Authors: Jorge Molist
«He de hacer algo», dijo a media voz mientras daba otra vuelta en la cama. Al rato encendió la luz y saltó del lecho. Anduvo hacia la ducha quitándose el breve camisón que tanto tentaba a Jeff. No vestía otra ropa. El reflejo del espejo de un armario le mostró su cuerpo desnudo, bello.
El sol estaba ya en lo alto cuando los soldados la detuvieron en un tramo de la carretera principal justo antes del cruce con la de acceso a Santa Águeda. Viajaban en un furgón Chevrolet descubierto y portaban fusiles y cascos. Carmen no se inquietó, la vigilancia militar era habitual en la zona.
Aquella madrugada, después de la ducha, había dejado en el espejo del baño una nota para Jeff. «Me voy a Santa Águeda. Siento que algo serio le ocurre a mi tía. Tendré el móvil conectado.» El teléfono sonó cuando cruzaba Del Mar, antes de entrar en los atascos matutinos de San Diego. Jeff la interrogó sobre su inesperado viaje y Carmen insistió en lo de su tía. Sí, claro que su tía tenía teléfono en casa, pero ella a veces notaba cosas. No pareció que Jeff quedara convencido.
—¿Qué te ocurre, Carmen? —preguntó—. Eso no es normal.
—Tú no lo entiendes, Jeff —repuso ella—. Es mi sangre mexicana. Sé que debo ir.
Las colinas pardas, cubiertas de roca y pedruscos, casi sin vegetación, se recortaban contra un cielo azul que se había librado ya por completo de las brumas de la mañana. Más abajo unos nopales y matas resecas bordeaban la ruta. El paisaje le era entrañable, familiar. Un correcaminos cruzó unos metros más adelante en la carretera para perderse en los matorrales. Carmen enfiló la curva anterior a la entrada del pueblo; en aquel lugar el camino, mal asfaltado y cubierto de grava, se hacía peligroso. Como aviso al viajero había dos cruces de hierro en memoria de unos hermanos que perdieron la vida allí años atrás. Cada semana tenían flores frescas. Y más allá la capillita siempre blanca, siempre recién encalada del hijo de Anselmo, el padre de Lucía. Justo donde murió al despeñarse con su camioneta. En su interior había una cruz, la imagen de la Virgen de Guadalupe y muchas flores, siempre había flores. Esas señales eran recuerdo para el difunto y advertencia para los vivos. Pero a Carmen no le parecían tristes. Eran testimonios llenos de colorido y recordaban la vida, lo bello. La muerte en México era algo más vecinal, más cercano, no tan tabú, menos trágico que en el norte.
Al coronar el repechón y emprender el descenso vio, extendiéndose abajo, los campos en varios tonos verdes y el reflejo del riachuelo. Era un oasis atrapado entre el desierto de matojos y piedras que acababa de cruzar y las rocas de la bahía. Y allí estaba el pueblo: Santa Águeda con sus casas coloristas, la torre de la iglesia y el océano al fondo. Aquella vista la hacía sentirse bien.
Carmen no se detuvo en el pueblo, tomó la calle principal y llegando a la taberna del puerto enfiló el camino del sur, el que, bordeando el monte y los acantilados, conducía a la playa. Sabía que sería vista y que debería saludar a los que se cruzaran con ella; así era en un pueblo pequeño donde todos se conocían. Y también que alguien iba a alertar de su presencia a su tía o incluso a don Agustín. Pero no tenía dónde elegir. Quería encontrar a don Anselmo a la hora del almuerzo y la única opción para llegar a él era cruzar el pueblo.
—Don Anselmo —suplicaba Carmen—. Por favor, ayúdeme. Usted puede, haga algo.
Estaban sentados en la penumbra del interior del ranchito del viejo. Carmen tuvo que aguardar a que Anselmo terminara su consulta, y se sorprendió al encontrarse con Lucía, que ayudaba al abuelo atendiendo a algunos pacientes bajo la supervisión de éste. La recibió con un fuerte abrazo y un beso; el cariño con que la chica le mostraba su amistad hizo que Carmen se sintiera feliz.
La fama de curandero del viejo continuaba extendiéndose, más ahora que hasta el cura lo proclamaba como gran médico naturista. Carmen se sorprendió al ver entre los que aguardaban turno a gente de aspecto urbano y que habrían recorrido un largo camino hasta allí.
Esperó sentada en el banco, bajo el enramado de buganvillas; la vista del mar era hermosa y el lugar respiraba paz.
Anselmo la recibió afectuosamente, insistiendo para que Carmen compartiera el almuerzo con él, y como Lucía regresaba al pueblo para almorzar con su madre, se quedaron solos.
Pero poco pudo comer ella; estaba nerviosa y casi no probó bocado. Había dejado el apartamento de Jeff sin desayunar, con prisa; luego paró en Breakfast House, en una de las salidas de la autopista de San Diego, para tomar un café y un donut en la barra.
Se había sincerado con Anselmo, contándole su historia con Muriel y Jeff, su amor, su traición, su esperanza, su desespero. El viejo, que llevaba puesto su sombrero incluso en el interior de la casa, la escuchaba con atención, afirmando de vez en cuando con la cabeza, pero en su faz no dejaba ver, como habitualmente acontecía en él, sus sentimientos.
—Debes confiar en ti misma, Carmen —dijo cuando ella, con los ojos húmedos, terminó su relato—. Tú sabes que eres lo mejor para Jeff. Y él lo sabe. Tranquilízate. Tu angustia es la penitencia que te corresponde por traicionar a tu amiga.
—No, no puedo tranquilizarme, don Anselmo. Por favor, ayúdeme. —Deslizó una de sus manos encima de la mesa hasta tocar la de él—. Use su poder, haga una magia. Una magia de amor.
—No. —El viejo sacudía su cabeza, negando—. Ya no hago ese tipo de cosas; se lo prometí al cura.
—Le daré lo que quiera, por favor.
—No, lo siento.
—Por favor.
—De verdad, hija. —El tono era tajante—.Ya no hago eso.
Quedaron en silencio, mirándose, mientras Carmen apartaba su mano de la del viejo y la recogía junto con la otra en su extremo de la mesa. «Dios mío, tengo que convencerlo.»—Yo vine a avisarlo de que querían matarlo. —Cuando habló de nuevo su voz sonaba firme, calmada, pero una lágrima cruzaba su mejilla—. Sin mi ayuda, usted seguramente estaría muerto. Tiene una deuda conmigo. —Carmen hizo una pausa para estudiar al hombre. La expresión de éste no había cambiado y guardaba silencio—. También me pidió la foto y una firma de Rich. —Ella hablaba ahora con lentitud, con firmeza—. Yo se lo envié y luego Rich murió. Sólo nosotros sabemos eso. No lo saben Lucía, ni Alba, ni don Agustín.
—¿Me amenazas?
—No, de ninguna manera —se apresuró a desmentir—. Pero usted es un hombre de honor y yo hice cuanto pude por usted. Y aún puedo hacer más. Tarde o temprano Lucía querrá volver a Estados Unidos, usted lo sabe, y sabe que no podrá impedirlo. Y esta vez yo la cuidaré por usted.
»Por favor, no puedo vivir con esta angustia. —Extendió de nuevo sus manos sobre la mesa tomando las de Anselmo. Sus ojos estaban llenos de lágrimas—. Ayúdeme, se lo suplico. Usted puede salvarme la vida. Una última magia. Una magia blanca de amor. No hará daño a nadie. Sólo haga que él me quiera a mí, que Muriel no me lo pueda quitar.
—¿Qué vas a hacer con esa muchacha? —Anselmo estaba tendido en su camastro descansando después de comer. Pero esta vez no le importó que Coyote interrumpiera su sueño. Hacía tiempo que no sabía de él y lo echaba de menos—. ¿La vas a ayudar?
—No lo creo, Coyote. Ya he intervenido demasiado en la vida de la gente. —Se incorporó para ver al animal. El color de su pelaje, gris amarillento de joven, era ahora casi blanco, traslúcido—. Que ocurra lo que tenga que ocurrir.
—Pero es una buena chica, está sufriendo mucho y te ha ayudado. Tienes una deuda.
—Ella también tiene una deuda que pagar. Traicionó a su amiga.
—No porque ella quisiera... Fue el amor...
—No, Coyote. No voy a hacer nada.
—Piénsalo. Quizá deberías...
—De acuerdo, Coyote —repuso el viejo pasado un tiempo—. Tú siempre instruyéndome sobre lo que debo hacer. Diciéndome lo que está bien y mal. Pero sólo haré que ella crea que complazco su pedido. Nada más.
, —No es mucho. —Y ambos se quedaron mirando el uno al otro en silencio.
—Anselmo —habló el coyote al rato—. Me voy.
—Ha sido una visita corta.
—Pero esta vez me voy para siempre.
Anselmo lo contempló alarmado, y se dio cuenta de que en los últimos días ese pensamiento había estado escondido, sin aflorar, en algún lugar de su mente.
—Pero, Coyote, ¿me vas a dejar después de tantos años? ¿Ahora que ya queda poco para que yo también me muera?
—No puedo aguardar más, Anselmo. He superado varias veces la vida de un coyote. Y mi misión ha terminado. Ya no estás solo. Tienes familia, ellos cuidarán de ti. Transmites nuestro saber a tu nieta, y luego tú y ella lo pasaréis a más gente. Y así nosotros nunca moriremos del todo, y el mundo será más rico. Soy feliz.
—¡Espera, Coyote! —Anselmo se incorporó dando un paso hacia el animal. Éste sonreía mostrando su lengua y los pocos dientes que le quedaban, pero su imagen se diluía por momentos. Esta vez no se iba como siempre, andando hacia el sur; estaba desapareciendo—. ¡Espera, aún me queda mucho que hablar contigo!
—No puedo. Debo seguir el camino. He detenido mi marcha durante muchos años. Ahora soy feliz y me voy en paz. Adiós, Anselmo.
Y el viejo dejó de verlo. Entonces sintió una pena terrible que le aprisionaba el pecho y se despertó angustiado con un sollozo. Incorporándose de su jergón, miró el lugar donde Coyote había estado y allí no había nada.
Y se dio cuenta. Durante tantos años, él, que veía lo que los demás no podían ver, había sido incapaz de entender lo que estaba ocurriendo.
—¡Adiós, abuela! —dijo con los ojos llenos de lágrimas—. Gracias por cuidarme, abuela, muchas gracias.
El sol se ocultaba entre vegetación y edificios a la izquierda de la autovía cuando Carmen encontró el tráfico detenido a la salida de Tijuana, antes de llegar al paso fronterizo de San Ysidro. Después de mucho insistir había obtenido de Anselmo un «ya lo pensaré». Eso no era suficiente. Carmen descubrió que el argumento que más parecía afectar al viejo era que ella iba a cuidar de Lucía si ésta volvía a Estados Unidos. Insistió, una y otra vez. Al final logró un quizá. Pero Anselmo no se había comprometido. Aquello la preocupaba. Ella quería encontrar paz interior, seguridad, pero el viaje no había resultado como deseaba. No se libraría de su angustia.
Al contrario que a la ida, la espera del regreso en la frontera acostumbraba ser larga. Cientos de coches en multitud de carriles, ramificándose, aumentando al acercarse al puesto de control fronterizo, aguardaban el paso a Estados Unidos. La mayoría eran automóviles del norte, gentes que regresaban de compras, turismo o negocios. Carmen entretuvo su tiempo escrutando a sus vecinos, que ahora avanzaban, luego se quedaban retrasados. Difícil adivinar sus vidas, pero ella continuaba sintiendo que era capaz de saber. Sí, aquellos cuatro hombres de tez cobriza que viajaban silenciosos en el destartalado Ford sentían miedo. De que cuestionaran sus papeles, de no poder entrar al paraíso del norte.
Las dos mujeres venían de compras. La familia con los niñitos rubios bronceados de sol regresaba de vacaciones. El hombre que viajaba solo, negocios...
De repente sintió un murmullo lejano. Era el ocaso. Por un momento, le pareció oír una extraña cantinela, y se imaginó el astro hundiéndose en el mar.
Entonces tuvo el presentimiento, la convicción de que Anselmo había aceptado sus súplicas. Empezó a sonreír mientras sus ojos se nublaban de lágrimas felices. «¡Gracias, Dios mío...!»
Aquel sábado Muriel se dio el placer de correr a la orilla del mar. Cuando se detuvo estaba cubierta en sudor, se sentó en la arena y se quitó las zapatillas; quería andar mojándose los pies en la amplia zona donde rompen las olas. Podía ver, a través de la ancha playa, lejano, el embarcadero de Santa Mónica que continuaba lleno de gente; pero allí, cerca del mar, fuera de un par de parejas bien abrigadas y un muchacho corriendo con su perro, la playa estaba desierta. El sol se ocultaba, formando una bola roja en la lejana neblina y reflejos en las olas. El agua del Pacífico estaba helada y el murmullo del océano le traía a Muriel una extraña tonada que llegaba junto al olor a salitre y algas.
De alguna forma, el espectáculo del ocaso colmaba sus sentidos y la relajaba. Y como tantas veces en las últimas semanas se puso a pensar. En Jeff, en Carmen, en todo lo ocurrido... y en lo sola que se sentía. «No me puedo quejar —razonaba—. Quizá tuvieran razón Carmen y Jeff cuando me decían que siempre caigo de pie como los gatos.» Lo cierto es que había tenido suerte, mucha suerte; no sólo con el cambio de fortuna que la había llevado a dirigir la agencia, sino por continuar viva.
Cuando supo del asesinato de John Carlton sintió terror; no tenía duda alguna de que aquel crimen lo había orquestado Rich. Y que ella podía ser la siguiente. Entonces conoció el miedo de verdad. No iba a comprar sola al supermercado, dejó de correr por la playa y al final ni siquiera osaba salir a la calle. Presentía que había un contrato de muerte a su nombre.
Al enterarse del extraño fallecimiento de Rich, sintió un alivio indecible; pero mucho de aquel miedo de entonces la perseguía aún.
Se cruzó con una pareja de enamorados que andaban playa adentro, donde no alcanzaba el agua; le recordaron a Jeff y Carmen. ¡Dios santo, cómo le dolía ese pensamiento! «¡No va a disfrutar de su traición», murmuró.
Recordaba a su rival cuando se vieron la última vez, en la cafetería; admiraba la firmeza que demostró su antigua amiga, pero ella continuaba decidida a interferir en todo momento en esa relación, a recuperar a Jeff.
Lanzó una mirada al sol que se hundía en el océano y al juego de luces que creaba; un murmullo suave provenía de las olas. ¿Qué sería?
¿Merecía la pena estropear su propio futuro corriendo tras de Jeff? Quizá debería relajarse, dar una oportunidad a la vida. Aún lo amaba, pero había muchos hombres atractivos en el mundo y ella no sentía vocación de monja. ¿Y ese muchacho que trabajaba en Friendlydog? Era obvio que estaba loco por ella y a ella le encantaba coquetear con él.
Pero era una mala idea. Quería evitar un romance con un cliente; ya había tenido suficientes problemas al mezclar sexo y trabajo.
Ella era joven, su sangre estaba en ebullición y la vida continuaba allí, provocándola, buscándola. Se sentía sola y el mundo estaba lleno de hombres interesantes. ¿Por cuánto tiempo estaría esperando a Jeff?
¿Qué posibilidades tenía ella? Sí, claro que querría castigar a Carmen y recuperarlo a él. ¿Pero a qué precio? ¿Sacrificaría su vida por él? ¿Y si al final de mucho luchar Jeff se quedara con Carmen?