Authors: Agatha Christie
—Pues dígame cuáles son...
—Uno, la pasión que se despertó en el señor Davenheim durante los últimos años por la compra de joyas. El otro su viaje a Buenos Aires el otoño pasado.
—¡Poirot, usted bromea!
—Hablo muy en serio. Ah, pero espero que Japp no olvide mi pequeño encargo.
Pero el detective, aun tomándolo a broma, lo había recordado tan bien, que a las once de la mañana del día siguiente Poirot recibía un telegrama, que a petición suya leí en voz alta.
«Los señores Davenheim han ocupado habitaciones separadas desde el invierno pasado en todas ocasiones.»
—¡Aja! —exclamó Poirot—. Y ahora estamos a mediados de junio. ¡Todo está solucionado!
Le miré.
—¿No tendrá usted dinero en el Banco Davenheim y Salmon,
mon ami
?
—No —repuse intrigado—. ¿Por qué?
—Porque le aconsejaría que lo retirase... antes de que sea demasiado tarde.
—¿Por qué? ¿Qué es lo que espera?
—Espero una gran quiebra para dentro de unos días... o tal vez antes. Lo cual me recuerda que debemos corresponder a la atención de Japp. Deme un lápiz, por favor, y un impreso.
Voilà!
«Le aconsejo retire cualquier dinero depositado en la firma en cuestión.» ¡Esto intrigará al bueno de Japp! ¡No lo comprenderá en absoluto... hasta mañana o pasado!
Yo me mantuve escéptico, pero al día siguiente me vi obligado a rendir tributo a su innegable poder. En todos los periódicos aparecía en grandes titulares la quiebra sensacional del Banco Davenheim. La desaparición del famoso financiero adquirió un aspecto totalmente distinto bajo la nueva revelación de los asuntos económicos del Banco.
Antes de que terminásemos de desayunar, se abrió la puerta y Japp entró corriendo. En la mano derecha llevaba un papel, y en la izquierda el telegrama de Poirot, que dejó sobre la mesa, ante mi amigo.
—¿Cómo lo supo, monsieur Poirot? ¿Cómo diablos pudo saberlo?
—¡Ah,
mon ami
, después de su telegrama estuve seguro! Desde el principio me pareció que el robo de la caja fuerte tenía gran importancia. Joyas, dinero efectivo, acciones al portador... todo muy convenientemente dispuesto para... ¿quién? Bien, el bueno monsieur Davenheim era uno de esos «que se preocupan ante todo en su propio beneficio». ¡Y luego su pasión por adquirir joyas en los últimos años. ¡Qué sencillo! Los fondos que desfalcaba los convertía en joyas, que luego es probable reemplazase por duplicadas en pasta y de este modo iba poniendo en lugar seguro, bajo otro nombre, y amasando una fortuna considerable para disfrutarla a su debido tiempo cuando se hubiese perdido su rastro. Una vez todo dispuesto cita al señor Lowen (quien tuvo la imprudencia de enfurecer al gran hombre un par de veces), hace un agujero en la caja fuerte, deja la orden de que su invitado sea introducido en el despacho y sale de la casa... ¿Adónde va? —Poirot se detuvo alargando la mano para coger otro huevo duro. Frunció el ceño—. Es realmente insoportable —murmuró— que todas las gallinas pongan los huevos de distintos tamaños. ¿Qué simetría puede haber entonces en una mesa? ¡Por lo menos en la tienda debían ordenarlos por docenas!
—Qué importan los huevos —replicó Japp impaciente—. Deje que los pongan cuadrados si quieren. Díganos adónde fue nuestro hombre cuando salió de «Los Cedros»... es decir, ¡si es que lo sabe! ¡Que yo creo que no!
—
Eh bien
, fue a su escondite. Ah, ese monsieur Davenheim debe tener algún defecto en sus células grises, pero son de primera calidad, seguro.
—¿Sabe usted dónde se esconde?
—¡Desde luego! Es de lo más ingenioso.
—¡Por amor de Dios, dígalo entonces!
Poirot, con toda calma, fue recogiendo los trocitos de cáscara de huevo y colocándolos en el interior de su taza. Una vez concluida esta operación, sonrió ante el efecto de pulcritud conseguido y luego nos miró con afecto.
—Vamos, amigos míos, ustedes son hombres inteligentes. Háganse la pregunta que yo me hice: «Si yo fuese ese hombre, ¿dónde me escondería?» Hastings, ¿qué dice usted?
—Pues —repuse—; tengo la impresión de que no soy ninguna lumbrera. Yo me hubiera quedado en Londres... en la zona muy céntrica, y hubiera viajado continuamente en metros y autobuses; tendría diez oportunidades contra una de ser reconocido. Hay cierta seguridad entre la multitud.
Poirot miró interrogadoramente a Japp.
—No estoy de acuerdo. Huir en seguida... es la única posibilidad. Tuvo tiempo de sobra para disponerlo todo de antemano. Yo hubiera tenido un yate preparado esperándome con el motor en marcha, y me hubiese marchado a cualquier rincón ignorado antes de que se armara el alboroto.
Los dos miraron a Poirot.
—¿Qué dice usted, monsieur?
Guardó silencio por unos instantes. Luego una sonrisa muy curiosa iluminó su rostro.
—Amigos míos, si yo quisiera esconderme de la policía, ¿saben a dónde iría?
¡A la cárcel!
—¿Qué?
—¡Usted busca a monsieur Davenheim con el deseo de meterlo en la cárcel, de modo que no soñará siquiera en mirar si ya está en ella!
—¿Qué quiere decir?
—Usted me dijo que madame Davenheim no era una mujer muy inteligente. ¡Sin embargo creo que si la lleva a la calle Baw y la enfrenta con Billy Kellet le reconocería! A pesar de que se ha afeitado la barba y el bigote y esas pobladas cejas, y se ha cortado el cabello. Una mujer casi siempre reconoce a su esposo, aunque él consiga engañar a todo el mundo.—¿Billy Kellet? ¡Pero si es conocido de la policía!
—¿No le dije que Davenheim era un hombre inteligente? Preparó su coartada de antemano. No estuvo en Buenos Aires el otoño pasado.... sino encarnando el tipo de Billy Kellet «por espacio de tres meses», para que la policía no sospechara cuando llegase la ocasión. Recuerde que se jugaba una gran fortuna, así como la libertad. Valía la pena para hacerlo a conciencia. Sólo...
—Sí.
—
Eh bien
!, sólo que después tuvo que usar barba y peluca para volver a ser el mismo de antes, y dormir con la barba postiza no es cosa fácil... y por lo tanto no pudo seguir compartiendo la misma habitación de su esposa. Usted averiguó que durante los últimos seis meses, o desde que se supuso que regresó de Buenos Aires, él y la señora Davenheim ocuparon habitaciones separadas. ¡Entonces tuve plena certeza! Todo coincidía. El jardinero que imaginó ver a su amo dando vueltas a la casa tuvo razón. Fue hasta la caseta de las embarcaciones, se vistió con ropas de «vagabundo», que supo ocultar ante su criado, arrojó las suyas al lado y llevó adelante su plan empeñando el anillo de una manera evidente, y luego asaltando a un policía para que le detuviera y de ese modo permanecer a salvo en la calle Bow, donde nadie iba a buscarle.
—Es imposible —murmuró Japp.
—Pregunte a madame —dijo mi amigo, con expresión sonriente.
Al día siguiente, junto al plato de Poirot, había una carta certificada. La abrió y encontró en su interior un billete de cinco libras. Mi amigo frunció el ceño.
—¡Ah,
sacré
! Pero, ¿qué voy a hacer con él? Tengo grandes remordimientos. ¡
Ce pauvre
Japp! ¡Ah, tengo una idea! ¡Podemos celebrar una comida los tres! Eso me consuela. La verdad es que fue demasiado fácil. Estoy avergonzado. Yo, que soy incapaz de robar a una criatura...
mille tonnerres
!
Mon ami
, ¿qué le ocurre, que se ríe tan a gusto?
Poirot y yo teníamos muchos amigos y conocidos de confianza. Entre ellos he de mencionar al doctor Hawker, un vecino nuestro, perteneciente a la profesión médica. El doctor Hawker tenía la costumbre de venir algunas veces a charlar con Poirot, de cuyo genio era un ferviente admirador, ya que siendo franco y confiado hasta un grado máximo apreciaba en el detective los talentos que a él le faltaban.
Una noche, a principios de junio, llegó a eso de las ocho y media y entabló una discusión sobre el alegre tema de la frecuencia del envenenamiento con arsénico en los crímenes. Debió ser cosa de una hora más tarde cuando se abrió la puerta de nuestro saloncito, dando paso a una mujer descompuesta que se precipitó hacia nosotros.
—¡Oh, doctor, le necesitan! ¡Qué voz tan terrible! ¡Vaya un susto que me ha dado!
Reconocí en nuestra nueva visitante al ama de llaves del doctor Hawker, la señorita Rider. El doctor era un solterón que vivía en una lúgubre casa antigua unas calles más abajo. La señorita Rider, tan apacible por lo general, estaba ahora en un estado que rayaba en la incoherencia.
—¿Qué voz terrible? ¿De quién es y qué ocurre?
—Fue por teléfono, señor. Yo contesté... y me habló una voz. «Socorro», dijo. «Doctor... ¡socorro! ¡Me han asesinado!” ¿Quien habla?, dije yo. ¿Quién habla? Entonces percibí una respuesta... un mero susurro. Me pareció que decía: «Foscatine...» o algo por el estilo... «Regent's Court».
El doctor lanzó una exclamación.
—El conde Foscatini. Tiene un piso en Regent's Court. Debo ir en seguida. ¿Qué puede haber ocurrido?
—¿Es un paciente suyo? —preguntó Poirot.
—Hace algunas semanas que le atendí por causa de una ligera indisposición. Es italiano, pero habla el inglés a la perfección. Bueno, debo despedirme ya, monsieur Poirot, a menos... —vaciló.
—Creo adivinar lo que está pensando —dijo Poirot con una sonrisa—. Le acompañaré encantado. Hastings, baje a llamar un taxi.
Los taxis siempre desaparecen en cuanto uno anda un tanto apurado de tiempo, pero al fin conseguí capturar uno y no tardamos en encontrarnos camino de Regent's Court. Éste era un nuevo bloque de pisos situado junto a la carretera de St. John Wood. Habían sido recientemente construidos y con gran lujo.
No había nadie en el portal. El doctor presionó el botón del ascensor con impaciencia y cuando éste descendió ordenó al botones uniformado:
—Apartamento 11. Conde Foscatini. Tengo entendido que acaba de ocurrir un accidente.
El hombre le miró extrañado.
—Es la primera noticia. El señor Graves... el criado del conde Foscatini... salió hará una media hora y no dijo nada.
—¿Está el conde solo en el piso?
—No, señor; dos caballeros están cenando con él.
—¿Qué aspecto tienen? —pregunté ansiosamente.
—Yo no les vi, señor, pero tengo entendido que eran extranjeros.
Abrió la puerta de hierro y salimos al descansillo. El número 11 estaba ante nosotros. El doctor hizo sonar el timbre. No hubo respuesta. El doctor insistió una y otra vez; pero nadie dio señales de vida.
—Esto se está poniendo serio —musitó el doctor volviéndose hacia el encargado del ascensor—. ¿Hay alguna llave que abra esta puerta?
—El portero tiene una en la oficina de abajo.
—Vaya a buscarla. Escuche, será mejor que avise a la policía.
El hombre regresó al poco rato acompañado del portero.
—Caballeros, ¿quieren decirme qué significa todo esto?
—Desde luego. He recibido un mensaje telefónico del conde Foscatini declarando que había sido atacado y que se moría, Comprenderá usted que no debemos perder tiempo... si es que no es ya demasiado tarde.
El portero le entregó la llave y penetramos en el piso.
Primero nos encontramos en un recibidor cuadrado muy reducido. A la derecha había una puerta entreabierta y que el portero indicó con un gesto ambiguo.
—El comedor.
El doctor Hawker abrió la puerta y le seguimos pegados a sus talones. Al entrar en la habitación contuve el aliento. La mesa redonda del centro conservaba aún los restos de una comida; las tres sillas estaban un tanto retiradas, como si sus ocupantes acabaran de levantarse. En un rincón, a la derecha de la chimenea, había una mesa escritorio y tras ella un hombre. Su mano derecha seguía sujetando la base del teléfono, pero había caído hacia delante a causa del terrible golpe recibido en la cabeza y por la espalda. El arma no estaba muy lejos. Una gran figura de mármol había sido devuelta apresuradamente a su sitio de costumbre con el pedestal manchado de sangre.
El examen del médico no duró ni un minuto.
—Está muerto. Debe haber sido casi instantáneo. Me pregunto cómo habrá podido telefonear. Es mejor no tocarlo hasta que se presente la policía.
A una sugerencia del portero registramos el piso, pero el resultado nos llevó a una conclusión ya prevista. No era probable que los asesinos se hubieran escondido allí.
Regresamos al comedor. Poirot no nos había acompañado y le encontré estudiando el centro de la mesa con gran atención. Me uní a él. Era una mesa redonda de caoba, muy bien barnizada. Un jarrón con rosas decoraba su centro. Había una fuente con frutas, pero
los
platos de postre no habían sido tocados... tres tacitas con restos de café, puro en dos de ellas y con leche en la otra. Los tres hombres habían bebido oporto, y la botella aparecía mediada. Uno de ellos había fumado un cigarro puro, y los otros dos cigarros. Una caja de plata y carey conteniendo cigarros y cigarrillos estaba abierta sobre la mesa.
Fui enumerando todos estos factores para mis adentros, viéndome forzado a admitir que no arrojaban ninguna luz sobre la situación. Me pregunté qué es lo que miraba mi amigo Poirot con tanta atención y se lo pregunté.
—
Mon ami
—replicó—, se equivoca usted. Estoy buscando algo que no veo.
—¿Y qué es ello?
—Un error... aunque sea insignificante.... pero un error cometido por el asesino.
Dirigióse a la pequeña cocina adyacente, y luego de inspeccionarla meneó la cabeza.
—Monsieur —dijo al portero—, ¿quiere explicarme el sistema que emplean aquí para servir las comidas?
El portero abrió una puertecita que había en la pared.—Éste es el montacargas del servicio —explicó—. Va hasta las cocinas situadas en la parte alta del edificio. Se pide lo que se desea por teléfono, y los platos se bajan en el ascensor de uno en uno. Los platos y fuentes sucios se suben de la misma manera. No hay preocupaciones domésticas, ¿comprende?, y al mismo tiempo se evita la molestia de comer siempre en el restaurante.
Poirot asintió.
—Entonces los platos y fuentes utilizados esta noche están arriba, en la cocina. ¿Me permite que suba?
—¡Oh, desde luego, si usted quiere! Robert, el encargado del ascensor, le acompañará para presentarle; pero me temo que no encontrará nada. Allí se manejan cientos de platos y fuentes y estarán todos revueltos.