Pqueño, grande (31 page)

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Authors: John Crowley

Tags: #Fantástico

BOOK: Pqueño, grande
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—¿No te parece que Tacey y Lily tendrían que volver a casa? —dijo.

—Eso decídelo tú. —Mamá pasó otra vez, trineo en ristre; las caritas redondas de las niñas orladas de pieles relucían como bayas de acebo; volvieron a alejarse, y Alice con ellas. Dejemos que el mujerío delibere, pensó. Necesitaba dominar la simple operación de patinar hacia delante; ellas lo mareaban, con sus incesantes apariciones y desapariciones.— Ánimo —se dijo, y a no ser por Sophie, que, apareciendo a sus espaldas, lo sostuvo y lo empujó hacia delante, lo habría perdido—. ¿Cómo te sientes? —preguntó él, por mera rutina; parecía lo más natural que se saludaran cada vez que se cruzaban en las vueltas y revueltas.

—Infiel —respondió ella; la fría palabra formó en el aire una nubecita.

El tobillo izquierdo de Fumo se torció y la cuchilla de su patín derecho se lanzó por su cuenta. Giró varias veces sobre sí mismo y aterrizó con violencia en el hielo, sobre esa cola rudimentaria tan vulnerable en alguien con un trasero tan descarnado como el suyo. Sophie describía círculos alrededor de él, a riesgo de caerse también ella de la risa.

Sí, quédate aquí, sentado un rato hasta que se te congele la cola, pensó Fumo. Aprisionado por el hielo como los tallos de los arbustos hasta que llegue el deshielo.

La nieve caída la semana anterior no había penetrado en la tierra, era apenas la nieve de una noche. La lluvia reapareció, torrencial, a la mañana siguiente, y George, ojeroso y contrito —sin duda había cogido el virus de Sophie, pensaron todos—, se marchó chapoteando por los charcos. La lluvia continuó como una pena inconsolable, anegando el vasto parque donde las esfinges se deterioraban, melancólicas. Y de improviso la temperatura bajó, y el día de Nochebuena el mundo amaneció de un gris plomo y refulgente de hielo, todo del color plomizo del cielo, donde el sol trazaba apenas un borrón blanquecino por detrás de las nubes. En el parque, el hielo estaba lo bastante duro como para poder patinar; la casa parecía la estación de un ferrocarril en miniatura, a la vera de un lago simulado por el espejo de una polvera.

Sophie seguía dando vueltas alrededor de él. Fumo dijo:

—¿Infiel? ¿Qué quieres decir?

Ella lo miró con una sonrisa secreta y le ayudó a levantarse; luego dio media vuelta y con un movimiento secreto que él vio pero que jamás podría copiar, se alejó sin esfuerzo, como un suspiro.

Más le valdría averiguar cómo se las ingeniaban los demás para obviar esa ley inalterable según la cual si un patín se desliza hacia delante el otro tiene por fuerza que deslizarse hacia atrás. Al parecer, él podía balancearse eternamente hacia atrás y delante en el mismo sitio y ser el único de todos ellos que estaba de acuerdo con Newton. Hasta que se cayó. No existe el movimiento perpetuo. Y sin embargo, en ese mismo momento empezó, Comoquiera, a comprender y, con el culo entumecido, se deslizó zumbando en dirección a los escalones del porche, donde Nube, sentada ceremoniosamente sobre una alfombra de piel, custodiaba las botas y los termos.

—¿Y? —preguntó él—. ¿Qué hay de esa nieve prometida? —Y Nube le respondió desplegando su marca personal de sonrisa secreta. Fumo retorció el cuello del termo y lo decapitó. En los vasos concéntricos de la tapadera, sirvió un té con limón cargado con ron para él, y otro para Nube. Lo bebió, sintiendo cómo el vapor le derretía el frío de las heladas aletas de la nariz. Se sentía triste, desazonado, descontento. ¡Infiel! ¿Sería una broma, o algo por el estilo? La gema invalorable que Llana Alice le regalara años ha, en el momento culminante de su primer abrazo, se enturbiaba como lo hacen a veces las perlas y se deshacía en nada cuando intentaba colgarla del cuello de Sophie. Él nunca sabía lo que sentía Sophie, pero le costaba creer, aunque había descubierto que eso mismo le ocurría a Llana Alice, que tampoco Sophie lo sabía; que estaba tan despedazada, tan confundida y a la vez soñando a medias como lo estaba él. De modo que, viéndola ir y venir, siempre con algún propósito aparente, se limitaba a observarla, a preguntarse, a imaginar, a suponer.

Ahora ella venía a través del parque con las manos a la espalda; dio una vuelta cruzando los pies, y enfiló hacia el porche. Giró de golpe justo donde terminaba la charca helada y, al detenerse, grabó en relieve sobre el hielo una lluviecita de cristales. Se sentó al lado de Fumo y le sacó el vaso de la mano, la respiración acelerada por el ejercicio. Algo vio Fumo en su pelo, una flor diminuta, o una joya que imitaba una flor; la miró de cerca y vio que era un copo de nieve, tan intacto y perfecto que él hubiera podido contar sus brazos y enumerar sus partes. Cuando estaba diciendo: —Un copo de nieve—, otro cayó, y otro.

Cartas a Santa Claus

En las Navidades, cada familia tiene sus propios métodos para comunicar sus deseos a Santa. Muchos mandan cartas, expedidas con tiempo y dirigidas al Polo Norte. Estas jamás llegan, ya que los funcionarios de Correos tienen ideas personales y antojadizas acerca del curso que han de darles y que de todos modos excluyen la entrega.

Otro método, que los Bebeagua habían utilizado desde siempre, aunque nadie recordaba cómo habían dado con él, consistía en quemar sus misivas en el hogar del estudio, cuyos baldosines azules con paisajes de patinadores, molinos de viento y trofeos de caza parecían crear el ambiente apropiado, y cuya chimenea era la más alta de la casa. El humo (los niños siempre insistían en salir corriendo para ver) se dispersaba entonces hacia el Norte, o al menos en la atmósfera, para que Santa Claus lo descifrara. Un procedimiento complejo pero eficaz al parecer, y siempre lo ponían en práctica la Nochebuena, cuando los deseos eran más intensos.

El secreto absoluto era importante, al menos para las cartas de los mayores; los chicos nunca podían resistir la tentación de contarle a todo el mundo lo que querían, y de todos modos alguien tenía que escribir las de Tacey y Lily, y era menester recordarles los innumerables deseos que habían manifestado a medida que se acercaban las Navidades y que en el ínterin se habían achicado y escurrido por la tosca traína de la vehemencia infantil. ¿No quieres un hermanito para Teddy (un osito de felpa)? ¿Todavía quieres una escopeta como la del Abuelo? ¿Patines con cuchillas dobles?

Pero los mayores podían presumiblemente decidir esas cosas por sí mismos.

En el atardecer ilusionado, crepitante, de esa Nochebuena glacial, Llana Alice, con las rodillas levantadas en un sillón inmenso, y utilizando a guisa de escritorio un tablero de ajedrez, escribía: «Querido Santa: Tráeme, por favor, una nueva bolsa para agua caliente, de cualquier color menos de ese rosa que parece carne cocida, una sortija de jade como la que tiene mi tía abuela Nube para el dedo mayor de la mano derecha». Reflexionó. La nieve, apenas visible aún en el anochecer, seguía cayendo sobre el mundo gris. «Una bata acolchada», escribió, «una que llegue hasta los pies. Un par de babuchas peludas. Quisiera que este bebé fuera más fácil de tener que los otros dos. Las otras cosas no son tan importantes si pudieras conseguirme esto. Las cintas de caramelo son riquísimas y ya no se las consigue en ninguna parte. Agradecida por anticipado, Alice Barnable (la hermana mayor).» Desde niña siempre había añadido eso, para evitar confusiones. Titubeó un momento frente a la pequeña hoja azul de anotador casi llena con esos pocos deseos. «P.S.», escribió. «Si pudieras traerme a mi hermana y a mi marido de vuelta de dondequiera que hayan ido juntos, te quedaría más agradecida de lo que puedo expresar. ABB.»

La dobló distraídamente. En el extraño silencio de la nieve podía oír la máquina de escribir de su padre. Nube, mejilla en mano, escribía con el rabo de un lápiz sobre la mesa de juego, los ojos húmedos, tal vez con lágrimas, si bien sus ojos parecían empañarse a menudo en los últimos tiempos; cosas de la vejez, probablemente. Alice apoyó la cabeza en el mullido pecho del sillón y miró hacia arriba.

Arriba, en el estudio imaginario, saturado de té al ron, Fumo se disponía a comenzar su carta. Echó a perder una hoja porque la destartalada mesa escritorio cojeaba de una pata bajo su pluma cuidadosa; acuñó la pata con una caja de cerillas y empezó de nuevo.

«Mi querido Santa: En primer lugar, no es más que lo justo que me explique a propósito de mi deseo del año pasado. No me disculparé diciendo que estaba un poco borracho, aunque lo estaba, y lo estoy (se está convirtiendo en una costumbre navideña, como que todo lo relativo a la Navidad tiende a convertirse en hábito, pero tú estás al tanto de todo eso). Sea como fuere, si te escandalicé o si puse en un brete tus poderes con semejante pedido, lo lamento de veras; sólo pretendía pasarme de fresco y desahogarme un poco. Sé (mejor dicho, supongo) que no está en tu poder eso de regalar una persona a otra; pero lo cierto es que mi deseo me fue concedido. Quizá sólo porque era la cosa que más deseaba en ese entonces, y cuando uno desea tanto una cosa es probable que la consiga. Así que no sé si agradecerte o no; no sé si eres tú el responsable, ni sé si yo estoy agradecido.»

Mascó un momento la punta del lapicero pensando en la mañana de la última Navidad, cuando había entrado en la alcoba de Sophie para despertarla, tan temprano (Tacey no quería
esperar
) que aún reinaba en las ventanas la noche blanca. Se preguntó si debería contar la historia. Nunca se lo había dicho a nadie, y la condición absolutamente secreta de esa carta destinada a ser pasto de las llamas lo tentaba a la confidencia. Pero no.

Era cierto lo que había dicho el doctor, que las Navidades se suceden unas a otras más que a los días que las preceden. Eso lo había comprobado Fumo en los últimos días. No por el ritual repetido, el árbol transportado en trineo hasta la casa, los viejos ornamentos sacados con amor de los arcones, las ramas de muérdago colgadas de los dinteles. Sólo desde la última Navidad esas cosas habían empezado a estar imbuidas para él de una intensa emoción; una emoción que no tenía nada que ver con la Pascua Navideña, un día que para él, de niño, no había tenido ni de lejos la fascinación del Halloween, esa fiesta de Brujas, cuando salía disfrazado y reconocible (pirata, payaso) a la noche flameante y humeante. Sin embargo, sabía que era una emoción que lo cubriría ahora, como de nieve, cada vez que se aproximase esa época del año. Ella era la causa, no aquel a quien escribía.

«De todos modos», comenzó otra vez, «mis deseos este año son un tanto nebulosos. Me gustaría uno de esos instrumentos que se usan para afilar las cuchillas de una cortadora de césped anticuada; querría el tomo de Gibbon que falta (el segundo) y que al parecer alguien sacó para utilizarlo como retén de una puerta y se ha extraviado.» Pensó en indicar el editor y la fecha, pero de pronto lo embargó un profundo sentimiento de futilidad y silencio. «Santa», escribió, «me gustaría ser una sola persona, no una multitud, la mitad de la cual procura siempre volver la espalda y huir cuando alguien» —se refería a Sophie, Alice, Nube, el doctor, Mamá, Alice sobre todo— «me mira. Quiero ser valiente y sincero y capaz de soportar mi parte de la carga. No quiero permanecer ajeno mientras una pandilla de fantasmas taimados viven mi vida por mí.» Se detuvo, viendo que empezaba a volverse ininteligible. Titubeó ante la frase cortés de despedida; pensó en poner «Tuyo como siempre», pero se le antojó que podía parecer irónica o mordaz, y escribió tan sólo «Tuyo, etc.», como siempre lo hacía su padre, y que luego le pareció ambigua y fría; qué demonios al fin y al cabo; y firmó: Evan F. Barnable. Abajo en el estudio estaban todos reunidos, con el candeal de leche y huevos, y cada cual con su carta. El doctor tenía en la mano la suya, doblada como una carta de verdad, el reverso furiosamente picoteado por los signos de puntuación; la de Mamá era un trocito de una bolsa de papel marrón, como las listas de la compra. El fuego las acogió a todas, sólo rechazó al principio la de Lily, quien, lanzando un grito, trató de echarla en la boca misma de las llamas (nadie puede en realidad tirar un trozo de papel, cosa que ella aprendería cuando creciera en gracia y sabiduría) y Tacey insistió en que salieran a ver. Fumo la tomó de la mano, encaramó a Lily sobre sus hombros y salieron los tres a la nevada, que con las luces de la casa encendidas cobraba un aire espectral, a ver cómo el humo se dispersaba y derretía los copos a medida que caían.

Cuando recibió estos mensajes, Santa se levantó de las orejas las patillas de los anteojos y se apretó entre el pulgar y el índice el dolorido puente de la nariz. ¿Qué esperaban que hiciera él con todo eso? Una escopeta, un osito, raquetas para andar por la nieve, algunas cosas bonitas, algunas útiles, de acuerdo. Pero el resto... Francamente, él ya no entendía qué pensaba la gente. Pero se estaba haciendo tarde; si mañana ellos, u otros, se sintieran decepcionados por él, bueno, tampoco sería la primera vez. Cogió de la percha su gorro de pieles y se calzó los guantes. Inexplicablemente cansado ya, pese a que la jornada no había ni siquiera comenzado, salió a la inconmensurable estepa ártica multicolor bajo un decillón de estrellas cuyo brillo cercano parecía tintinear, como tintinearon los arneses de sus renos cuando alzaron las testas hirsutas al oírlo llegar, y como tintinearon también las nieves eternas bajo las pisadas de sus botas.

Sitio para uno más

Poco después de aquellas Navidades, Sophie empezó a tener la sensación de que el cuerpo se le desempaquetaba y se le volvía a empaquetar pero de otra manera, una sucesión de sensaciones vertiginosas al principio, cuando aún no sospechaba la causa, e interesantes luego, incluso sobrecogedoras cuando la sospechó, y por último (más tarde, cuando el proceso se completó y el nuevo inquilino se hubo instalado y acomodado) placenteras: intensamente placenteras, a veces, como una nueva especie de dulce sueño; y sin embargo un poco embarazosas a la vez. ¡Embarazosas! La palabra justa.

No fue mucho lo que el doctor pudo decir cuando al fin se enteró del estado de Sophie, dado que él era alguien igual a la criatura que ella llevaba en su seno. Por el mero hecho de ser padre, tuvo que cumplir los rituales de solemnidad que en ningún momento significaron una censura, y jamás se planteó para nada la cuestión de Qué se Hace con la Criatura, se estremecía de sólo pensar qué habría sucedido si alguien hubiese pensado cosas semejantes cuando él estaba germinando en el vientre de Amy Praderas.

—Vaya, por Dios, siempre hay sitio para uno más —dijo Mamá, secándose una lágrima—. No es la primera vez que esto pasa en el mundo. —Como todos ellos, se preguntaba quién sería el padre, pero Sophie no lo decía, o más bien, con un hilo de voz y los ojos bajos, decía que no lo diría. Y así quedó zanjada la cuestión.

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