Había otros dos caballos muertos en la pendiente y tres en la cima. No había podido robar más que tres caballos la noche anterior, y uno de ellos se escapó al intentar montarlo a pelo dentro del corral, cuando los primeros disparos comenzaron a oírse.
De los cinco hombres que llegaron a la cima, tres se hallaban heridos. El Sordo estaba herido en la pantorrilla y en dos lugares distintos del brazo izquierdo. Tenía mucha sed. Sus heridas le endurecían los músculos y una de las heridas del brazo era muy dolorosa. Le dolía la cabeza y, mientras estaba tendido allí, aguardando que llegasen los aviones, se le ocurrió una frase de humor español, que decía así: «Hay que tomar la muerte como si fuera una aspirina». No la dijo en voz alta; pero sonrió para sus adentros, en medio del dolor y de las náuseas que le acometían cada vez que movía el brazo y miraba en torno suyo para ver lo que había quedado de su cuadrilla.
Los cinco hombres estaban dispuestos como los radios de una estrella de cinco puntas. Cavando con las manos y los pies, habían hecho montículos de barro y de piedras para protegerse la cabeza y los hombros. Puestos a cubierto de esta suerte, trataban de unir los montículos individuales con un parapeto de piedra y lodo. Joaquín, el más joven, que sólo tenía dieciocho años, tenía un casco de acero que utilizaba para cavar y transportar la tierra.
Había encontrado aquel casco en el asalto al tren. El casco tenía un agujero de bala y todo el mundo se burlaba de él. Pero Joaquín había alisado a martillazos los bordes desiguales del agujero y lo había tapado con un tarugo de madera, que cortó y limó hasta dejarlo al nivel del metal.
Cuando comenzó la batalla se metió el casco en la cabeza, con tanta fuerza, que le resonó en el cráneo de golpe como si se hubiera metido una cacerola, y en la carrera final, después de que hubo muerto su caballo, y con el pecho dolorido, las piernas inertes, la boca seca, mientras las balas se estrellaban, martillaban y cantaban alrededor, en la carrera que dio para llegar hasta la cima, el casco se le había antojado pesadísimo, ciñendo su hinchada frente con una banda de hierro. Pero lo había conservado puesto y ahora cavaba aprovechándose de él con una regularidad desesperante y casi maquinal. Hasta entonces no había sido herido.
—Por fin sirve para algo —le había dicho el Sordo, con su voz honda y grave.
—Resistir y fortificar es vencer —contestó Joaquín, con la boca seca; seca de un miedo que sobrepasaba la sed normal de la batalla. Era uno de los
slogans
del partido comunista.
El Sordo miró hacia la base de la colina, donde uno de los soldados disparaba protegido por la roca. Quería mucho a Joaquín, pero no estaba en aquellos momentos de humor para aguantar
slogans
.
—¿Qué es lo que dices?
Uno de los hombres levantó los ojos de lo que estaba haciendo. Tendido de bruces y con las dos manos, colocaba cuidadosamente una piedra, procurando no levantar la barbilla.
Joaquín repitió la frase, con su voz juvenil y seca, sin dejar un segundo de cavar.
—¿Cuál es la última palabra?
—Vencer —dijo el muchacho.
—¡Mierda! —exclamó el hombre de la barbilla pegada al suelo.
—Hay otra frase que se aplica aquí —dijo Joaquín, y se hubiera dicho que se sacaba los
slogans
del bolsillo, como talismanes—. La Pasionaria dice que es mejor morir de pie que vivir de rodillas.
—¡Mierda! —repitió el hombre, y un compañero suyo soltó por encima del hombro:
—No estamos de rodillas. Estamos de barriga.
—Tú, comunista, ¿sabes que la Pasionaria tiene un hijo de tu edad que está en Rusia desde el comienzo del Movimiento?
—Eso es mentira —saltó Joaquín.
—¡Qué va a ser mentira! —dijo el otro—. Fue el dinamitero del nombre raro el que me lo dijo. Él era también de tu partido. ¿Para qué iba a mentir?
—Es una mentira —dijo Joaquín—. La Pasionaria no haría una cosa como ocultar a su hijo en Rusia, escondido, lejos de la guerra.
—Ya quisiera yo estar en Rusia —dijo otro de los hombres del Sordo—. Tu Pasionaria no mandará a buscarme para enviarme a Rusia, ¿eh, comunista?
—Si tienes tanta confianza en tu Pasionaria, ve a pedirle que nos saque de aquí —dijo un hombre que llevaba un muslo vendado.
—Ya se encargarán de ello los fascistas —replicó el hombre de la barbilla pegada al suelo.
—No habléis así —dijo Joaquín.
—Pásate un trapo por los labios y límpiate la leche de la nodriza y alárgame de paso ese barro en tu casco —dijo el hombre de la barbilla pegada al suelo—. Ninguno de nosotros verá ponerse el sol esta tarde.
El Sordo pensaba: «Tiene la forma de un golondrino. O del pecho de una jovencita, sin el pezón. O del cráter de un volcán. Pero tú no has visto nunca un volcán, y no lo verás nunca. Además, esta colina es como un golondrino. Déjate de volcanes. Es demasiado tarde para volcanes.»
Miró con precaución por encima del espinazo del caballo muerto y en seguida brotó un martilleo rápido de disparos provenientes de una roca, mucho más abajo, en la base de la colina. Oyó las balas hundirse en el cuerpo del caballo. Arrastrándose detrás del animal, se atrevió a echar una ojeada por la brecha que quedaba entre la grupa del caballo y la roca. Había tres cadáveres en el flanco de la colina, un poco más abajo de donde estaba él. Tres hombres que habían muerto cuando los fascistas intentaron el asalto de la colina bajo la protección de un fuego de ametralladoras y fusiles automáticos. El Sordo y sus compañeros frustraron el ataque con bombas de mano, que hacían rodar pendiente abajo. Había otros cadáveres que no podía ver a los otros lados de la colina. Esta no tenía un acceso fácil, por el que los asaltantes pudieran llegar hasta la cima, y el Sordo sabía que, mientras contase con municiones y granadas y le quedasen cuatro hombres, no los harían salir de allí a menos que trajesen un mortero de trinchera. No sabía si habrían ido a buscar el mortero a La Granja. Quizá no, porque los aviones no tardarían en llegar. Habían pasado cuatro horas desde que el avión de reconocimiento voló sobre sus cabezas.
«La colina es realmente como un golondrino —pensó el Sordo— y nosotros somos el pus. Pero hemos matado a muchos cuando cometieron esa estupidez. ¿Cómo podían imaginarse que nos iban a atrapar de ese modo? Disponen de un armamento tan moderno, que la confianza los vuelve locos.» Había matado con una bomba al joven oficial que mandaba el asalto. La granada fue rodando de roca en roca mientras el enemigo trepaba inclinado y a paso de carga. En el fogonazo amarillento y entre el humo gris que se produjo, el Sordo vio desplomarse al oficial. Yacía allí, como un montón de ropa vieja, marcando el extremo límite alcanzado por los asaltantes. El Sordo miró el cadáver del oficial y los de los otros que habían caído a lo largo de la ladera.
«Son valientes, pero muy estúpidos. Pero ahora lo han entendido y no nos atacarán hasta que lleguen los aviones. A menos, por supuesto, que tengan un mortero. Con un mortero, la cosa sería fácil.» El mortero era el procedimiento normal, y el Sordo sabía que la llegada de un mortero significaría la muerte de los cinco. Pero al pensar en la llegada de los aviones se sentía tan desnudo sobre aquella colina como si le hubiesen quitado todos los vestidos y hasta la piel. «No puede uno sentirse más desnudo. En comparación, un conejo desollado está tan cubierto como un oso. Pero ¿por qué habrían de traer aviones? Podrían desalojarnos fácilmente con un mortero de trinchera. Sin embargo, están muy orgullosos de su aviación y probablemente traerán los aviones. De la misma manera que se sentían orgullosos de sus armas automáticas y por eso cometieron la estupidez de antes. Indudablemente, ya habrán enviado por el mortero.»
Uno de los hombres disparó. Luego corrió rápidamente el cerrojo y volvió a disparar.
—Ahorra tus cartuchos —le dijo el Sordo.
—Uno de esos hijos de mala madre acaba de intentar subirse a esa roca —respondió el hombre, señalando con el dedo.
—¿Le has acertado? —preguntó el Sordo, volviendo la cabeza.
—No —dijo el hombre—. El muy cochino se ha escondido.
—La que es una hija de mala madre es Pilar —dijo el hombre de la barbilla pegada al suelo—. Esa puta sabe que estamos a punto de morir aquí.
—No puede hacer nada —dijo el Sordo. El hombre había hablado por la parte de su oreja sana y le oyó sin volver la cabeza—. ¿Qué podrí a hacer?
—Atacar a esos puercos por la espalda.
—¡Qué va! —dijo el Sordo—. Están diseminados alrededor de la montaña. ¿Cómo podría ella atacarlos por la espalda desde abajo? Son ciento cincuenta. O quizá más ahora.
—Pero si aguantamos aquí hasta la noche... —dijo Joaquín.
—Y si Navidad fuera Pascua —dijo el hombre de la barbilla pegada al suelo.
—Y si tu tía tuviese c... que entonces sería tu tío —añadió un tercero—. Manda a buscar a tu Pasionaria. Para ayudarnos, ella es la única.
—Yo no creo en esa historia de su hijo —contestó Joaquín—. Y si está en Rusia, estará aprendiendo aviación o algo así.
—Está escondido allí, para estar seguro —repuso el otro.
—Estará estudiando dialéctica. La Pasionaria también estuvo. Y Líster, y Modesto y otros. Fue aquel tipo de nombre raro el que me lo dijo. Van a estudiar allí para volver y poder ayudarnos.
—Que nos ayuden en seguida —dijo el otro—; que todos esos puercos maricones con nombre ruso vengan a ayudarnos ahora. —Disparó y dijo—: Me cago en tal; lo he fallado.
—Ahorra los cartuchos y no hables tanto —dijo el Sordo—; que vas a tener sed y no hay agua en esta colina.
—Toma esto —repuso el hombre, tumbándose de lado y haciendo pasar por encima del hombro una bota que llevaba en bandolera—. Enjuágate la boca, viejo. Debes de tener mucha sed con tus heridas.
—Que beban todos —dijo el Sordo.
—Entonces, beberé yo el primero —dijo el propietario de la bota, y echó un largo trago, pasándola luego de mano en mano.
—Sordo, ¿cuándo crees que van a venir los aviones? —preguntó el hombre de la barbilla pegada al suelo.
—De un momento a otro —contestó el Sordo—; ya deberían estar aquí.
—¿Crees que esos hijos de puta van a atacarnos de nuevo?
—Solamente si no llegan los aviones.
No creyó útil decir nada del mortero. Cuando éste llegase, ya se darían cuenta, y siempre sería demasiado pronto.
—Sabe Dios cuántos aviones tendrán, por lo que vimos ayer.
—Demasiados —dijo el Sordo.
Le seguía doliendo la cabeza y el brazo lo tenía tan tieso que cualquier movimiento le hacía sufrir de manera intolerable. Levantando la bota con su brazo bueno miró al cielo, alto, claro y azul, un cielo de comienzos de verano. Tenía cincuenta y dos años y estaba seguro de que era la última vez que lo veía.
No sentía miedo de morir, pero le irritaba el verse cogido en una trampa sobre aquella colina donde no había otra cosa que hacer más que morir. «Si hubiésemos podido escapar... —pensó—. Si hubiésemos podido obligarlos a subir a lo largo del valle y si hubiésemos podido desparramarnos al otro lado de la carretera, todo hubiera ido muy bien. Pero este absceso de colina»... Lo único que podía hacerse era utilizarlo lo mejor que se pudiera. Y eso era lo que estaban haciendo entonces.
De haber sabido cuántos hombres en la historia tuvieron que morir en una colina, la idea no le hubiera consolado en absoluto, porque en los trances por que él pasaba, los hombres no se dejan impresionar por lo que les sucede a otros en análogas circunstancias, más de lo que una viuda de un día puede consolarse con la idea de que otros esposos amantísimos han muerto también. Se tenga miedo o no, es difícil aceptar el propio fin. El Sordo lo había aceptado; pero no encontraba alivio en esa aceptación, pese a que tenía cincuenta y dos años, tres heridas y estaba sitiado en la cima de una colina.
Bromeó consigo mismo sobre el asunto, pero, contemplando el cielo y las cimas lejanas, tomó un trago de la bota y comprobó que no sentía ningún deseo de morir. «Si es preciso morir, y claro que va a ser preciso, puedo morir. Pero no me gusta nada.»
Morir no tenía importancia ni se hacía de la muerte ninguna idea aterradora. Pero vivir era un campo de trigo balanceándose a impulsos del viento en el flanco de una colina. Vivir era un halcón en el cielo. Vivir era un botijo entre el polvo del grano segado y la paja que vuela. Vivir era un caballo entre las piernas y una carabina al hombro, y una colina, y un valle, y un arroyo bordeado de árboles, y el otro lado del valle con otras colinas a lo lejos.
El Sordo devolvió la bota a su dueño con un movimiento de cabeza que era signo de agradecimiento. Se inclinó hacia delante y acarició el espinazo del caballo muerto en el lugar en que el cañón del fusil automático había quemado el cuero. Le llegaba aún el olor de la crin quemada. Recordaba cómo había tenido allí al caballo tembloroso, mientras las balas silbaban crepitando alrededor como una cortina, y cómo había disparado con tiento justamente en la intersección de las líneas que unen la oreja con el ojo de la cara opuesta. Luego, cuando el caballo se desplomó, se tumbó tras su espinazo, caliente y húmedo, para disparar sobre los asaltantes, que subían por la colina.
«Eras mucho caballo», dijo.
El Sordo, tumbado en ese momento sobre su costado sano, miraba al cielo. Estaba tumbado sobre un montículo de cartuchos vacíos, con la cabeza protegida por las rocas, y el cuerpo pegado contra el flanco del caballo. Sus heridas le endurecían dolorosamente sus músculos, padecía mucho y estaba demasiado fatigado para moverse.
—¿Qué es lo que te pasa, hombre? —le preguntó el que estaba junto a él.
—Nada. Estoy descansando un poco.
—Duérmete —replicó el otro—; ya nos despertarán cuando lleguen.
En aquel momento alguien gritó desde el comienzo de la cuesta:
—Escuchad, bandidos —la voz provenía de detrás del peñasco que abrigaba la ametralladora más próxima a ellos—. Rendíos ahora, antes que los aviones os hagan trizas.
—¿Qué ha dicho? —preguntó el Sordo.
Joaquín se lo repitió. El Sordo dio media vuelta y se irguió lo suficiente como para ponerse de nuevo a la altura de su arma.
—Quizá no tengan aviones —dijo—. No le respondáis ni disparéis. Quizá podamos hacer que ataquen de nuevo.
—¿Y si los insultáramos un poco? —preguntó el hombre que había contado a Joaquín que el hijo de la Pasionaria estaba en Rusia.