Agustín y Primitivo llegaron con las ramas, y Robert Jordan confeccionó un buen refugio para la ametralladora; un refugio que la haría invisible desde el aire y parecería natural visto desde el bosque. Les indicó dónde deberían colocar a un hombre, en lo alto de la muralla rocosa, a la derecha, para que pudiese vigilar toda la región desde ese lado, y un segundo hombre desde un segundo lugar, para vigilar el único acceso que tenía la montaña rocosa por la izquierda.
—No disparéis desde arriba si aparece alguien —ordenó Robert Jordan—. Dejad caer una piedra, en señal de alarma, y haced una señal con el fusil de esta forma —y levantó el rifle, sosteniéndolo sobre su cabeza, como para resguardarla—. Para señalar el número de hombres, así —y movió el rifle de arriba abajo varias veces—. Si vienen a pie hay que apuntar con el cañón del fusil hacia el suelo. Así no hay que disparar un solo tiro hasta que empiece a hablar la máquina. Al disparar desde esa altura hay que apuntar a las rodillas. Si me oís silbar dos veces, venid para acá, cuidando de manteneros bien ocultos. Venid a estas rocas, en donde está la máquina.
Primitivo levantó el rifle.
—Lo he entendido —dijo—. Es muy sencillo.
—Arroja primero una piedra, para prevenirnos, e indica la dirección y el número de los que se acerquen. Cuida de no ser visto.
—Sí —contestó Primitivo—. ¿Puedo arrojar una granada?
—No, hasta que no haya empezado a hablar la máquina. Es posible que los de la caballería vengan buscando a su camarada sin atreverse a acercarse. Puede también que vayan siguiendo las huellas de Pablo. No queremos combatir si es posible evitarlo. Y tenemos que evitarlo por encima de todo. Ahora, vete allá arriba.
—Me voy —dijo Primitivo. Y comenzó a ascender por la muralla rocosa, con su carabina al hombro.
—Tú, Agustín —exclamó Robert Jordan—, ¿qué sabes acerca de la máquina?
Agustín, agazapado junto a él, alto, moreno, con su mandíbula enérgica, sus ojos hundidos, su boca delgada y sus grandes manos señaladas por el trabajo, respondió:
—Pues cargarla. Apuntarla. Dispararla. Nada más.
—No debes disparar hasta que estén a cincuenta metros, y cuando tengas la seguridad de que se disponen a subir el sendero que conduce a la cueva —dijo Robert Jordan.
—De acuerdo. ¿Qué distancia es ésa?
—Como de aquí a esa roca. Si hay un oficial entre ellos;; dispárale primero. Después, mueve la máquina para apuntar a los demás. Muévela suavemente. No hace falta mucho movimiento. Le enseñaré a Fernando a mantenerla quieta. Tienes que sujetar bien el cañón, de modo que no rebote, y apuntar cuidadosamente. No dispares más de seis tiros de una vez, si puedes evitarlo. Porque al disparar, el cañón salta hacia arriba. Apunta cada vez a un hombre y en seguida apunta a otro. Para un hombre a caballo, apunta al vientre.
—Sí.
—Alguien debiera sostener el trípode, para que la máquina no salte. Así. Y debiera cargarla.
—¿Y tú dónde estarás?
—Aquí a la izquierda, un poco más arriba, desde donde pueda ver lo que pasa y cubrir tu izquierda con esta pequeña máquina. Si vienen, es posible que tengamos una matanza. Pero no tienes que disparar hasta que no estén muy cerca.
—Creo que podríamos darles para el pelo. ¡Menuda matanza!
—Aunque espero que no vengan.
—Si no fuera por tu puente, podríamos hacer aquí una buena y después huir.
—No nos valdría de nada. El puente forma parte de un plan para ganar la guerra. Lo otro no sería más que un sencillo incidente. Nada.
—¡Qué va a ser un incidente! Cada fascista que muere es un fascista menos.
—Sí, pero con esto del puente, puede que tomemos Segovia, la capital de la provincia. Piensa en ello. Sería la primera vez que tomásemos una ciudad.
—¿Lo crees en serio? ¿Crees que podríamos tomar Segovia?
—Sí; haciendo volar el puente como es debido, es posible.
—Me gustaría que hiciéramos la matanza aquí y también lo del puente.
—Tienes tú mucho apetito —dijo Robert Jordan.
Durante todo ese tiempo estuvo observando a los cuervos. Se dio cuenta de que uno de ellos estaba vigilando algo.
El pajarraco graznó y se fue volando.
Pero el otro permaneció tranquilamente en el árbol.
Robert Jordan miró hacia arriba, hacia el puesto de Primitivo, en lo alto de las rocas. Le vio vigilando todo el terreno alrededor, aunque sin hacer ninguna señal. Jordan se echó hacia delante y corrió el cerrojo del fusil automático, se aseguró de que el cargador estaba bien en su sitio y volvió a cerrarlo. El cuervo seguía en el árbol. Su compañero describió un vasto círculo sobre la nieve y vino a posarse en el mismo árbol. Al calor del sol, y con el viento tibio que soplaba, la nieve depositada en las ramas de los pinos iba cayendo suavemente al suelo.
—Te tengo reservada una matanza para mañana por la mañana —anunció Robert Jordan—. Será necesario exterminar el puesto del aserradero.
—Estoy dispuesto —dijo Agustín—; estoy listo.
—Y también la casilla del peón caminero, más abajo del puente.
—Estoy dispuesto —repitió Agustín— para una cosa o para la otra. O para las dos.
—Para las dos, no; tendrán que hacerse al mismo tiempo —replicó Jordan.
—Entonces para una o para la otra —dijo Agustín—. Llevo mucho tiempo deseando que tengamos ocasión de entrar en esta guerra. Pablo nos ha estado pudriendo aquí sin hacer nada.
Anselmo llegó con el hacha.
—¿Quiere usted más ramas? —preguntó—. A mí me parece que está bien oculto.
—No quiero ramas —replicó Jordan—; quiero dos arbolitos pequeños que podamos poner aquí y hacer que parezcan naturales. No hay aquí árboles bastantes como para que esto pase inadvertido.
—Los traeré entonces.
—Córtalos bien hasta abajo, para que no se vean los tacones.
Robert Jordan oyó el ruido de hachazos en el monte, a sus espaldas. Miró hacia arriba y vio a Primitivo entre las rocas, y luego volvió a mirar hacia abajo, entre los pinos, más allá del claro. Uno de los cuervos seguía en su sitio. Luego oyó el zumbido sordo de un avión a gran altura. Miró a lo alto y lo vio, pequeño y plateado, a la luz del sol. Apenas parecía moverse en el cielo.
—No nos pueden ver desde allí —dijo a Agustín—; pero es mejor estar escondidos. Ya es el segundo avión de observación que pasa hoy.
—¿Y los de ayer? —preguntó Agustín.
—Ahora me parecen una pesadilla —dijo Robert Jordan.
—Deben de estar en Segovia. Las pesadillas aguardan allí para hacerse realidad.
El avión se había perdido de vista por encima de las montañas, pero el zumbido de sus motores aún persistía.
Mientras Robert Jordan miraba a lo alto, vio al cuervo volar. Volaba derecho, hasta que se perdió entre los árboles, sin soltar un graznido.
—A
GÁCHATE
—susurró Robert Jordan a Agustín.
Y volviéndose, le hizo señas con la mano para indicarle «abajo, abajo» a Anselmo, que se acercaba por el claro con un pino sobre sus espaldas que parecía un árbol de Navidad. Vio cómo el viejo dejaba el árbol tras una roca y desaparecía. Luego se puso a observar el espacio abierto en la dirección del bosque. No veía nada; no oía nada, pero sentía latir su corazón. Luego oyó el choque de una piedra que caía rodando y golpeaba en otras piedras, haciendo saltar ligeros pedazos de roca. Volvió la cabeza hacia la derecha y, levantando los ojos, vio el fusil de Primitivo elevarse y descender horizontalmente cuatro veces. Después no vio más que el blanco espacio frente a él, con la huella circular dejada por el caballo gris y, más abajo, la línea del bosque.
—Caballería —susurró Agustín, que le miró. Y sus mejillas, oscuras y sombrías, se distendieron en una sonrisa.
Robert Jordan advirtió que estaba sudando. Alargó la mano y se la puso en el hombro. En aquel momento vieron a cuatro jinetes salir del bosque y Robert Jordan sintió los músculos de la espalda de Agustín, que se crispaban bajo su mano.
Un jinete iba delante y tres cabalgaban detrás. El que los guiaba seguía las huellas del caballo gris. Cabalgaba con los ojos fijos en el suelo. Los otros tres, dispuestos en abanico, iban escudriñándolo todo cuidadosamente en el bosque. Todos estaban alerta. Robert Jordan sintió latir su corazón contra el suelo cubierto de nieve, en el que estaba extendido, con los codos separados, observando por la mira del fusil automático.
El hombre que marchaba delante siguió las huellas hasta el lugar en que Pablo había girado en círculo y luego se detuvo. Los otros tres le alcanzaron y al llegar a su altura se detuvieron también.
Robert Jordan los veía claramente por encima del cañón de azulado acero de la ametralladora. Distinguía los rostros de los hombres, los sables colgantes, los ijares de los caballos brillantes de sudor, el cono de sus capotes y las boinas navarras echadas a un lado. El jefe dirigió su caballo hacia la brecha entre las rocas, en donde estaba colocada el arma automática, y Robert Jordan vio su rostro juvenil, curtido por el viento y el sol, sus ojos muy juntos, su nariz aquilina, y el mentón saliente en forma de cuña.
Desde su silla, por encima de la cabeza del caballo, levantada en alto, frente por frente a Robert Jordan, con la culata del ligero fusil automático asomando fuera de la funda, que colgaba a la derecha de la montura, el jefe señaló hacia la abertura en la que estaba colocado el fusil. Robert Jordan hundió sus codos en la tierra y observó, a lo largo del cañón, a los cuatro jinetes detenidos frente a él sobre la nieve. Tres de ellos habían sacado sus armas. Dos las llevaban terciadas sobre la montura. El otro la llevaba colgando a su derecha, con la culata rozándole la cadera.
«Es raro verlos tan de cerca —pensó—. Mucho más raro es aún verlos a lo largo del cañón de un fusil como éste. Generalmente los vemos con la mira levantada y nos parecen hombres en miniatura, y es condenadamente difícil disparar sobre ellos. O bien se acercan corriendo, echándose a tierra, se vuelven a levantar y hay que barrer una ladera con las balas u obstruir una calle o castigar constantemente las ventanas de un edificio. A veces se los ve de lejos, marchando por una carretera. Únicamente asaltando un tren has podido verlos así, como están ahora. A esta distancia, a través de la mira, parece que tienen dos veces su estatura. Tú, —pensó, mirando por la mira y siguiendo una línea que llegaba hasta el pecho del jefe de la partida, un poco a la derecha de la enseña roja que relucía al sol de la mañana contra el fondo oscuro del capote—. Tú —siguió pensando en español, en tanto extendía los dedos, apoyándolos sobre las patas de la ametralladora, para evitar que una presión a destiempo sobre el gatillo pusiera en movimiento con una corta sacudida la cinta de los proyectiles—. Tú, tú estás muerto en plena juventud. Y tú, y tú, y tú. Pero que no suceda. Que no suceda.»
Sintió cómo Agustín, a su lado, comenzaba a toser, se contenía y tragaba con dificultad. Volvió la mirada hacia el cañón engrasado del fusil y por entre las ramas, con los dedos aún sobre las patas del trípode, vio que el jefe de la partida, haciendo girar a su caballo, señalaba las huellas producidas por Pablo. Los cuatro caballos partieron al trote y se internaron en el bosque, y Agustín exclamó: «¡Cabrones!»
Robert Jordan miró alrededor, hacia las rocas, en donde Anselmo había depositado el árbol.
El gitano se adelantaba hacia ellos llevando un par de alforjas, con el fusil terciado sobre la espalda. Robert Jordan le hizo señas para que se agachara y el gitano desapareció.
—Hubiéramos podido matar a los cuatro —dijo Agustín, en voz baja. Estaba sudando todavía.
—Sí —susurró Robert Jordan—; pero ¿quién sabe lo que hubiera sucedido después?
Entonces oyó el ruido de otra piedra rodando y miró atentamente alrededor. El gitano y Anselmo estaban bien escondidos. Bajó los ojos, echó una mirada al reloj, levantó la cabeza y vio a Primitivo elevar y bajar el fusil varias veces en una serie de pequeñas sacudidas. «Pablo cuenta con cuarenta y cinco minutos de ventaja», pensó Jordan. Luego oyó el ruido de un destacamento de caballería que se acercaba.
—No te apures —susurró a Agustín—; pasarán, como los otros, de largo.
Aparecieron en la linde del bosque, de dos en fondo, veinte jinetes uniformados y armados como los que los habían precedido, con los sables colgando de las monturas y las carabinas en su funda y penetraron por entre los árboles en la misma forma que lo habían hecho los otros.
—¿Tú ves? —preguntó Robert Jordan a Agustín.
—Eran muchos —dijo Agustín.
—Hubiéramos tenido que habérnoslas con ellos de haber matado a los otros —dijo Robert Jordan. Su corazón había recuperado un ritmo tranquilo; tenía la camisa mojada de la nieve que se derretía. Tenía una sensación de vacío en el pecho.
El sol brillaba sobre la nieve, que se derretía rápidamente. La veía deshacerse alrededor del tronco de los árboles y delante del cañón de la ametralladora; a ojos vistas, la superficie nevada se desleía como un encaje al calor del sol, la tierra aparecía húmeda y despedía una tibieza suave bajo la nieve que la cubría.
Robert Jordan levantó los ojos hacia el puesto de Primitivo y vio que éste le indicaba: «Nada», cruzando las manos con las palmas hacia abajo.
La cabeza de Anselmo apareció por encima de un peñasco y Robert Jordan le hizo señas para que se acercase. El viejo se deslizó de roca en roca, arrastrándose, hasta llegar junto al fusil, a cuyo lado se tendió de bruces.
—Muchos —dijo—. Muchos.
—No me hacen falta los árboles —dijo Robert Jordan—. No vale la pena hacer mejoras forestales.
Anselmo y Agustín sonrieron.
—Todo esto ha soportado muy bien la prueba, y sería peligroso plantar árboles ahora, porque esas gentes van a volver y acaso no sean estúpidas del todo.
Sentía necesidad de hablar, señal en él de que acababa de pasar por un gran peligro. Podía medir siempre la gravedad de un asunto por la necesidad de hablar que sentía luego.
—Es un buen escondrijo, ¿eh?
—Sí —dijo Agustín—; muy bueno. Y que todos los fascistas se vayan a la mierda. Hubiéramos podido matar a cuatro. ¿Has visto? —preguntó a Anselmo.
—Lo he visto.
—Tú —dijo Robert Jordan, dirigiéndose a Anselmo, y tuteándole de repente—. Tienes que ir al puesto de ayer o a otro lugar que elijas, para vigilar el camino como ayer y el movimiento de tropas. Nos hemos retrasado. Quédate allí hasta que oscurezca. Luego vuelve y enviaremos a otro.