Por quién doblan las campanas (18 page)

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Authors: Ernest Hemingway

Tags: #Narrativa

BOOK: Por quién doblan las campanas
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—¿Has hecho tú eso? —preguntó María—. ¡Qué bonito!

—En aquella ciudad, un negro fue ahorcado de un farol y después quemado. La lámpara se podía bajar con un mecanismo hasta el pavimento. Se izó primero al negro utilizando el mecanismo que servía para izar la lámpara; pero se rompió...

—¿Un negro? —preguntó María—. ¡Qué bárbaros!

—¿Estaba borracha la gente? —preguntó María—. ¿Estaban tan borrachos como para quemar a un negro?

—No lo sé —contestó Robert Jordan—; la casa en donde yo me hallaba estaba situada justamente en una esquina de la calle, frente al farol, y yo miraba por entre los visillos de una ventana. La calle estaba llena de gente, y cuando fueron a izar al negro por segunda vez...

—Si tú no tenías más que siete años y estabas dentro de una casa, no podías saber si estaban borrachos o no —dijo Pilar.

—Como decía, cuando izaron al negro por segunda vez, mi madre me apartó de la ventana y no vi más —dijo Jordan—; pero después me han ocurrido aventuras que prueban que la borrachera es igual en mi país, igual de fea y brutal.

—Eras demasiado pequeño a los siete años —comentó María—. Eras demasiado pequeño para esas cosas. Yo nunca he visto un negro más que en los circos. A menos que los moros sean negros.

—Unos lo son y otros no lo son —dijo Pilar—; podría contarte un montón de cosas sobre los moros.

—No tantas como yo —dijo María—; No; no tantas como yo.

—No hablemos de eso —dijo Pilar—; no es bueno. ¿Dónde nos quedamos?

—Hablábamos de la borrachera entre las filas —dijo Robert Jordan—. Continúa.

—No es justo decir borrachera —dijo Pilar—. Porque estaban todavía muy lejos de hallarse borrachos. Pero habían cambiado, y cuando don Guillermo salió y se quedó allí, derecho, miope, con sus cabellos grises, su estatura no más que mediana, con una camisa que tenía un botón en el cuello, aunque no tenía cuello y cuando miró de frente, aunque no veía nada sin sus lentes, y empezó a andar con mucha calma, era como para inspirar piedad. Pero alguien gritó en las filas: “Por aquí, don Guillermo. Por aquí, don Guillermo. En esta dirección. Aquí tenemos todos sus productos.”

»Se habían divertido tanto con don Faustino que no se daban cuenta de que don Guillermo era otra cosa y que si hacía falta matar a don Guillermo, era menester matarle en seguida y con dignidad.

»—Don Guillermo —gritó otro—, ¿quieres enviar a alguien a tu casa a buscar tus lentes?

»La casa de don Guillermo no era una casa, porque no tenía mucho dinero; don Guillermo era un fascista sólo por esnobismo y para consolarse de verse obligado a trabajar sin ganar gran cosa en su almacén de utensilios agrícolas. Era un fascista también por la religiosidad de su mujer, que compartía, como si fuera suya, por amor a ella. Don Guillermo vivía en un piso a poca distancia de la plaza. Y mientras don Guillermo estaba allí parado, mirando, con sus ojos miopes, las filas entre las cuales tenía que pasar, una mujer se puso a gritar desde el balcón del piso en donde vivía don Guillermo. Podía verle desde el balcón. Era su mujer.

»—Guillermo —gritaba—. Guillermo, espérame, voy contigo.

»Don Guillermo volvió la cabeza del lado de donde llegaban los gritos. No podía ver a su mujer. Quiso decir algo, pero no pudo. Entonces hizo una seña con la mano hacia donde su mujer le había llamado y se adelantó entre las filas.

»—Guillermo —gritaba ella—. Guillermo. Guillermo. —Se había agarrado con las manos al barandal del balcón y se balanceaba de
alante
atrás—. ¡Guillermo!

»Don Guillermo hizo otra señal con la mano en la dirección de donde llegaban las voces y se adelantó entre las filas con la cabeza erguida. No se hubiera podido decir lo que le estaba pasando más que por el color de su cara.

»Entonces, un borracho gritó: “Guillermo”, imitando la voz aguda y rota de la mujer. Don Guillermo se arrojó sobre aquel hombre, ciego, sin ver, y las lágrimas le corrían por las mejillas. El hombre le dio un golpe con el bieldo en el rostro y, bajo el golpe, don Guillermo cayó al suelo sentado, y se quedó allí sentado, llorando, aunque no de miedo, mientras los borrachos le golpeaban; y un borracho saltó a caballo sobre sus espaldas y le golpeó, dándole con una botella. Después de eso, muchos abandonaron las filas y su lugar fue ocupado por los borrachos, que eran los que habían estado escandalizando y diciendo cosas de mal gusto desde las ventanas del Ayuntamiento.

»Yo me había quedado muy impresionada al ver a Pablo matar a los guardias civiles; fue una cosa muy fea, pero yo me decía: “Hay que hacerlo así. Así es como hay que hacerlo.” Y, al menos, en ello no hubo crueldad; sólo les quitamos la vida, cosa que, como hemos aprendido en estos últimos años, es fea, pero también necesaria si queremos ganar y salvar a la República.

»Cuando se cerró la plaza y se formaron las filas, yo admiré y comprendí lo hecho como una idea de Pablo, que me parecía, sin embargo, un poco fantástica y me decía que todo aquello tenía que hacerse con buen gusto para que no fuese repugnante. Si los fascistas habían de ser ejecutados por el pueblo, era mejor, desde luego, que todo el pueblo tomase parte, y yo quería tomar parte y ser culpable como cualquier otro, ya que también esperaba participar en los beneficios cuando el pueblo fuera nuestro del todo. Pero después de lo de don Guillermo experimenté un sentimiento de vergüenza y de desagrado, y cuando los borrachos entraron en las filas y los otros empezaron a marcharse como protesta, yo hubiera querido no tener nada que ver con lo que estaba ocurriendo entre las filas y opté por alejarme. Crucé la plaza y me senté en un banco, debajo de los grandes árboles que daban sombra a la plaza.

»Dos campesinos de entre las filas venían hablando entre sí y uno de ellos me dijo: “¿Qué es lo que te pasa, Pilar?”

»—Nada, hombre —le respondí.

»—Sí —dijo—; habla, algo te pasa.

»—Creo que estoy harta de esto —le dije.

»—Nosotros también —dijo él, y se sentaron en el banco junto a mí. Había uno que llevaba una bota de vino y me la ofreció.

»—Mójate la boca —me dijo, y el otro siguiendo la conversación que habían comenzado, agregó—: Lo peor es que esto acarrea desgracia. Nadie me hará creer que cosas como, matar a don Guillermo de esta manera no traigan desgracia.

Entonces el otro dijo:

»—Si hace falta verdaderamente matarlos a todos, y no estoy seguro de que sea necesario, que se les mate al menos de una manera decente y sin burlarse de ellos.

»—La burla está justificada en el caso de don Faustino —dijo el otro—. Porque ha sido siempre un fantasmón y jamás un hombre serio. Pero burlarse de un hombre serio como don Guillermo no es justo.

»—Tengo llenas las tripas de todo esto —le dije, y era absolutamente verdad, porque sentía un verdadero malestar dentro de mí y sudores y náuseas como si hubiese comido pescado podrido.

»—Entonces, nada —dijo el primero—. No vamos a pringarnos más. Pero me pregunto qué es lo que pasa en los otros pueblos.

»—No han reparado todavía las líneas telefónicas —dije yo—. Va a haber que ocuparse de ello.

»—Claro —dijo el campesino—. ¿Quién sabe si no haríamos mejor ocupándonos de la defensa del pueblo en vez de asesinar a la gente con esa lentitud y esta brutalidad?

»—Voy a hablar de eso con Pablo —les dije, y me levanté del banco para ir a los porches que conducían a la puerta del Ayuntamiento, de donde salían las filas. Estas no tenían orden ni concierto, y había mucha borrachera y muy grave. Dos hombres estaban tumbados en el suelo y permanecían tendidos boca arriba, en medio de la plaza, pasándose una botella de uno a otro. Uno de ellos tomó un trago y gritó después: “Viva la anarquía”, sin moverse del suelo, boca arriba, gritando como si fuera un loco. Llevaba un pañuelo negro y rojo en torno al cuello. El otro gritó: “Viva la libertad”, y empezó a dar patadas en el aire, y luego gritó de nuevo: “Viva la libertad.” Tenía también un pañuelo rojo y negro y lo agitaba con una mano, mientras que con la otra agitaba una botella.

»Un campesino que se había salido de las filas y se había puesto a la sombra de los porches los miraba disgustado, y dijo: “Debieran gritar: Viva la borrachera. No son capaces de creer en otra cosa.”

»—No creen siquiera en eso —dijo otro campesino—. Esos no creen en nada ni comprenden nada.

»En aquel momento uno de los borrachos se puso de pie, levantó el brazo cerrando el puño por encima de su cabeza y gritó: “Viva la anarquía y la libertad y me c... en la leche de la República.”

»El otro borracho, que seguía aún en el suelo, atrapó por la pantorrilla al que gritaba y dio media vuelta, de modo que el borracho que gritaba cayó sobre él. Luego se sentó y el que había hecho caer a su amigo le pasó el brazo por el hombro, le tendió la botella, besó el pañuelo rojo y negro que llevaba y los dos bebieron juntos a morro.

»Justamente entonces se oyó un alarido en las filas y mirando hacia el porche no pude ver quién salía porque su cabeza no sobrepasaba las de los que se apretujaban delante de la puerta del Ayuntamiento. Todo lo que podía ver era que Pablo y
Cuatrodedos
empujaban a alguien con sus escopetas, aunque no llegaba a descubrir quién era; y me acerqué a las filas por la parte en donde se apretujaban contra la puerta para tratar de ver.

»Todos empujaban. Las sillas y las mesas del café de los fascistas habían sido derribadas, salvo una mesa, en donde había un borracho tumbado con la cabeza colgando y la boca abierta. Cogí una silla, la apoyé en uno de los pilares y me subí a lo alto para poder ver por encima de las cabezas.

»El hombre que Pablo y
Cuatrodedos
empujaban era don Anastasio Rivas, un fascista indudable y el hombre más gordo del pueblo. Era tratante en granos y agente de varias Compañías de Seguros y prestaba además dinero a interés elevado. Yo, sobre mi silla, le veía bajar los escalones y adelantarse hacia las filas con su grueso cogote, que le rebosaba por encima del cuello de la camisa, y su cráneo calvo que brillaba al sol; pero ni siquiera tuvo tiempo para entrar en las filas, porque esta vez no hubo gritos, sino un alarido general. Fue un ruido muy feo. Todos los borrachos gritaban a un tiempo. Las filas se deshicieron y los hombres se precipitaron, y vi a don Anastasio tirarse al suelo, con las manos en la cabeza; después de esto no pude verle, porque los hombres se apilaron sobre él. Y cuando los hombres le dejaron, don Anastasio había muerto; le habían golpeado la cabeza contra los adoquines del pavimento bajo los porches; y ya no había filas, no había más que la multitud.

»—Vamos a entrar por ellos; vamos adentro.

»—Es demasiado pesado para cargar con él —dijo un hombre, dando un puntapié a don Anastasio, que estaba tendido boca abajo—. Dejémosle aquí.

»—¿Para qué vamos a cargar con ese tonel de tripas hasta el barranco? Dejémosle aquí.

»—Entremos para acabar con los de dentro —gritó un hombre—. Vamos.

»—No merece la pena esperar todo un día al sol —gritó otro—. Vamos. Vamos.

»La muchedumbre se apretujaba debajo de los porches. Había gritos y empujones y gritaban todos como animales. Gritaban: “Abrid, abrid. Abrid.” Porque los guardias habían cerrado las puertas del Ayuntamiento cuando las filas se habían roto.

»Subida en mi silla, podía ver a través de los barrotes de las ventanas del salón del Ayuntamiento, y en el interior todo seguía como antes. El cura estaba de pie; los que quedaban estaban de rodillas en semicírculo alrededor y todos rezaban. Pablo estaba sentado sobre la gran mesa, ante el sillón del alcalde, con la escopeta cruzada a la espalda. Estaba sentado con las piernas colgando y fumaba un cigarrillo. Todos los guardias estaban sentados en los sillones de los concejales, con sus fusiles. La llave de la puerta grande estaba sobre la mesa, al lado de Pablo.

»La muchedumbre gritaba: “A-brid. A-brid. A-brid...”, como una cantinela, y Pablo permanecía allí, sentado, como si no se enterase de nada. Dijo algo al cura, pero no lo pude oír por culpa del gran alboroto de la muchedumbre.

»El cura no le respondía y continuaba rezando. Acerqué más la silla al muro, porque las gentes que estaban detrás me empujaban. Volví a subirme. Tenía la cabeza pegada a la ventana y me sostenía con las manos sujetas a los barrotes. Un hombre quiso subir también sobre mi silla y subió, pasando sus brazos por encima de los míos y sujetándose a los barrotes más alejados.

»—La silla va a romperse —le dije.

»—¿Qué importa? —contestó él—. Míralos, míralos como rezan.

»Su aliento sobre mi cuello hedía como hiede la multitud, un olor agrio, como el vómito sobre el pavimento, y el olor de la borrachera, y fue entonces cuando metió la cabeza por entre los barrotes, por encima de mi espalda, y se puso a vociferar: “¡Abrid, abrid!” Y era como si tuviese a la mismísima multitud a mis espaldas en una especie de pesadilla.

»La multitud se apretaba contra la puerta y los que estaban delante eran aplastados por los otros, que empujaban desde atrás, y en la plaza, un borrachín de blusa negra, con un pañuelo rojo y negro en torno al cuello, llegó corriendo y se arrojó contra la muchedumbre y cayó de bruces al suelo; entonces se levantó, se echó para atrás, cogió carrerilla y volvió a lanzarse de nuevo contra las espaldas de los hombres que empujaban, gritando: “¡Viva yo y viva la anarquía!”

»Mientras yo miraba, el hombre se alejó de la multitud, y fue a sentarse por su cuenta y se puso a beber de su botella, y mientras estaba sentado vio a don Anastasio, tendido en el pavimento, pero muy pisoteado, y entonces el borracho se levantó y se acercó a don Anastasio y le arrojó el contenido de la botella por la cabeza y por la ropa. Luego sacó una caja de cerillas del bolsillo y encendió varias, intentando prender fuego a don Anastasio, pero el viento soplaba con fuerza y apagaba las cerillas. Al cabo de un momento, el borracho se sentó junto a don Anastasio, moviendo la cabeza con tristeza y bebiendo de la botella, y de cuando en cuando se inclinaba sobre el cadáver y le daba golpecitos amistosos en la espalda.

»En todo ese tiempo la muchedumbre había seguido gritando que abrieran, y el hombre que estaba subido en mi silla se agarraba con todas sus fuerzas a los barrotes de la ventana, gritando también que abrieran, hasta que me dejó sorda con sus rugidos y con su aliento maloliente, que me echaba encima, y dejé de mirar al borracho que intentaba prender fuego a don Anastasio y empecé a mirar al interior del salón del Ayuntamiento, y todo continuaba como antes. Seguían rezando todos los hombres arrodillados, con la camisa abierta, unos con la cabeza inclinada, otros con la cabeza erguida, mirando al sacerdote y al crucifijo que el sacerdote tenía en sus manos; el sacerdote rezaba muy de prisa, mirando hacia lo alto, y detrás de ellos Pablo, con un cigarrillo encendido, estaba sentado sobre la mesa, balanceando las piernas, con el fusil a la espalda y jugando con la llave.

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