Pqueño, grande (70 page)

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Authors: John Crowley

Tags: #Fantástico

BOOK: Pqueño, grande
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Volvió a tapar la botella vacía y la dejó en la escalera. En el espejo colgado encima de la coqueta mesita del fondo del pasillo vislumbró el rostro de alguien, la viva imagen de la desolación. Desolación, la palabra misma es como una campana. Apartó la mirada. Entró en el Dormitorio Plegable, un golem, su arcilla reseca brevemente animada por el ron. Ahora podía hablar. Fue hasta la cama. La persona acostada en ella había arrojado la sábana. Era Sylvie, sólo que modelada en carne masculina, y nada de encantamientos: ese muchacho lascivo era real. Auberon le sacudió el hombro. La cabeza de Sylvie giró sobre la almohada. Los ojos obscuros se abrieron un instante, vieron a Auberon, se cerraron de nuevo.

Auberon se inclinó sobre la cama y le habló al oído.

—¿Quién eres? —Le hablaba con cuidado, lentamente. A lo mejor no entiende nuestro idioma.— ¿Cómo te llamas? —El muchacho se dio vuelta, se desperezó, se pasó la mano por la cara de la frente a la barbilla como si se tratase de una magia destinada a borrar sin conseguirlo el parecido con Sylvie y dijo con una voz áspera de sueño:

—Hey. ¿Qué pasa?

—¿Cómo te llamas?

—Hey, hola, Jesucristo. —Se reclinó otra vez sobre la almohada, lamiéndose los labios. Se restregó los ojos con los nudillos como un niño. Se rascaba y acariciaba sin pudor, como complacido de sentir su cuerpo al alcance de su mano. Le sonrió a Auberon y dijo:— Bruno.

—Oh.

—¿T'acuerdas? Salimos de ese bar.

—Oh. Oh.

—¿No t'acuerdas? Ni siquiera pudiste...

—Oh. No. No. —Siempre rascándose, Bruno lo miraba con sincero afecto.

—Dijiste: «Espera un momentito» —dijo Bruno, y se rió—. Ésas fueron tus últimas palabras, hombre.

—Ah, ¿sí? —No, él no se acordaba, pero sentía un extraño pesar, y casi se reía, y casi lloraba, por haber defraudado a Sylvie cuando ella era Sylvie.— Lo siento —dijo.

—Vamos, hombre —dijo Bruno generosamente.

Deseaba apartarse, sabía que debía hacerlo; quería cerrarse el gabán, que colgaba de él abierto de par en par. Pero no podía. Si lo hiciera, si dejara que esa embriaguez se disipara, que se secara el último poso de ese cáliz, los últimos vestigios del encantamiento de la noche anterior no sería rezumados y acaso fueran todo cuanto le quedara para siempre. Miraba fijamente el rostro franco de Bruno, más simple y más dulce que el de Sylvie, sin las marcas en él de sus pasiones, esas pasiones violentas, como siempre le había dicho Sylvie que eran. Afable: lágrimas, lágrimas dos veces destiladas —tan poca agua había dentro de él— le quemaban las órbitas de los ojos: afable era la palabra para describir a Bruno.

—¿Tienes —dijo—, tienes una hermana?

—Claro que sí.

—¿No sabrás, por casualidad —dijo Auberon—, dónde puede estar?

—Ni idea. —La desechó con un gesto espontáneo, un gesto de ella traducido.— Meses que no la veo. Andará por ahí.

—Sí. —Si tan sólo pudiera posar sus manos en el pelo de Bruno. Un momento apenas: eso sería suficiente. Y cerrar los ojos. El pensamiento lo hizo desfallecer, y se apoyó en la cabecera de la cama.

—Un ‘ariposa —dijo Bruno. Con languidez impúdica se corrió en la cama, haciendo sitio en ella para Auberon.

—¿Una qué?

—Un 'ariposa, Sylvie. —Riendo, enlazó los pulgares y formó con las manos una criatura alada. La hizo volar un poco, sonriéndole a Auberon, y luego, agitándole las alas, hizo que invitase a Auberon a seguirla.

Hasta dónde has llegado

Ha volado esa música.

Persuadido de que Bruno dormiría como lo hacía su hermana, muerto para el mundo, Auberon no se cuidó de no hacer ruido; sacó de la cómoda y del armario sus pertenencias y las desparramó en el suelo. Desenrolló su comprimida mochila verde metió en ella sus poemas y el resto del contenido de su estudio, su navaja de afeitar y su jabón, y de su ropa, tanta como le fue posible apilar, y en los bolsillos todo el dinero que pudo encontrar.

Perdida, perdida, pensó; muerta, muerta; vacío, vacío. Pero no había ningún encantamiento que pudiera exorcizar de ese lugar ni el más desvaído, el más ilusorio fantasma de Sylvie; de modo que sólo una cosa podía hacer él: huir, huir. A grandes trancos recorrió el cuarto de lado a lado, escudriñando de prisa los cajones y las estanterías. Su sexo ultrajado se balanceaba mientras iba y venía; lo cubrió, al fin, con shorts y calzoncillos, pero incluso oculto brillaba aún, acusador. El acto había resultado más laborioso de lo que él había supuesto. Oh, bueno, bueno. Empujando un par de calcetines en el bosillo de su mochila, tocó algo que había quedado allí, olvidado, un objeto envuelto en papel. Lo sacó.

Era el regalo que le había dado Lily el día de su partida de Bosquedelinde para venir a la Ciudad a buscar fortuna; un regalo pequeño, envuelto en papel blanco. Ábrelo cuando quieras, le había dicho su hermana.

Paseó una última mirada en torno. Vacío. El Dormitorio Plegable estaba vacío, o tan vacío como estaría ya para siempre. Bruno hundía con su peso el lecho profanado, y de la silla de terciopelo colgaba su blusón multicolor. Una rata —¿o una alucinación, acaso? (¿habría ya llegado a eso? Intuyó que sí)— cruzó veloz el suelo de la cocina y desapareció en un escondrijo. Rompió de un tirón el paquetito de Lily.

Resultó ser un adminículo un tanto extraño. Durante un rato lo contempló, intrigado, haciéndolo girar entre sus dedos pegajosos y todavía trémulos, antes de comprender: era un podómetro. El modelo pequeño y manuable, el que te atas al cinturón y te dice, cada vez que lo miras, cuánto has andado, hasta dónde has llegado.

El fondo de una botella

El pequeño parque se estaba llenando a rebosar. ¿Por qué no había sabido él que el amor podía ser así? ¿Por qué nadie se lo había dicho? De haberlo sabido, nunca se habría embarcado en él; o al menos no tan alegremente.

¿Por qué razón él, un joven al fin y al cabo bastante inteligente y de buena familia, no sabía nada, nada de nada?

Si hasta había sido capaz de imaginar, cuando abandonó la Alquería del Antiguo Fuero para vagabundear por las calles de la Ciudad, esas calles que hedían a verano y decadencia, que lo que estaba haciendo era huir de Sylvie, cuando en realidad sólo la seguía buscando sin cesar, y en direcciones ahora cada vez más tibias. Los borrachos, solía decir la tía abuela Nube, beben para olvidar sus cuitas. Si ése era su caso —y sin duda había hecho todo lo posible para convertirse en un borracho empedernido—, ¿cómo podía ser, entonces, que, no cada vez, no, pero sí con bastante frecuencia, encontrara a Sylvie allí, justo allí donde Nube decía que los borrachos encuentran olvido, en el fondo de una botella?

Bueno: primavera. El otoño era la siega, por supuesto, la gavilla de mieses, el fruto en sazón. E indistinto a la distancia, inflados los carrillos y fiero el entrecejo, se acercaba, veloz, el Hermano Viento-Norte.

Esa muchacha que con una hoz segaba las mieses cargadas de granos, ¿era la misma que en la primavera plantaba brotes con la ayuda de una pequeña pala? ¿Y quién era ese viejo que, apeñuscado contra el suelo, cubierto de tesoros, cavilaba de perfil? Pensando en el invierno...

En noviembre los tres —él, y ella, y Fred Savage, su mentor en la vagancia, que en esa estación había empezado a aparecérsele tan a menudo como Sylvie, aunque más correctamente que ella— navegaban en un banco del parque, un tanto a la deriva en la ciudad crespuscular, apiñados pero no incómodos; los diarios que Fred Savage llevaba en el interior de su gabán crujían cada vez que se movía, aunque sólo se movía para levantar hasta sus labios la botella de brandy. Habían estado cantando y recitando coplas de borrachos:

Sabed, amigos míos, que en alegre parranda una Segunda Hipoteca le endilgué a mi casa.

Y ahora, sentados los tres, y en silencio, esperaban la hora temir ble en que se encendían las luces de la Ciudad.

—El Abuelo Halcón está en la ciudad —dijo Fred Savage.

—¿Quién?

—El Invierno —dijo Sylvie, abrigándose las manos bajo las axilas.

—Voy a mover un poco estos huesos —dijo Fred Savage, crujiendo, sorbiendo—. Voy a llevar estos viejos huesos fríos a Florida.

—Eso está bien —dijo Sylvie, como si alguien hubiese dicho por fin una cosa sensata.

—El Abuelo Halcón no es amigo mío —dijo Fred Savage—. Te cuesta un Galgo ganarle la carrera. Filadelfia, Baltimore, Charleston, Atlanta, J'ville, St. Pete, Miami. ¿Has visto alguna vez un pelícano?

Él no, nunca. Sylvie, desde su infancia más remota, los evocó: fragatas de la noche caribeña, absurdos y bellos.

—Sí, sí —dijo Fred Savage—. Más que pelicano, pico. De su pecho se arranca las plumas, y a sus hijuelos nutre con la sangre de su corazón. La Sangre de su Corazón. Oh, Florida.

Fred se había tomado licencia por el otoño, y quizá por el resto de su vida. Había acudido en auxilio de Auberon, en esa hora de extrema necesidad, tal como prometiera hacerlo el día en que por primera vez lo guiara a través de la Ciudad hasta las oficinas de Petty, Smilodon y Ruth. Auberon no cuestionaba esa providencia, como tampoco cuestionaba ninguna de las otras que ofrecía la Ciudad. Se había abandonado a su merced y había descubierto que la Ciudad, cual una amante estricta, sabía ser generosa con aquellos que se sometían a ella por entero, no les negaba nada. Había aprendido, paulatinamente, a hacer eso: él, que siempre había sido pulcro, hasta puntilloso por amor a Sylvie, se había vuelto desaseado, la mugre de la Urbe era ya parte inseparable de su sustancia misma, y si bien incluso borracho recorría a veces manzanas y manzanas en busca de un baño público, condenadamente escasos y peligrosos por añadidura, en los intervalos entre uno y otro de esos arranques de escrupulosidad se burlaba de sí mismo por tenerlos. En el otoño su mochila era ya un andrajo inútil, una mortaja, y de todas maneras ya no tenía capacidad suficiente para contener una existencia vivida en las calles; de modo que, como el resto de los miembros de las cofradías secretas de la Ciudad, usaba ahora bolsas de papel, una dentro de otra para otorgarles mayor resistencia, publicitando así en su degradada persona uno u otro de los numerosos grandes almacenes de la Urbe.

Y así iba y venía, arrebujado en ginebra, durmiendo en las calles a veces tumultuosas, a veces silenciosas como una necrópolis, y en lo que a él le atañía, siempre desiertas. Supo por Fred y por los veteranos que instruyeran a Fred que los días gloriosos de la secreta comunidad de los vagabundos habían pasado, los días en que había reyes y sabios en los bajos fondos de Broadway, los días en que la Ciudad toda estaba marcada con sus glifos cuyo código sólo los iniciados podían descrifrar, en que el borracho, el gitano, el loco y el filósofo tenían sus rangos y jerarquías, tan seguros e inamovibles como el diácono, el cura y el obispo. Pasado, desde luego. Asóciate a cualquier empresa, reflexionaba Auberon, y descubrirás que sus días de gloria pertenecen al pasado.

No tenía necesidad de mendigar. El dinero que extraía de Petty, Smilodon y Ruth, y que ellos le pagaban por hacer desaparecer cuanto antes de sus oficinas tanto su inmunda figura como cualquier otro derecho que aún tuviera a recibirlo —él sabía eso, y solía presentarse en ellas en su estado más repulsivo, a menudo con Fred Savage a remolque—, bastaba en todo caso para satisfacer las necesidades alimentarias de un borracho, para que se pagara una cama ocasional cuando temía morirse congelado y saturado de licor como les sucediera, se decía, a algunos cofrades de sus cofrades, y para ginebra. Nunca había descendido al vino común, se resistía a esa última degradación, aun cuando aparentemente era sólo en el translúcido fuego de la ginebra donde Sylvie (como una salamandra) podía a veces aparecer.

La rodilla empezaba a enfriársele. Por qué era siempre esa rodilla la primera en enfriarse, no lo sabía; ni los dedos de sus pies ni su nariz habían sentido aún el frío.

—Galgo, hum —dijo. Recruzó las piernas y añadió—: Yo puedo encarecer el precio. —Le preguntó a Sylvie—: ¿Tú quieres ir?

—Claro que quiero —dijo Sylvie.

—Claro que sí —dijo Fred.

—Le hablaba a..., no era a ti a quien le hablaba —dijo Auberon.

Suavemente, Fred rodeó con su brazo el hombro de Auberon. Con los fantasmas que atormentaban a sus amigos, cualesquiera que fuesen, siempre trataba de ser amable.

—Bueno, claro que ella quiere —dijo, abriendo sus ojos amarillos lo suficiente para espiar a Auberon con una expresión que éste nunca había podido decidir si era de rapacidad o de ternura—. Y lo mejor de todo —añadió—, ella no necesita billete.

Puerta a ninguna parte

De todas las confusiones y lagunas de su macerada memoria, la que más tarde más desconcertaba a Auberon era la imposibilidad de recordar si había ido o no a Florida. El Arte de la Memoria le mostraba unas cuantas palmeras deshilachadas, algunas manzanas de edificios de estuco u hormigón pintados de rosa o turquesa, el olor a eucaliptos; pero si eso era todo, por muy sólido e inamovible que pareciera, bien podría ser pura imaginación, o simplemente fotografías recordadas. Igualmente vividos eran sus recuerdos del Abuelo Halcón en avenidas anchas como el viento, posado en las enguantadas muñecas de los conserjes a lo largo de la Park, la barba de plumas escarchadas y las garras preparadas para clavarse en las entrañas. Sin embargo, Comoquiera, él no había muerto congelado; y seguramente, más aún que las palmeras y las celosías, un invierno en la Ciudad sobrevivido en las calles, pensaba, persistiría en la memoria. Bueno: él no había prestado mucha atención: lo único que en realidad lo fascinaba eran esas islas donde los semáforos de rojo neón atraían a los vagabundos (siempre estaban rojos, comprobó) y la interminable réplica de esas botellas chatas claras como el agua, en algunas de las cuales, como en las cajas de cereales para niños, podía haber un premio. Y lo único que recordaba vividamente era que, al final del invierno, no hubo más premios.

Su embriaguez era un vacío. Sólo heces quedaban para beber, y las bebía.

¿Qué había estado haciendo en los intestinos de la vieja Terminal? ¿Habría acaso regresado por tren de la Costa del Sol? ¿O era pura casualidad? Viendo tres de la mayor parte de las cosas, con una pierna húmeda en la que se había orinado un rato antes, en las primeras horas de la madrugada caminaba con deliberación a largos trancos (aunque no iba a ninguna parte; si no caminara así, con deliberación, a largos trancos, se daría un porrazo; ese asunto de caminar era más complicado de lo que pensaba la mayoría de la gente) por rampas y catacumbas. Una falsa monja, con una toca mugrienta (Auberon se había percatado hacía tiempo de que ese personaje era un hombre), sacudió delante de él una cajita limosnera, más con ironía que con la esperanza de una dádiva. Auberon siguió de largo. La Terminal, nunca silenciosa, estaba ahora tan silenciosa como siempre lo estaba; los escasos viajeros y los vagabundos lo esquivaban, pese a que él sólo los miraba con fuerza para singularizarlos, tres de cada uno era demasiado. Una de las virtudes de la bebida era la de reducir la vida a estas cuestiones simples, que requerían toda la atención: ver, caminar, levantar con precisión una botella hasta el orificio de tu cara. Como si tuvieras de nuevo dos años. Ni un solo pensamiento que no fuera simple. Y un amigo imaginario con quien conversar. Se detuvo; se había topado con una pared más o menos sólida; descansó y pensó:
Perdida
.

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