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Authors: Ernest Hemingway

Tags: #Narrativa

Por quién doblan las campanas (57 page)

BOOK: Por quién doblan las campanas
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—Tu madre —exclamó Pilar.

—Entonces fui a buscar a los otros, para que pudiéramos hacerlo. He cogido a los mejores que pude encontrar. Los dejé ahí arriba, para poder hablarte primero. Creen que soy el jefe.

—Tú eres el jefe —dijo Pilar—. Si lo deseas.

Pablo la miró y no dijo nada. Luego añadió simplemente en voz baja:

—He pensado mucho después de lo del Sordo. Creo que si hay que acabar, es mejor acabar todos juntos. Pero a ti, inglés, te odio por habernos traído esto.

—Pero, Pablo —Fernando, con los bolsillos atiborrados de bombas y los cartuchos en bandolera estaba entretenido rebañando su plato de cocido con un pedazo de pan—. Pero, Pablo —comenzó diciendo—, ¿no crees que la operación puede tener éxito? Anteanoche decías que estabas seguro.

—Dale más cocido —dijo irónicamente Pilar a María. Luego, dirigiéndose a Pablo, con la mirada más suave—: Así es que has vuelto, ¿eh?.

—Sí, mujer —contestó Pablo.

—Bueno, pues sé bien venido —dijo Pilar—. Creí que no estabas tan acabado como parecías.

—Después de lo que hice sentí una soledad que no era soportable —dijo Pablo en voz baja.

—Que no era soportable —repitió ella, burlona—. Que no era soportable para ti durante un cuarto de hora.

—No te burles de mí, mujer; he vuelto.

—Bien venido —repitió ella—. ¿No has oído que te lo he dicho? Bébete tu café, y vámonos. Tanto teatro me fastidia.

—¿Es café eso? —preguntó Pablo.

—Claro que lo es —dijo Fernando.

—Dame una taza, María —dijo Pablo—. ¿Qué tal te va? —le preguntó a la muchacha, sin mirarla.

—Bien —replicó María, y le dio una taza de café—. ¿Quieres cocido? —Pablo rehusó con la cabeza.

—No me gusta estar solo —dijo Pablo, hablando a Pilar como si los otros no estuvieran allí—. No me gusta estar solo, ¿sabes? Ayer, trabajando por el bien de todos durante el día, no me sentía solo. Pero esta noche, hombre, ¡qué mal lo pasé!

—Judas Iscariote se ahorcó —dijo Pilar.

—No me hables así, mujer —dijo Pablo—. ¿No te das cuenta? He vuelto. No hables de Judas ni de cosas por el estilo. He vuelto.

—¿Cómo son los muchachos que has traído? —le preguntó Pilar—. ¿Has traído algo que valga la pena?

—Son buenos —dijo Pablo. Se atrevió a mirar a Pilar a la cara. Luego apartó la mirada—: Buenos y bobos. Dispuestos a morir y todo. A tu gusto.

Pablo miró de nuevo a Pilar a los ojos, y esta vez no apartó su mirada. Siguió mirándola de frente, con sus pequeños ojos porcinos, bordeados de rojo.

—Tú —dijo ella, y su voz ronca tenía de nuevo acento de ternura—. Tú. Creo que si un hombre ha tenido algo alguna vez, siempre le queda algo.

—Listo —dijo Pablo, mirándola a la cara, ahora con firmeza—. Estoy dispuesto para lo que el día nos depare.

—Ya veo que has vuelto —dijo Pilar—. Ya lo veo; pero, hombre, ¡qué lejos has estado!

—Dame un trago de esa botella —dijo Pablo a Robert Jordan—. Y después, vámonos.

Capítulo XXXIX

S
UBIERON LA PENDIENTE
en la oscuridad, a través del bosque, hasta llegar al estrecho paso de la cima. Iban todos cargados con mucho peso y subían lentamente. Los caballos llevaban cargas también, atadas a las monturas.

—Podríamos soltar las cargas si hiciera falta, con unos cuantos cortes —dijo Pilar—; pero, con todo, si conseguimos conservarlas, podemos instalar otro campamento.

—¿Y el resto de las municiones? —preguntó Robert Jordan, al tiempo que ataba sus mochilas.

—Van en esas alforjas.

Robert Jordan sentía el peso de su mochila y en el cuello el roce de su chaqueta, cuyos bolsillos estaban repletos de granadas. Sentía el peso de la pistola, golpeándole la cadera, y el de los bolsillos de su pantalón, cargados hasta rebosar con las cintas del fusil automático. En la mano derecha llevaba el fusil y con la izquierda se estiraba de cuando en cuando el cuello de la chaqueta, para aligerar la tirantez de las correas de la mochila. Aún conservaba en la boca el gusto del café.

—Inglés —le dijo Pablo, que marchaba delante de él en la oscuridad.

—¿Qué hay, hombre?

—Esos que he traído creen que vamos a tener éxito, porque los he traído yo —dijo Pablo—. No digas nada para no desilusionarlos.

—Bueno —contestó Robert Jordan—; pero procuremos tener éxito.

—Tienen cinco caballos, ¿sabes? —dijo Pablo, cautelosamente, con miedo de pronunciar la palabra.

—Bueno —dijo Robert Jordan—. Guardaremos todos los caballos juntos.

—Bien —dijo Pablo.

Y eso fue todo.

«Ya me figuraba yo que tú no habías sentido una conversión completa en el camino de Tarso, condenado Pablo —pensó Robert Jordan—. No. Pero tu regreso ha sido realmente un milagro. Creo que no vamos a encontrar ninguna dificultad con tu canonización.»

—Con esos cinco me ocuparé yo del puesto de abajo, igual que lo hubiera hecho el Sordo —dijo Pablo—. Cortaré los hilos y volveré al puente como convinimos.

«Hemos hablado de todo eso hace menos de diez minutos —pensó Robert Jordan—. Me pregunto por qué ahora...»

—Hay posibilidad de que lleguemos a Gredos —añadió Pablo—. He pensado mucho en ello.

«Me parece que has tenido una nueva inspiración hace unos minutos —pensó Robert Jordan—. Has tenido una nueva revelación. Pero no me convencerás de que yo haya sido invitado también. No, Pablo. No me pidas que lo crea. Sería demasiado.»

Desde el momento en que Pablo entró en la cueva, y le dijo que tenía cinco hombres, Robert Jordan se sentía mejor. El regreso de Pablo había disipado la atmósfera trágica, en la que toda la operación parecía desplegarse, desde que había comenzado a nevar. Desde el regreso de Pablo, Jordan tenía la impresión, no sólo de que su suerte hubiese cambiado, porque no creía en la suerte; pero sí de que toda la perspectiva del asunto había mejorado y que la cosa se había hecho posible. En lugar de la certidumbre del fracaso, sentía que la confianza iba subiendo en él como un neumático que se llena de aire gracias a una bomba. Al principio es casi imperceptible, como ocurre con la goma de los neumáticos que casi no se desplaza con los primeros soplos de aire, pero luego se parecía aquello a la ascensión regular de la marea o a la de la savia en un árbol. Y comenzó a percibir esa ausencia de aprensión que se convierte a menudo en una verdadera alegría antes de la batalla.

Era su don más preciado. La cualidad que le hacía apto para la guerra; esa facultad, no de ignorar, pero sí de despreciar el final, por desgraciado que fuera. Esa cualidad quedaba, no obstante, destruida cuando tenía que echarse encima responsabilidades de los otros o cuando sentía la necesidad de emprender una tarea mal preparada o mal concebida. Porque en tales circunstancias no podía permitirse el ignorar un final desgraciado, un fracaso. No era ciertamente una posibilidad de catástrofe para él mismo, que podía ignorar. Jordan sabía que él no era nada y sabía que no era nada la muerte. Lo sabía auténticamente; tan auténticamente como todo lo que sabía. En aquellos últimos días había llegado a saber que él, junto con otro ser, podía serlo todo. Pero también sabía que aquello era una excepción. «Hemos tenido esto —pensó—. Y hemos sido muy dichosos. Se me ha otorgado eso quizá porque nunca lo había pedido. Nadie puede quitármelo ni puede perderse. Pero eso es algo pesado, algo que se ha concluido al despuntar el día, y ahora tenemos que hacer nuestro trabajo. Y tú, me alegro de ver que has encontrado algo que te ha faltado condenadamente durante algunos momentos. Estabas muy bajo de forma. He sentido mucha vergüenza de ti allá abajo, durante algunos momentos. Sólo que yo era tú. Y no había otro para juzgarte. Estábamos los dos en baja forma. Tú y yo, los dos. Vamos, vamos. Deja de pensar como un esquizofrénico. Que piense uno detrás de otro, cada cual según su turno. Ahora estás muy bien. Pero, escucha, no tienes que estar pensando todo el día en la muchacha. No puedes hacer nada para protegerla, como no sea alejarla. Y es lo que vas a hacer. Va a haber, sin duda, muchos caballos si tienes que juzgar por los indicios. Lo mejor que puedes hacer por ella es colmar tu trabajo pronto y bien y acabar con él. Pensar en ella sólo servirá para estorbarte. Así es que no te pases todo el tiempo pensando en ella.»

Después de decirlo, esperó que María le alcanzase con Pilar, Rafael y los caballos.

—Eh, guapa —le dijo en la oscuridad—. ¿Cómo te encuentras?

—Me encuentro bien, Roberto —le dijo ella.

—No te preocupes por nada —le dijo él. Y pasándose el arma a la mano izquierda, apoyó la derecha en el hombro de la muchacha.

—No me preocupo —dijo ella.

—Todo está muy bien organizado —prosiguió Jordan—. Rafael se quedará contigo y con los caballos.

—Me gustaría estar contigo.

—No. Es con los caballos como puedes ser más útil.

—Bueno —dijo ella—; me quedaré con los caballos.

En ese momento relinchó uno de los animales del claro que había más abajo de la abertura entre las rocas y respondió otro caballo con un relincho, cuyo eco fue agudizándose en trémolo hasta deshacerse bruscamente.

Robert Jordan distinguió delante de él, en la oscuridad, la masa de los nuevos caballos. Apretó el paso y alcanzó a Pablo. Los hombres estaban de pie, junto a sus monturas.

—Salud —dijo Robert Jordan.

—Salud —respondieron en la oscuridad. No podía verles la cara.

—Este es el inglés que viene con nosotros —dijo Pablo—; el dinamitero.

No respondieron. Quizás asintiesen en la oscuridad.

—Vamos, adelante, Pablo —dijo un hombre—. Pronto va a ser de día.

—¿Has traído más granadas? —preguntó otro.

—He traído muchas —respondió Pablo—; podréis cogerlas cuando dejemos los caballos.

—Bueno, pues en marcha —dijo otro—. Hemos estado aguardando aquí media noche.

—Hola, Pilar —dijo alguien al acercarse la mujer.

—Que me maten si no es Pepe —dijo Pilar en voz baja—. ¿Cómo va eso, pastor?

—Bien —contestó el hombre—. Dentro de la gravedad.

—¿Qué caballo llevas? —le preguntó Pilar.

—El tordillo de Pablo. Esto es un caballo.

—Vamos —dijo otro hombre—. Vamos. No sirve de nada ponerse a hablar aquí.

—¿Qué tal te va, Elicio? —preguntó Pilar cuando el así llamado se disponía a montar.

—¿Cómo quieres que me vaya? —repuso el otro bruscamente—. Vamos, mujer; tenemos mucho trabajo.

Pablo montaba el gran bayo.

—Cerrad el pico y seguidme. Os llevaré al lugar donde vamos a dejar los caballos.

Capítulo XL

M
IENTRAS
R
OBERT
J
ORDAN
dormía, cavilaba en lo del puente y hacía el amor a María, Andrés había estado avanzando muy lentamente. Hasta que llegó a las líneas republicanas, había atravesado los campos y las líneas fascistas con la velocidad que un campesino en buenas condiciones físicas y buen conocedor de la región podía hacerlo en la oscuridad. Pero al llegar al territorio de la República, las cosas cambiaron.

En teoría, hubiera bastado enseñar el salvoconducto que Robert Jordan le había entregado, con el sello del S. I. M. y el mensaje que llevaba el mismo sello, para que se le dejara seguir su camino todo lo más rápidamente posible. Pero el primer tropezón lo tuvo con el jefe de la compañía de primera línea, que había acogido su misión con graves sospechas.

Siguió el jefe de la compañía hasta el cuartel general del batallón, en donde el jefe, que había sido barbero antes del Movimiento, se entusiasmó al oír el relato de su misión. Este comandante, llamado Gómez, maldijo al jefe de la compañía por su estupidez, dio unas palmaditas amistosas a Andrés en el hombro, le dio una copa de mal coñac y le dijo que siempre había deseado ser guerrillero. Luego despertó a uno de sus oficiales, le confió el mando del batallón y mandó a un ordenanza que fuera a despertar a su motociclista. En vez de enviar a Andrés al cuartel general de la brigada con el motorista, Gómez resolvió llevarle él mismo, a fin de activar las cosas. Y con Andrés fuertemente asido al precario asiento de detrás, fueron zumbando y dando tumbos a lo largo de la estrecha carretera de montaña, llena de baches abiertos por las bombas, entre la doble hilera de árboles que los faros iban descubriendo y cuyos troncos, cubiertos de cal, presentaban las huellas de las balas y los cascos de las granadas que los habían averiado en los combates que habían tenido lugar en esa misma carretera el primer verano del Movimiento. Cuando llegaron al pequeño refugio de montaña, de techos demolidos, en donde estaba instalado el cuartel general de la brigada, Gómez frenó como un corredor de carreras, apoyó el vehículo contra la pared de una casa, despertó de un empujón al adormilado centinela que estaba encargado de guardarlo y entró en la gran sala de paredes cubiertas de mapas, donde un oficial dormitaba con una visera verde sobre los ojos, ante una mesa provista de una lámpara, dos teléfonos y un ejemplar de
Mundo Obrero
.

El oficial levantó los ojos hacia Gómez y dijo:

—¿Qué vienes a hacer aquí? ¿No has oído hablar nunca del teléfono?

—Necesito ver al teniente coronel —dijo Gómez.

—Duerme —dijo el oficial—. He estado viendo tus faros desde un kilómetro de distancia en la carretera. ¿Quieres provocar un bombardeo?

—Llama al teniente coronel —insistió Gómez—; es extremadamente grave.

—Está durmiendo; ya te lo he dicho —replicó el oficial—. ¿Quién es esa especie de bandido que viene contigo? —preguntó, señalando a Andrés con un gesto.

—Es un guerrillero que viene del otro lado de las líneas con un mensaje muy importante para el general Golz, que dirige la ofensiva que al amanecer va a desencadenarse al otro lado de Navacerrada —explicó Gómez, grave y excitado al mismo tiempo—. Despierta al teniente coronel, por el amor de Dios.

El oficial le miró fijamente, con sus ojos de gruesos párpados sombreados por la visera de celuloide verde.

—Estáis todos locos —dijo—; no sé nada del general Golz ni de la ofensiva. Llévate a ese deportista y vuélvete a tu batallón.

—Despierta al teniente coronel te digo —gritó Gómez. Y Andrés vio que apretaba la boca en gesto de resolución.

—Vete a la mierda —le dijo indolentemente el oficial, volviéndole la espalda.

Gómez sacó su enorme pistola «Star» de nueve milímetros y la apoyó sobre la espalda del oficial.

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