Por qué fracasan los países (70 page)

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Authors: James A. Daron | Robinson Acemoglu

BOOK: Por qué fracasan los países
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Todo lo anterior señala varias ideas importantes. Primera, el crecimiento bajo instituciones políticas extractivas y autoritarias en China, aunque es probable que continúe durante algún tiempo más, no se traducirá en un crecimiento sostenido, apoyado por instituciones económicas realmente inclusivas y destrucción creativa. Segunda, al contrario de lo que afirma la teoría de la modernización, no deberíamos contar con que el crecimiento autoritario conduzca a la democracia o a instituciones políticas inclusivas. China, Rusia y otros regímenes autoritarios que experimentan actualmente cierto crecimiento es probable que alcancen los límites del crecimiento extractivo antes de transformar sus instituciones políticas para que sean más inclusivas y, de hecho, posiblemente antes de que haya algún deseo entre la élite de dichos cambios o alguna fuerte oposición que la obligue a hacerlo. Tercera, el crecimiento autoritario no es ni deseable ni viable a largo plazo, y, en consecuencia, no debería recibir el apoyo de la comunidad internacional como modelo para los países de América Latina, Asia y el África subsahariana, aunque sea un camino que muchas naciones elegirán precisamente porque a veces es coherente con los intereses de las élites políticas y económicas que las dominan.

 

 

La prosperidad no se puede diseñar

 

A diferencia de la teoría que hemos desarrollado en este libro, la hipótesis de la ignorancia aporta fácilmente una sugerencia sobre cómo «solucionar» el problema de la pobreza: si la ignorancia nos ha conducido aquí, la ilustración y la información de los líderes y los diseñadores de políticas nos pueden sacar de esta situación, y deberíamos ser capaces de «diseñar» prosperidad en el mundo proporcionando el asesoramiento adecuado y convenciendo a los políticos de lo que es buena economía. En el capítulo 2, cuando comentamos esta hipótesis, explicamos que la experiencia del primer ministro de Ghana, Kofi Busia, a principios de los setenta, subrayó el hecho de que el obstáculo principal para la adopción de políticas que redujeran el fracaso de los mercados y que fomentaran el crecimiento económico no es la ignorancia de los políticos, sino los incentivos y las limitaciones a los que se enfrentan las instituciones políticas y económicas de sus sociedades. Sin embargo, la hipótesis de la ignorancia todavía es la que predomina en los círculos de formulación de políticas occidentales, que, casi excluyendo todo lo demás, se centran en cómo diseñar la prosperidad.

Estos intentos de diseño son de dos tipos. El primero, a menudo defendido por organizaciones internacionales como el Fondo Monetario Internacional, reconoce que el desarrollo insuficiente está causado por malas instituciones y políticas económicas, y entonces propone una lista de mejoras que intentan estas organizaciones internacionales para inducir a que estos países pobres las adopten. (El consenso de Washington forma una de estas listas.) Estas mejoras se centran en cosas razonables como la estabilidad macroeconómica y objetivos macroeconómicos aparentemente atractivos, como la reducción del tamaño del sector gubernamental, tipos de cambio flexibles y liberalización de las cuentas de capital. También se centran en objetivos más microeconómicos, como privatizaciones, mejoras en la eficiencia de la oferta de servicios públicos y quizá también sugerencias sobre cómo mejorar el funcionamiento del Estado en sí destacando las medidas anticorrupción. Aunque por sí solas muchas de estas reformas serían razonables, el enfoque de las organizaciones internacionales de Washington, Londres, París y otros lugares todavía está inmerso en una perspectiva incorrecta que no reconoce el papel de las instituciones políticas y los límites que éstas imponen en la formulación de políticas. Los intentos de las instituciones internacionales de diseñar el crecimiento económico intimidando verbalmente a los países pobres para que adopten políticas e instituciones mejores no tienen éxito porque no se producen en el contexto de una explicación de por qué las instituciones y políticas malas están ahí ya para empezar, excepto la de que los líderes de los países pobres son ignorantes. La consecuencia es que las políticas no se adoptan ni se implantan, o se implantan solamente de nombre.

Por ejemplo, muchas economías en el mundo que implantan ostensiblemente dichas reformas, sobre todo en América Latina, se estancaron a lo largo los ochenta y los noventa. En realidad, dichas reformas se impusieron sobre estos países en contextos en los que la política continuó de la forma habitual. De ahí que, incluso cuando se adoptaron reformas, su objetivo fuera modificado o los políticos utilizaran otras formas de mitigar su impacto. Todo esto queda ilustrado por la «implantación» de una de las recomendaciones clave de las instituciones internacionales destinadas a lograr estabilidad macroeconómica, la independencia del Banco Central. Esta recomendación o bien fue implantada en teoría pero no en la práctica, o bien fue minada por el uso de otros instrumentos políticos. En principio, era bastante razonable. Muchos políticos del mundo gastaban más de lo que ingresaban en concepto de impuestos y, en consecuencia, obligaban a sus bancos centrales a compensar la diferencia imprimiendo dinero. La inflación resultante creaba inestabilidad e incertidumbre. La teoría era que los bancos centrales independientes, como el Bundesbank alemán, resistirían la presión política y pondrían un límite a la inflación. El presidente de Zimbabue, Mugabe, decidió hacer caso al asesoramiento internacional; declaró la independencia del Banco Central de Zimbabue en 1995. Antes de hacerlo, la tasa de inflación del país rondaba el 20 por ciento. En el año 2002, había alcanzado el 140 por ciento, en 2003, casi el 600 por ciento; en 2007, el 66.000 por ciento; y en 2008, ¡el 230 millones por ciento! Evidentemente, en un país en el que el presidente gana la lotería (capítulo 13), nadie debería extrañarse de que aprobar una ley que haga que el Banco Central sea independiente no signifique nada. El gobernador del Banco Central de Zimbabue probablemente sabía que su homólogo de Sierra Leona había «caído» desde la azotea del edificio del Banco Central cuando mostró su desacuerdo con Siaka Stevens (capítulo 12). Fuera o no independiente, cumplir las exigencias del presidente fue la opción prudente para su salud personal, aunque no lo fuera para la salud de la economía. Pero no todos los países son como Zimbabue. En Argentina y Colombia, los bancos centrales también pasaron a ser independientes en los noventa, y, de hecho, hicieron su trabajo de reducir la inflación. Sin embargo, como en ninguno de los dos países había cambiado la política, las élites políticas podían utilizar otras formas para comprar votos, mantener sus intereses y recompensarse a sí mismos y a sus partidarios. Como no podían hacerlo ya imprimiendo dinero, tenían que utilizar otra forma. En ambos países, la introducción de la independencia del Banco Central coincidió con una gran expansión del gasto gubernamental, financiado en gran medida a través de préstamos.

El segundo enfoque para diseñar la prosperidad está mucho más de moda hoy en día. Reconoce que no hay soluciones fáciles para que una nación pase de la pobreza a la prosperidad de la noche a la mañana, ni siquiera en el transcurso de varias décadas. Afirma que existen muchos «fallos del micromercado» que se pueden corregir con un buen asesoramiento y que la prosperidad se logrará si los diseñadores de políticas aprovechan estas oportunidades que, de nuevo, se pueden lograr con la ayuda y la visión de economistas y otras personas. Según este enfoque, los pequeños fallos del mercado están en todas partes en los países pobres. Por ejemplo, en su sistema educativo, en la atención sanitaria y en la organización de sus mercados. Sin duda, es cierto. No obstante, el problema es que estos pequeños fallos del mercado pueden ser solamente la punta del iceberg, el síntoma de problemas con raíces más profundas en una sociedad que funciona bajo instituciones extractivas. Del mismo modo que no es una casualidad que los países pobres tengan políticas macroeconómicas malas, no es casualidad que sus sistemas educativos no funcionen bien. Estos fracasos del mercado puede que no se deban solamente a la ignorancia. Los burócratas y los diseñadores de políticas que se supone que actúan ofreciendo un asesoramiento bienintencionado pueden ser una gran parte del problema, y los muchos intentos de rectificar estas ineficiencias pueden fracasar precisamente porque los que están al mando no abordan las causas institucionales de la pobreza.

Estos problemas quedan ilustrados por la intervención diseñada por la Organización No Gobernamental (ONG) Seva Mandir para mejorar la asistencia sanitaria en el estado de Rajastán en la India. La historia de la atención sanitaria en la India está llena de fracasos e ineficiencias arraigados. La sanidad que proporciona el gobierno es como mínimo en teoría barata, está ampliamente disponible y, en general, el personal está cualificado. Sin embargo, ni siquiera los indios más pobres utilizan los centros sanitarios del gobierno y optan por los centros privados, que son mucho más caros, no están regulados y, en ocasiones, incluso son deficientes. Esta situación no se debe a ningún tipo de irracionalidad, sino que la gente no puede obtener ninguna atención en los centros del gobierno porque el absentismo es una plaga. Si un indio visitara su centro dirigido por el gobierno, aparte de no encontrar personal de enfermería, probablemente ni siquiera podría entrar en el edificio, porque los centros sanitarios están cerrados la mayor parte del tiempo.

En 2006, Seva Mandir, junto con un grupo de economistas, diseñó un plan de incentivos para fomentar que el personal de enfermería acudiera a su puesto de trabajo en Udaipur, un distrito de Rajastán. La idea era sencilla: la ONG Seva Mandir introdujo relojes para el control de asistencia que indicarían la fecha y las horas en las que dicho personal estaba en el centro sanitario. Se suponía que ficharían tres veces al día, para garantizar que llegaban a tiempo, estaban allí y se iban a la hora. Si aquel plan funcionaba, y aumentaba la calidad y la cantidad de la asistencia sanitaria, sería un ejemplo sólido de la teoría de que había soluciones sencillas a problemas clave de desarrollo.

En este caso, la intervención reveló algo distinto. Poco después de implantar el programa, hubo un aumento fuerte de la asistencia. Sin embargo, duró muy poco. En poco más de un año, la Administración de salud local del distrito destruyó deliberadamente el plan de incentivos introducido por Seva Mandir. El absentismo volvió al nivel habitual, pero hubo un notable aumento de los «días exentos» que significaban que el personal de enfermería no estaba, pero que la Administración de salud local lo aprobaba oficialmente. Además, hubo un aumento considerable de los «problemas de las máquinas», ya que se rompían los relojes para el control de asistencia. Seva Mandir no pudo reemplazarlos porque los ministros de Salud locales no cooperaban.

Obligar al personal de enfermería a fichar tres veces al día no parece una idea muy innovadora. De hecho, es algo que se hace en todo el sector, incluso en la India, y seguro que se les ocurrió a los administradores de salud como posible solución a sus problemas. Por lo tanto, parece poco probable que la ignorancia de un plan de incentivos tan sencillo fuera lo que les impidiera utilizarlo. Lo que ocurrió durante el programa simplemente lo confirmó. Los administradores de salud sabotearon el programa porque estaban confabulados con el personal de enfermería y eran cómplices de los problemas endémicos de absentismo. No querían un plan de incentivos que obligara al personal a acudir a su puesto y reducir su sueldo en caso de absentismo.

Lo que muestra este caso es una microversión de la dificultad de implantar cambios significativos cuando las instituciones en sí son la causa de los problemas. En este caso, no fueron políticos corruptos ni empresas poderosas los que perjudicaban la reforma institucional, sino la Administración de salud local y el personal de enfermería que pudo sabotear el plan de incentivos de Seva Mandir y los economistas de desarrollo. Este ejemplo sugiere que muchos de los fracasos de micromercado que son aparentemente fáciles de resolver pueden ser ilusorios: la estructura institucional que crea fracasos del mercado también impedirá la implantación de intervenciones para mejorar incentivos en el micronivel. Intentar diseñar prosperidad sin abordar la raíz de la causa de los problemas (instituciones extractivas y la política que las mantiene en vigor) es poco probable que dé frutos.

 

 

El fracaso de la ayuda exterior

 

Tras los ataques del 11 de setiembre de 2001 de Al Qaeda, las fuerzas dirigidas por Estados Unidos rápidamente derrocaron al represivo régimen talibán de Afganistán, que cobijaba y se negaba a entregar a miembros clave de esta organización. El Acuerdo de Bonn de diciembre de 2001 entre líderes de los antiguos muyahidines afganos que habían cooperado con las fuerzas de Estados Unidos y miembros clave de la diáspora afgana, entre los que se incluía Hamid Karzai, creó un plan para el establecimiento de un régimen democrático. Un primer paso fue la gran asamblea nacional, la Loya Jirga, que eligió a Karzai para liderar el gobierno provisional. Las cosas iban mejorando para Afganistán. La mayoría del pueblo afgano deseaba dejar a los talibanes atrás. La comunidad internacional pensaba que lo único que necesitaba Afganistán en ese momento era una gran infusión de ayuda exterior. Al cabo de poco tiempo, los representantes de las Naciones Unidas y varias ONG líderes llegaron a Kabul, la capital del país.

Lo que ocurrió después no debería de haber sido una sorpresa, sobre todo teniendo en cuenta el fracaso de la ayuda exterior a los países pobres y los Estados fracasados de las últimas cinco décadas. Fuera sorpresa o no, se repitió el ritual habitual. Decenas de trabajadores de la ayuda y su entorno llegaron a la ciudad con sus
jets
privados; acudieron ONG de todo tipo que iban a seguir sus propios planes, y se iniciaron conversaciones de alto nivel entre gobiernos y delegaciones de la comunidad internacional. Miles de millones de dólares llegaban entonces a Afganistán. Sin embargo, poco de esto se utilizó para construir infraestructuras, escuelas u otros servicios públicos esenciales para el desarrollo de instituciones inclusivas o incluso para restaurar la ley y el orden. Aunque gran parte de la infraestructura seguía totalmente desintegrada, el primer tramo del dinero se utilizó para encargar una línea aérea para transportar a los miembros de la ONU y a otros agentes internacionales. Después, necesitaron chóferes e intérpretes, así que contrataron a algunos burócratas y a los profesores de las escuelas afganas que quedaban y que hablaban inglés para que los llevaran y los guiaran, pagándoles cifras que multiplicaban varias veces los sueldos afganos de ese momento. Como los pocos burócratas cualificados cambiaron de trabajo para dar servicio a la comunidad de ayuda exterior, la ayuda, en lugar de construir infraestructura en Afganistán, empezó perjudicando al Estado afgano al que se suponía que iban a desarrollar y reforzar.

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