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Authors: Bertrand Russell

Tags: #Ensayo, Religión

Por qué no soy cristiano (15 page)

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El destino de Thomas Paine

Escrito en 1934

Thomas Paine, aunque prominente en dos revoluciones y casi a punto de ser ahorcado por tratar de promover una tercera, está un poco oscurecido en nuestros días. Para nuestros tatarabuelos era una especie de Satán terrenal, un infiel subversivo, rebelde contra su Dios y contra su rey. Incurrió en la viva hostilidad de tres hombres no unidos generalmente: Pitt, Robespierre y Washington. De éstos, los dos primeros trataron de darle muerte, mientras el tercero se abstuvo cuidadosamente de tomar medidas para salvar su vida. Pitt y Washington le odiaban porque era demócrata: Robespierre porque se opuso a la ejecución del rey y al reinado del Terror. Su destino fue siempre ser honrado por la oposición y odiado por los gobiernos: Washington, mientras combatía a los ingleses, hablaba de Paine en términos elogiosos; la nación francesa le colmó de honores hasta que los jacobinos subieron al poder; incluso en Inglaterra, los más prominentes estadistas liberales le protegían y le empleaban para redactar manifiestos. Tenía sus faltas, como todos los hombres; pero le calumniaron y le odiaron por sus virtudes.

La importancia histórica de Paine consiste en el hecho de que democratizó la prédica democrática. En el siglo XVIII había demócratas entre los aristócratas franceses e ingleses, entre los filósofos y los ministros no conformistas. Pero todos ellos presentaban sus especulaciones políticas en una forma destinada a atraer sólo a los educados. Paine, aunque su doctrina no era nada nuevo, era un innovador en su manera de escribir, sencilla, directa, natural, y que podría apreciar cualquier obrero inteligente. Esto le hizo peligroso; y cuando añadió la heterodoxia religiosa a sus otros crímenes, los defensores del privilegio aprovecharon la oportunidad para difamarle.

Los primeros treinta y seis años de su vida no dieron prueba de los talentos que aparecieron en sus actividades posteriores. Nació en Thetford, en 1739, de padres cuáqueros pobres, y fue educado en la escuela elemental local hasta los trece años, en que se hizo cordelero. Sin embargo, la vida tranquila no era de su agrado y a los diecisiete años trató de enrolarse en un buque corsario llamado El Terrible y cuyo capitán se llamaba Muerte. Sus padres fueron a buscarle y probablemente con ello le salvaron la vida, pues 175 hombres de una tripulación de 200 perecieron en acción. Sin embargo, un poco después, al estallar la Guerra de los Siete Años, logró embarcar en otro corsario, pero no se sabe nada de sus breves aventuras marinas. En 1758 fue empleado en Londres como cordelero y al año siguiente se casó, pero su esposa murió a los pocos meses. En 1763 se hizo oficial del resguardo, pero a los dos años le despidieron por decir que había estado realizando una inspección cuando en realidad estaba estudiando en su casa. En una gran pobreza se hizo maestro de escuela con diez chelines semanales y trató de ordenarse como anglicano. De aquella medida desesperada le salvó el que le repusieran como oficial del resguardo en Lewes, donde se casó con una cuáquera, de la cual, por razones que se desconocen, se separó formalmente en 1774. En aquel año perdió de nuevo su empleo por organizar una petición de aumento de sueldo. Vendiendo todo lo que tenía pudo pagar sus deudas y dejar algo para su esposa, pero él se vio de nuevo reducido a la miseria.

En Londres, donde estaba tratando de presentar al Parlamento la petición de los oficiales del resguardo, conoció a Benjamín Franklin, que le consideró bien. El resultado fue que, en octubre de 1774, se embarcó para América, provisto de una carta de recomendación de Franklin que le describía como «un joven de mérito y de ingenio». En cuanto llegó a Filadelfia demostró su habilidad como escritor y casi inmediatamente se hizo director de un periódico.

Su primera publicación, en marzo de 1775, fue un vigoroso artículo contra la esclavitud y la trata de esclavos, de la cual, a pesar de lo que dijeran algunos de sus amigos americanos, fue siempre un enemigo insobornable. Al parecer, en parte debido a esta influencia, Jefferson insertó en el borrador de la Declaración de la Independencia el pasaje acerca del tema que más tarde fue suprimido. En 1775, la esclavitud existía aún en Pennsylvania; fue abolida en dicho estado por una Ley de 1780, cuyo preámbulo escribió Paine, según la creencia general.

Paine fue uno de los primeros, ya que no el primero, en patrocinar la libertad completa de los Estados Unidos. En octubre de 1775, cuando incluso los que luego firmaron la Declaración de Independencia esperaban aún algún arreglo con el gobierno inglés, escribió:

No vacilo un momento en creer que el Todopoderoso separará finalmente América de Inglaterra. Llámese Independencia o lo que sea, si es la causa de Dios y de la humanidad seguirá adelante. Y cuando el Todopoderoso nos haya bendecido, haciéndonos un pueblo dependiente sólo de sí mismo, entonces nuestra primera gratitud se demostrará mediante un acto de legislación continental, que pondrá fin a la importación de esclavos negros, aliviará la dura suerte de los que ya están aquí y con el tiempo les procurará la libertad.

En aras de la libertad —la libertad frente a la monarquía, la aristocracia, la esclavitud y toda especie de tiranía—, Paine defendió la causa de América.

Durante los años más difíciles de la Guerra de la Independencia pasó sus días combatiendo y sus noches componiendo manifiestos que se publicaban con la firma de «Sentido Común». Estos manifiestos tuvieron un éxito enorme y ayudaron materialmente a ganar la guerra. Después que los ingleses quemaron las ciudades de Falmouth, en Maine, y Norfolk, en Virginia, Washington escribió a un amigo (31 de enero de 1776):

Unos cuantos mal fogosos argumentos como los exhibidos en Falmouth y Norfolk, añadidos a la sana doctrina e incontestable razonamiento contenido en el folleto Sentido Común, no dejarán a nadie indeciso acerca de lo conveniente que es la separación.

La obra estaba llena de lugares comunes y ahora sólo tiene un interés histórico, pero en ella hay frases que son aún elocuentes. Después de indicar que la contienda no era sólo con el Rey, sino también con el Parlamento, dice: «No hay corporación más celosa de sus privilegios que los Comunes: porque los venden». En aquella época era imposible negar la justicia de este dicterio.

Hay vigorosos argumentos en favor de una república y una triunfante refutación de la teoría de que la monarquía evita la guerra civil. «La monarquía y la sucesión —dice, después de un breve resumen de historia inglesa—, han cubierto el mundo de sangre. Es una forma de gobierno contraria a la palabra de Dios y bañada en sangre». En diciembre de 1776, en un momento en que la guerra era adversa, Paine publicó un folleto llamado «La Crisis», que comenzaba:

Éstas son las épocas que ponen a prueba el alma de los hombres. El patriota y el soldado de las buenas épocas, en esta crisis, no quieren servir al país; pero el que lo sirve en estos momentos merece el amor y el agradecimiento del hombre y de la mujer.

Este ensayo fue leído a las tropas y Washington expresó a Paine un «vivo sentir de la importancia de sus obras». Ningún otro escritor era tan leído en América y podría haber ganado grandes sumas con su pluma, pero siempre se negó a aceptar dinero por lo que escribía. Al final de la guerra de la Independencia era universalmente respetado en los Estados Unidos, pero pobre aún; sin embargo, la legislatura de un estado le votó una suma de dinero, y otro estado le otorgó una finca, de modo que tenía perspectivas de pasar cómodamente el resto de su vida. Se podía esperar que se entregase a la respetabilidad característica de los revolucionarios que han triunfado. Dedicó su atención a la ingeniería y demostró la posibilidad de puentes de hierro más largos de los que hasta entonces se habían considerado posibles. Los puentes de hierro le condujeron a Inglaterra, donde fue amistosamente recibido por Burke, el Duque de Portland y otros liberales notables. Expuso en Paddington un gran modelo de su puente de hierro; fue felicitado por ingenieros eminentes y parecía que iba a pasar el resto de sus años como inventor.

Sin embargo, Francia estaba también interesada en los puentes de hierro. En 1788 hizo una visita a París para discutirlos con Lafayette y someter sus planes a la Académie des Sciences, la cual después de la debida demora, informó favorablemente. Cuando cayó la Bastilla, Lafayette decidió regalar la llave de la prisión a Washington y confió a Paine la tarea de llevarla a través del Atlántico. Sin embargo, Paine se quedó en Europa retenido por los asuntos de su puente. Escribió una larga carta a Washington, informándole que encontraría a alguien que ocupase su lugar para transportar «este temprano trofeo del botín del despotismo y los primeros frutos maduros de los principios americanos transplantados a Europa». Dice luego: «No tengo la menor duda del triunfo final y completo de la Revolución Francesa» y «He construido un puente (un solo arco) de una longitud de ciento diez pies, y cinco pies de altura desde la cuerda del arco».

Durante un tiempo, el puente y la revolución quedaron equilibrados en su interés, pero gradualmente venció la revolución. Con la esperanza de despertar un movimiento en Inglaterra escribió los
Derechos del Hombre
, sobre cuya obra descansa principalmente su fama de demócrata.

Esta obra, considerada grandemente subversiva durante la reacción antijacobina, asombraría a un lector moderno por su templanza y su sentido común. Es, principalmente, una respuesta a Burke, y trata detenidamente de los acontecimientos contemporáneos en Francia. La primera parte fue publicada en 1791, la segunda en febrero de 1792; por lo tanto, entonces no había necesidad de disculpar a la Revolución. Hay poca declamación acerca de los Derechos Naturales, y una gran cantidad de sensatez acerca del gobierno inglés. Burke había afirmado que la revolución de 1688 obligaba eternamente a los ingleses a someterse a los soberanos de acuerdo con la ley de sucesión de la casa de Hannover. Paine mantiene que es imposible atar a la posteridad y que las instituciones deben ser revisadas de vez en cuando.

Los gobiernos, dice, «pueden estar todos comprendidos bajo tres encabezamientos. Primero: Superstición; segundo; Poder; tercero: el común Interés de la sociedad y los derechos comunes del hombre. El primero era el gobierno del clero, el segundo el de los conquistadores, el tercero el de la razón». Los dos primeros se amalgamaban: «La llave de San Pedro y la llave del Tesoro se confundían y la multitud burlada adoraba la invención». Sin embargo, tales observaciones generales son raras. El grueso de la obra consiste, primero, en historia francesa desde 1789 a fines de 1791, y después, en una comparación de la Constitución Británica con la decretada en Francia en 1791, con ventaja, claro está, de la última. Hay que recordar que, en 1791, Francia era aún una monarquía. Paine era republicano y no lo ocultaba, pero no lo puso mucho de manifiesto en los
Derechos del Hombre
.

Con excepción de algunos cortos pasajes, la apelación de Paine era al sentido común. Criticaba las finanzas de Pitt, como hizo Cobbett más tarde, con razones que deberían haber sido escuchadas por cualquier Ministro de Hacienda; comparaba la combinación de un pequeño fondo de amortización con vastos préstamos con poner a un hombre con una pata de palo a cazar una liebre: cuanto más corran, más lejos estará el uno de la otra. Habla de la «fosa común del papel moneda», una frase típica del estilo de Cobbett. En realidad, sus escritos financieros fueron los que convirtieron en admiración la primitiva hostilidad de Cobbett. Su objeción al principio hereditario, que horrorizó a Burke y a Pitt, es ahora común entre los políticos, incluso Hitler y Mussolini. Tampoco su estilo es insultante en forma alguna: es claro, vigoroso y directo, pero no tan ofensivo como el de sus contrarios.

Sin embargo, Pitt decidió inaugurar su reinado del terror procesando a Paine y suprimiendo los
Derechos del Hombre
. Según su nieta, Lady Chester Stanhope, «solía decir que Tom Paine tenía razón, pero luego añadía: ¿Qué voy a hacer? Tal como están las cosas, si yo fomentase las opiniones de Tom Paine tendríamos una revolución sangrienta». Paine replicó al proceso con el desprecio y con arengas fogosas. Pero se estaban realizando las matanzas de septiembre y los conservadores ingleses reaccionaban con creciente fiereza. El poeta Blake —que tenía más ciencia mundana que Paine—, le convenció de que, si se quedaba en Inglaterra, le ahorcarían. Huyó a Francia, unas horas antes de que fueran a buscarle en Londres los oficiales encargados de detenerlo, y veinte minutos antes en Dover, donde las autoridades le dejaron pasar, porque daba la casualidad de que tenía una reciente carta de Washington.

Aunque Inglaterra y Francia no estaban aún en guerra, Dover y Calais pertenecían a mundos distintos. Paine, que había sido elegido ciudadano francés honorario, fue enviado a la Convención por tres distritos electorales distintos, de los cuales Calais, que ahora le saludaba, era uno. «Cuando el paquebote zarpa, las baterías lanzan una salva a modo de saludo, y en la costa resuenan los vítores. Cuando el representante de Calais pisa el suelo de Francia, los soldados le abren paso, los oficiales le abrazan, le presentan la escarapela nacional…». Y así, a través de la usual serie francesa de lindas damas, alcaldes, etc.

Llegado a París, procedió con más espíritu público que prudencia. Esperaba —a pesar de las matanzas— que hubiera una revolución moderada y de orden, como la que había ayudado a hacer en América. Se hizo amigo de los girondinos, se negó a pensar mal de Lafayette (entonces en desgracia), y continuó, como americano, expresando su gratitud a Luis XVI por la parte que había tomado en la liberación de los Estados Unidos. Al oponerse a la ejecución del rey hasta el último momento, incurrió en la hostilidad de los jacobinos. Primero fue expulsado de la Convención y luego encarcelado como extranjero; permaneció en la prisión durante todo el período en que Robespierre estuvo en el poder y algunos meses más. La responsabilidad sólo fue en parte de los franceses; el ministro americano, Gouverneur Morris, era igualmente culpable. Éste era un federalista y estaba del lado de Inglaterra, frente a Francia; tenía además una cuenta personal antigua con Paine porque éste había descubierto la corrupción de un amigo del ministro durante la Guerra de la Independencia. Adoptó el criterio de que Paine no era americano y que, por lo tanto, no podía hacer nada por él. Washington, que estaba negociando secretamente el tratado Jay con Inglaterra, no sentía el tener a Paine en una situación en la cual no podría ilustrar al gobierno francés en cuanto a la opinión reaccionaria en América. Paine se salvó de la guillotina por accidente, pero estuvo a punto de morir de enfermedad. Por fin Morris fue reemplazado por Monroe (el de la «Doctrina»), que inmediatamente procuró su liberación, lo llevó a su casa, y le restableció la salud mediante dieciocho meses de cuidados y bondades.

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