Read Premio UPC 1995 - Novela Corta de Ciencia Ficción Online
Authors: Javier Negrete César Mallorquí
Tags: #Colección NOVA 83
Una vez llegados a él, la Voz del Pantócrata puso su mano sobre una cerradura de palma que resultaba incongruente en aquella puerta de madera. Las hojas se separaron lentamente y al otro lado apareció un paisaje nocturno, bañado en una luz verdosa, espectral. Mientras la puerta se abría, Virgan aprovechó para preguntar a Steel en susurros:
—¿Qué es lo que le has hecho antes?
—¿A qué te refieres?
—Ya sabes, cuando has hecho que... —Intercaló un gruñido de asco y prosiguió— vomite.
—Nada especial. Otra de las posibilidades del nanochip de dolor. Así no se nos descontrolará.
Virgan pensó que mentía, pero no se atrevió a decir nada. Su compañero empezaba a inquietarle. Mientras atravesaban un frío páramo, bajo dos lunas gemelas y verdes, ojos de un gigantesco gato celeste, pensó en Steel. ¿Qué impulso le movía a aquella aventura suicida? En apariencia, su principal motivo era la curiosidad. Por lo que Vírgan sabía de los científicos, en algunos de ellos el afán de saber, de adentrarse en lo desconocido, pasaba del terreno de lo racional y se adentraba en el de las pasiones más viscerales. Pudiera ser el caso de Steel, pero la impresión que Virgan tenía de él era más bien la de que actuaba por un designio propio, tan directo como el imán de una brújula.
Él mismo estaba allí porque no podía hacer otra cosa, porque no le era posible prescindir de Rosaura y tenía que acudir a donde ella estuviese, aunque fuese el rincón más oculto del universo. Pero no albergaba esperanzas de recuperarla; todo lo más, de mirarse por última vez en sus ojos de ámbar. En cambio, Steel caminaba con la ligereza de quien sabe seguro adónde va. «Tal vez la venganza», pensó. ¿Creía el matemático que podría vindicar sus ofensas ante un dios?
Era mejor no pensar. Seguir adelante. Recobrar lo que era suyo... no veía cómo podría ser.
¿Por qué Rosaura no había mirado atrás cuando Radniakós se la arrebató?
El tiempo en aquel lugar obedecía al cambiante compás de sus deseos, aun de los que apenas rebasaban la línea de flotación de su conciencia. Rosaura sentía sueño, y el sol se ponía por la ojiva de la ventana oeste. Si despertaba, la saludaban los grisáceos velos de la aurora. Se sentía melancólica, y en el firmamento aparecía para alegrarla una refulgente guirnalda de estrellas, o una aurora boreal, o un imposible arco iris nocturno. Si se sentía perezosa y con ganas de tenderse al sol, éste caía de plano sobre la terraza del gran torreón. Las nubes se descargaban sólo con que se acordara de algún romántico día de lluvia, la brisa se colaba por las ventanas si suspiraba de calor.
Vivía en un castillo de cuento al borde del mundo. Desde el balcón de su torre, al oeste, veía la pared de granito cayendo a pico, mezclándose con el acantilado que se perdía hacía abajo en una bruma acuarelada, irreal, sin límites. Pero sí paseaba por las almenas del patio de armas podía rodear la construcción, y en cualquier otra dirección en que mirase había construcciones fantásticas, de una belleza indescriptible e inquietante; una ciudad cuyos límites se perdían en una distancia infinita; una urbe inconcebible que sólo podía haber soñado un dios loco.
El castillo era pequeño en su exterior, casi una mansión de muñecas, pero por dentro se extendía en salas inacabables. Rosaura caminaba por ellas como en un ensueño, en el estado crepuscular en que se hallaba su conciencia desde que abandonara el cometa Sotería. Sus necesidades eran atendidas por una cohorte de servidores fantasmales, de voces que susurraban a sus costados, imágenes que pasaban fugaces, como rastros de movimiento en una fotografía de exposición lenta.
Algunas noches la visitaba un amante invisible. Se posaba sobre ella como una niebla de plata, y cuando la abandonaba, a Rosaura le quedaba una difusa huella de posesión.
Una noche Rosaura despertó y encontró que su conciencia volvía a ser clara, limpia como la lejanía después de la lluvia. La niebla de plata huía, filtrándose bajo la puerta de su alcoba.
—¿Quién eres?
¿
Quién quieres que sea?
Rosaura se incorporó en el lecho, confusa. La sábana de raso resbaló por sus pechos desnudos en una cosquilleante caricia. Se tapó, pudorosa ante lo desconocido. No recordaba haberse acostado sin ropa, pero todas sus memorias eran vagas,
—No entiendo. Sólo quiero saber quién eres.
Soy tu más rendido admirador.
La voz era un susurro de viento en las cortinas. Rosaura se envolvió en la colcha, se levantó de la cama y salió al balcón. En la noche sólo brillaba una luna blanca, familiar.
—¿Eres... eres el Pantócrata? —preguntó con voz vacilante.
No debes tenerme miedo. No me importa que me teman todas las criaturas del universo. Pero tú no, por favor.
—¿Por qué me has traído? ¿Qué quieres de mí?
Pero el murmullo del viento se apagó.
Pocos días después, mientras cenaba en una larga mesa iluminada por candelabros de bronce, volvió a escuchar a Radniakós. Era una voz de barítono que sonaba real, a su espalda, y ella quiso volverse para verle.
—¡No lo hagas!
—¿Por qué?
—No debes verme aún. No... no he decidido cómo quiero que me veas.
Había una leve vacilación en la voz, algo que no hubiera esperado en un Pantócrata. Rosaura desconfió: tenía que ser una treta, pero, ¿para qué? ¿Qué necesidad tenía un ser todopoderoso del engaño?
«¿Me estás engañando?», pensó, casi en voz alta. Mas no hubo contestación. Repitió la pregunta y volvió a recibir silencio por respuesta. Por lo que parecía, aquel dios no podía leer los pensamientos. En ese caso, ¿por qué en el castillo se obedecían sus mudos deseos? «Lee indicios, intuye lo que pienso, pero no puede entrar en mi cabeza.» Era más una esperanza que una certeza, pero Rosaura se prendió a ella.
—¿Es que hay muchas maneras de verte? —Con el rabillo del ojo sintió una sombra que se movía a sus espaldas. Aunque se le erizó el vello de la nuca, no se atrevió a volverse.
—Más de una, y todas verdaderas. Sólo debo elegir la más apropiada para ti. Por favor, sigue comiendo, ¿o es que no te gusta la cena? La he elegido personalmente.
—No, es... exquisita. Pero es que estoy un poco asustada.
Aunque se tratara del poderoso Pantócrata, Rosaura no podía dejar de pensar que lo que tenía a su espalda era un hombre, con impulsos y flaquezas masculinas. Explotar su aparente debilidad de mujer acaso daría resultados.
—Ya te he dicho que no debes temerme, adorada. No te haría nada malo.
—¿Qué quieres de mí? Sólo soy una mujer.
—Y espero que tú no seas más que un hombre, por muchos poderes que te adornen.»
—Eres la mujer más bella que he visto nunca. Hay algo dentro de ti que incluso a mí se me escapa. Puedo conocerlo todo, pero en tus ojos late un misterio más allá de mi comprensión.
A su pesar, Rosaura se sintió halagada. El Pantócrata sabía manejar la típica labia masculina que tan buen resultado da embaucando a las mujeres. Se permitió una sonrisa pensando que, en realidad, era el amante perfecto en que se pudiera soñar. ¿Quién satisfaría mejor cualquier deseo que un ser omnipotente? ¿Podía haber un ambiente más romántico que aquel comedor de luces desvaídas, imposibles pero eficaces, o un admirador más lleno de misterios que Radniakós?
—Es muy amable por tu parte, mi Señor.
—No me llames así. Tú eres mi señora.
—¿Cómo debo dirigirme a ti entonces?
—Sólo tú puedes utilizar mi nombre, y nada más que mi nombre. Para ti soy Radniakós.
—Pues es muy amable por tu parte... Radniakós.
Sería el vino, o sería la impresión de estar tuteando al amo de siete sistemas solares, pero Rosaura empezaba a sentirse embriagada. Una euforia deliciosamente inquietante subía desde su estómago y calentaba sus mejillas. No le importó: sabía que arreboladas hacían más hermoso su rostro. Respiró hondo y se llenó del perfume dulzón de las velas.
—¿Te importaría servirme vino?
Rosaura asintió. Siguiendo el juego del Pantócrata, sin volverse le tendió la copa llena por encima del hombro izquierdo. No sintió ningún contacto: la copa, simplemente, desapareció de su mano.
—Brindemos —sugirió el Pantócrata.
—¿Por qué?
—Por el misterio de tu mirada. Para que por siempre permanezca escondido.
Rosaura sonrió y extendió la copa al frente, hacia el vacío. Hubo un tintineo y el leve contacto de cristal contra cristal, aunque la copa de Radniakós tenía que estar detrás de ella. Bebió y se dio cuenta de que el sabor del vino había cambiado. No era una experta catadora, pero supo que ninguna cosecha de ningún planeta podía haber dado un caldo mejor.
—Pero, ¿de verdad algo puede quedar oculto para un Pantócrata? —preguntó, casi traviesa.
—Puedo conocer todo lo que quiera, pero tu interior me está vetado por mi propia decisión. Y te prometo que esta decisión jamás cambiará.
—No lo entiendo. El conocimiento es una forma de posesión, y tú me has convertido en una propiedad tuya. ¿Por qué no poseerme del todo?
«Espero no estar pasándome de la raya», se dijo. El vino soltaba su lengua, como solía ocurrirle cuando cenaba con Virgan.
El recuerdo de Virgan pasó ante olla como un soplo. Quiso agarrarlo, pero se escapó de sus dedos; trató de formar su rostro, y siempre algún rasgo se borraba. En el aire empezaba a formarse la familiar cabeza rasurada, cuando la voz de Radniakós aventó la imagen.
—No puede existir el amor donde hay completa posesión. —«Es cierto», se dijo Rosaura, y por eso amaba ella a Virgan, porque siempre quedaba algo en él fuera de su alcance y de su dominación—. Aquí en mi mundo soy soberano absoluto y puedo crear de la nada conforme a mis propias reglas.
Una mano se posó sobre su hombro. Rosaura cerró los ojos y sintió cómo un campo magnético erizaba toda su piel, de la cabeza a los pies. Era embriaguez, era temor... y era excitación.
—A veces he creado compañeras a las que adornaba con todo tipo de perfecciones, las criaturas más hermosas que se podrían soñar. Mira, delante de ti.
Rosaura obedeció, y vio ante ella, flotando en la puerta del comedor, una visión que la estremeció, la imagen de una mujer tan bella y delicada como un hada de los bosques vestida en un rayo de luna.
—Se esfuma como la niebla, pero podría darle carne real, mente, voluntad, conciencia... Podría hacer que, por su propia naturaleza, tendiera a amarme apasionadamente. Podría, en fin, crear un remedo perfecto del amor. Pero sería sólo un remedo.
—¿Por qué, si ella sería real? —La imagen ya había desaparecido, pero Rosaura aún tenía el corazón encogido por la impresión.
—Real sí, pero creación mía. Una parte de mí amputada, independizada, pero originada en mí al fin y al cabo. No deseo el amor solipsista.
Tú
, Rosaura, mi señora, no tienes nada que ver conmigo. Me eres ajena y deseo que lo sigas siendo para siempre. Lo único que quiero es que aprendas a amarme.
Rosaura volvió a beber para disimular su turbación. En algún momento la mano se había levantado de su hombro sin que ella lo notara. ¿Podría aprender a amar a un ser al que temía? ¿Tenía verdadera elección? Por más razonable que sonara la voz, no lo creía. El Pantócrata no admitiría de buen grado que sus deseos no se cumplieran.
Y, curiosamente, eso mismo la atraía. La llamada del poder era como la fascinación de los abismos. Un poder que se rendía y arrodillaba ante ella, pero que podría estallar en cualquier momento y fulminarla, borrarla de la existencia.
Empezaba a encontrar que esa criatura solitaria, acaso patética, era fascinante.
Ni abajo, ni arriba, ni a izquierda, ni a derecha: en ningún lugar había un punto de referencia dominante en el que sustentarse. A Virgan, como artista plástico, no le eran desconocidos los espacios y las formas complejas, pero una cosa era moverse en simulaciones holográficas o ciberinducidas y otra bien distinta saber que sus pies estaban realmente pisando en el aberrante
Idiokosmos
de Radniakós.
Habían aparecido sobre una plataforma arenosa, razonablemente lisa, que a pocos metros de ellos terminaba en un brusco corte. Abajo, a unos trescientos metros, había otra de forma anárquica, sembrada de una extravagante vegetación. Al menos era paralela a la primera: no podía decirse lo mismo de la que se veía aún más abajo y a la izquierda, girada unos cuarenta grados con respecto a la suya. Sin embargo, los diversos seres —desde allí no alcanzaba a ver si eran hombres o humanoides—
que pululaban por ella no resbalaban hasta precipitarse por su borde, como hubiera exigido la lógica, sino que se adherían a su suelo con toda facilidad. En todas las direcciones había plataformas —Vírgan decidió utilizar tal nombre para aquellas entidades, aunque algunas tenían formas tan extrañas que tal vez hubiera sido más apropiado el de «pegotes» o
«
excrecencias espaciales»—, y cada una parecía gozar de su propio campo de gravedad, orientado con independencia de los demás. Senderos flotantes y, en ocasiones, fluctuantes, como si estuvieran formados de carnes fofas o de temblorosas gelatinas, unían las diversas plataformas con diseños de complejidad neuronal.
—¿Y éste es el universo privado de nuestro gran Pantócrata Radniakós? Parece lamentable que alguien malgaste tan infinitos poderes en crear un absurdo semejante —se quejó Steel.
Virgan no podía estar de acuerdo con él. El lugar le parecía fascinante. Pero eso no podía hacerle olvidar para qué había venido.
—Imaginaba que apareceríamos más cerca del Pantócrata. Este lugar no parece muy prometedor —comentó.
—Tal vez sea mejor que no nos hayamos materializado demasiado cerca de él para que no repare en nosotros. No me hubiese gustado un recibimiento con rayos de vacío, o alguna lindeza similar— repuso Steel, sentándose un momento en el suelo.
Glota, incoherente y ridículo con su bata jade, soltó una seca carcajada. Se volvieron hacia él, sorprendidos.
—Mi Señor sabe perfectamente que estamos aquí desde el mismo momento en que hemos entrado, y desde antes de que entráramos. Conoce todos vuestros movimientos.
—¿A qué viene eso? —preguntó Virgan—. Eres demasiado cercano a él para creer en esa patraña de que es un dios.
—Precisamente porque soy cercano a él sé que
es
un dios. Si ahora quisiera, nos aniquilaría.
—Pues nos aprovecharemos de que por el momento no quiera para hacer turismo por aquí— dijo Steel en un tono forzadamente alegre. En realidad, observó Virgan, parecía muy cansado, como si de golpe se le hubiera agotado la batería que lo movía. Hasta el rostro se le veía ceniciento—.Me imagino que el Pantócrata no será un dios omnipresente como el de los cristianos. Tendrá un Olimpo, tal vez un trono. Llévanos a él. —Se dirigió a Glota con sequedad, omitiendo el tratamiento que hasta entonces había utilizado con respeto socarrón.