¿Por qué leer los clásicos? (15 page)

BOOK: ¿Por qué leer los clásicos?
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Sin duda los personajes de
Cándido
parecen hechos de goma: Pangloss se pudre de sífilis, lo cuelgan, lo encadenan al remo de una galera, y lo encontramos siempre vivo y robusto. Pero sería un error decir que Voltaire flota por encima de los sufrimientos: ¿qué otro novelista tiene el coraje de hacer que la heroína, que al principio es «viva de color, fresca, apetitosa», reaparezca transformada en una Cunegunda «oscurecida, los ojos legañosos, el pecho chato, las mejillas arrugadas, los brazos rojos y agrietados».

En este punto nos percatamos de que nuestra lectura de
Cándido
, que quería ser absolutamente exterior, «en superficie», nos ha conducido al centro de la «filosofía», de la visión del mundo de Voltaire. Que no ha de reconocerse solamente en la polémica con el optimismo providencialista de Pangloss: mirándolo bien, el mentor que acompaña durante más tiempo a Cándido no es el infortunado pedagogo leibnitziano, sino el «maniqueo» Martín, que se inclina a ver en el mundo sólo las victorias del diablo; y si Martín sostiene la posición del anti-Pangloss, no se puede decir que sea él quien gane la partida. Vano —dice Voltaire— es buscar una explicación metafísica del mal, como hacen el optimista Pangloss y el pesimista Martín, porque ese mal es subjetivo, indefinible y no mensurable; el credo de Voltaire es antifinalista, es decir, si su Dios tiene una finalidad, será una finalidad inescrutable; no existe un plan del universo o, si existe, corresponde a Dios conocerlo y no al hombre; el «racionalismo» de Voltaire es una actitud ética y voluntarista que se dibuja sobre un fondo teológico tan incompatible con el hombre como el de Pascal.

Si este torneo de desastres puede ser contemplado con una sonrisa a flor de labios es porque la vida humana es rápida y limitada; siempre hay alguien que puede considerarse más desafortunado que nosotros; y suponiendo que no tuviera nada de qué quejarse, que dispusiera de todo lo que la vida puede dar de bueno, terminaría como el señor Pococurante, senador veneciano, siempre con su aire de disgusto, encontrando defectos donde no debería hallar más que motivos de satisfacción y de admiración. El verdadero personaje negativo del libro es él, el aburrido Pococurante; en el fondo Pangloss y Martín, aun dando a preguntas vanas respuestas insensatas, se debaten entre las aflicciones y los riesgos que son la sustancia de la vida.

La humilde vena de sabiduría que aflora en el libro a través de portavoces marginales como el anabaptista Jacques, el anciano inca, y ese
savant
parisiense que se parece mucho al autor, se expresa al final por boca del derviche en la famosa moral de «cultivar nuestro jardín». Moral muy reductiva, es cierto, que debe entenderse ante todo en su significado intelectual antimetafísico: no debes plantearte otros problemas que los que puedas resolver en la práctica directa. Y en su significado social: primera afirmación del trabajo como sustancia de todo valor. Hoy la exhortación
«il faut cultiver notre jardin»
suena a nuestros oídos cargada de connotaciones egoístas y burguesas: por lo menos fuera de tono si la confrontamos con nuestras preocupaciones y angustias. No es un azar que se enuncie en la última página, casi fuera ya de este libro en el que el trabajo aparece sólo como condena y donde los jardines son regularmente devastados: también ésta es una utopía, no menos que la de los incas: la voz de la «razón» en
Cándido
es absolutamente utópica. Pero tampoco es un azar que sea la frase de
Cándido
que ha gozado de más fortuna, hasta el punto de haber llegado a ser proverbial. No debemos olvidar el radical cambio epistemológico y ético que marcaba esta enunciación (estamos en 1759, exactamente treinta años antes de la toma de la Bastilla): el hombre juzgado no ya en su relación con un bien y un mal trascendentes, sino por lo poco o mucho que puede hacer. Y de ahí derivan tanto una moral del trabajo estrechamente «productivista», en el sentido capitalista de la palabra, como una moral del empeño práctico, responsable, concreto, sin el cual no hay problemas generales que puedan resolverse. De ahí parten, en una palabra, las verdaderas opciones del hombre de hoy.

[1974]

Denis Diderot,
Jacques el fatalista

El lugar ocupado por Diderot entre los padres de la literatura contemporánea sigue aumentando, sobre todo por mérito de su antinovela-metanovela-hipernovela
Jacques el fatalista y su amo
, cuya riqueza y carga de novedad nunca se terminarán de explorar.

Empecemos por decir que, invirtiendo lo que ya entonces era la tentativa principal de cualquier novelista —hacer olvidar al lector que está leyendo un libro para que se abandone a la historia narrada como si la estuviera viviendo—, Diderot pone en primer plano la disputa entre el autor que está contando su historia y el lector que no espera sino escucharla: la curiosidad, las decepciones, las protestas del lector y las intenciones, las polémicas, las arbitrariedades del autor cuando decide los avatares de la historia, forman un diálogo que es el marco del diálogo de los dos protagonistas, marco a su vez de otros diálogos...

Transformar la relación del lector con el libro de aceptación pasiva en constante planteo de discusión o directamente en ducha escocesa que mantenga despierto el espíritu crítico: ésta es la operación con la que Diderot se anticipa en dos siglos a lo que Brecht quiso hacer con el teatro. Con la diferencia de que Brecht lo hará en función de sus pretensiones didascálicas precisas, mientras que Diderot sólo parecería querer aniquilar cualquier partido que se tome.

Debe decirse que Diderot juega con el lector un poco como el gato con el ratón, abriéndole delante de cada nudo de la historia el abanico de las diversas posibilidades, dejándolo casi en libertad de escoger la continuación que más le agrade, para decepcionarlo después descartando todas salvo una, que es siempre la menos «novelesca». Aquí Diderot se adelanta a la idea de «literatura potencial» cara a Queneau, pero también un poco la desmiente; en realidad Queneau, pondrá a punto un modelo de
relato a vuestro gusto
, en el que parecen resonar las invitaciones de Diderot al lector para que él escoja la continuación; pero en realidad Diderot quería demostrar que la historia no podía ser más que una. (Lo cual correspondía, como se verá, a una opción filosófica precisa.) Obra que escapa a toda regla y a toda clasificación,
Jacques el fatalista
es una especie de piedra de toque para poner a prueba un buen número de definiciones acuñadas por los teóricos de la literatura. El esquema del «relato diferido» (Jacques empieza a contar la historia de sus amores y, entre interrupciones, divagaciones y otras historias traídas a colación, sólo termina al final del libro), articulado en numerosos
emboîtements
de un relato en otro («relato-cajonera»), no es dictado solamente por el gusto de lo que Bajtin llamará «relato polifónico» o «menipeo» o «rabelesiano»: para Diderot es la única imagen verdadera del mundo viviente, que nunca es lineal, estilísticamente homogéneo, pero cuyas coordinaciones, aunque discontinuas, revelan siempre una lógica.

No se puede omitir aquí la influencia de
Tristram Shandy
de Sterne, novedad explosiva de aquellos años en el plano de la forma literaria y de la actitud hacia las cosas del mundo, ejemplo de una narración libre y divagante en las antípodas del gusto francés del siglo XVIII. La anglofilia literaria siempre ha sido un estímulo vital para las literaturas del continente; Diderot hizo de ella su bandera en la cruzada por la «verdad» expresiva. Los críticos han señalado frases y episodios que de la novela de Sterne pasaron a
Jacques;
y el mismo Diderot, para demostrar lo poco que le importaban las acusaciones de plagio, declara en una de las escenas finales que la ha copiado del
Shandy
. En realidad alguna página suelta tomada o parafraseada no quiere decir mucho: en sus grandes líneas
Jacques
, historia picaresca de un vagabundeo a caballo de dos personajes que cuentan y escuchan y viven varias aventuras, es muy diferente de
Shandy
, que borda sobre episodios caseros de un grupo de familiares y coterráneos, especialmente sobre los detalles grotescos de un parto o sobre las primeras desventuras de un niño. El parentesco entre las dos obras debe buscarse en un nivel más profundo: el verdadero tema de una y otra es la concatenación de las causas, el inextricable conjunto de circunstancias que determinan todo acontecimiento, aunque sea mínimo, y que desempeña para los modernos el papel del Destino.

En la poética de Diderot no cuenta tanto la originalidad como el hecho de que los libros se respondan, se combatan, se completen recíprocamente: en el conjunto del contexto cultural es donde cada operación del escritor adquiere sentido. El gran regalo que Sterne hace no sólo a Diderot sino a la literatura mundial, que después desembocaría en el filón de la ironía romántica, es el tono desenvuelto, el desahogo de humores, las acrobacias de la escritura.

Y recordemos que un gran modelo declarado tanto por Sterne como por Diderot era la obra maestra de Cervantes; pero la herencia que de ella extraen es diferente; uno valiéndose de la feliz maestría inglesa para crear personajes plenamente caracterizados en la singularidad de unos pocos trazos caricaturescos, el otro recurriendo al repertorio de las aventuras picarescas de posada y de camino real en la tradición del
roman comique
.

Jacques, el servidor, el escudero, es el primero —ya en el título— precediendo al amo y al caballero (de quien no se sabe ni siquiera el nombre, como si sólo existiera en función de Jacques, en cuanto
son maître;
y como personaje es también más descolorido). Que las relaciones entre los dos sean las de amo y servidor es seguro, pero son también las de dos amigos sinceros: las relaciones jerárquicas aún no están en tela de juicio (la Revolución francesa tardará todavía diez años por lo menos), pero se han vaciado desde dentro. Es Jacques quien toma todas las decisiones importantes; y cuando el amo se vuelve imperioso, puede incluso negarse a obedecer, pero hasta cierto punto y no más. Diderot describe un mundo de relaciones humanas basadas en las influencias recíprocas de las cualidades individuales que, sin suprimir los papeles sociales, no se dejan aplastar por éstos: un mundo que no es de utopía ni de denuncia de los mecanismos sociales, pero que está como visto por transparencia en una situación de transición.

(Lo mismo puede decirse de las relaciones entre los sexos: Diderot es «feminista» por actitud natural, no por haber tomada partido: la mujer está para él en el mismo plano moral e intelectual que el hombre, así como en el derecho a una felicidad de los sentimientos y de los sentidos. Y aquí la diferencia con
Tristram Shandy
, alegre y obstinadamente misógino, es inmensa.) En cuanto al «fatalismo» del que Jacques se hace portavoz (todo lo que sucede estaba escrito en el cielo), vemos que, lejos de justificar resignación o pasividad, lleva a Jacques a demostrar siempre espíritu de iniciativa y a no darse jamás por vencido, mientras que el amo, que parece inclinarse más por el libre arbitrio y la voluntad individual, tiende a desalentarse y a dejarse llevar por los acontecimientos. Como diálogos filosóficos, los de ellos son un poco rudimentarios, pero algunas alusiones dispersas remiten a la idea de necesidad de Spinoza y Leibniz. Contra Voltaire, que se las toma con Leibniz en
Cándido o el optimismo
, Diderot en
Jacques el fatalista
parece tomar partido por Leibniz y más aún por Spinoza, que sostenía la racionalidad objetiva de un mundo único, geométricamente ineluctable. Si para Leibniz este mundo era uno entre los muchos posibles, para Diderot el único mundo posible es éste, sea bueno o malo (más aún, es mezcla siempre de malo y de bueno) y la conducta del hombre, sea bueno o malo (más aún, es siempre mezcla él también) vale en la medida en que es capaz de responder al conjunto de circunstancias en que se encuentra. (También con la astucia, el engaño, la ficción ingeniosa; véanse las «novelas dentro de la novela» insertadas en
Jacques
: las intrigas de Madame de La Pommeraye y del padre Hudson, que escenifican en la vida una calculada ficción teatral. Estamos muy lejos de Rousseau, que exaltaba la bondad y la sinceridad en la naturaleza y en el hombre de naturaleza.)

Diderot había intuido que de las concepciones del mundo más rígidamente deterministas puede extraerse justamente una carga propulsora de la libertad individual, como si voluntad y libre elección pudieran ser eficaces sólo si se abren paso en la dura piedra de la necesidad. Esto había sido verdadero en las religiones que más encumbraban la voluntad de Dios por encima de la del hombre, y será verdadero también durante los dos siglos que sucederán al de Diderot y que verán afirmarse nuevas teorías tendencialmente deterministas en la biología, en la economía y la sociedad, en la psique. Hoy podemos decir que ellas han abierto el camino a libertades reales precisamente por haber establecido la conciencia de la necesidad, mientras que voluntarismos y activismos no han conducido más que a desastres.

Sin embargo no se puede decir en modo alguno que
Jacques el fatalista
«enseñe» o «demuestre» esto o aquello. No hay un punto teórico fijo que concuerde con las mudanzas y los caracoleos de los héroes de Diderot. Si en dos ocasiones el caballo toma a Jacques de la mano y lo conduce a una colina donde se han levantado dos horcas, y una tercera vez a casa de su antiguo propietario, el verdugo, éste es sin duda un apólogo iluminista contra la creencia en los signos premonitorios, pero es también un preanuncio del romanticismo «negro», con sus ahorcados espectrales en lo alto de colinas desnudas (aunque todavía estemos lejos de los efectos de Potocki). Y si el final se precipita en una sucesión de aventuras condensadas en pocas frases: el amo que mata a un hombre en duelo, Jacques que se hace bandolero con Mandrin y después encuentra al amo y salva su castillo del saqueo, reconocemos la concisión del siglo XVIII que choca con el
pathos
romántico de lo imprevisto y del destino, como ocurrirá en Kleist.

Los azares de la vida en su singularidad y variedad son irreductibles a normas y clasificaciones, aunque cada uno responda a su lógica. La historia de los dos oficiales inseparables que no pueden vivir el uno lejos del otro, pero que de vez en cuando sienten la necesidad de batirse en duelo, es contada por Diderot con una lacónica objetividad que no oculta la ambivalencia de un vínculo pasional.

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