía de ese salvaje a la nuestra, camaradas. Tomemos buena nota —añadió entre risas.
Brani le preguntó a Liev en voz baja de quién estaban hablando.
—«El Alegre Belvy» es como llaman estos buitres a Belvann VI, nuestro bienamado Emperador. Igarktu es el invicto Campeón de Campeones de La Competición y sólo pelea en el Gran Círculo de Ciudad Imperio. Que venga a luchar aquí es un acontecimiento sin precedentes y una muestra más de cuán larga es la sombra de nuestro Cónsul.
Islas del Oeste
—El humano me llama… No le respondo.
—Es débil; insignificante… Quiero saber más.
—Quizás me equivoque…Quizás su poder sea grande.
—Quizás debería responder… Quizás ha llegado el momento.
—O quizás no…Quizás deba esperar…Sí…Espero.
—No tengo prisa… No puedo tenerla…Quiero saber más.
—Cuando llegue el momento…Entonces sí.
—Entonces responderé…Entonces él vendrá.
—Entonces veré…Sabré…Actuaré.
—Entonces llegará el momento…Quizás.
—Y quizás ya no deba esperar… Quizás actúe.
—Y entonces todos morirán.
—¡Oh, sí!…Quiero saber más…Debo saber más.
Consulado Imperial, Vardanire
—No creo que debas abordar el tema abiertamente, muchacho —expuso el anciano—. La mayoría harán lo que se les diga sin rechistar. Incluso los más reticentes se pondrán de nuestro lado en cuanto reconsideren la situación. No son más que insectos; simples moscas que acuden a la miel o a la mierda por iniciativa propia.
Húguet Dashtalian observaba su propia imagen reflejada en el espejo mientras escuchaba los consejos del anciano. El Cónsul de Rex-Drebanin cumpliría en pocos meses los sesenta y seis años y lo que veía frente a él así lo atestiguaba. Seguía siendo un hombre con un porte impecable; no estaba grueso ni había perdido un solo cabello, pero su todavía recia figura le parecía frágil en ese instante. Y su cabellera, antes negra como la noche, se había tornado totalmente blanca. Aún así, Vlad Fesserite seguía llamándolo muchacho y eso lo ponía de buen humor.
—No pienso decirles más que lo necesario, Vlad —respondió el Cónsul mientras se prendía el broche de la larga capa de piel de zorro. En cuanto le fuese posible se la quitaría; aquel pellejo ceremonial le producía picores por todo el cuerpo.
—Considero peligroso ponerles al corriente de cosas que podrían estropear simplemente por tener conocimiento de ellas. Sus cerebros son también de mosca y…
Fesserite no terminó su frase. Una vez más se estaba repitiendo y eso era algo que lo enfurecía. Húguet ya había mostrado su conformidad y seguir con aquella cháchara era propio de estúpidos o de viejos chochos. Él no era estúpido de ningún modo y odiaba mostrar lo que algunos podrían considerar indicios de senectud en su comportamiento.
—¿Qué me dices del enano? ¿Crees que colaborará? —inquirió Húguet mientras colocaba la diadema plateada sobre su blanca melena de león.
Ya sabía la respuesta, pero le gustaba conocer el punto de vista de Fesserite sobre casi todo. El anciano Intendente era su consejero más valioso y empezaba a pensar si no acabaría siéndolo también de sus futuros nietos. Su longevidad era asombrosa; ni el mismo Cónsul sabía cuál era su edad auténtica.
—Jamás —respondió el anciano—. Rebosa orgullo y altanería. Se las da de noble y mucho me temo que lo es. Además ha trabado amistad con Binner; te puedes ir olvidando de que se preste a nada voluntariamente. De cualquier modo, dudo que nos cueste mucho manipularlo; es impetuoso y susceptible como un niño. Nadie diría que tiene más de doscientos años ese pequeño cabrón —añadió con una risita.
Húguet Dashtalian sonrió desde el espejo y decidió cambiar de conversación.
—Habrá de ser el Reverendo Jerre quien oficie la ceremonia. Han encontrado a ese vicioso de Kolian muerto en su propia cama.
—¿Asesinado?
—Le clavaron una espada en el cuello. Una estocada justo en medio de la nuez que lo ensartó de lado a lado como a un pollo; un gran trabajo, según me han dicho.
—Un profesional bien pagado, sin duda. Ese borracho pervertido tenía muchos enemigos —comentó el anciano con alivio. Había visto morir a muchas personas y de muchos modos, pero la causa de muerte que más le impresionaba, y a la que más temía, era precisamente la muerte natural. No había guardaespaldas que pudiese protegerlo de ella.
Llamaron a la puerta; a la señal del Cónsul ésta se abrió y Lehelia Dashtalian entró en la habitación.
—Padre, cuando quieras —anunció la joven—. La Calle Principal está acordonada y el carromato nupcial espera en la puerta, con mis hermanos dentro.
—Muchas cosas han visto, pero mis ojos cansados siguen obsequiándome de vez en cuando con algunas cuya belleza los estremece —dijo Fesserite—. Querida mía, estás radiante.
—Oh, tío Vlad, no sabía que estabas aquí. —La chica se acercó al butacón en el que se sentaba el anciano y le dio un cariñoso beso en la mejilla—. ¿Vendrás con nosotros en el coche?
—Me temo que no podré unirme a vosotros hasta la hora del banquete, mi pequeña. Los Juegos de hoy son en honor de tu hermano y su prometida; he de asegurarme de que todo esté como debe estar.
—Hoy cerrará la jornada el Campeón de Campeones, nada menos —terció sonriente el Cónsul—. Tu tío y yo hemos convencido a mi futuro consuegro de que consienta en que Vérrac sea su adversario.
—¿Lóther ha accedido? —preguntó Lehelia—. Me sorprende. Ese avaro y la arpía de su mujer se pavonean constantemente de que tienen en propiedad al Campeón de Rex-Drebanin; creo que le profesan más estima que a su propia hija. Supongo que serán conscientes de que Igarktu va a despellejarlo como a un conejo ¿O no, querido padre? —añadió con una sonrisa.
Húguet y Vlad intercambiaron una mirada. No dejaba de sorprenderles la claridad con la que Lehelia percibía el mundo que la rodeaba. Sus ojos verdes retenían cada detalle y lo analizaban con precisión para llegar siempre a la conclusión correcta; era sumamente perspicaz y mostraba una necesidad casi patológica de conocimientos. Además, poseía una belleza única que la hacía destacar entre el resto de las mujeres en cualquier situación. Su nariz ligeramente aguileña confería a su rostro una fuerza y personalidad desbordantes y su carácter era tan firme que pocas personas, hombres o mujeres, podían evitar sentirse intimidadas con su sola presencia.
—El infeliz cree que ese buey sobrealimentado va a vencer —afirmó el Cónsul mientras ayudaba a Fesserite a incorporarse—. Le hemos insinuado que el Emperador nos envía a Igarktu porque piensa que está acabado y no quiere que lo vean morir en Ciudad Imperio. La posibilidad de que Vérrac se convierta en Campeón de Campeones el mismo día que desposa a su hija con tu hermano ha sido demasiada tentación para ese pescadero codicioso.