Por prescripción facultativa (23 page)

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Authors: Diane Duane

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Por prescripción facultativa
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La pantalla se apagó antes de que McCoy pudiera decir una sola palabra.

McCoy se sentó e hizo girar el asiento para encararse con Uhura.

—¿Estamos bloqueados, tal y como él dice?

—Sí, doctor, lo estamos. El subespacio está lleno de sonidos negros generados artificialmente. No hay nada que podamos hacer al respecto sin abandonar la zona. Con toda la potencia que han desplegado, ni siquiera una boya de señales nos sería de alguna utilidad dentro del límite de tiempo que nos han impuesto.

—Maravilloso… ¡Un momento! —dijo un instante después—. No pueden hacer esto. Los organianos…

Spock negó con la cabeza.

—Doctor, las especulaciones sobre si los organianos intervendrán o no a tanta distancia de su espacio natal tienen unas bases muy débiles. Yo no me atrevería a confiar en su intervención. ¿Usted sí?

—Mmf. Sí —dijo McCoy—. Bueno, supongo que el universo ayuda a quienes se ayudan, ¿eh, Spock?

—El conjunto de datos estadísticos indica efectivamente algo por el estilo.

McCoy cruzó las manos y pensó.

—A ver, Spock —dijo pasado un momento—, ¿le ayudaría en algo si redestináramos a algunos de los tripulantes ocupados en el reconocimiento general y les ponemos a buscar más de esas partículas-Z?

—Lo dudo —replicó Spock—, pero la decisión queda en sus manos.

McCoy podía oír los pensamientos de Spock: si aquello conseguía que McCoy se sintiera mejor, no causaría ningún daño.

—No —decidió el médico—, en ese caso, dejémosles que continúen con lo suyo. Uhura, prepare una boya y déjela lista para que se lleve la última colección de datos que los grupos de descenso traerán a bordo mañana a esta hora. Los análisis de ADN-análogo estarán listos para entonces y esa información en particular no debe perderse, si no queremos que toda esta misión haya resultado inútil.

—Sí, doctor —replicó Uhura.

McCoy suspiró.

—Spock —continuó—. ¿Alguna opinión?

—Yo diría que nos encontramos en una posición difícil —observó el vulcaniano.

—Gracias por aclararme tanto las cosas. Análisis.

Spock adoptó un aire meditabundo.

—La nave de Kaiev por sí sola no es capaz de atacar con éxito a la
Enterprise
—señaló—, pero tres naves o más sí que podrían hacerlo; y tres es el número habitual de naves que envían en caso de una intervención de esta índole. Con una desigualdad de cuatro contra uno a su favor, la capacidad que tenemos para salir del encuentro sin daños serios se ve seriamente disminuida.

—Spock —le dijo McCoy con suavidad—, tiene usted unos modales intachables para dirigirse a un desahuciado. Lo que quiere usted decir es que van a volarnos en pedazos y nos iremos al infierno.

Spock vaciló y luego asintió con la cabeza.

—Bien. Y si huimos, ellos correrán tras nosotros… con las mismas probabilidades.

—Lo harán. Tácticamente, nuestras ventajas aumentan ligeramente si permanecemos en órbita. Las batallas espaciales en la vecindad de un planeta son algo complejo, pero las oportunidades de error relacionadas con la gravedad del planeta aumentan exponencialmente, y eso juega a nuestro favor.

—Eso siempre y cuando sea un oficial experimentado quien dirija la lucha —comentó McCoy en voz baja.

Spock se limitó a mirarle.

—Bien —resumió McCoy—, por el momento no podemos hacer nada más, así que nos quedaremos quietos y nos prepararemos lo mejor que podamos. Si se le ocurre alguna sugerencia, hágamela saber. Uhura, asegúrese de que en esa boya vaya toda la grabación de esa nota de amor. Spock, reunión de jefes de departamento para esta noche. Necesitamos saber si todo el mundo está suficientemente preparado para este festival.

—Comprendido.

McCoy se puso de pie.

—Voy a tomarme un descanso para almorzar —informó a los demás—. Llámenme si surge algo interesante.

—Sí, señor —respondió Uhura.

McCoy entró en el turboascensor; las puertas se cerraron y él aguardó a que comenzara el ataque de temblores. No sucedió.

—Oh, demonios —se dijo—. No me digas que precisamente ahora estoy acostumbrado a esto.

Por lo que a él se refería, aquél era un signo malo, muy malo.

Katur arrojó la excavadora al suelo y dijo unas palabras que probablemente habrían dejado asombrada a su madre.

—Debemos haber recorrido medio
kalikam
—dijo— y no hemos encontrado nada. ¿Qué se proponen al enviarnos a una búsqueda de locos como ésta?

Eran sentimientos de traición, pero ninguno de los miembros del grupo parecía propenso a enfrentarse a ella. La mujer se sentó sobre una gran roca y recorrió el entorno con la mirada. Aquél era un planeta miserable. Colores feos, atmósfera seca y cálida, un sol pequeño y mortecino… una auténtica pérdida de tiempo. Estaban anclados allí abajo; la nave no había respondido a su última llamada. Katur supuso que había vuelto a averiarse su transmisor. No sería la primera vez, ni la última.

—No te preocupes por eso —le dijo a Tak, que subía trabajosamente por la colina, como si aún tuviera intención de obedecer las órdenes—. Baja de ahí, Tak. No servirá de nada.

—Creo que he visto algo aquí arriba —le respondió él—. Parece el color de hojas correcto.

—Ah, continúa entonces —replicó ella—. Infórmanos si después de todo se trata de
tabekh
.

«Espero que no lo sea, pequeño y miserable adulador…»

—Me pregunto por qué se parecerán tanto todas estas rocas —comentó Helef. Estaba reclinado contra una de ellas y se enjugaba la cara.

Helef estaba empapado de sudor; típico de él, pensó Katur. No había estado en forma desde que le destinaron a aquella nave, pues sabía que nadie se preocuparía por su condición física, siempre y cuando cumpliera con su deber y no molestara al médico de la nave poniéndose enfermo. Helef era blando. Pero eso también tenía algunas ventajas. Alguien que conociera sus debilidades, podía explotarlas cuando era necesario.

—¿Qué pasa con las rocas? —inquirió Katur, que miró hacia atrás, en dirección al valle, por el camino de ascenso que habían seguido.

—Todas se parecen. Mira esta de aquí… —miró con los ojos entrecerrados hacia lo alto de la roca contra la que estaba recostado—. Parece casi exactamente igual a aquella contra la que chocó Kesaio.

Ella la miró y desvió los ojos… y luego los volvió hacia la roca. Era extraño, pero sí que guardaba un parecido con aquella otra roca. Y había otra, un poco más arriba de la ladera, que parecía similar… varias de ellas, de hecho.

—Tiene que haber vivido algún otro pueblo en este planeta, anteriormente —observó—. Ninguna de esas cosas gelatinosas, ni los árboles, pueden haber hecho nada parecido. No tienen ni siquiera la tecnología necesaria para partir nueces.

—Cosas repugnantes —murmuró Helef.

Katur asintió con la cabeza, mientras se preguntaba por qué la gente de la Federación estaba tan dispuesta a tomarse molestias con los alienígenas. Una vez había oído la teoría de que los federales tenían un complejo de inferioridad tal que necesitaban asociarse con animales para que les hicieran sentirse verdaderas personas. Aquello tenía cierto sentido. Lo único que sabía seguro era que ella preferiría morir antes que rebajarse de aquella manera.

Tak corría ladera abajo, sus brazos se agitaban y gritaba algo. Katur levantó la mirada con sorpresa.

—¡Es
tabekh
, es
tabekh
! No está donde yo creía, sino un poco más arriba. No hay mucho, sólo un pequeño macizo…

«Bueno, eso es algo. No nos azotarán al regreso por fracasar completamente en nuestra misión. Pero yo me aseguraré de que Kesaio responda por el vehículo.» Katur suspiró, cogió la excavadora y se puso a avanzar ladera arriba.

Luego se volvió y parpadeó. Por un instante, había estado segura de que algo se movía a sus espaldas. Sin embargo, no había nada.

Volvió a encararse con la pendiente que ascendía… y se encontró con otra roca ante ella.

… Pero había desaparecido…

Katur parpadeó varias veces, con fuerza. Sus ojos estaban bien. Era cierto que había pasado un buen rato desde su última comida, pero difícilmente podía decirse que estuviera desmayada de hambre.

«Permanencia de imagen en la retina», pensó. Había estado mirando fijamente la miserable roca de Helef, y había visto su imagen fijada en su propia retina, cuando se volvió. Después de todo, la forma había sido exactamente igual.

Tak llegó hasta ella.

—Decididamente es
tabekh
—le aseguró—. Ahí arriba hay algunos de esos seres-árboles, pero podemos librarnos de ellos. ¡Vamos!

—Helef, Kesaio —llamó la mujer, y abrió la marcha ladera arriba, con Tak que subía trabajosamente detrás de ella, afanándose por mantener su mismo ritmo entre jadeos. Verdaderamente, estaba muy bajo de forma.

Pero resultaba asombroso, pensó Katur, lo escarpadas que podían resultar algunas de aquellas pendientes; mucho más escarpadas de lo que parecían a simple vista. A ella no le importaba, por supuesto. Sin embargo, la cantidad de piedras era algo problemático; cada vez que giraban en un recodo del borde de la pequeña garganta que seguían, aparecían más piedras altas a la vista. Debía haber habido en aquel planeta una civilización de alguna otra clase, en algún momento de la historia. «Probablemente —se dijo—, esas bolsas gelatinosas y los árboles sean las degeneradas mascotas de ese otro pueblo. Probablemente sea un acto de misericordia el acabar con la miseria de esas cosas.»

—Aquí —dijo finalmente Tak, tras llevarles a lo largo de un pequeño reborde arbolado.

Al otro lado había una especie de vallecito, rodeado por los ubicuos árboles verdiazules; en medio del pequeño valle, entre las matas y hierbas que lo cubrían, estaban las inconfundibles hojas del
tabekh
. Ellos, por supuesto, querían las raíces, y Katur sacó con gesto cansado la excavadora de las correas que la sujetaban y comenzó a instalarla.

—Muy bien —dijo a los demás—. Saquémoslo. No pasemos por alto la raíz central. Estará en algún lugar de la zona media; si podemos conservarla viva, la gente del laboratorio hidropónico podrá clonizarla en número suficiente como para que ninguno de nosotros se quede sin la sustancia durante el resto del viaje. Vamos, pues. No nos interesa pasar toda la vida con esto.

Fue entonces cuando oyó aquellos raros ruidos susurrantes, y algo extraño, un sonido de desgarramiento que Katur no fue capaz de identificar. Se volvió bruscamente y vio un grupo de aquellos seres-árboles que avanzaban hacia ellos, con todos sus asquerosos ojillos destellantes, todas sus ramas sacudiéndose. Los árboles siseaban, con el tipo de ruido que uno oye entre los árboles en los días nublados, justo antes de que estalle la tempestad. Los árboles caminaban realmente a través del suelo; sus raíces lo abrían, lo desgarraban. Dentro de un momento estarían en el macizo de
tabekh
, lo desgarrarían… y se iría al infierno cualquier esperanza de clonizarlo.

Katur sacó su pistola.

—¡Alto! —gritó, y disparó al suelo ante los alienígenas. Éstos no prestaron atención y continuaron su avance.

—Muy bien, pues —dijo ella, y disparó nuevamente hacia las ramas.

O debería haberlo hecho. Algo le golpeó la mano desde un lado, con fuerza, y la pistola salió volando por el aire. Debió de perder el equilibrio, porque inmediatamente después tropezó con una de aquellas enormes rocas y golpeó con fuerza contra ella a todo lo largo de su cuerpo, desde la pierna, pasando por las costillas, hasta la mejilla y la sien. Aturdida, retrocedió mientras se frotaba los ojos para intentar ver con claridad.

«Pero si esa roca no estaba antes ahí…», pensó.

—Tiren las armas —oyó que decía una voz en el idioma oficial de la Federación.

Volvió a frotarse los ojos, los abrió y consiguió ver a través de las lágrimas de dolor… una figura de homínido, un humano terrícola, con uniforme de la Flota Estelar, que tenía una pistola fásica en la mano. Detrás de él había una roca muy grande, aquella contra la que Katur se había estrellado; la que había ocupado un sitio que estaba vacío un segundo antes.

—Atrás —dijo el hombre.

Katur miró y advirtió con asco que Tak, Kesaio y Helef ya habían arrojado sus pistolas al suelo. Helef sacudía la mano como para librarse de los violentos pinchazos causados por el roce de un rayo fásico aturdidor.

El hombre les observaba con una expresión mitad divertida y mitad irritada. Katur se encendió de furia, pero era lo único que podía hacer; su propia pistola estaba semienterrada bajo la base de la alta piedra.

—Interfiere usted en una misión del imperio klingon, terrícola —le advirtió ella, furiosa—. La pena por ello es la muerte.

—Sí —replicó el hombre con una sonrisa cordial—. Apuesto a que lo es. ¿En el camino de quién tengo el placer de interponerme?

—Soy la primer especialista Katur del acorazado imperial
Ekkava
—respondió la mujer, furiosa porque el terrícola se burlaba de ella.

—Eso es muy agradable. Yo soy el capitán James T. Kirk de la nave estelar
Enterprise
, y ustedes han sido sorprendidos en el acto de atacar a los inofensivos habitantes indígenas inteligentes de este planeta, sin que mediara provocación, y eso constituye una violación del Tratado Organiano. —Kirk hizo un desaprobador sonido de tsk-tsk con los dientes—. Vergüenza sobre ustedes —agregó.

La mente de Katur comenzó a dar vueltas enloquecidas.

¡James Kirk!

—Miente —le gritó ella—. Todos sabemos que Kirk resultó muerto en un duelo y que otro ocupó su puesto y se hizo con el mando de su nave.

El hombre la contempló con un rostro sin expresión… y luego una extraña sonrisa comenzó a derramarse muy, muy lentamente por su semblante.

—Ah —le dijo—. Y, por casualidad… ¿no será McCoy el hombre del nuevo comandante?

El rostro de Katur le dejó entrever todo, en contra de la voluntad de ella.

El hombre asintió lentamente con la cabeza, luego se volvió y levantó los ojos hacia la roca, como para compartir con ella un chiste.

—Bueno —comentó Kirk, sonriendo—, como de costumbre, los informes sobre mi muerte han sido tremendamente exagerados.

La confusión en la mente de Katur se redujo a un solo pensamiento. Si aquél era efectivamente Kirk, alguien debía darle la noticia al comandante… y pronto. Las cosas a bordo de la
Enterprise
no eran lo que parecían.

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