Por quién doblan las campanas (19 page)

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Authors: Ernest Hemingway

Tags: #Narrativa

BOOK: Por quién doblan las campanas
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»Vi a Pablo inclinarse de nuevo para hablar al cura, pero no podía oír lo que hablaba por culpa de los gritos; pero el cura seguía sin responderle y seguía rezando. Un hombre se levantó en esos momentos del semicírculo de los que rezaban y vi que quería salir. Era don José Castro, a quien todos llamaban don Pepe, un fascista de tomo y lomo, tratante de caballos. Estaba allí, pequeño, con aire de enorme pulcritud, aun sin afeitar como iba, y con una chaqueta de pijama metida en un pantalón gris a rayas. Don Pepe besó el crucifijo, el cura le bendijo, y entonces don Pepe levantó la cabeza, miró a Pablo e hizo un gesto con la cabeza hacia la puerta.

»Pablo le contestó con otro movimiento de cabeza, sin dejar de fumar. Podía ver yo que don Pepe le decía algo a Pablo; pero no podía oír lo que le decía. Pablo no respondió: movió simplemente la cabeza señalando a la puerta.

»Entonces vi a don Pepe volverse para mirar también a la puerta y me di cuenta de que no sabía que la puerta estaba cerrada con llave. Pablo le enseñó la llave y don Pepe se quedó mirándola un instante, y luego volvió a su sitio y se arrodilló. Vi al cura, que miraba a Pablo, y a Pablo, que, sonriendo, le enseñaba la llave y el cura pareció entonces darse cuenta por vez primera de que la puerta estaba cerrada con llave, y pareció que iba a decir algo, porque hizo como si fuera a mover la cabeza; pero la dejó caer adelante y se puso a rezar.

»No sé cómo se las habían arreglado hasta entonces para no comprender que la puerta estaba cerrada, a menos que estuviesen demasiado ocupados con sus rezos y con las cosas en que estaban pensando; pero al fin habían comprendido todos; comprendían lo que querían decir los gritos y debían de saber que todo había cambiado. Pero siguieron comportándose como antes.

»Los gritos se habían hecho tan fuertes, que no se oía nada. El borracho que estaba en la silla conmigo se puso a sacudir los barrotes y a vociferar: “¡Abrid! ¡Abrid!”, hasta que se quedó ronco.

»Miré a Pablo, que en esos momentos hablaba de nuevo al cura y vi que el cura no respondía. Entonces vi a Pablo descolgarse la escopeta y dar al cura con ella en el hombro. El cura no le hizo caso y vi a Pablo mover la cabeza; luego, le vi hablar por encima del hombro a
Cuatrodedos
y a éste hablar con los otros guardias. Entonces los guardias se levantaron, se fueron al fondo del salón y se quedaron allí de pie, con sus fusiles.

»Vi a Pablo que decía algo a
Cuatrodedos
y
Cuatrodedos
que hacía correr las dos mesas, y los bancos, y a los guardias que se ponían detrás, con sus fusiles. Eso formaba una barricada en un rincón del salón. Pablo avanzó y volvió a dar al cura en el hombro con su escopeta, pero el cura no le hacía caso; vi que don Pepe le miraba, aunque los otros no ponían atención y seguían rezando. Pablo movió la cabeza, y cuando vio que don Pepe le miraba hizo un movimiento de cabeza, enseñándole la llave que tenía en la mano. Don Pepe lo entendió; inclinó el rostro y se puso a rezar muy de prisa.

»Pablo se bajó de la mesa y pasando por detrás de la larga mesa del Concejo, se sentó en el sillón del alcalde y lió un cigarrillo, sin quitar ojo a los fascistas, que seguían rezando con el cura. Su cara no tenía ninguna expresión. La llave estaba sobre la mesa delante de él. Era una gran llave de hierro de más de una cuarta de larga. Por fin Pablo gritó a los guardias, aunque yo no pude saber el qué y un guardia se acercó a la puerta. Vi que los que estaban rezando lo hacían más de prisa que antes y me di cuenta de que todos sabían ya lo que sucedía.

»Pablo dijo algo al cura, pero el cura no contestó. Entonces Pablo se echó hacia delante, cogió la llave y se la tiró por lo alto al guardia que estaba cerca de la puerta. El guardia la recogió y Pablo le hizo un guiño. Entonces el guardia puso la llave en la cerradura, dio media vuelta, tiró hacia sí de la puerta, y se puso a cubierto rápidamente detrás de ella antes de que la muchedumbre se colara dentro.

»Los vi entrar, y justamente en aquel momento, el borracho que estaba en la silla conmigo se puso a gritar: “¡Ahí! ¡Ahí!”, y a estirar su cabeza hacia delante, de modo que yo no podía ver nada, mientras él vociferaba: “¡Matadlos! ¡Matadlos! ¡Matadlos a palos! ¡Matadlos!”, y me apartaba con sus brazos, sin dejarme que viese nada.

»Le hundí el codo en la barriga y le dije: “So borracho, ¿de quién es esta silla? Déjame mirar.” Pero él seguía sacudiendo los brazos atrás y adelante, y con las manos sujetas a los barrotes gritaba: “¡Matadlos! ¡Matadlos a palos! ¡Matadlos a palos! ¡Eso es, a palos! ¡Matadlos! ¡Cabrones! ¡Cabrones! ¡Cabrones!”

»Le di un codazo y le dije: “El cabrón eres tú. ¡Borracho! Déjame mirar.”

»Él me puso las manos en la cabeza para auparse y ver mejor, y, apoyándose con todo su peso sobre mi cabeza, continuaba gritando: “¡Matadlos a palos! ¡Eso es! ¡A palos!”

»—A palos había que matarte —le dije, y le metí el codo con fuerza por donde podía hacerle más daño; y se lo hice. Me apartó las manos de la cabeza y se las puso en donde le dolía, diciendo: “No hay derecho, mujer. No tienes derecho a hacer eso, mujer.” Y, mirando por entre los barrotes, vi el salón lleno de hombres, que golpeaban con palos y con bieldos y que seguían golpeando y golpeando con las horcas de madera blanca que ya estaba roja y habían perdido los dientes, y que siguieron golpeando por todo el salón, mientras Pablo permanecía sentado en el gran sillón, con su escopeta sobre las rodillas, mirando, y los gritos, y los golpes, y las heridas se iban sucediendo, y los hombres gritaban como los caballos gritan en un incendio. Vi al cura con la sotana remangada que trepaba por un banco y vi a los que le perseguían, que le daban con hoces y garfios, y vi a uno que le cogía por la sotana, y se oyó un alarido, y otro alarido, y vi a dos hombres que le metían las hoces en la espalda y a un tercero que le sujetaba de la sotana y al cura que, levantando los brazos, trataba de agarrarse al respaldo de una silla, y entonces la silla en que yo estaba se rompió y el borracho y yo nos vimos en el suelo entre el hedor a vino derramado y la vomitona; y el borracho me señalaba con el dedo, diciendo: “No hay derecho, mujer; no hay derecho. Hubieras podido dejarme inútil.” Y las gentes nos pisoteaban para entrar en el salón del Ayuntamiento. Y todo lo que entonces podía ver eran las piernas de las gentes que entraban por la puerta y al borracho, sentado en el suelo frente a mí, que se llevaba las manos a donde yo le había metido el codo.

»Fue así como se acabó con los fascistas en nuestro pueblo y me sentí contenta por no haber visto más. De no ser por aquel borracho, lo hubiera visto todo. De manera que en definitiva sirvió para algo bueno, ya que lo que pasó en el Ayuntamiento fue algo de un estilo que una hubiera lamentado después haber visto.

»Pero el otro borracho, el que estaba en la plaza, era algo todavía más raro. Cuando nos levantamos, después de haber roto la silla, mientras las gentes seguían empujándose para entrar en el Ayuntamiento, vi a ese borracho, con su pañuelo rojo y negro, que echaba algo sobre don Anastasio. Movía la cabeza a uno y otro lado y le costaba mucho trabajo permanecer sentado; pero echaba algo y encendía cerillas, y volvía a echarlo y volvía a encender, y me acerqué a él y le dije: “¿Qué es lo que haces, sinvergüenza?” “Nada, mujer, nada —contestó—. Déjame en paz.”

»Entonces, quizá porque yo estuviera allí de pie a su lado y mis piernas hicieran de pantalla contra el viento, la cerilla prendió y una llama azul empezó a correr por los hombros de la chaqueta de don Anastasio y por debajo de la nuca, y el borracho levantó la cabeza y se puso a gritar con una voz estentórea: “Están quemando a los muertos.”

»—¿Quién? —preguntó alguien.

»—¿Dónde?—preguntó otro.

»—Aquí —vociferó el borracho—. Aquí precisamente.

»Entonces alguien dio al borracho un golpe en la cabeza con un bieldo, y el borracho cayó de espaldas; se quedó tendido en el suelo y miró al hombre que le había golpeado, y luego cerró los ojos y cruzó las manos sobre el pecho; y siguió tendido allí, junto a don Anastasio, como si se hubiese quedado dormido. El hombre no volvió a golpearle pero el borracho siguió allí, y estaba allí todavía cuando se recogió a don Anastasio y se le puso con los otros en la carreta que los llevó a todos hasta el borde del barranco, y aquella misma noche se tiró a ellos con los otros en la limpieza que después se hizo en el Ayuntamiento. Hubiera sido mejor para el pueblo que hubiesen arrojado por la barranca a veinte o treinta borrachos, sobre todo los de los pañuelos rojos y negros, y si tenemos que hacer otra revolución creo que habrá que empezar por arrojarlos a ellos. Pero eso no lo sabíamos todavía por entonces. Lo aprendimos en los días siguientes.

»Aquella noche no se sabía lo que iba a pasar. Después de la matanza del Ayuntamiento no hubo más muertes; pero no pudimos celebrar la reunión, porque había demasiados borrachos. Era imposible conseguir el orden necesario, de manera que la reunión se aplazó para el día siguiente.

»Aquella noche dormí con Pablo. No debiera decir esto delante de ti, guapa, pero, por otra parte, es bueno que lo sepas todo, y por lo menos, lo que yo te digo es la verdad. Oye esto, inglés, que es muy curioso.

»Como digo, aquella noche cenamos y fue muy curioso. Era como después de una tormenta o de una inundación o de una batalla, y todo el mundo estaba cansado y nadie hablaba mucho. Pero yo me sentía vacía y nada bien; me sentía llena de vergüenza, con la sensación de haber obrado mal; tenía un gran ahogo y un presentimiento de que vendrían cosas malas, como esta mañana, después de los aviones. Y claro es que llegó lo malo. Llegó al cabo de tres días.

»Pablo, mientras comíamos, habló muy poco.

»—¿Te ha gustado, Pilar? —me preguntó, al fin, con la boca llena de cabrito asado. Comíamos en la posada de donde salen los autocares, y la sala estaba llena; las gentes cantaban y el servicio era escaso.

»—No —dije—. Salvo lo de don Faustino, no me gustó nada.

»—A mí me gustó —dijo Pablo.

»—¿Todo? —pregunté yo.

»—Todo —dijo, y se cortó un gran pedazo dé pan con su cuchillo y se puso a mojar la salsa—. Todo, menos lo del cura.

»—¿No te gustó el cura? —le pregunté, sabiendo que odiaba a los curas aún más que a los fascistas.

»—No, el cura me ha decepcionado —dijo Pablo tristemente.

»Había tanta gente que cantaba, que teníamos que gritar para oírnos el uno al otro.

»—¿Por qué?

»—Murió muy mal —contestó Pablo—. Tuvo muy poca dignidad.

»—¿Cómo querías que tuviese dignidad mientras la gente le daba caza? —le pregunté—. Me parece que estuvo todo el tiempo con mucha dignidad. Toda la dignidad que se puede tener en semejantes momentos.

»—Sí —dijo Pablo—; pero en el último momento tuvo miedo.

»—¿Y quién no hubiera tenido miedo? —pregunté yo—. ¿No viste con qué le golpeaban?

»—¿Cómo no iba a verlo? —preguntó Pablo—. Pero encuentro que murió muy mal.

»—En semejantes condiciones, todo el mundo hubiese muerto muy mal —le dije—. ¿Qué más quieres? Todo lo que pasó en el Ayuntamiento fue una cosa muy fea.

»—Sí —contestó Pablo—; no hubo mucha organización. Pero un cura debería haber dado ejemplo.

»—Creí que odiabas a los curas —le dije.

»—Sí —contestó Pablo, y se cortó más pan—; pero un cura español debería haber muerto bien.

»—Pienso que ha muerto bastante bien —dije yo—, para haber estado privado de toda formalidad.

»—No —dijo Pablo—; yo me he llevado un chasco. Todo el día estuve esperando la muerte del cura. Pensaba que sería el último que entrase en las filas. Lo esperaba con mucha impaciencia. Lo esperaba como una culminación. No había visto nunca morir a un cura.

»—Todavía tienes tiempo —le dije yo, irónicamente—: el Movimiento acaba de empezar hoy.

»—No —dijo él—; me siento chasqueado.

»—Ahora —dije— supongo que vas a perder la fe.

»—No lo comprendes, Pilar —dijo él—. Era un cura español.

»—¡Qué pueblo, eh, los españoles! ¡Ah, qué pueblo tan orgulloso! ¿No es así, inglés? ¡Qué pueblo!»

—Habrá que marcharse —dijo Robert Jordan. Levantó los ojos al sol—. Es casi mediodía.

—Sí —contestó Pilar—. Vamos a marcharnos ahora mismo. Pero déjame contarte lo que pasó con Pablo. Aquella misma noche me dijo: “Pilar, esta noche no vamos a hacer nada.”

»—Bueno —le dije yo—; me parece muy bien.

»—Encuentro que sería de mal gusto, después de haber matado a tanta gente.

»—¡Qué va! —dije yo—. ¡Qué santo estás hecho! ¿No sabes que he vivido muchos años con toreros, para ignorar cómo se sienten después de la corrida?

»—¿Es eso cierto, Pilar? —me preguntó.

»—¿Te he engañado yo alguna vez? —le pregunté.

»—Es cierto, Pilar. Soy un hombre acabado esta noche. ¿No te enfadas conmigo?

»—No, hombre —le dije—; pero no mates hombres todos los días, Pablo.

»Y durmió aquella noche como un bendito y tuve que despertarle al día siguiente de madrugada. Pero yo no pude dormir durante toda la noche. Me levanté y estuve sentada en un sillón. Miré por la ventana y vi la plaza, iluminada por la luna, donde habían estado las filas; y al otro lado de la plaza vi los árboles brillando a la luz de la luna y la oscuridad de su sombra. Los bancos, iluminados también por la luna; los cascos de botellas que brillaban y el borde del barranco por donde los habían arrojado. No había ruido, solamente se oía el rumor de la fuente y permanecí allí sentada, pensando que habíamos empezado muy mal.

»La ventana estaba abierta y al otro lado de la plaza, frente a la fonda, oí a una mujer que lloraba. Salí con los pies descalzos al balcón. La luna iluminaba todas las fachadas de la plaza y el llanto provenía del balcón de la casa de don Guillermo. Era su mujer. Estaba en el balcón arrodillada, y lloraba.

»Entonces volví a meterme en la habitación, volví a sentarme y no tuve ganas de pensar siquiera, porque aquél fue el día más malo de mi vida hasta que vino otro peor.

—¿Y cuál fue el otro? —preguntó María.

—Tres días después, cuando los fascistas tomaron el pueblo.

—No me lo cuentes —dijo María—. No quiero oírlo. Ya tengo bastante. Hasta demasiado.

—Ya te había advertido que no debías escuchar —dijo Pilar—. ¿No? No quería que escuchases. Ahora vas a tener pesadillas.

—No —dijo María—; pero no quiero oír más.

—Tendrás que contarme eso en otra ocasión —dijo Robert Jordan.

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