Por quién doblan las campanas (20 page)

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Authors: Ernest Hemingway

Tags: #Narrativa

BOOK: Por quién doblan las campanas
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—Sí —contestó Pilar—. Pero no es bueno para María.

—No quiero oírlo —dijo María, quejumbrosa—; te lo ruego, Pilar. No lo cuentes cuando yo esté delante, porque podría oírlo aunque no quisiera.

Sus labios temblaban y el inglés creyó que iba a llorar.

—Por favor, Pilar, no cuentes más.

—No tengas cuidado, rapadita —dijo Pilar—. No tengas cuidado. Se lo contaré al inglés otro día.

—Pero estaré yo también cuando se lo cuentes. No lo cuentes, Pilar; no lo cuentes nunca.

—Se lo contaré mientras tú trabajas.

—No, no; por favor. No hablemos más de eso —dijo María.

—Lo justo sería que yo contara eso también, ya que he contado lo que hicimos nosotros. Pero no lo oirás, te lo prometo.

—¿Es que no hay nada agradable que pueda contarse? —preguntó María—. ¿Es que tenemos que hablar siempre de horrores?

—Espera a la tarde —dijo Pilar—; el inglés y tú podréis hablar de lo que os guste, los dos solitos.

—Entonces, que venga la tarde —dijo María—; que venga en seguida.

—Ya vendrá —contestó Pilar—. Vendrá muy de prisa y se irá en seguida, y llegará mañana, y mañana pasará muy de prisa también.

—Que llegue la tarde —dijo María—; la tarde; que llegue la tarde en seguida.

Capítulo XI

C
UANDO IBAN SUBIENDO
, a la sombra todavía de los pinos, después de haber descendido de la alta pradera al valle y de haber vuelto a ascender por una senda que corría paralela al río, para trepar después por una escarpada cuesta hasta lo más alto de una formación rocosa, les salió al paso un hombre con una carabina.

—¡Alto! —gritó. Y luego—: ¡Hola, Pilar! ¿Quién viene contigo?

—Un inglés —dijo Pilar—. Pero de nombre cristiano: Roberto. ¡Y qué m... de cuesta hay que subir para llegar hasta aquí!

—Salud, camarada —dijo el centinela a Robert Jordan, tendiéndole la mano—. ¿Cómo te va?

—Bien —contestó Robert Jordan—. ¿Y a ti?

—A mí también —dijo el centinela.

Era un muchacho muy joven, de rostro delgado, huesudo, la nariz un tanto aguileña, pómulos altos y ojos grises. No llevaba nada en la cabeza y tenía el cabello negro y ensortijado. Tendió la mano de manera amistosa y cordial, con la misma chispa de cordialidad en los ojos.

—Buenos días, María —dijo a la muchacha—. ¿Te has cansado mucho?

—¡Qué va, Joaquín! —contestó la muchacha—. Nos hemos parado para hablar más de lo que hemos andado.

—¿Eres tú el dinamitero? —preguntó Joaquín—. Nos han dicho que andabas por aquí.

—He pasado la noche en el refugio de Pablo —dijo Robert Jordan—. Sí, yo soy el dinamitero.

—Me alegro de verte —dijo Joaquín—. ¿Has venido para algún tren?

—¿Estuviste en el último tren? —preguntó Robert Jordan sonriendo a manera de respuesta.

—Que si estuve —contestó Joaquín—; allí fue en donde encontramos esto —e hizo un guiño a María—. Chica, estás muy guapa ahora. ¿Te han dicho lo guapa que estás?

—Cállate, Joaquín —dijo María—. Tú sí que estarías guapo si te cortaras el pelo.

—Te llevé a hombros. ¿No te acuerdas? Te llevé a hombros.

—Como tantos otros —dijo Pilar, con su vozarrón—. ¿Quién fue el que no la llevó? ¿Dónde está el viejo?

—En el campamento.

—¿En dónde estuvo ayer por la noche?

—En Segovia.

—¿Ha traído noticias?

—Sí —contestó Joaquín—. Hay cosas nuevas.

—¿Buenas o malas?

—Me parece que malas.

—¿Habéis visto los aviones?

—¡Ay! —dijo Joaquín, moviendo la cabeza—. No me hables de eso. Camarada dinamitero, ¿qué clase de aviones eran?

—«Heinkel 111» los bombarderos; «Heinkel» y «Fiat» los cazas —respondió Jordan.

—Y los grandes, con las alas bajas, ¿qué eran?

—Esos eran los «Heinkel 111».

—Que los llamen como quieran, son malos de todas maneras —dijo Joaquín—. Pero os estoy entreteniendo. Voy a llevaros al comandante.

—¿El comandante? —preguntó Pilar, asombrada.

Joaquín asintió con la cabeza, seriamente.

—Me gusta más que jefe —dijo—. Es más militar.

—Te militarizas mucho tú —dijo Pilar, riendo.

—No —contestó Joaquín, riendo también—; pero me gustan las palabras militares, porque las órdenes son más claras y es mejor para la disciplina.

—Aquí hay uno de tu estilo, inglés —dijo Pilar—. Este es un chico muy serio.

—¿Quieres que te lleve a brazos? —preguntó Joaquín a la muchacha pasándole un brazo por el cuello y acercándole la cara.

—Con una vez, tengo bastante —dijo María—. De todos modos, muchas gracias.

—¿Te acuerdas todavía? —le preguntó Joaquín.

—Me acuerdo de que me llevaban —contestó María—; pero no me acuerdo de ti. Me acuerdo del gitano, porque me dejó caer muchas veces. De todas formas, muchas gracias, Joaquín; uno de estos días te llevaré yo.

—Pues yo me acuerdo muy bien —dijo Joaquín—. Me acuerdo de que te tenía sujeta por las piernas con la tripa apoyada en el hombro y la cabeza a la espalda y los brazos colgando.

—Tienes mucha memoria —dijo María, sonriendo—. Yo no me acuerdo de nada de eso. Ni de tus brazos, ni de tus hombros, ni de tu espalda.

—¿Quieres que te diga una cosa? —preguntó Joaquín.

—¿Qué cosa?

—Me gustaba mucho llevarte a la espalda, porque nos tiraban por detrás.

—¡Qué cerdo! —dijo María—. ¿Sería por eso por lo que el gitano me llevó tanto rato?

—Por eso y por sostenerte de las piernas.

—¡Qué héroes! —dijo María—. ¡Qué salvadores!

—Escucha, guapa —dijo Pilar—, este chico te llevó mucho rato. Y en aquel momento tus piernas no decían nada a nadie. En aquel momento eran las balas las que lo decían todo. Y si te hubiese dejado en el suelo, hubiera estado pronto lejos del alcance de las balas.

—Ya le he dado las gracias —dijo María—. Y le llevaré a hombros uno de estos días. Déjanos reír un poco, Pilar; no voy a llorar porque me haya llevado; ¿no?

—No, si yo te hubiera dejado caer también —dijo Joaquín, siguiendo la broma—; pero tenía miedo de que Pilar me matase.

—Yo no mato a nadie —dijo Pilar.

—No hace falta —contestó Joaquín—; no hace falta. Lo matas de miedo, sólo con que abras la boca.

—Vaya una manera de hablar —dijo Pilar—; tú, que eras antes un muchacho tan educado. ¿Qué hacías tú antes del Movimiento, chico?

—Poca cosa —dijo Joaquín—. Tenía dieciséis años.

—Pero ¿qué hacías?

—Algunos zapatos, de vez en cuando.

—¿Los fabricabas?

—No, los lustraba.

¡Qué va! —dijo Pilar—; eso no es todo —y se quedó mirando la cara atezada del muchacho; su estampa garbosa, su mata de pelo y su modo de andar—. ¿Por qué fracasaste?

—¿Fracasar en qué?

—¿En qué? Sabes bien de qué hablo. Te estás dejando crecer la coleta.

—Creo que fue el miedo —dijo el muchacho.

—Tienes buena estampa —dijo Pilar—; pero la estampa no vale para nada. Entonces fue el miedo, ¿no? Sin embargo, estuviste muy bien en lo del tren.

—Ya no tengo miedo ahora a los toros —dijo el chico—; a ninguno. He visto toros peores y más peligrosos. Seguro que no hay toro tan peligroso como una ametralladora. Pero si estuviese ahora en la plaza, no sé si sería dueño de mis piernas.

—Quería ser torero —explicó Pilar a Robert Jordan—; pero tenía miedo.

—¿Te gustan a ti los toros, camarada dinamitero? —preguntó Joaquín, dejando ver al sonreír una dentadura blanquísima.

—Mucho —contestó Robert Jordan—. Muchísimo.

—¿Has visto los toros de Valladolid? —preguntó Joaquín.

—Sí, en septiembre, en la feria.

—Valladolid es mi pueblo —dijo Joaquín—. ¡Y qué pueblo tan bonito! Pero, ¡cuánto ha sufrido la buena gente de ese pueblo durante la guerra! —Luego se puso serio.— Fusilaron a mi padre, a mi madre, a mi cuñada y, ahora, han fusilado a mi hermana.

—¡Qué bárbaros! —dijo Robert Jordan.

¡Cuántas veces había oído decir eso! ¡Cuántas veces había visto a las gentes pronunciar aquellas palabras con dificultad! ¡Cuántas veces había visto llenárseles de lágrimas los ojos y oprimírseles la garganta para decir con esfuerzo: Mi padre o mi madre o mi hermano o mi hermana...! No podía acordarse de cuántas veces los había oído mencionar a sus muertos de esa forma. Casi siempre hablaban las gentes como el muchacho, de golpe y a propósito del nombre de un pueblo; y siempre había que responder: ¡Qué bárbaros!

Hablaban solamente de las pérdidas; no contaban la forma cómo había caído el padre, como lo había hecho Pilar diciendo el modo en que habían muerto los fascistas en la historia que le contó al pie del arroyo. Se sabía todo lo más que el padre había muerto en el patio o contra alguna tapia o en algún campo o en un huerto, o por la noche, a la luz de los faros de un camión y a un lado del camino. Se veían las luces del coche en la carretera desde el monte y se oían los tiros, y luego se bajaba a recoger los cadáveres. No se veía fusilar a la madre ni a la hermana ni al hermano; se oía. Se oían los tiros y después se encontraban los cadáveres.

Pero Pilar se lo había hecho ver en las escenas ocurridas en aquel pueblo.

Si aquella mujer supiera escribir... Trataría de acordarse de su relato, y si tenía la suerte de recordarlo bien, podría transcribirlo tal y como se lo había referido. ¡Dios, qué bien contaba las cosas aquella mujer! «Era mejor que Quevedo», pensó. Quevedo no ha descrito nunca la muerte de ningún don Faustino como ella la ha descrito. «Querría escribir lo suficientemente bien para reproducir esa historia», siguió pensando. «Lo que nosotros hemos hecho. No lo que nos han hecho los otros.» De eso ya sabía él bastante. Sabía mucho de lo que pasaba detrás de las líneas. Pero había que conocer antes a las gentes. Hacía falta saber lo que habían sido antes en su pueblo.

«A causa de nuestra movilidad y porque nunca hemos sido obligados a permanecer en el sitio en donde hacemos el trabajo para recibir el castigo, nunca sabemos cómo acaban las cosas en realidad —siguió pensando—. Está uno en casa de un campesino con su familia. Llega uno por la noche y cena uno con ellos. De día se oculta uno y a la noche siguiente uno se marcha. Hace uno su trabajo y se va. Si se vuelve a pasar por allí, uno se entera de que todos han sido fusilados. Tan sencillo como todo eso.»

Pero cuando sucedían esas cosas uno se había marchado. Los
partizans
hacían el daño y se esfumaban. Los campesinos se quedaban y recibían el castigo. «Siempre he sabido lo que les pasó a los otros —pensó—. Lo que les hicimos nosotros al comienzo. Siempre lo he sabido y me ha inspirado horror. He oído hablar de ello con vergüenza y sin vergüenza, enorgulleciéndose de ello y haciendo alarde, defendiéndolo, explicándolo y hasta negándolo. Pero esa condenada mujer me lo ha hecho ver como si yo hubiese estado allí.»

«Bueno —pensó—, eso forma parte de la educación de uno. Será toda una educación cuando esto haya concluido. Se aprende mucho en esta guerra, si se presta atención.» Él había aprendido mucho, desde luego. Había tenido suerte pasando parte de los diez últimos años en España antes de la guerra. Las gentes tienen confianza en ti si hablas su lengua, sobre todo. Confían en ti si hablas bien su lengua, la lengua de todos los días y si conoces las distintas regiones del país. El español no es leal, en fin de cuentas, más que a su pueblo. España entra evidentemente en primer lugar, luego su tribu, después su provincia, más tarde su pueblo, luego su familia y, finalmente, su trabajo. Si hablas español se muestran predispuestos a favor tuyo; si se conoce su provincia es mucho mejor; pero si conoces su pueblo y su trabajo habrás ido todo lo lejos que un extranjero puede ir. Jordan no se sentía nunca extranjero en España y ellos no le trataban realmente como extranjero; sólo lo hacían cuando se rebelaban contra él.

Por supuesto que se volvían a veces contra él. Incluso lo hacían a menudo, pero eso era cosa corriente; lo hacían entre ellos. No había sino juntar a tres y dos se unían en seguida contra uno y luego, los dos que quedaban, empezaban en seguida a traicionarse mutuamente. No es que sucediera siempre, pero sí con la suficiente frecuencia como para tomar en consideración un gran número de casos y sacar una consecuencia apropiada.

No estaba bien pensar así; pero ¿quién censuraba sus pensamientos? Nadie, salvo él mismo. No creía que pensar en ello fuese derrotismo. Lo primero era ganar la guerra. Si no ganaban aquella guerra, todo estaba perdido. Pero, entretanto, él observaba, escuchaba y quería acordarse de todo. Estaba sirviendo en una guerra y ponía en su servicio una lealtad absoluta y una actividad todo lo completa que le era posible mientras estaba sirviendo. Pero su pensamiento le pertenecía a él, de la misma manera que su capacidad de ver y de oír, y si tenía luego que hacer algún juicio, tendría que echar mano de todo ello. Habría mucha materia luego para sacarle jugo. Ya había materia suficiente. A veces había hasta demasiada.

«Mira a esa mujer —se dijo—. Pase lo que pase, si tengo tiempo, he de hacer que me cuente el resto de esa historia. Mírala caminando junto a esos dos chicos; no sería posible hallar tres figuras españolas más típicas. Ella es como una montaña y el chico y la chica son como arbolitos jóvenes. Los árboles viejos son abatidos y los jóvenes crecen derechos y hermosos, como ésos. Y a pesar de todo lo que les ha pasado, parecen tan frescos, tan limpios, tan sin mancha como si nunca hubiesen oído hablar siquiera de ninguna desventura. Pero, según Pilar, María solamente ahora está empezando a rehacerse. Ha debido de pasar por momentos terribles.»

Se acordó del chico belga de la 11 brigada que se había alistado con otros cinco muchachos de su pueblo. Era de un pueblo de unos doscientos habitantes y el muchacho no había salido nunca de su pueblo. La primera vez que Jordan vio al chico fue en el Estado Mayor de la Brigada de Hans y los otros cinco muchachos de su pueblo ya habían muerto y el muchacho estaba en tan malas condiciones que le empleaban como ordenanza para servir la mesa del Estado Mayor. Tenía una cara grande, redonda, de flamenco, y manazas enormes y torpes de campesino; y llevaba los platos con la misma pesadez y torpeza que un caballo de tiro. Además, se pasaba el tiempo llorando. Se pasaba el tiempo llorando durante la comida.

Levantabas la cabeza y le veías a punto de romper a llorar, i Le pedías vino y lloraba; le pasabas el plato para que te sirviera estofado y lloraba, volviendo la cabeza. Luego se callaba. Pero si volvías a mirarle, las lágrimas volvían a correrle por la cara. Entre plato y plato, lloraba en la cocina. Todo el mundo era muy cariñoso con él, pero no servía de nada. Había que enterarse, pensó Jordan, de si el muchacho había mejorado y si era capaz de nuevo de empuñar las armas.

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