Premio UPC 1995 - Novela Corta de Ciencia Ficción (37 page)

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Authors: Javier Negrete César Mallorquí

Tags: #Colección NOVA 83

BOOK: Premio UPC 1995 - Novela Corta de Ciencia Ficción
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El Pantócrata ahora estaba paralizado de terror. Le tocó el turno a Steel de levantar la mano, pero antes de actuar pareció darse cuenta de que se le olvidaba algo. Olvidándose de Radniakós por un momento, se volvió hacia Virgan y Rosaura y les sonrió. —Creo que así estaréis protegidos.

Después de un instante de negrura, Vírgan volvió a encontrarse sentado en el suelo, con Rosaura acurrucada entre sus brazos. Steel seguía allí, mirándoles con una sonrisa. Por entre las columnas, las fuentes y los setos del pórtico se arrastraban los cortesanos de Radniakós; algunos gemían, otros cabeceaban, unos tenían la mirada extraviada, otros repetían palabras sin sentido. Nadie parecía mantener la cordura.

No se veía al Pantócrata por ninguna parte.

—Está aquí —explicó Steel, mostrándoles una cajita negra que después guardó en un bolsillo—. Encerrado como un genio en su lámpara, pero por mucho que la froten nunca volverá a salir.

Virgan se levantó, sin soltar a Rosaura. La joven rodeó su cintura y le apretó. Tenía la piel fría. Virgan le frotó el antebrazo para darle calor y ella se lo agradeció con una sonrisa.

—Supongo que querrás saber qué ha pasado —dijo Steel.

—Sería un detalle por tu parte —reconoció Virgan.

—Lo mereces, ya que tu ayuda ha sido inestimable. De hecho, sin ti no habría podido hacer nada. ¿Por dónde quieres que empiece?

Virgan miró a su alrededor, observando a los cortesanos. Al principio le había parecido que estaban bajo los efectos de un
shock
, pero ahora, al verlos comportarse como locos en la sala de recreo de un manicomio, pensó que era como si algo hubiera vaciado sus mentes.

—¿Qué les ha pasado?

—Por eso os he tenido que proteger en la burbuja de estasis. He aparecido ante Radniakós tal como soy, y para derrotarlo he tenido que desatar algunas dimensiones. La mente humana no está preparada para enfrentarse a eso. Me temo que es como si hubiera quemado los fusibles de sus cerebros.

—¿Tal como eres? ¿Quién eres en realidad?

—Puedes seguir llamándome Milman Steel. Es un nombre tan apropiado como otro cualquiera. —El matemático se encogió de hombros. Volvía a tener el mismo aspecto que antes de entrar en el
Idiokosmos
, esa especie de indefinición, de fluctuación que ahora Virgan empezaba a comprender—. Lo que ves ante ti es una proyección que he creado para moverme entre vosotros y para llegar hasta Radniakós.

—¿Una proyección? —preguntó Rosaura, apretando con más fuerza a Virgan—. ¿No eres real?

—Se me puede tocar. No soy un holograma. Me refería a otra cosa. Si uno quiere proyectar un cubo tridimensional sobre una superficie plana, ¿qué obtiene?

—Un cuadrado —respondió Rosaura.

—Lo que veis de mí es un apéndice, una proyección geométrica de mí ser en las dimensiones que podéis contemplar. Detrás de eso hay mucho más, pero permanece fuera de vuestra percepción. Eso sí, reconozco que me cuesta mantener esta forma. A veces pierdo el control, llamémoslo, dimensional.

Virgan asintió, pensando en el aspecto tan extraño que siempre había tenido Steel y lo desgarbado de sus movimientos.

—Lo más duro ha sido entrar en el
Idiokosmos
—prosiguió Steel—, Dentro de este lugar, Radniakós podría haber descubierto lo que soy, ya que su percepción alcanza otras dimensiones. Tuve que mantener unido el, llamémoslo, grueso de mi ser con esta proyección mediante un punto tan sólo, prácticamente del tamaño de un quark, y eso limitaba mucho mi capacidad de acción. Algunos trucos que podía realizar fuera me estaban vedados. De todas maneras, confiaba en que él no prestase suficiente atención. Jugué con su vanidad, y por ese motivo aposté por ti, Virgan.

»Para capturarlo necesitaba entrar en el
Idiokosmos
y llegar hasta él. Tú me diste la ocasión. En un tiempo Radniakós no fue más que un hombre, y ha seguido teniendo siempre las mismas debilidades de cualquier varón. Yo sabía que te dejaría entrar y llegar hasta Rosaura para humillarte delante de ella. Para el no eras ninguna amenaza. Jugó contigo en todo momento. Yo fingí el papel de acompañante, un matemático excéntrico y tan inofensivo como cualquier otra criatura humana. Pero este matemático entró aquí llevando dentro de sí un pequeño punto, casi imperceptible, una minúscula abertura por la que pude colarme entero llegado el momento. Radniakós estaba tan atento a su juego con vosotros que no cayó en que yo estaba jugando mi propia partida. Tú fuiste mi peón. Espero que eso no te ofenda.

—Pero... no entiendo. Yo te conozco antes que a Rosaura. Y, por supuesto, mucho antes de que Radniakós la secuestrara. ¿Es que sabías que esto iba a ocurrir?

—Me muevo en muchas dimensiones, Virgan. Para mí el tiempo tiene calles, atajos. Por algunos caminos puedo pasar, por otros no. Digamos que vi el secuestro de Rosaura, tu desesperación, tu propósito de llegar a ella como fuese, y también vi que Radniakós te dejaría entrar aquí. Y entonces, tal como vosotros concebís el tiempo, aparecí en algunos puntos de tu pasado para parecer un viejo conocido, precisamente el único que estaría dispuesto a ayudarte. De hecho, no hay ningún engaño: soy un viejo conocido. No he alterado tu pasado: siempre fue así.

Vírgan sacudió la cabeza y miró a Rosaura. Ella parecía tan confusa como él.

—No os esforcéis en entenderlo. Aceptadlo, simplemente. Para que lo comprendieseis, tendría que dejaros ver algunas cosas que os dejarían la mente tan inservible como a este pobre hombre.

Un anciano de piel azulada vestido con un estridente quimono rojo pasaba gateando junto a ellos, sin reparar en su presencia. Steel lo miró con una conmiseración cuya sinceridad resultaba difícil de interpretar.

—Una pregunta más —dijo Virgan—. ¿Por qué querías destruir a Radniakós?

—No lo he destruido. —Se dio un golpecito junto al bolsillo—. Está aquí, perfectamente vivo. Pero me temo que el título de Pantócrata le viene ya demasiado grande. El
Señor de Todo
es ahora señor de bien poca cosa.

»Radniakós fue originalmente un hombre, como el resto de los Pantócratas. Me conocieron en circunstancias que no vienen al caso, y yo les enseñé muchas cosas, pero abusaron de mi confianza. Robaron algo que no les pertenecía. Cada uno de los siete se llevó una gota, un minúsculo fragmento de la realidad primigenia, lo que vosotros llamáis «Big Bang». De esas gotas obtuvieron esos poderes que os parecían infinitos, y gracias a ellas pudieron encerrarse en sus universos privados y protegerse de mí. A pesar de que mis poderes sean muy superiores a los de ellos, tampoco son ilimitados. Sabían muy bien cómo poner barreras para evitar que llegara a ellos.

»Pero de esos hombres que se convirtieron en los Pantócratas yo también aprendí. Sí, gracias a ellos aprendí el arte del engaño. Y debo reconocer que es divertido. Tan divertido como jugar a ser humano.

«Ahora todo esto es mío... —Señaló a su alrededor con el brazo, abarcando los palacios, la misma bóveda azulada que los rodeaba—, aunque, la verdad, no me interesa demasiado. En cuanto a lo que llamáis el futuro, me quedan seis gotas por recuperar, pero todo será más fácil ahora que he conseguido la primera.

—Gracias a vosotros, Virgan y Rosaura. No soy omnipotente, pero creo que puedo otorgaros casi cualquier cosa que me pidáis. ¿Tenéis algún deseo para este diosecillo juguetón?

Virgan y Rosaura se miraron.

—Creo que ahora mismo todos mis deseos están cumplidos —dijo el escultor, pero no se dirigía a Steel, sino a su amante—. ¿Y tú qué piensas, Rosaura?

Por el rostro de la joven pasó una nube. Tal vez el recuerdo de su amante invisible, tal vez tristeza por la criatura solitaria que había buscado su amor. Pero la nube pasó, y Rosaura sonrió a Virgan, al hombre que había entrado al infierno por ella.

—Tengo todo lo que quiero —susurró, y se puso de puntillas y acercó su boca a la de Virgan.

Se besaron muy despacio, rozando apenas los labios. Después se separaron, y mientras tomaban aliento para un nuevo beso, se miraron a los ojos, y entre ellos fluyó esa corriente que alguna vez todo humano ha sentido: el amor absoluto, la felicidad absoluta, esa que dura una fracción de instante y cuyo recuerdo nos mueve a seguir buscándola sin descanso cuando la hemos perdido.

Pero para ellos fue ya eterna.

La guerra entre la entidad llamada Milman Steel y los Pantócratas se librará durante siglos y fuera de ellos, en cien sistemas solares y en los escondrijos del espacío-tíempo. Pero a veces Steel descansa en su forma humana y se relaja paseando por el palacio que perteneció a Radniakós. Allí, en el más bello jardín, hay una escultura de mármol rodeada por una campana de irrompible cristal. Dos amantes se entrelazan antes del beso, ya convertido en gesto puro, los ojos entrecerrados para enfocar sólo el rostro cercano. A menudo Steel, ese ser cuyo poder escapa a la medida humana, se sienta cerca de ellos y, apoyando la barbilla sobre la mano, medita en un misterio que tal vez algún día lejano alcanzará a comprender: de cómo la explosión de brillo de un instante fugaz puede alumbrar por toda la eternidad.

SEGADORES DE VIDA

por Xavier Pacheco y José Antonio Bonilla

PRIMERA PARTE

DESTELLOS EN EL TIEMPO

PROVINCIA DE YUCATÁN / AÑO 1519

El sol era una inmensa bola de fuego cuyos eternos rayos se filtraban a través de los diminutos huecos dejados por los majestuosos helechos y los enormes árboles que cubrían la selva. Haces de luz caían sobre el húmedo suelo descubriendo los arbustos y las preciosas y coloristas flores que poblaban aquel extraño universo.

La atmósfera cerrada de aquella prisión verde era refugio de los ecos de los monos aulladores y de los cantos de las aves del paraíso, que intentaban mostrar aquel mundo onírico al resto del universo.

A lo lejos, entre el fronde de la selva, se podía distinguir el susurrante discurrir de las aguas del Putunchán, pacífico y poderoso, que recorría ondulante, serpenteante, la maravillosa geografía de aquella zona del Yucatán.

Se dirigían a Churultecal. Tenían entendido que era una ciudad grande, asentada sobre un llano que presentaba unas veinte mil casas dentro de la estructura de la misma urbe, sin contar los arrabales. El gran dios montado sobre el hijo del viento necesitaba de la ayuda de los habitantes de Churultecal para poder luchar contra el poderoso Moctezuma II, amo y señor de la enorme provincia del Yucatán, aunque el dios de metal bruncido y barba castaña se empeñaba en recordarles que el verdadero señor de aquellas tierras era el Rey de España, cien mil veces más infinitamente poderoso que Moctezuma.

Chenehoal no lo entendía. ¿Quién podía ser más grande que el Rey del Imperio de los aztecas, el gran señor Muteczuma? Y sin embargo, aquellos monstruos bellos de cuatro patas, a los que los soldados de metal montaban, eran rápidos y fuertes, valientes y divinos, y eso era algo que antes nunca habían tenido oportunidad de ver. Si el Rey de España tenía muchos de aquellos seres, Chenehoal estaba casi seguro de que, quizás, ese tal Carlos V era aún más poderoso que Muteczuma, o Moctezuma, como le llamaban los españoles.

Aquellos extranjeros eran dioses de metal, rutilantes con sus brillantes pieles duras como la piedra, capaces incluso de detener las flechas de Alchazán, el mejor tirador de su pueblo, Tascaltecal. Si había alguien que podía liberarles del vasallaje de Tenochtitlán eran ellos, siempre y cuando consiguieran la ayuda de los indios del Cenoal y del Churultecal para luchar y poder rebelarse contra Muteczuma.

Chenehoal y su compañero Azlaech se habían adelantado del grupo de españoles aproximadamente media milla para explorar el terreno. Armados con arcos y flechas, cargados a sus espaldas, se refugiaron tras unos enormes helechos de frondosas hojas que caían pesadamente hacia el suelo.

Hacía calor, mucho calor, un calor tangible, agobiante, que casi podía respirarse y les atenazaba los pulmones con un aliento abrasador.

Azlaech le hizo un gesto con la mano para que se detuviese. Así lo hizo. Hacía ya mucho tiempo que sabía que cuando Azlaech decía algo, lo mejor era cumplirlo sin protestar. Era lo más conveniente para ambos. Recordaba las partidas de caza que habían realizado durante su juventud, aún muy cercana. Sí. Si Azlaech decidía que lo mejor era detenerse, se detendría. No había ninguna aldea enemiga de Tascaltecal cerca, pero algún grupo de Muteczuma podía haberse desplazado hacia aquel lugar de la selva.

Momentos después, Azlaech se incorporó con la afilada lanza tallada a mano aferrada fuertemente. Chenehoal oyó el ruido de las hierbas y arbustos al agitarse, seguidamente vio al tamandú desplazándose con tranquilidad hasta sumergirse, de nuevo, en las sombras, con su inquieta lengua surgida de su cilíndrico hocico buscando las deseadas termitas.

Sonrió. Le gustaban los tamandús. Eran casi tan grandes como osos hormigueros, de color marrón y pelo áspero, pero más pacíficos y dóciles. Chenehoal miró a su alrededor, inconscientemente. La selva era un mundo aparte, extraño y misterioso. Sus adiestrados ojos, oscuros y grandes, se adentraron escrutadoramente entre la espesura formada por jaguas, altos y rectos (de los cuales podían extraerse buenas lanzas), entre las higueras, las guayabas, los guanábanos, los arbustos y cañas, algunos espinosos, otros, brotes de lindas y vistosas flores, y entre todo aquel mundo vegetal, descubrió un zorrillo, pequeño y pardo que olisqueaba, curioso, el denso aire de la selva, semioculto por un bello grupo de orquídeas. Un grupo de papagayos de tornasolados e iridiscentes colores cruzó el cielo verde de los árboles graznando al aire. Vio una churcha o zarigüeya, animal pequeño, casi del tamaño de un conejo, voraz y depredador. Sobrevoló su cabeza un robo de junco, desplegando su cola, luenga y delgada, y un quetzal de color verde brillante se posó sobre un arbusto de largas y aciculares hojas.

Chenehoal se maravilló de ese mundo, su mundo, alejado de la civilización, regido sólo por las leyes de la naturaleza, en las que convivían en estricto equilibrio colibrís, picazas, oropéndolas, tucanes, pintadillos, ruiseñores, serpientes, zorros, gamos, conejos, puercos, leones y tigres, entre otros cientos de seres, bellos y desconocidos.

Tan ensimismado estaba en su contemplación, que Chenehoal tardó en enterarse de que Azlaech, con su tez cetrina y brillante, se había avanzado unos pocos metros. Le siguió. Fue en ese momento cuando se dio cuenta de que la selva había enmudecido. No fue algo lento, ni predecible, simplemente, el bosque a sus espaldas se silenció, dejando un vacío agobiante y opresivo que le intranquilizó.

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