Todo el mundo sabe cómo George Eliot enseñó a F. W. H. Myers que no hay Dios, y que, sin embargo, debemos ser buenos. George Eliot, en esto, es el tipo de librepensador protestante. Se puede decir, hablando en sentido general, que a los protestantes les gusta ser buenos y han inventado la teología con el fin de serlo, mientras que a los católicos les gusta ser malos y han inventado la teología con el fin de que sus vecinos sean buenos. De ahí el carácter social del catolicismo y el carácter individual del protestantismo. Jeremy Bentham, un típico librepensador protestante, consideraba que el mayor de los placeres es el placer de la autoaprobación. Por lo tanto, no se sentía inclinado a comer o a beber con exceso, a vivir relajadamente, o a robar a su vecino, porque ninguna de estas cosas le habría dado ese exquisito placer que compartía con Jack Horner, pero no con tanta facilidad, ya que tuvo que renunciar para ello al pastel de Navidad. En Francia, por el contrario, la moralidad ascética fue la que se quebrantó primero; la duda teológica vino después, y como una consecuencia. Esta distinción es probablemente nacional más que de credos.
La relación entre religión y moral merece un estudio geográfico imparcial. Recuerdo que en Japón hallé una secta budista en la cual el sacerdocio era hereditario. Yo pregunté cómo era así, ya que generalmente los sacerdotes budistas son célibes; nadie me informó, pero al fin hallé los hechos en un libro. Al parecer, la secta había comenzado con la doctrina de la justificación por la fe, y había deducido que mientras la fe se mantuviese pura, el pecado carecía de importancia; por consiguiente, el sacerdocio decidió pecar, pero el único pecado que les tentaba era el matrimonio. Desde aquel día, hasta la fecha, los sacerdotes de la secta vivieron vidas impecables, pero se casaron. Quizás si a los norteamericanos se les pudiera hacer creer que el matrimonio es un pecado, no sintieran ya la necesidad del divorcio. Quizás la esencia de un prudente sistema social es llamar «pecado» a varios actos inofensivos, pero tolerar a los que los cometen. Yo he tenido que hacer esto al tratar con los niños. Todo niño desea en un tiempo ser travieso, y, si se le ha educado racionalmente, sólo puede satisfacer el impulso a la travesura mediante algún acto realmente dañino, mientras que si se le ha enseñado que es malo jugar a las cartas en domingo, o, alternativamente, comer carne el viernes, puede satisfacer el impulso de pecar sin hacer daño a nadie. Yo no digo que en la práctica actúe guiándome por este principio; sin embargo, el caso de la secta budista de que hablé sugiere ahora que podría ser prudente el hacerlo.
No sirve de nada insistir con demasiada rigidez en la distinción que hemos estado tratando de hacer entre librepensadores protestantes y católicos; por ejemplo, los enciclopedistas y filósofos de fines del siglo XVIII eran tipos protestantes, y a Samuel Butler debo considerarlo, aunque con cierta vacilación, como un tipo católico. La principal distinción que uno advierte es que en el tipo protestante la desviación de la tradición es principalmente intelectual, mientras que en el tipo católico es principalmente práctica. El típico librepensador protestante no tiene el menor deseo de hacer nada que no aprueben sus vecinos, aparte de su defensa de las opiniones heréticas.
Home Life with Herbert Spencer
, (uno de los libros más deliciosos que existen), menciona la común opinión que merecía dicho filósofo: «De él no se puede decir nada, aparte de que tiene una buena moral». No se les habría ocurrido a Spencer, a Bentham, a los Mills, o a cualquiera de los otros librepensadores británicos que mantenían en sus obras que el placer es el fin de la vida; no se les habría ocurrido, digo, a ninguno de aquellos hombres, buscar el placer en sí, mientras que un católico que hubiera llegado a la misma conclusión se habría dedicado a vivir de acuerdo con sus ideas. Hay que decir que en este aspecto el mundo cambia. El librepensador protestante del presente puede tomarse libertades tanto en el pensamiento como en la acción, pero esto es sólo un síntoma de la decadencia general del protestantismo. Antiguamente, el librepensador protestante habría sido capaz de decidirse en abstracto en favor del amor libre y, sin embargo, vivir toda su vida en estricto celibato. Opino que el cambio es de lamentar. Las grandes épocas y los grandes individuos han surgido del derrumbamiento de un sistema rígido: el sistema rígido ha dado la disciplina y coherencia necesarias, mientras que su derrumbamiento ha liberado la necesaria energía. Es un error suponer que las admirables consecuencias logradas en el primer momento del derrumbamiento pueden continuar indefinidamente. Sin duda el ideal es una cierta rigidez de acción, más una cierta plasticidad de pensamiento, pero esto es difícil de lograr en la práctica excepto durante los breves períodos de transición. Y parece probable que, si las viejas ortodoxias decaen, surjan nuevos códigos rígidos de las necesidades de conflicto. Habrá bolcheviques ateos en Rusia que arrojarán dudas acerca de la divinidad de Lenin, e inferirán que no es malo amar a los propios hijos. Habrá en China ateos del Kuomintang que tendrán sus reservas acerca de Sun Yat-Sen y un escaso respeto por Confucio. Yo temo que la decadencia del liberalismo haga cada vez más difícil a los hombres la no adhesión a un credo combatiente. Probablemente, las diversas clases de ateos tendrán que unirse en una sociedad secreta y volver a los métodos inventados por Bayle en su diccionario. Hay, de todos modos, el consuelo, de que la persecución de la opinión tiene un admirable efecto sobre el estilo literario.
Escrito en 1925
Nuestra imagen de la Edad Media, quizás más que la de otros períodos, ha sido falsificada de acuerdo con nuestros prejuicios. Unas veces la pintura ha sido demasiada negra, otras demasiado rosa. El siglo XVIII, que no dudaba de sí, consideraba la época medieval como meramente bárbara: para Gibbon, los hombres de aquellos días fueron nuestros «rudos antepasados». La reacción contra la Revolución Francesa produjo la admiración romántica del absurdo, basada en la experiencia de que la razón conducía a la guillotina. Esto engendró una glorificación de la supuesta «edad de la caballería», popularizada entre la gente de habla inglesa por Sir Walter Scott. El muchacho o la muchacha medios probablemente están aún dominados por el concepto romántico de la Edad Media: él o ella imaginan un período en que los caballeros llevaban armaduras, embrazaban lanzas, decían «Válgame Dios» o «Voto a bríos» e invariablemente eran corteses o iracundos; cuando todas las damas eran bellas y desgraciadas, pero seguramente se las salvaba al final de la historia. Hay un tercer concepto, completamente diferente, aunque, como el segundo, admira la Edad Media: es el concepto eclesiástico engendrado por antipatía a la Reforma. En este caso, el énfasis se pone en la piedad, la ortodoxia, la filosofía escolástica y la unificación de la Cristiandad por medio de la Iglesia. Como el concepto romántico, es una reacción contra la razón, pero una reacción menos cándida, que se envuelve en formas de razón, y apela a un gran sistema de pensamiento que dominó el mundo en un tiempo y puede dominarlo aún.
En todos estos criterios hay elementos de verdad: la Edad Media fue ruda, fue caballeresca, fue piadosa. Pero, si deseamos ver un período realmente, no debemos contrastarlo con el nuestro, ya sea en ventaja o desventaja debemos verlo tal como lo vieron los que vivieron en él. Sobre todo, tenemos que recordar que, en toda época la mayoría de la gente es gente ordinaria, preocupada con el pan de cada día más que con los grandes temas de que tratan los historiadores. Esos ordinarios mortales están retratados por Miss Eileen Power en un libro delicioso,
Medieval People
, que va desde el tiempo de Carlomagno al de Enrique VII. La única persona eminente de su galería es Marco Polo; las otras cinco son individuos más o menos oscuros, cuyas vidas han sido reconstruidas mediante los documentos que han sobrevivido. La caballería, que era un asunto aristocrático, no aparece en estos anales democráticos; los campesinos y los mercaderes británicos dan muestras de piedad, pero ésta no se aprecia tanto en los círculos eclesiásticos; y todos son mucho menos bárbaros de lo que se habría esperado en el siglo XVIII. Hay, sin embargo, en favor del criterio «bárbaro», el notable contraste entre el arte veneciano anterior al Renacimiento y el arte chino del siglo XIV. Se reproducen dos cuadros: uno de ellos es la ilustración veneciana del embarque de Marco Polo, el otro un paisaje chino de dicho siglo, obra de Chao Meng-Fu. Miss Power dice: «El paisaje de Chao Meng-Fu es evidentemente la obra de una civilización desarrollada y el otro cuadro un exponente de una civilización ingenua y casi infantil». Todos los que los comparen tienen que estar de acuerdo.
Otro libro reciente,
The Waning of the Middle Ages
, por el profesor Huizinga, de Leiden, nos da un cuadro extraordinariamente interesante de los siglos XIV y XV en Francia y en Flandes. En dicho libro, la caballería recibe la atención debida, no desde el punto de vista romántico, sino como un juego complicado que las clases superiores inventaron para aliviar el intolerable tedio de sus vidas. Una parte esencial de la caballería era el curioso concepto del amor, como algo que era agradable dejar insatisfecho. «Cuando, en el siglo XII, el deseo insatisfecho fue colocado por los trovadores provenzales en el centro del concepto poético del amor, se efectuó un cambio importante en la historia de la civilización. La poesía galante… convierte el deseo en motivo esencial, y de este modo crea un concepto negativo del amor». Y, de nuevo:
La existencia de una clase superior cuyos conceptos intelectuales y morales están entronizados en un
ars amandi,
es un hecho bastante excepcional en la historia. En ninguna otra época, el ideal de civilización se amalgama hasta tal grado con el del amor. Como el escolasticismo representa el gran esfuerzo del espirita medieval de reunir el pensamiento filosófico en un solo centro, así la teoría del amor cortesano, en una esfera menos elevada, tiende a comprender todo lo perteneciente a la vida noble.
Una gran parte de la Edad Media puede interpretarse como un conflicto entre las tradiciones romanas y germánicas: en un lado, la Iglesia y, en el otro, el Estado; en un lado, la teología y la filosofía y, en el otro, la caballería y la poesía; en un lado, la ley y, en el otro, el placer, la pasión y todos los anárquicos impulsos de los hombres obstinados. La tradición romana no era la de las grandes épocas de Roma, era la de Constantino y Justiniano; pero, aun así, contenía algo de lo que necesitan las naciones turbulentas, y sin lo cual la civilización no habría podido emerger nuevamente del oscurantismo. Como los hombres eran fieros, sólo podían ser contenidos mediante una gran severidad: se empleó el terror hasta que perdió su efecto por la familiaridad. Después de describir la Danza de la Muerte, un tema favorito del arte medieval del último período, en la cual los esqueletos bailan con los vivos, el doctor Huizinga pasa a hablar del cementerio de los Inocentes de París, donde los contemporáneos de Villon se paseaban por gusto:
Los cráneos y los huesos estaban amontonados en los osarios que se hallaban a lo largo de los claustros que cerraban la tierra por tres lados, y estaban abiertos a los ojos de todos predicando esta lección de igualdad… Bajo los claustros, la danza de la muerte mostraba sus imágenes y sus estrofas. No había lugar más adecuado para la figura simiesca de la muerte sonriente que arrastraba al papa y al emperador, al monje y al bufón. El Duque de Berry, que deseaba ser enterrado allí, hizo que esculpieran en la puerta de la iglesia la historia de los tres vivos y de los tres muertos. Un siglo después, esta exhibición de los símbolos funerales fue completada por una gran estatua de la Muerte, ahora en el Louvre y el único resto de todo ello. Tal era el lugar que los parisienses del siglo XV frecuentaban como una especie de lúgubre contrapartida del Palais Royal de 1789. Día tras día, una multitud de gente recorría los claustros mirando las figuras y leyendo los sencillos versos, que les recordaban el cercano fin. A pesar de los incesantes entierros y exhumaciones que se efectuaban allí, era un punto de reunión del público. Ante los osarios se levantaban puestos y las prostitutas se paseaban bajo los claustros. Una reclusa estaba emparedada en uno de los costados de la iglesia. Los frailes venían a predicar y allí se organizaban procesiones… Incluso se celebraban banquetes. Hasta tal punto lo horrible se había hecho familiar.
Como podría esperarse del amor a lo macabro, la crueldad era uno de los mayores placeres del populacho. Mons compró un bandido, con el solo fin de verlo torturar, «con lo cual el pueblo se regocijó más que si un nuevo cuerpo santo hubiera resucitado entre los muertos». En 1488 algunos de los magistrados de Brujas, acusados de traición, fueron torturados repetidamente en la plaza del mercado, con gran delectación del pueblo. Pidieron que los matasen, pero la petición fue denegada, dice el doctor Huizinga, «para que el pueblo pudiera gozar de nuevo con sus tormentos».
Quizás, después de todo, debe decirse algo acerca del criterio del siglo XVIII.
El doctor Huizinga tiene algunos capítulos muy interesantes sobre el arte de fines de la Edad Media. El primor de la pintura no estaba igualado en la arquitectura y la escultura, que se hicieron floridas por el amor a la magnificencia asociado con la pompa feudal. Por ejemplo, cuando el Duque de Borgoña empleó a Sluter para que hiciera un complicado Calvario en Champmol, las armas de Borgoña y de Flandes aparecieron en los brazos de la Cruz. Lo que es aun más sorprendente es que la figura de Jeremías que formaba parte del grupo, ¡llevase unos anteojos sobre la nariz! El autor traza un patético cuadro de un gran artista dominado por un patrón positivista y luego lo destroza al sugerir que quizás «Sluter consideraba que los anteojos de Jeremías eran un feliz hallazgo». Miss Power menciona un hecho igualmente sorprendente; que, en el siglo XIII, un Bowdler italiano, superando a Tennyson en refinamiento Victoriano, publicó una versión de las leyendas de Arturo que omitía toda referencia a los amores de Lanzarote y Ginebra. La historia está llena de cosas raras; por ejemplo, que un jesuita japonés fue martirizado en Moscú en el siglo XVI. Yo desearía que algún historiador erudito escribiera un libro llamado «Hechos que me han asombrado». En tal libro, los anteojos de Jeremías y el Bowdler italiano tendrían indudablemente un lugar.