Poirot investiga (17 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: Poirot investiga
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Continuamos avanzando; por lo visto nuestro objetivo era uno de los suburbios del norte de Londres. Al fin hicimos alto ante la puerta de una casa algo apartada de la carretera.

Norman y yo nos quedamos en el automóvil y Poirot, con uno de los detectives, fue hasta la casa y llamó. Le abrió la puerta una doncella, y el detective le dijo:

—Soy policía y tengo orden de registrar esta casa.

La muchacha lanzó un grito y una mujer alta y hermosa apareció tras ella en el recibidor.

—Cierra la puerta inmediatamente, Edith. Deben de ser ladrones.

Mas Poirot apresuróse a introducir el pie entre la hoja de la puerta y el marco al tiempo que lanzaba un silbido.

Norman y yo pasamos cinco minutos maldiciendo nuestra forzada inactividad. Al fin la puerta volvió a abrirse, y nuestros hombres salieron escoltando a tres personas.... una mujer y dos hombres. La mujer y uno de los hombres fueron llevados en seguida al otro automóvil.

—Amigo mío —dijo Poirot haciendo subir a nuestro coche al otro detenido—, cuida muy bien a este caballero. Le conoce ya, ¿no?
Eh bien
, permítame que le presente a monsieur O'Murphy.

¡O'Murphy! Le contemplé boquiabierto mientras el coche volvía a reemprender la marcha. No iba esposado, pero no imaginé que tratara de escapar, sería imposible.

Ante mi sorpresa, seguimos en dirección norte. ¡No regresábamos, pues, a Londres! De pronto, cuando el automóvil aminoró la marcha, vi que nos encontrábamos cerca del aeródromo Hendon. E inmediatamente comprendí la idea de Poirot. Se proponía ir a Francia en avión.

Era buena la idea. Pero, al parecer, impracticable. Un telegrama hubiera sido mucho más rápido. El tiempo lo era todo.

Al detenernos se apeó el mayor Norman y su puesto fue ocupado por un hombre vestido de paisano. Estuvo conferenciando con Poirot por espacio de unos minutos, y luego partió a toda prisa.

Yo también me apeé del automóvil y agarré a Poirot por un brazo.

—¡Le felicito! ¿Le han dicho dónde lo tienen escondido? Pero, escuche, debe telegrafiar a Francia en seguida. Si va usted personalmente será demasiado tarde.

Poirot me contempló con curiosidad por espacio de un minuto.

—Por desgracia, amigo mío, hay algunas cosas que no puede resolverlas un telegrama.

En aquel momento regresaba el mayor Norman acompañado de un joven oficial con el uniforme del Cuerpo de Aviación.

—Éste es el capitán Lyall, quien le llevará a Francia. Puede partir en seguida.

—Abríguese bien, señor —dijo el joven piloto—. Puedo prestarle un abrigo si quiere.

Poirot estaba consultando un enorme reloj mientras murmuraba para sí:

—Sí, hay tiempo.... el tiempo preciso. —Luego, alzando los ojos, se inclinó cortésmente ante el oficial—. Gracias, monsieur. Pero no soy su pasajero, sino ese caballero que está ahí.

Al hablar se hizo a un lado y de la oscuridad salió una figura...; el otro detenido que había ido en el otro coche y cuando contemplé su rostro lancé una exclamación de sorpresa.


¡Era el Primer Ministro!

—Por amor de Dios, ¡cuéntemelo todo! —exclamé impaciente, cuando Poirot, Norman y yo regresamos a Londres—. ¿Cómo diablos se las arreglaron para volverle a Inglaterra?

—No hubo necesidad de ello —replicó Poirot secamente—. El Primer Ministro nunca abandonó Inglaterra. Le secuestraron cuando regresaba a Londres desde Windsor.


¿Qué...?

—Lo explicaré. El Primer Ministro se hallaba en su automóvil, y junto a él su secretario. De pronto le acercaron al rostro un trozo de algodón empapado en cloroformo.

—Pero, ¿quién?

—El inteligente políglota capitán Daniels. Tan pronto como el Primer Ministro quedó inconsciente, Daniels, cogiendo el tubo acústico, ordenó a O'Murphy que torciese a la derecha, cosa que éste hizo sin sospechar nada. Unos metros más allá aguardaba un coche que al parecer ha sufrido una avería. El conductor hace señas a O'Murphy para que se detenga. O'Murphy aminora la marcha y el desconocido se aproxima. Daniels se asoma por la ventana y probablemente con la ayuda de un anestésico fulminante, tal como cloruro de etilo, repiten el truco del cloroformo. A los pocos segundos los dos hombres indefensos son trasladados a otro automóvil y un par de sustitutos ocupan su puesto.

—¡Imposible!


Pas de tout!
¿No ha visto usted las imitaciones de celebridades que se realizan en los
music-hall
con maravillosa fidelidad? Nada más fácil que personificar a un personaje público. El Primer Ministro de Inglaterra es más fácil de imitar que un tal señor John Smith de Clapaham, pongo por ejemplo. Y en cuanto al «doble» de O'Murphy, nadie iba a reparar mucho en él hasta después de la partida del Primer Ministro, y entonces ya habrían procurado no dejarse ver. Y directamente desde Charing-Cross se dirige al lugar de reunión de sus amigos. Penetra en él como O'Murphy, pero sale completamente distinto. O'Murphy ha desaparecido, dejando tras sí una estela de sospechas muy conveniente.

—¡Pero el hombre que representaba al Primer Ministro fue visto por todo el mundo!

—No fue visto por nadie que le conociera íntimamente. Y Daniels procuró que tuviera el menor contacto posible con todo el mundo. Además, llevaba el rostro vendado, y cualquier anomalía en sus ademanes se hubiera atribuido al
shock
producido por el reciente atentado contra su vida. El señor MacAdam tiene la garganta muy sensible y antes de pronunciar un discurso procuraba hablar lo menos posible. Allí hubiera sido prácticamente imposible.... de modo que el Primer Ministro desaparece. La policía de este país se apresura a cruzar el Canal y nadie se preocupa por conocer los detalles del primer atentado. Y para mantener la ilusión de que el secuestro ha tenido lugar en Francia, Daniels es amordazado y cloroformizado a un tiempo de manera convincente.

—¿Y el hombre que ha representado el papel de Primer Ministro?

—Se libra de su disfraz. Él y el falso chófer pueden ser detenidos como sospechosos, pero nadie puede soñar siquiera el verdadero papel que han representado en el drama, y habrán de libertarlos por falta de pruebas.

—¿Y el verdadero Primer Ministro?

—ÉI y O'Murphy fueron conducidos directamente a la casa de la «señora Everard», en Hampstead, la supuesta tía de Daniels. En realidad, es
frau
Bertha Ebenthal, a la que la policía andaba buscando desde hacía tiempo. Es un valioso regalo que tengo que hacerles... para no mencionar a Daniels. ¡Ah, fue un plan muy inteligente, pero no contaron con la clarividencia de Hércules Poirot!

Creo que mi amigo podía haberse ahorrado aquella expansión de vanidad.

—¿Cuándo empezó a sospechar la verdad sobre la cuestión?

—Cuando empecé a trabajar como es debido... desde
dentro
. ¡No podía comprender qué relación tenía el primer atentado.... pero cuando vi el resultado fue que el
Primer Ministro tuvo que ir a Francia con el rostro vendado
... empecé a ver claro! Y cuando visité todos los hospitales situados entre Windsor y Londres y descubrí que nadie que respondiera a mi descripción había sido curado y vendado en ellos, no tuve la menor duda. ¡Al fin y al cabo fue un juego de niños para una inteligencia como la mía!

A la mañana siguiente Poirot me enseñó un telegrama que acababa de recibir. No llevaba referencias de origen ni firma alguna. Decía así:

«A tiempo.»

A última hora de la tarde los periódicos publicaron un resumen de la Conferencia de los Aliados, haciendo resaltar la importancia de la magnífica ovación dedicada al señor David MacAdam, cuyo inspirado discurso había producido una profunda impresión.

Capítulo IX
-
La desaparición del señor Davenheim

Poirot y yo esperábamos a nuestro antiguo amigo, el inspector Japp, de Scotland Yard. Nos encontrábamos sentados alrededor de la mesa de té aguardando su llegada. Poirot había terminado de colocar debidamente las tazas y platitos que nuestra patrona tenía la costumbre de arrojar más que colocar sobre la mesa. También había frotado la tetera de metal con un pañuelo de seda. El agua estaba hirviendo y un pequeño recipiente esmaltado contenía chocolate espeso y dulce, más del gusto del paladar de Poirot que lo que él llamaba nuestro «veneno inglés».

Se oyó llamar abajo con energía, y a los pocos minutos entró Japp.

—Espero no llegar tarde —dijo al saludarnos—. A decir verdad, estaba cambiando impresiones con Miller, el encargado del caso Davenheim.

Yo agucé el oído. Durante los tres últimos días los periódicos habían hablado de la extraña desaparición del señor Davenheim, el socio más antiguo del Davenheim y Salmon, los conocidos banqueros. El sábado anterior había salido de su casa y desde entonces nadie volvió a verle. Me incliné hacia delante para ver si conseguía averiguar algún detalle interesante por medio de Japp.

—Yo hubiera dicho que hoy en día es casi imposible que nadie «desaparezca» —observé.

Poirot corrió un plato de tostadas con mantequilla cosa de un octavo de pulgada y dijo:

—Sea exacto, amigo mío. ¿Qué entiende usted por «desaparecer»? ¿A qué clase de desaparición se refiere?

—¿Es que las desapariciones están clasificadas y etiquetadas? —bromeé.

Japp también sonrió un instante, pero Poirot frunció el ceño.

—¡Pues claro que sí! Se dividen en tres categorías: Primera y la más corriente, la desaparición voluntaria. Segunda, el caso de la «pérdida de memoria», del que tanto se ha abusado.... raro, pero algunas veces auténtico. Y tercera, el crimen y el hacer desaparecer el cadáver con más o menos éxito. ¿Cree que las tres son imposibles de realizar?

—Yo diría que acaso lo son. Es posible perder la memoria, pero alguien le reconocería.... especialmente en el caso de un hombre tan conocido como Davenheim. Luego, «los cadáveres» no se desvanecen en el aire y más pronto o más tarde aparecen, escondidos en lugares apartados o metidos en un baúl. El crimen se descubre del mismo modo, el empleado que se fuga con el dinero de la caja o el delincuente doméstico, hoy en día puede ser alcanzado por la radio y el teléfono.... aunque se encuentren en un país extranjero; los puertos y estaciones están vigilados, y en cuanto a esconderse en este país, sus características y filiación serían conocidas por todo lector de periódicos. Tiene que habérselas contra la civilización.


mon ami
—dijo Poirot—, comete usted un error. Usted no tiene en cuenta que el hombre que se haya decidido a deshacerse de otro... o de sí mismo en sentido figurado... puede ser esa rara excepción: el hombre de método, y gran inteligencia, talento, y un cálculo preciso de todos los detalles necesarios. No veo por qué no podría burlar con éxito a la policía.

—Pero no a
usted
, supongo... —dijo Japp de buen talante, guiñándome un ojo—. No podrían engañarle a
usted
, ¿eh, monsieur Poirot?

Poirot procuró parecer modesto, sin conseguirlo.

—¡A mí también! ¿Por qué no? Es cierto que yo resuelvo esos problemas con una ciencia exacta... con precisión matemática, lo cual es muy raro en la nueva generación de detectives.

Japp miró sonriendo.

—No lo sé —dijo—, Miller, el encargado de este caso, es un individuo muy listo. Puede usted estar seguro de que no pasará por alto ni una huella, ni una colilla, o incluso una miga de pan. Tiene ojos que lo ven todo.

—Lo mismo que los gorriones de Londres,
mon ami
—repuso Poirot—. Pero de todas formas no les pediría a los pobres pajarillos que resolviesen el problema del señor Davenheim...—Vamos, monsieur, no irá usted ahora a despreciar el valor de los detalles como pistas.

—De ninguna manera. Esas cosas son buenas hasta cierto punto. El peligro está en que puede dárseles una importancia indebida. La mayoría de los detalles son insignificantes; sólo uno o dos son vitales. Es en el cerebro, en las pequeñas células grises —se golpeó la frente—, en lo que uno debe confiar. Los sentidos se equivocan. Hay que buscar la verdad dentro... no fuera.

—No me irá usted a decir, monsieur Poirot, que usted se comprometería a resolver un caso sin moverse de su butaca, ¿verdad?

—Eso es exactamente lo que quiero decir... con tal de que me fueran expuestos los hechos. Yo me considero un especialista en consultas.

Japp se golpeó la rodilla.

—Que me ahorquen si no le cojo la palabra. Le apuesto cinco libras a que no puede echar mano, mejor dicho, decirme dónde puedo echársela yo, al señor Davenheim, vivo o muerto, antes de que finalice la semana.

Poirot reflexionó unos instantes.


Eh bien, mon ami
. Acepto.
Le sport
es la pasión de ustedes los ingleses. Ahora... los hechos.

—El sábado pasado, según su costumbre, el señor Davenheim cogió el tren de las doce cuarenta desde la estación Victoria a Chingside, donde se halla su residencia palaciega «Los Cedros». Después de comer estuvo paseando por los alrededores de la propiedad, dando instrucciones a los jardineros. Todo el mundo está de acuerdo en que su estado de ánimo era completamente normal, como de costumbre. Después del té, asomó la cabeza por la puerta de la habitación de su esposa, diciendo que iba a llegarse al pueblo para echar una carta al correo. Agregó que esperaba a un tal señor Lowen para tratar de negocios y que si llegaba antes de que él hubiera regresado, debían pasarle a su despacho y rogarle que aguardara. Entonces el señor Davenheim salió de la casa por la puerta principal, caminó lentamente por la avenida, atravesó la verja y... no volvieron a verle. A partir de aquel momento desapareció por completo.

—Un problema bonito... encantador... precioso —murmuró Poirot—. Continúe, amigo mío.

—Cosa de un cuarto de hora más tarde pulsaba el timbre de «Los Cedros» un hombre alto, moreno y de poblado bigote negro, que explicó tenía una cita con el señor Davenheim. Dio el nombre de Lowen y según las instrucciones del banquero fue introducido en el despacho. Transcurrió una hora y el señor Davenheim no regresaba. Al fin, el señor Lowen hizo sonar el timbre y explicó que no le era posible esperar más, ya que debía alcanzar el tren de regreso a la ciudad. La señora Davenheim se disculpó por el retraso de su esposo, incomprensible, puesto que sabía que esperaba aquella visita. El señor Lowen volvió a decir que lo lamentaba, y se marchó.

»Bien, como todo el mundo sabe, el señor Davenheim
no
regresó. A primera hora de la mañana del domingo se avisó a la policía, que no ha conseguido poner nada en claro. El señor Davenheim parece haberse desvanecido en la atmósfera. No llegó a la oficina de correos, ni se le vio pasar por el pueblo. En la estación aseguran que no tomó ningún tren, y su automóvil no ha salido del garaje. Si hubiera alquilado algún coche para encontrarse con alguien en algún lugar solitario, parece casi seguro que a estas horas, en vista de la enorme recompensa ofrecida por cualquier información, el chófer se hubiera presentado a decir lo que supiera. Cierto que se celebraban unas carreras en Entfield, a cinco millas de distancia, y que si hubiera ido andando a aquella estación hubiese pasado inadvertido entre la multitud. Pero desde entonces su fotografía y su descripción han estado apareciendo en todos los periódicos, y nadie ha podido dar noticias suyas. Claro que hemos recibido muchas cartas de todas partes de Inglaterra, pero hasta ahora todas las pistas han resultado falsas.

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