—Una especie de prueba.
—Puede ser. No sé —la sugerencia pareció sorprenderla. Del bolsillo del pecho, en el que llevaba pinchado un pañuelo limpísimo e inútil, sacó un cigarrillo pardo y lo encendió con una cerilla de cocina que frotó en la suela de su zapato. Llevaba un vestido de una tela ligera, estampada con un motivo apropiado para señoras de edad, si bien Fumo no recordaba haber visto nunca uno de un verdeazul tan intenso ni con hojas, florecillas y lianas tan intrincadamente entrelazadas, como arrancadas al día mismo—. Yo diría sin embargo que profilácticas, en general.
—¿Hum?
—Por tu propia seguridad.
—Ah, ya veo —durante un rato guardaron silencio, un silencio tranquilo y sonriente el de la tía abuela Nube, el de Fumo, expectante; sentía el calor que le subía por el cuello abierto de la camisa; se dio cuenta de que era domingo. Se aclaró la voz—. ¿El doctor y la señora Bebeagua están en la iglesia?
—Bueno, en cierto sentido —era curiosa esa forma de contestar a todo cuanto él decía, como si fuera una idea que nunca se le hubiese ocurrido antes—. ¿Eres religioso?
Él había estado esperando con temor esa pregunta.
—Bueno... —empezó.
—Las mujeres suelen ser más propensas a serlo, ¿no te parece?
—Supongo que sí. En el medio en que me crié, a nadie le preocupaba demasiado.
—Mi madre y yo sentíamos la religión con mucha más fuerza que mi padre, o que mis hermanos. Aunque tal vez ellos hayan sufrido por eso mismo más que nosotras.
Fumo no encontró nada que responder, ni supo si el hecho de que ella lo observase ahora con una atención tan reconcentrada significaba que esperaba de él una respuesta, que no la esperaba, o que era pura y simplemente muy corta de vista.
—También mi sobrino, el doctor Bebeagua...; bueno, desde luego, están los animales, ellos sí le interesan. Es lo que realmente le interesa. Todo lo demás, lo pasa por alto.
—¿Un panteísta, o algo así?
—Oh, no. No es tan tonto. Es como si... —movió el cigarrillo en el aire— como si las cosas no existieran para él. Oh, ¡quién está aquí!
Una mujer con una ancha pamela acababa de entrar por el portalón montada en una bicicleta. Vestía una blusa, estampada como la de Nube, pero de un dibujo más visible, y un par de holgados pantalones téjanos. Desmontó sin mucha destreza y de la cesta de la bicicleta sacó un cubo de madera; cuando se inclinó la pamela hacia atrás, Fumo reconoció a la señora Bebeagua. Ésta se acercó y se sentó pesadamente en la escalera.
—Nube —dijo—, es la última vez que te pido consejo cuando voy a buscar bayas.
—El señor y yo —dijo Nube animadamente— estábamos hablando de religión.
—Nube —dijo la señora Bebeagua en tono sombrío, mientras se rascaba el tobillo por encima de una alpargata deshilachada a la altura del dedo gordo—. Nube, me perdí.
—Tu cubo está repleto.
—Me perdí. El cubo, caramba, lo llené en los primeros diez minutos, apenas llegué.
—Y bueno. Qué más quieres.
—Tú no dijiste que yo me iba a perder.
—Yo no lo pregunté.
Hubo una pausa. Nube fumaba. La señora Bebeagua se rascaba el tobillo con aire abstraído. Fumo (a quien no le importó que la señora Bebeagua no lo hubiese saludado; a decir verdad, ni lo había notado: una consecuencia de haber crecido anónimo) tuvo tiempo de preguntarse por qué Nube no había dicho
tú no lo preguntaste
.
—En materia de religión —dijo la señora Bebeagua—, preguntad a Auberon.
—Ah. Ahí lo tienes. No un hombre religioso —a Fumo—: Mi hermano mayor.
—No piensa en otra cosa —dijo la señora Bebeagua.
—Sí —dijo Nube, pensativa—, sí. Y bueno, ahí lo tienes.
—¿Eres religioso? —le preguntó a Fumo la señora Bebeagua.
—No, no es —dijo Nube—. Por supuesto, estaba August.
—No tuve una infancia religiosa —dijo Fumo; sonrió—. Supongo que era algo así como un politeísta.
—¿Un qué? —dijo la señora Bebeagua.
—El Panteón. He tenido una educación clásica.
—Por algo hay que comenzar —repuso ella, mientras sacaba hojitas y bichitos de su cubo de bayas—. Éstas han de ser casi las últimas de las malditas. Mañana, gracias al cielo, es el día del solsticio.
—Mi hermano August —dijo Nube—. El abuelo de Alice, tal vez él era religioso. Se marchó. A tierras desconocidas.
—¿Un misionero? —preguntó Fumo.
—Oh, sí —dijo Nube; una vez más, parecía sorprendida por la idea—. Sí, puede que sí.
—Ellas ya han de estar vestidas —dijo la señora Bebeagua—. Podríamos entrar.
La puerta-mosquitera era antigua y amplia, el maderaje perforado y un poco desvencijado para los efectos del verano, y la alambrera, panzona en los bajos a consecuencia de los años y años de atolondradas salidas infantiles; los goznes oxidados gimieron cuando Fumo tiró de la manilla de porcelana. Cruzó el umbral.
En el vestíbulo, alto y bruñido, el aire olía a noche fresca encerrada y a los fuegos del pasado invierno, a saquitos de lavanda en armarios con manillas de bronce repletos de ropa blanca... ¿A qué más? Los de la cera, el sol, las especias mezcladas entraron con la luminosidad del día de junio cuando la puerta-mosquitera gimió y se cerró tras de él con un golpe seco. La escalera, frente a él, subía por etapas, en semicírculo, hasta el piso siguiente. En el primer rellano, a la luz de una ventana de arco, vestida ahora con unos téjanos hechos íntegramente de remiendos, estaba su prometida. Un poco más atrás se hallaba Sophie, ahora un año mayor, pero aún no tan alta, con delgado vestido blanco y un montón de anillos.
—Hola —dijo Llana Alice.
—Hola —dijo Fumo.
—Acompañadlo arriba —dijo la señora Bebeagua—. Lo he puesto en la alcoba imaginaria. Y estoy segura de que querrá lavarse. —Le palmeó el hombro, y Fumo puso el pie en el primer peldaño. En los años por venir se preguntarla, algunas veces despreocupadamente, otras con verdadera angustia, si, después de haber entrado allí esa primera vez, había en verdad vuelto a salir; pero en aquel momento subió, simplemente hasta donde ella estaba, delirante de felicidad por el mero hecho de haber llegado al fin, al cabo de una larga y extraña travesía, y de que ella le diese la bienvenida con los ojos castaños cargados de promesas (y acaso fuera ésa la única finalidad del viaje, su felicidad de ese momento, y de ser así, una felicidad maravillosa y perfecta para él), y que, cogiendo su mochila y tomándolo de la mano, lo condujera a las regiones altas y frescas de la casa.
—No me vendría mal un baño —dijo, un poco sin aliento.
Ella inclinó la gran cabeza junto a su oído y dijo:
—Yo misma te lavaré a lametazos, como una gata. —Detrás de ellos Sophie se tronchaba de la risa.
—El corredor —dijo Alice, deslizando la mano a lo largo del friso obscuro. Palmeaba, al pasar, los pomos de cristal de las puertas—: El cuarto de Papá y Mamá. El estudio de Papá... shh. Mi cuarto... ¿ves? —Fumo se asomó a espiar y vio, más que cualquier otra cosa, su imagen reflejada en el alto espejo.— El estudio imaginario. Por esta escalera se sube a la vieja orrería. Giras primero a la izquierda, y después a la izquierda. —El corredor parecía concéntrico y Fumo se preguntó cómo se las ingeniaban todas aquellas habitaciones para desembocar en él.
—Aquí —dijo ella.
La habitación era de una forma indiscernible; el cielo raso se inclinaba bruscamente hacia uno de los ángulos, lo que hacía que de uno de los lados fuese más bajo que del otro; también las ventanas eran más pequeñas de ese lado; la habitación parecía más espaciosa de lo que era, o más pequeña de lo que parecía, no pudo decidir cuál de las dos. Alice arrojó la mochila encima de la cama, angosta y cubierta, por ser verano, de plumeti suizo.
—El cuarto de baño está abajo, en el corredor —dijo Alice—. Sophie, ve y abre el grifo.
—¿Hay una ducha? —preguntó él, imaginando el duro chorro de agua fresca.
—Qué va —dijo Sophie—, íbamos a modernizar la fontanería, pero ya no sabemos dónde está...
—Sophie.
Sophie salió y cerró la puerta.
Primero que nada, ella quiso probar el sudor que le brillaba en el cuello y en la frágil clavícula; luego, él decidió desatarle los faldones de la camisa que se había anudado debajo de los pechos; después, pero ya impacientes, se olvidaron de hacer turnos y combatieron en silencio, ávidamente el uno sobre el otro, como piratas repartiéndose un tesoro largamente codiciado, largamente imaginado, largamente esperado.
A mediodía, juntos y a solas, comían emparedados de manteca de cacahuete y manzana en el jardín del frente trasero de la casa.
—¿El frente trasero?
Los árboles se asomaban, opulentos, por encima de la tapia gris, como tranquilos espectadores apoyados sobre los codos. La mesa de piedra, en un rincón, a la sombra magnánima de un haya, conservaba las manchas espiraladas de las orugas aplastadas en otros veranos; los vistosos platos de papel reposaban, tenues y efímeros, sobre el espesor de la piedra. Fumo hacía esfuerzos por limpiarse el paladar; no solía comer manteca de cacahuete.
—Esto era el frente, antes —dijo Alice—. Después, hicieron el jardín y levantaron la tapia, y entonces el fondo pasó a ser el frente. De todos modos, era un frente, y ahora es el frente trasero. —Se sentó en el banco a horcajadas y levantó del suelo una ramita mientras con el meñique apartaba un cabello brillante que se le había deslizado entre los labios. Con trazos rápidos bosquejó en la tierra una estrella de cinco puntas. Fumo observaba el dibujo y la tirantez de los téjanos de Alice.— En realidad no es esto —añadió Alice mirando su estrella a vista de pájaro—, pero bueno, es algo así. Fíjate, es una casa de puras fachadas. La construyeron a modo de muestrario. Mi bisabuelo. Te escribí sobre él. Él la construyó, para que la gente viniera a verla y a mirarla desde cualquier ángulo, y elegir el estilo de casa que quería; por eso es tan loca por dentro. Es tantas casas a la vez, metidas una dentro de otra, o entrecruzadas, con todos los frontispicios bien a la vista.
—¿Qué? —Él la había estado observando mientras ella hablaba, no escuchando lo que decía; Alice lo vio en su rostro y se echó a reír.
—Mira, ¿ves? —Miró lo que ella le mostraba, el largo frente trasero. Era un frontispicio clásico, severo, suavizado por la hiedra que manchaba como con lágrimas obscuras la piedra gris; con altas ventanas abovedadas; Fumo reconoció los detalles simétricos como pertenecientes a los órdenes clásicos: biseles, columnas, plintos. Alguien estaba asomado a una de las ventanas altas con aire melancólico.— Ahora, ven conmigo. —Dio un gran mordisco (grandes dientes) y lo llevó de la mano a lo largo de ese frente que parecía abrirse como un escenario a medida que lo recorrían; donde parecía liso, cobraba relieve; donde parecía descollar, se replegaba; los pilares se transformaban en pilastras, y desaparecían. Como en una de esas figuras troqueladas de los cuentos para niños, que cuando se las giran cambian de gesto, del malhumor a la sonrisa, el frente de la casa se alteraba, y cuando llegaron a la pared opuesta, y se volvieron a mirar, era un alegre falso Tudor, con aleros profundos y ondulados y chimeneas arracimadas como cómicos sombreros de copa. Una de las amplias ventanas del batiente se abrió en el segundo piso (y uno o dos cristalitos de colores centellearon en los vitrales), y Sophie se asomó, haciendo señas con las manos.
—Fumo —dijo—, cuando hayas acabado de merendar tienes que subir a la biblioteca a hablar con Papá. —Y allí se quedó, asomada, los brazos cruzados sobre el alféizar, mirándolo y sonriendo, como feliz por haberle dado esa noticia.
—Oh, ya, ya —le respondió Fumo con displicencia. Regresó a la mesa de piedra, en tanto la casa se traducía otra vez al latín. Llana Alice se estaba comiendo el emparedado de Fumo—. ¿Qué le voy a decir? —Con la boca llena, Alice se encogió de hombros.— ¿Y si me pregunta: veamos, joven, qué perspectiva tiene usted? —Ella se rió, tapándose la boca, como se había reído aquella vez en la biblioteca de George Ratón.— Bueno, no puedo decirle pura y simplemente que leo la guía telefónica. —La inmensidad de la aventura en que estaba a punto de embarcarse, y la obvia responsabilidad del doctor Bebeagua de hacérsela notar se posaron sobre sus hombros como pájaros. De pronto, se sintió inseguro, tuvo dudas. Miró a su gigantesa adorada. Porque ¿qué perspectivas tenía él, a fin de cuentas? ¿Podía acaso explicarle al doctor que su hija, como quien dice de un plumazo, de una simple mirada, le había curado su anonimato, y que a él con eso le bastaba? ¿Que una vez celebrada la boda (y aceptado cualquier compromiso religioso que ellos quisieran hacerle asumir) pretendía, simplemente, vivir feliz el resto de su vida, como toda la demás gente?
Ella había sacado un pequeño cortaplumas y estaba mondando, en una larga cinta segmentada, una manzana verde. Ella tenía esas habilidades. Y él ¿qué méritos tenía él para ofrecerle?
—¿Te gustan los niños? —preguntó ella, sin apartar los ojos de su manzana.
La biblioteca estaba casi a oscuras, de acuerdo con la vieja filosofía de mantener la casa cerrada en los días bochornosos del verano para que se conserve fresca. Estaba fresca. Pero el doctor Bebeagua no estaba allí. A través de las encortinadas ventanas ojivales vio a Llana Alice y a Sophie, que conversaban en el jardín junto a la mesa de piedra, y se sintió como un niño, castigado o enfermo, sin permiso para salir a jugar. Bostezó, nervioso, y recorrió con la vista los títulos más cercanos. Se hubiera dicho que nadie en mucho tiempo había sacado un libro de aquellos abarrotados anaqueles. Había series de sermones, volúmenes de George MacDonald, Andrew Jackson Davis, Swedenborg. Un par de metros estaban ocupados por los cuentos para niños del doctor, bonitos, en rústica, con títulos recurrentes. Algunos clásicos magníficamente encuadernados se apoyaban contra un busto anónimo coronado de laureles. Bajó el Suetonio, y junto con él descendió un opúsculo que al parecer alguien había colocado entre los volúmenes a modo de cuña. Era un ejemplar viejísimo, descolorido, con las puntas de las hojas gastadas y dobladas como orejas, e ilustraciones nacaradas en fotograbado. Se titulaba:
Las casas quintas y sus historias
. Empezó a volver las hojas con cuidado para que no se desmenuzara la cola vieja y reseca que las mantenía unidas, viendo al pasar umbríos jardines de flores negras, un castillo sin techo edificado en una isla en medio de un río por un magnate de la industria textil, una casa construida con barriles de cerveza.